Gogol, Nikolai Vasilievich (1809-1852). Todos los relatos de este volumen los escribió Gógol entre 1835 y 1842 con su fina ironía y sentido del orden social. Cuando un maestro de lo breve escribe, sea lo que sea, los admirados lectores poco más tenemos que hacer que abrir los ojos y la mente preparados para disfrutar. Sin duda, uno de los mejores autores breves de la literatura universal de todos los tiempos ha sido Nikolai Gógol (Rusia, 1809-1852). En los pocos años que duró su vida, con la intensidad de un trueno y la belleza de un rayo, alumbró a la literatura rusa para darle alguna de sus mejores novelas (pienso, en concreto, en ‘Tarás Bulba’) y, especialmente, de sus relatos cortos; engrandecidos además con el paso del tiempo. Entre sus características más meritorias está ese estilo tan peculiar donde lo fantástico y lo convencional se mezclan magistralmente, aderezados con un fino tono humorístico, con la intención de ejercer de retrato crítico escrito con valor en una época de dura censura. Alguna de sus mejores piezas se esconde en un librito irregular, por la extensión y la estructura de los relatos, conocido como ‘Historias de San Petersburgo’ (Alianza Editorial, colección “El libro de bolsillo”, 2013, disponible en FantasyTienda). Con el único nexo de un espacio común, a su vez multifacético por la posibilidad de cada rincón de la ciudad de imprimir su carácter y personalidad propios a cada uno los personajes en las distintas historias, se desarrollan los argumentos de cinco magníficos cuentos que, por orden de aparición en el libro, son “La Avenida Nevski”, “El retrato”, “Diario de un loco”, “La nariz” y “El abrigo”. Una colección de retratos donde tiene su reflejo aquella sociedad de ensueño que una vez el emperador Pedro el Grande quiso hacer realidad, combinación de nobleza y oropel, reducida sin embargo a escombros. El primer relato, “La Avenida Nevski”, se ambienta en la principal vía de la ciudad y, por ende, también en la más pretendidamente suntuosa. Al ojo del visitante se distingue por la simultánea combinación de grandes palacios, recios mármoles y deslumbrantes luminarias; no en vano, se diseñó con la intención de competir con París. La ironía de Gógol se pone en marcha inmediatamente cuando, junto a la pretendida grandiosidad física de la vía principal, se desarrolla también un discurso de grandiosidad social y moral que, rápida y sutilmente, desmonta a base de imágenes contradeductivas o anécdotas representativas. Por ejemplo, así se nos describe esta vía en las primeras horas: “cuando San Petersburgo entero exhala un aroma de pan caliente, recién salido del horno, y está lleno de viejas harapientas que acuden a las iglesias a pedir limosna a los compasivos transeúntes.” Desde su cada vez más deteriorada lucidez, fue capaz de regalarnos algunas de las obras maestras breves más importantes de la literatura universal. En “El retrato” se sigue explorando la dualidad social de San Petersburgo pero desde una perspectiva distinta. En vez de analizar la contradicción entre la ilusión y lo real, se observan las consecuencias que en aquellos que no tienen riquezas ejerce el ansia de la posesión, mal entendido como un mecanismo de igualación social. Esta ansiedad afecta al pintor B., a quién las fuerzas del averno dan la oportunidad de ganar no pocos beneficios terrenales a cambio de un retrato. La aceptación de este encargo parecía ser una oportunidad de crecimiento, pero finalmente acaba siendo una desgracia para el pintor, para el que incluso supone la pérdida de su alma. Un relato con moraleja moral sobre la aceptación de las condiciones en que vivimos cada uno o, por lo menos, la no superación de esas condiciones sin una moral que provea de límites. En el ecuador del tomo, “Diario de un loco” se le aparece al lector español como el que es, quizá, el más conocido de estos cinco relatos en nuestro contexto cultural, por las veces que ha sido adaptado para el teatro. El relato es el monólogo en forma de diario del funcionario ucraniano Aksenti Ivanov Poprischin, quién narra la progresión de su enfermedad mental, asimilable a la