FILOSOFÍA DE LA CULTURA I En la Encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II dice que las «culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia». Porque cada «hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece». Y la «filosofía, además, es como el espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que, impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe, forma parte de la “evangelización de la cultura” que Pablo VI propuso como uno de los objetivos fundamentales de la evangelización. A la vez que no me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original en el camino de la nueva evangelización». Por su parte, Benedicto XVI, en el Encuentro con el mundo de la cultura celebrado en el Collège des Bernardins, de París, en 2008, habló sobre «las raíces de la cultura europea». En la «gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura». Su «objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable». Esa «búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre – una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra». Y termina así su discurso: «Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura». A la luz de ese magisterio y en relación con esta asignatura, hay que darse cuenta de que hace más de cinco siglos el llamado Humanismo del Renacimiento se presentaba como luz disipadora de la barbarie. Ante los inquietantes síntomas de decadencia actual, sería aleccionador dirigir nuestra mirada hacia ese Humanismo renacentista cuyas aportaciones artísticas, políticas, filosóficas, religiosas, culturales al fin y al cabo, enriquecen e iluminan, pero sobre todo proporcionan entusiasmo de ser hombre. Por eso, si estudiáramos nuevamente el Humanismo del Renacimiento surgirá también el deseo de que en nuestros días se produzca —valga la expresión— el Renacimiento del Humanismo. Porque el Humanismo genera siempre un Renacimiento. Puede decirse que lo que llamamos civilización occidental nace con Sócrates, en el siglo V antes de Cristo, cuando en Atenas florece una época clásica de la Escultura producida al mismo tiempo que la Filosofía: ambas quieren explicar al hombre mostrando su belleza y dignidad. Desde entonces la Filosofía queda ligada al Arte, a la Historia, a la Política. Roma hereda esta concepción del hombre y la extiende alrededor del Mediterráneo y a gran parte de Europa. Después el Cristianismo eleva todavía más la grandeza de todo hombre, que ha sido divinizado. El siglo V después de Cristo, con las invasiones bárbaras, señala la caída en una actitud destructiva, de desvalorización del hombre: se ensombrece a Cristo, a Roma y a Grecia. Pero el Humanismo —tanto el surgido dentro de la Edad Media como el del Renacimiento moderno y el de los siguientes periodos— rescata ese legado griego, romano y cristiano, lo reforma y hasta lo extiende más allá del Océano. Nuestros días conocen una nueva pérdida de la cultura clásica —filosófica, artística, histórica, política y teológica— que para bien del hombre debería recuperarse. Frente al pesimismo ante los síntomas de decadencia en nuestras sociedades, de crisis, de barbarie, de deshumanización, de miseria o de oscuridad, habría que saber — citando al antiguo poeta griego Menandro— que «hay un bien que nadie puede arrebatarle al hombre, y es la Paideía». Porque «la Paideía es un puerto de refugio de toda la Humanidad». Esa Paideía o educación significa el cultivo de las Humanidades, ante cuya pérdida es apremiante su renacimiento, su recuperación: ellas dan lugar al Humanismo. He aquí el gran dilema de nuestro tiempo: Humanidades o barbarie. Si se opta por las Humanidades, por el Humanismo, nuestro mundo conocerá otro Renacimiento. La Filosofía, tan postergada hoy, es indispensable para vencer a la barbarie que nos amenaza. Desde el punto de vista de la Historia de la Filosofía, suele caracterizarse al Humanismo como aquel movimiento cultural que se dio durante el Renacimiento, fundamentalmente —luego haremos algunas precisiones— en los siglos XV (el Quattrocento) y XVI (el Cinquecento). Por ello es denominado Humanismo renacentista o Humanismo del Renacimiento. El Renacimiento postulaba una vuelta a lo clásico, un nuevo nacimiento de los cánones estéticos grecorromanos. Dentro de la