A propósito de la demolición del Mercado del Pla d’Elx___________________ Andrés Martínez Medina arquitecto-CoDeArq “No me gusta que lo tiren, porque es un edificio emblemático de este barrio. Lo podían haber aprovechado para otros usos” M.C. Pomares, vecina, INFORMACIÓN 11·08·2006 Según Antonio Serrano Bru, autor del Mercado del Pla, el proyecto le fue encargado por el Ayuntamiento de Elche a mediados de 1975 y las obras, que se iniciaron en 1977, terminaron en 1980. El Mercado del Pla se erigió como una mole de hormigón al principio de las afueras, es decir, ocupaba una de las primeras manzanas al suroeste de la ciudad, cuando aún no se había trazado ni la circunvalación ni el Sector V. Transcurridos veinticinco años desde su inauguración el edificio debió quedar obsoleto, ya que se construyó un nuevo mercado en sus inmediaciones, más accesible y de menor dimensión. Antes de su demolición, el viejo Mercado, de propiedad municipal, fue objeto de diversas consideraciones; entre ellas la de su conservación. Finalmente fue destruido en agosto de 2006. En realidad, el Mercado del Pla no fue rehabilitado por una cuestión monetaria (entre otras cosas), ya que por su ajustada altura libre entre plantas resultaba difícil de acondicionar para un nuevo uso público que no supusiese un gasto más elevado que el de la construcción de un edificio de nueva planta. El edificio, pues, estaba en ruina administrativa: no valía casi nada; del dictamen al derribo sólo restaba un trámite. Sin embargo, no se debe confundir el valor de la arquitectura como hecho social y cultural con su valor económico. Porque ¿qué valor tenían los muros de hormigón con las tablas de madera y las planchas de acero modelando sus superficies? ¿Qué precio tenían los recuerdos vinculados al edificio grabados en la memoria de las gentes? Creo que hoy prevalece la idea de que la arquitectura es un arte singular porque antes de satisfacer un placer resuelve un programa de necesidades. Una obra de arquitectura involucra más agentes en su proceso de elaboración que cualquier otra obra de arte. Es más, cualquier poema, cuadro o partitura pertenecen antes a sus autores que un edificio al arquitecto. La arquitectura pertenece tanto o más a su promotor y a su constructor que al profesional. Y a un nivel más inmediato, si a alguien pertenece un inmueble es a sus usuarios. Así pues, una obra de arquitectura se convierte simultáneamente en un hecho social, al involucrar al conjunto de la sociedad que la disfruta, y en un hecho cultural, al constituir un testigo de su tiempo. El Mercado del Pla era una buena obra de arquitectura. No se levantó para conmemorar efeméride alguna. Se ejecutó con un fin práctico: cubrir la necesidad de abastecimiento diario de un barrio residencial en expansión en unos años en los que las grandes superficies eran todavía un espejismo. Desde su entrada en funcionamiento, cumplió con sus objetivos mediante una cierta complicidad entre construcción, programa y usuarios a la que, con el transcurso de los años, se adhirió la singular forma del edificio que contribuyó a definir un hito urbano. A estas cuestiones exclusivas de la arquitectura (técnica, función y forma) cabría añadir otra relativa a sus coordenadas culturales, es decir: las conexiones que la obra establecía con las corrientes arquitectónicas de su generación que superaban la dimensión de lo local. En este sentido era relevante tanto la rotundidad de volúmenes y espacios como el protagonismo que adquirió la materia que los constituía. Aunque básicamente eran tres los materiales con los que se construyó el edificio: hormigón armado, perfiles de acero pintados de amarillo y piezas de vidrio, era el hormigón el elemento predominante con el que se argumentaba el discurso poético. La reducción de los materiales en número nos habla de austeridad, de silencio: y es en el silencio donde mejor se oyen las voces y en la penumbra donde se aprecian mejor los rayos de luz. El Mercado constituía una síntesis en la que el hormigón visto asumía un papel principal que, por su extensión y texturas, nos remitía a una corriente arquitectónica internacional, el brutalismo, que tuvo su apogeo en la segunda mitad del siglo XX. 1 Fotografía de del Mercado del Pla en los años 80 Brutalismo es un calificativo estilístico que deriva del término betón brut (hormigón bruto) y se vincula con un sector profesional de la arquitectura desconfiado de la tecnología y la industria como panaceas. Más allá de la estética estaba su ética: “El Brutalismo quiere decir contestación contra (…) el reformismo desvaído”. Es probable que el Mercado fuese una obra tardía, pero no cabía duda de su condición: que el edificio, en su desnudez y testarudez, era un manifiesto contra la arquitectura mercantilista del momento. Indiscutiblemente el autor cargó de intención la obra en los años de cambio de la Dictadura a la Democracia y esa contundente imagen quedó vinculada tanto al barrio del Pla como a la memoria de la Transición. Sin olvidar la cuestión del tiempo: la obra sólo tenía 26 años. Una edad demasiado joven para considerar que el edificio estuviese caducado. Si el Mercado hubiese rondado la centuria habría sido declarado BIC y nadie se habría planteado que el edificio fuera inservible. Hoy los productos envejecen a una velocidad de vértigo. Un teléfono móvil es antiguo en un año y queda obsoleto en tres. Un móvil de hace quince es una pieza de museo. Quizás debiéramos revisar nuestros conceptos de “viejo” y “nuevo” frente a los de “antiguo” y “moderno”. Porque quizás el edificio era “viejo” en edad, pero “moderno” en su factura. De hecho, el Mercado constituía ya un documento histórico que nos hablaba de las décadas en que se construyó, de la sociedad que lo promovió y de las coordenadas culturales en las que quedó atrapado. Si hubiésemos reconocido a tiempo que los valores arquitectónicos del Mercado del Pla eran más que suficientes, las dificultades técnicas para su mantenimiento habrían dejado de ser problemas. Si esta obra hubiese sido declarada bien de relevancia local (BRL) nadie habría dudado en recuperarla. En este caso, los profesionales difícilmente hubiesen cuestionado la viabilidad de su rehabilitación. La Historia está llena de edificios que hoy en día funcionan con un uso distinto al inicial. Si se pensara en el patrimonio público edificado desde otras premisas que no sean las de máxima rentabilidad económica y se admitieran los valores sociales y culturales que acumula la arquitectura (que constituye un estrato más de la ciudad), no resultaría difícil la conservación del mismo. Quien sabe si el Mercado no podría seguir aún en pie como complejo de ocio juvenil o como inmensa escultura al aire libre en la cual experimentar cómo la estructura de hormigón se convertía en una ruina arqueológica. Había muchas alternativas antes que proceder a su demolición, derribo y destrucción. Cualquier opción que hubiese evitado su desaparición (daño irreparable para la ciudad, la cultura y la memoria) habría sido mejor. Hoy nos queda que aprender la lección y apresurarnos a proteger otras arquitecturas similares que se encuentran repartidas por toda la geografía valenciana. 07-enero-2007 2