esquizofrenia, que lo lleva por una constante pendiente de desvaríos y pensamientos negativos camino hacia su autodestrucción; por el camino llega incluso a creerse el Rey de España, de ahí su adaptación teatral recurrente. Un retrato que sirve tanto para la crítica de la burocracia funcionarial, como para la descripción del tormento causado por las humillaciones y miserias a que lo sometieron a lo largo de su vida. En la cima de este libro, en la cima de la obra breve de Gógol, y por tanto también como uno de los mejores relatos jamás escritos, brilla con luz propia “La nariz”. El relato comienza con un suceso inesperado: el barbero Ivan Yakovlevich despierta después de una noche de borrachera y descubre, a su lado, una nariz que reconoce casi en el acto: la del asesor colegiado Kovalyov; ocupa el octavo nivel en el escalafón de la administración zarista. El desesperado funcionario, no todavía espantado del susto al levantarse él también y descubrir la ausencia de su preciado órgano, cuando sale a la calle en su busca se lo encuentra de frente y mantiene con él un hilarante diálogo que dará inicio a una desopilante carrera de obstáculos por conseguir que la nariz vuelva a ocupar su lugar. ¿Lo conseguirá? ¡Léanlo sin tardar, para saberlo! Y en quinto lugar, cerrando el tomo, se encuentra “El abrigo”, otro de los más celebrados cuentos de la literatura rusa y de Nikolai Gógol. Otra crítica a la administración zarista a partir de un dramático suceso protagonizado por un funcionario menor: Akaki Akakievich. De hecho, tan humilde es su condición que, aun siendo un hombre al servicio del zar, apenas gana para sobrevivir, por eso se ve dramáticamente obligado a gastar todos sus ahorros en un abrigo con el que poder protegerse de las inclemencias del crudo invierno. Pero, ya que se ve impelido a hacerlo, decide que el abrigo sea el mejor que se pueda permitir, a poder ser como el de sus superiores. Un símbolo de status adquirido sin los convenientes límites morales, motivo por el que la voz narradora, al final del cuento, sanciona la actitud de Akaki con una fina ironía del destino. Todos los relatos de ‘Historias de San Petersburgo’ (Alianza, 2013) los escribió Gógol entre 1835 y 1842 con su fina ironía y sentido del orden social. Con todo, tras el conservadurismo y el conformismo moralista de la mayoría de los relatos, Gógol también desarrolla una directa crítica social a las aristas del régimen político zarista. Una tensión difícil de resolver, pero en todo caso coherente con un hombre torturado que, desde su cada vez más deteriorada lucidez, fue capaz de regalarnos algunas de las obras maestras breves más importantes de la literatura universal. Este libro tiene alguna de esas joyas y, por eso, merece la pena tenerlo en uno de los lugares de honor de su biblioteca. http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=gogol-nikolaivasilievich La singularidad de Gógol En un ensayo biográfico sobre Gógol, Nabokov afirma que fue un hombre infeliz, extraño, en perpetua huida; que no es el DICKENS ruso, que nadie debe acercarse a él pretendiendo averiguar algo de Rusia, que con su obra no intenta provocar ningún cambio social; que su genialidad estriba en que su capacidad para exponer las fantasías del espíritu humano le dotaba de una «prosa cuatridimensional». Señala que la importancia de cuanto debe la literatura rusa a la obra de Gógol la sintetizó Turguenev en su famosa declaración de que «todos hemos salido de El capote de Gógol». Y es que, sigue Nabokov, si «el formal Pushkin, el realista Tolstoi, el comedido CHÉJOV» nos han dejado en sus obras momentos en los que se producen como cambios de plano, momentos en los que se nos revelan significados secretos de la realidad, «con Gógol estos cambios constituyen la base misma de su arte». Y, por eso, cuando Gógol abandona cualquier deseo de seguir la tradición literaria y de seguir cualquier lógica, y se deja ir, como en El capote, «se convertía en el mayor artista que Rusia haya producido jamás». En fin, es difícil no sentirse impresionado por la brillantez de la prosa de Nabokov, por la claridad de su