Historia del Arte, ese movimiento llamado Renacimiento representa una recuperación de los gustos clásicos, con su armonía, equilibrio, pulcritud, diafanidad, simetría, perspectiva y proporcionalidad, junto al consiguiente abandono de los modos anárquicos, oscuros, desequilibrados. Algunos pensadores del movimiento renacentista consideraban que fue una etapa de barbarie el periodo anterior, cuando Artes como la Pintura, la Escultura y la Arquitectura aparecían, junto con las Letras, oscurecidas, aletargadas, casi muertas. Así lo escribía el humanista romano Lorenzo Valla en 1444. Esas mismas Artes —decía Valla— se levantan y resucitan a partir de su siglo, con una gran abundancia de buenos artistas y de hombres de Letras. El florentino Marsilio Ficino consideraba que su tiempo era un siglo de oro, que puso nuevamente a la luz las Disciplinas Liberales casi extinguidas, la Gramática, la Poesía, la Elocuencia, la Pintura, la Arquitectura, la Escultura, la Música. A esos hombres renacentistas les parecía que el tiempo pasado era triste: por ello lo denominaron intermedio, medioevo, de transición desde la cultura clásica a una recuperación de la misma en un nuevo periodo restaurador de la lengua común y universal de Roma, de su amplitud política que derriba fronteras nacionalistas, de todas sus disciplinas artísticas y culturales. Pero hay una equivocación, un error visual, entre muchos de los humanistas del Renacimiento al descalificar globalmente esos mil años llamados por ellos, de manera peyorativa, la Edad Media, como si hubiera sido un negro túnel entre dos momentos de luz. Valla llega a exagerar: escribe nada menos que en el tiempo pasado —se refiere al Medievo— no se encontró ningún hombre sabio. Esta afirmación es inadmisible porque hubo un Humanismo medieval nada despreciable, y en algún caso más valioso incluso que el renacentista. Es imposible que los diez siglos de la Edad Media fueran íntegra y absolutamente nefastos. Hay que tomar en serio ese conjunto, enorme y delicado, de mil años («le Moyen Âge, énorme et délicat», dijo Baudelaire). ¿Acaso el Humanismo es exclusivo del Renacimiento? Y si hay Humanismos en otras épocas, ¿no cabría hablar de los Renacimientos respectivos que inseparablemente generan? Un experto en la Edad Media, el historiador holandés Johan Huizinga, escribe que «todo el que se propone seriamente establecer una clara división entre la Edad Media y el Renacimiento advierte que los límites se le ensanchan y escapan. Percibe en plena Edad Media formas y movimientos que parecen ostentar ya el sello del Renacimiento, y para poder abarcar también estas manifestaciones se estira el concepto del Renacimiento hasta un extremo en que pierde toda su fuerza elástica. Pero esto es aplicable también al lado contrario. Quien estudia el espíritu del Renacimiento sin un esquema preconcebido encuentra en él muchas cosas medievales, más de las que parecen permitir las teorías [...] Hasta en los espíritus del Renacimiento están grabados los rasgos de la Edad Media mucho más profundamente de lo que es habitual figurarse» (El otoño de la Edad Media). Cierto que en el siglo V —señalado como el comienzo de la Edad Media— las hordas bárbaras procedentes del Norte, del Oriente de Europa y del Asia central destruyeron el Imperio Romano ya cristianizado. Mucho antes los bárbaros habían realizado algunas incursiones por las fronteras del Imperio: las invasiones de los teutones y los cimbrios, que fueron contenidas el año 102 antes de Cristo. Unos quinientos años más tarde se produce el terror provocado por esa bárbara masa de hombres crueles: hunos, vándalos (de quienes proceden los términos vandálico o vandalismo, con la significación de brutal y destructor), suevos, alanos, teutones (francos, alemanes, anglos, sajones, borgoñones), lombardos, eslavos, ávaros, magiares, turcos, sobre todo los godos, que eran los más fuertes de entre los germanos (el estilo más destacado del Medievo —la arquitectura ojival— se llamará por Vasari, despectiva e injustamente, Gótico, haciendo alusión a los godos; pero éstos apenas dejaron huellas arquitectónicas). Desde el año 395 después de Cristo los godos occidentales o visigodos iban saqueando y devastando Grecia. En 402 invadieron el Norte de Italia, pero