MARCO FABIO SALMANTICENSE VA AL COLISEO Como Valerio Marcial pertenecía a la clase de los equites, la plaza en el anfiteatro estaba asegurada, y seguramente habría alguna para su invitado Fabio. Muy distinta era la suerte que corrían las gentes de las clases bajas. La entrada era gratuita, pero el aforo del Coliseo no excedía de las 50.000 personas. Por este motivo los días de los juegos la ciudad de Roma se despertaba muy temprano para llegar temprano y coger buen sitio. El espectáculo iba a durar todo el día y los romanos llevaban consigo la comida y la bebida. Se alimentaban sin levantarse del sitio, tal era el temor de perder un puesto privilegiado en las gradas. Como hoy sucede con el fútbol, a la hora de los juegos la ciudad estaba desierta. Marcial le contó a Fabio que esa era la hora que su paisano Séneca aprovechaba para la meditación, interrumpida a veces, según él mismo decía, por el clamoreo del anfiteatro. Se le llamaba Coliseo por la proximidad del coloso de Nerón (conviene recordar que en Roma no había lo que nosotros podemos llamar dirección de un edificio: lo más habitual era decir al lado de qué lugar importante estaba situado). Este Coloso, construido en bronce dorado y de una altura de 30 metros, representaba al Sol, pero con la cabeza de Nerón. Sin embargo, la cabeza que veía Fabio era la de Vespasiano. Aún le pondrían otras al pobre coloso. Al lado del anfiteatro se encontraban los ludi gladiatorii o escuelas de gladiadores. Aquí se entrenaban bajo el patrocinio de un procurador o lanista, que podíamos decir que era el manager con el que se tenía que entender el editor, que organizaba y pagaba los juegos. En estas escuelas, los condenados ad gladium o ad ludum, los condenados a trabajos forzados y los auctorati, hombres libres que querían ser héroes o dedicarse a las armas y firmaban un contrato para entrar en la escuela, mejoraban sus habilidades con los más hábiles maestros de esgrima. [...] Pero volvamos con Fabio y Marcial, que ya han entrado en el anfiteatro después de admirar los tres órdenes superpuestos en la fachada (dórico, jónico y corintio) y buscar el número de su localidad en las puertas exteriores, igual que se hace hoy en las plazas de toros. La primera cavea era para la clase más alta, la segunda para los caballeros y el resto para el pueblo llano. La arena, de unos 79 metros de larga por 46 de ancha, se hallaba sobre un entramado de madera, bajo el cual se encontraban los subterráneos, con los utensilios para los juegos y las jaulas para las fieras, que eran subidas a la arena por medio de elevadores mecánicos. Había asimismo una red para proteger a los espectadores. Algo que sorprendió a Fabio, y no era para menos, fue el velum del Coliseo, destinado a proporcionar sombra al espectador, pero no al sufrido gladiador que debía luchar al sol y chorreando de sangre. La colocación de este colosal velo corría a cargo de los marineros de la flota de Miseno. ¿Quién mejor que un marinero cuando se trata de nudos? Esta operación se ejecutaba en el terrazo del pórtico que se situaba en la parte más alta del anfiteatro. Para ello eran necesarios mil hombres perfectamente sincronizados y rápidos en el trabajo. La primera fase consistía en elevar un anillo central al que se enganchaban las cuerdas que sujetaban los toldos. Se servían de una polea situada en la parte superior de los palos que rodeaban la terraza del pórtico superior. La cuerda pasaba por la polea y debía engancharse finalmente a uno de los 160 postes de piedra que rodeaban al anfiteatro. Cada palo necesitaba una polea y un poste. Una segunda operación servía para desenrollar los paños convergentes que constituían el toldo. Todo se hallaba listo, pues, para que diesen comienzo los juegos. Los altos dignatarios entran en el recinto y son recibidos con gritos de júbilo y aprobación. Cuando apareció el editor las ovaciones se hicieron cada vez mayores. Antes del día de los juegos los gladiadores eran obsequiados con una cena fastuosa, como todavía ahora se estila en algunas películas norteamericanas de reclusos. Dependía de cada uno el comer hasta hartarse o lamentar su suerte. Era al día siguiente, con el desfile que abría los juegos, cuando empezaba su protagonismo. Fabio vio cómo se dirigían al podio del emperador y pronunciaban la famosa frase: Ave, Caesar, morituri te salutant. "¡Mira! -Dijo Marcial entusiasmado- Aquel es Hermes." Su entusiasmo por aquel gladiador era tan grande que llegó a hacerle un epigrama. [...] La locura por sus ídolos, igual que hoy día, era muy grande. Las damas llegaban a disputarse los favores de los gladiadores afamados. Se sortearon las parejas y dio comienzo la prolusio con armas inofensivas, con objeto de calentarse (califieri). Tras esto comenzó el combate más esperado. Dos grandes campeones del combate iban a enfrentarse: Hermes contra Furor. Hermes era retiario e iba semidesnudo, armado de tridente y red. Como armas defensivas lleva el subligaculum, que le protege el vientre, y, en el brazo izquierdo, un brazalete que le llega al hombro, donde un protector de metal (galerus) le defiende apenas la cabeza. Furor es gallus, llamado así por el género de su armadura. Además de esta lleva escudo y espada. El público se enardece y apoya a su favorito. El griterío se veía acrecentado por el ruido del viento que entraba por la claraboya del velo del anfiteatro. En tal situación el hombre se deja arrastrar por la muchedumbre y Fabio no tardó en gritar también. [...] Hermes, en un descuido de Furor, había conseguido lanzar su red sobre él e inmovilizarlo. Habet! Hoc habet! "¡Lo tiene! ¡Lo tiene!" –gritaba el público. Marcial no cabía en sí de gozo. Fabio estaba sorprendido. El público había disfrutado y no era cuestión de impedir otro emocionante encuentro en el futuro decretando que Hermes matase a Furor. Mitte! –Fue la respuesta- "¡Déjale ir!". El pulgar hacia arriba habría significado eso mismo, mientras que vertere pollicem era la muerte para el vencido. Otro gladiador, que peleaba cerca de donde tocaban música en un órgano de agua para amenizar la función, no tuvo la misma suerte. Fue muerto y rápidamente subieron a la arena sirvientes enmascarados con máscaras de Caronte y Mercurio, divinidades del infierno, que a golpes de mazo sobre el cráneo se aseguraron de que había muerto y lo retiraron, reponiendo también arena. El espectáculo era ahora diferente, Marco y Valerio iban a presenciar una lucha de gladiadores sobre carros: eran los essedarii. El público disfrutaba mucho con las venationes o luchas entre animales o de animales contra gladiadores. Un rinoceronte contra un elefante, un oso contra un toro. Leones, panteras y osos contra gladiadores. Luchas de gallos. [...] Domiciano, el emperador y, en este caso, también editor, no sabía ya qué inventar y ese día mandó combatir a mujeres contra pigmeos. También se dio alguna representación teatral como la de Dédalo e Ícaro. Se hacía subir a un condenado a gran altura y se le pegaban plumas a los brazos. Era empujado y se destrozaba contra el suelo. La gracia consistía en que al caer agitaba los brazos como si quisiera volar. [...] El fin del espectáculo era inminente y Domiciano sorprendió a todos con una lucha de gladiadores nocturna que impresionaba por el centelleo de las espadas.