análisis, y por la gran arrogancia de unos juicios apasionados y contundentes. Quizá por ese afán de reforzar sus opiniones se pasa un tanto de vueltas en su argumentación y acaba contradiciéndose a sí mismo cuando unas veces subraya que, dentro de un mundo absurdo como el que pinta Gógol «no hay lecciones morales porque no hay alumnos ni profesores», y otras señala cómo la gran literatura «apela a esas profundidades secretas del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como las sombras de barcos carentes de nombre y de sonido». Bibliografía: Vladimir Nabokov. Nikolái Gógol (1944). Barcelona: Littera, 2002; 206 pp.; col. Ensayo; trad. de Anna Renau; ISBN: 84-95845-10-5. Ambición y depresión en el norte por Pablo Hernández Ramos San Petersburgo, con sus poco más de 300 años de historia, centro fundamental de las relaciones culturales y económicas entre Rusia y Europa, antigua capital imperial y residencia oficial de los zares con su soberbio Palacio de Invierno, es el escenario de cinco relatos de Nikolái Gógol (1809-1852) que en su día significaron la consagración del autor, ya por entonces tenido en cuenta en las élites literarias desde la publicación en 1835 de su novela Tarás Bulba. Cinco relatos (La avenida Nevski, El retrato, Diario de un loco, La nariz y El abrigo) que son cinco aristas del mismo poliedro, cinco escenarios literarios tratados de diferente manera pero con un mismo núcleo, un mismo tuétano que es el estilo proto-esperpéntico de Gógol –y además, a la rusa–, una forma de narrar que puede emparentarse de igual manera con la narrativa fantástica cultivada por E.T.A. Hoffmann y el estilo diabólico y preciso de Poe. Dando una doble pirueta podríamos ver incluso a Gógol y sus Historias de San Petersburgo entre las páginas de alguno de los autores del realismo mágico latinoamericano. Pero si nos centramos en el material en bruto, en los cinco relatos petersburgueses, observaremos además un testimonio apegado a la realidad del momento, a lo que significó el imperio de los zares y más en concreto su vertiente burocrática. No está de más recordar que algunos críticos de la época, y también posteriores, han ubicado a Nikolái Gógol en un lugar preponderante del realismo ruso. Gógol estuvo empleado en la Administración Civil rusa entre 1828, cuando llega a la capital, y 1836, cuando la abandona para dedicarse a viajar por Alemania e Italia, con la intención de poner en orden unas inquietudes y unas preocupaciones que ya estaban empezando a minar una personalidad hipocondriaca. Sus años de juventud, pues, los pasó dedicados al servicio público en San Petersburgo, y en un Imperio tan vasto como el de los zares del XIX, trabajar en oficinas y despachos ofrecía a espíritus como el de Gógol la posibilidad de observar desde un puesto de privilegio los modos y maneras de comportamiento de toda una sociedad, de todo un país, de toda una concepción de la realidad por parte de un colectivo construido en torno a la noción del “tipo ruso”. Construyendo al ruso Sirva de ejemplo El retrato, la narración que por cierto más trae a la memoria las técnicas de Edgar Allan Poe. En esta narración, Gógol nos ofrece algunos análisis particulares asimilables al “tipo ruso”: “echarlo todo por alto y entregarse a la bebida, y ello por puro mal humor y aburrimiento”, es para nuestro autor uno de los rasgos distintivos de los habitantes del Imperio. O también, acordándose de la nobleza cuasi-medieval: “Los barbudos hidalgos rusos, a pesar de que en sus barbas persista aún el olor de la sopa de col, de ninguna manera querrían ver a sus hijas casadas con alguien que no fuera general o, por lo menos, coronel”. Esta clase de píldoras descriptivas salpican los relatos de Gógol, amigo y protegido de Aleksandr Pushkin, quien moriría en 1837 batiéndose en duelo (aunque todavía hoy hay quien mantiene que fue un asesinato encubierto). La muerte de Pushkin hundiría a Gógol en una depresión de la que nunca se recuperó por completo, y que afectaría en cierta medida a la escritura de estos relatos, que cubre el periodo 1835-1842. Centrándonos de nuevo en El retrato, el narrador toma una postura de superioridad respecto a sus personajes, él los domina y nos hace ver sus pliegues más oscuros. Esta historia trata también sobre la existencia o no de una frontera nítida entre la realidad y la ficción, pregunta hábilmente trasladada en el relato a los asuntos de un pintor, un creador al cabo, que sufre al intentar descifrar si las creaciones tienen efectivamente un poder transformador en la vida que llamamos real. Gógol se anticipa así en cierto modo a los debates que tendrían lugar al respecto durante décadas venideras del siglo XIX. El retrato es también, en la primera de las dos partes en que se divide, una metáfora perfecta del artista “puro” que se olvida del ideal al que aspiraba, el artista que se acaba vendiendo por dinero. Habla de un pintor, pero es aplicable al músico, al escritor, al escultor. El artista vivo, el que busca la verdadera originalidad, que no es sino añadir una gota de la personalidad propia al mar de lo aprendido y heredado, ese artista desaparece –ciego de fama y dinero– y se convierte en un artista de moda: un cualquiera (eso sí, con algo de verdadero talento) que se pierde por caer en la monotonía de apostar por lo seguro, “ante lo cual se mancilla el arte y se marchita la imaginación”. En esta primera parte de El retrato no hay sitio únicamente para la crítica al propio gremio artístico, sino también para un sector social en estrecha relación con él, el de los vendedores de arte (de nuevo, a la rusa): “Ese empalagoso servilismo que caracteriza al comerciante ruso en su elemento natural, cuando en su tienda aguarda al cliente”. Un ejemplo que del particular ruso podemos elevar al universal, dicho sea de paso. En la segunda parte de El retrato, más breve pero de igual intensidad, es donde más se deja ver al maestro Poe, coetáneo del maestro Gógol. Esta narración se enmarca plenamente en esa tradición de misterio, intriga, presencias diabólicas y divinas entremezcladas, aludiendo directamente a la lucha entre los absolutos del Bien y del Mal. También entra en juego la droga, el eterno recurso del desamparado, del poeta, del genio y del que es las tres cosas a la vez. Un recurso de la realidad que nos lleva a otra que está más allá pero que es igual de verdadera, un recurso en este caso de ficción que el autor obliga a emplear a su personaje, quien fumará opio para conseguir en sueños lo que la realidad le niega. La avenida Nevski es un cuento que nos dice que todo es verdad y mentira, que “todo rezuma engaño”. Y en esta colección de artistas ambiciosos y deprimidos, de egos deseosos de salir de su mundo, de personajes autodestructivos con un punto de bondad original, no falta la figura del loco. Un loco, además, retratado en primera persona a través de su diario. En Diario de un loco vamos a acceder directamente a la realidad a través de la mirada del demente. Gógol no va a recurrir a la tercera persona para contarnos nada, como hace en las demás Historias, sino que nos va a proporcionar de primera mano las impresiones de un, teóricamente, enfermo mental. Y escribo “teóricamente” porque, ¿qué es un loco sino una persona a la que se le han borrado –que ha visto borradas– las fronteras entre realidad y ficción? Gógol dentro de su propia obra Vemos cómo la experiencia vital de Gógol es inseparable de su obra. Salen a la palestra en sus relatos varios arquetipos: el ruso, el artista, el funcionario, papeles que Gógol tuvo que interpretar en diferentes momentos de su vida. Cabe recordar en este punto que su procedencia no es rusa “pura”, sino que nació en la parte oriental de lo que hoy es Ucrania. No obstante esto, y pese a que sus primeras obras estaban ambientadas en su patria natal, siempre utilizó el ruso para escribir, convirtiéndose en uno de los popes de la literatura rusa moderna y en uno de los maestros más admirados, junto a su amigo y mentor Pushkin, de los grandes nombres rusos de siempre: Tolstói, Dostoievski y Turgénev, entre otros. Y llegamos así al relato más absurdo de las cinco Historias, el titulado La nariz, en el que Gógol de despreocupa totalmente de disimular su voluntad de enredo al dar vida a una nariz, a la cual se atreve a convertir incluso en consejero de Estado. El absurdo en estado puro, que nos lleva a reflexionar sobre el conflicto entre las diferentes identidades humanas que conviven, casi nunca en paz, dentro de una misma persona. La nariz comienza llevándonos junto a Ivan Yakovlevich, quien “como todo honrado trabajador ruso, era un borrachín de marca mayor”, pero enseguida nos coloca al lado del comandante (¿o asesor colegiado?) Platón Kovalyov. Es Kovalyov una representación ejemplar del funcionario ruso tipo. Refinado hasta el extremo, siempre galante con las mujeres, nunca yendo más allá de lo requerido en su trabajo, aunque con la eterna aspiración de un ascenso de categoría. Pero su refinamiento y elegancia van a sufrir a partir del día en que se despierte sin nariz. Puede ser una pirueta, pero quién sabe si Kafka se inspiraría en este relato para su obra más famosa. Todos sabemos que un funcionario no puede vivir sin nariz, igual que Gregor Samsa no puede salir de su habitación tras la vicisitud sufrida. Hasta ahí llegan los parecidos entre ambos relatos, pero la lectura de La nariz bien pudo ser punto de partida para que Kafka incubase La transformación. En fin, en La nariz encontramos un giro hacia el absurdo que no está presente, al menos en tan alto grado, en el resto de Historias. “Todos venimos de El abrigo” El relato que cierra las Historias es el titulado El abrigo. Relato de suma importancia en el desarrollo de la literatura rusa moderna si nos atenemos a las palabras de Ivan Turgénev: “Todos venimos de El abrigo”. En este relato, la concepción casi esperpéntica de la realidad evoluciona hacia un juicio de carácter más irónico, salpicado en algunos momentos de benevolencia y compasión hacia un personaje que es una versión más del funcionario ruso, una vuelta de tuerca a lo que Gógol nos ha mostrado hasta ahora. Akaki Akakievich no responde a los cánones del funcionario que conocemos, o que Gógol ha tenido a bien mostrarnos, sino que encarna más bien al ciudadano de a pie que, pese a no tener ambiciones y disfrutar de una vida sencilla, se ve mortificado por sus compañeros burócratas debido a su carácter pusilánime. El final de Akakievich va a ser parecido al del resto de protagonistas, pues morirá enfermo y desamparado y, sin embargo, la escasa gloria que vivió en el mundo mientras duró su paso por él va a ser compensada en la vida eterna, aunque de forma bufa y apócrifa. La desgracia original e inevitable de la vida humana se muestra entonces en todo su esplendor. Gógol nos habla en El abrigo de tú a tú, entabla una conversación con el lector sin tratar de componer un cuadro literario perfecto, o al menos tratando de disimular su habilidad. El autor se contenta con contarnos su historia, pese a que en ocasiones esto venga acompañado, efectivamente, de un cuadro literario perfecto, como es el caso de El abrigo. Hay que recordar nuevamente que la evolución de Gógol estuvo trágicamente dominada por la muerte (¿asesinato?) de Pushkin en 1837. Gógol se vio muy afectado por la desaparición de su amigo, y progresivamente su salud mental se fue degradando hasta convertirse en un hipocondriaco incurable. En sus últimos años de vida, Gógol evolucionaría hacia una ideología reaccionaria, hacia la ortodoxia religiosa, la reivindicación de una estricta moralidad pública y privada y una defensa cerrada del zarismo represor. Incluso escribiría una segunda parte de Almas muertas, de carácter muy diferente a la primera y que por desgracia no se conserva en su totalidad, ya que en uno de los accesos de locura habituales en los meses anteriores a su muerte Gógol quemó buena parte del manuscrito. Su final fue digno de algunos de sus personajes, que nos enseñaron un mundo de falsas apariencias, de fantasmagorías y de aspiraciones banales que desvían irremediablemente al hombre del ideal humanista y lo convierten en una caricatura siniestra de lo que puede llegar a ser. Referencias bibliográficas Gógol, Nikolái. Historias de San Petersburgo. Alianza, Madrid, 2006. Traducción y nota preliminar de Juan López-Morillas.