fueron derrotados. Destruyendo por donde pasaban, cuatro años más tarde llegan hasta Florencia; al quedar allí vencidos pasan a las Galias. En 410 cobran nuevas fuerzas y saquean la ciudad de Roma. Después los visigodos, junto con los vándalos, los suevos y los alanos, llegan hasta Hispania: fue inmensa la destrucción que aquí hacen, particularmente los vándalos, asentados sobre todo en lo que se llamará Vandalucía, de donde pasarán el año 429 a la floreciente provincia romana del Norte de África (San Agustín morirá aterrado durante el asedio de Hipona). Luego los visigodos de la Península Ibérica, después de haberse civilizado, dan lugar a un movimiento humanista, con centros en Sevilla, Toledo o Zaragoza, que dura hasta la invasión musulmana del 711. En el 451 los hunos de Atila llegan a las proximidades de París: los ciudadanos del Imperio huyen de esos bárbaros que con sus pillajes infunden pánico porque todo lo pasan a sangre y fuego. Al año siguiente Atila destruye el Norte de Italia. En 455 los vándalos entran en la ciudad de Roma, que padece su salvajismo y queda en ruinas. En el siglo VI el Papa San Gregorio Magno confesaba que tenía que «lamentarme de los estragos causados por las tropas de los bárbaros y de temer por causa de los lobos que acechan al rebaño que me ha sido confiado» (Homilías sobre el libro de Ezequiel). Hasta entonces, en griego y en latín, el término bárbaro significaba extranjero, el que hablaba otra lengua; por eso el poeta latino Ovidio —desterrado el año 9 lejos de Roma, en el Ponto Euxino, en las bárbaras riberas de Mar Negro— escribió, paradójicamente, en sus Tristes: «aquí soy un bárbaro porque no me entiende nadie» (barbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli). Pero desde esa invasión la palabra bárbaro pasará a ser sinónimo de fiero, brutal, despiadado, cruel, inculto, atroz, imprudente, grosero, tosco, inhumano. Destruido el Imperio Romano occidental por los golpes violentísimos de los bárbaros, se dio en Europa un retroceso, una grave postración de las Bellas Artes y de las Letras. Con la dispersión provocada cundió una manera de vida —la rural, que cuajará en el feudalismo— muy distinta de la que había predominado en la antigua civilización, que era urbana, ciudadana o política. Fue enorme el perjuicio para la cultura: se cerraron los centros de enseñanza, y los escritos antiguos se perdieron o quedaron olvidados. En medio de aquel caos comenzó la tarea de cristianizar y culturizar las naciones formadas por los bárbaros. Hubo unos transmisores de ese legado: los monjes con sus bibliotecas y copistas, que conservaron gran parte de las obras de la Antigüedad clásica y cristiana. Poco a poco fue recuperándose la cultura grecorromana y cristiana, la de los vencidos, que se impuso a las maneras de los bárbaros, incivilizados pero vencedores. En la segunda mitad del siglo VIII, y durante aproximadamente cien años, tuvo lugar el denominado Renacimiento carolingio: era acompañante de un Humanismo —fundado en los Estudios de Humanidades— que admiraba las elegancias de la lengua latina de los antiguos clásicos, y que hizo florecer las Letras y el nuevo Imperio —Sacrum Imperium Romanum, al que mucho más tarde se añadiría otro calificativo: Germanicum— con Carlomagno, aunque las Bellas Artes todavía no se desarrollaran. Después, hacia el año 900, llegó otra etapa de barbarie —tal vez la más brutal desde las invasiones bárbaras— llamada el siglo de hierro, el oscuro (saeculum ferreum, obscurum). Pero la centuria siguiente, el siglo XI, conoce una nueva recuperación del Humanismo, que incluso ya se plasma en las Bellas Artes, como el Románico y después el Gótico. Es un nuevo Renacimiento que abarca dos siglos y medio: comienza con la llamada reforma gregoriana a partir del 1073 y culmina con el magnífico siglo XIII en que se acentúa ese movimiento humanista medieval. Al final del Medioevo, en el siglo XIV, se abre otro periodo crítico: son cien años en que, por la peste (llamada negra a la de 1348-1350), el hambre y las guerras, mueren alrededor de cuarenta millones de personas, casi la mitad de Europa. Roma sufre un lamentable abandono con el traslado de la Sede Pontificia a Avignon, en donde residen los Papas —salvo el paréntesis de tres años que pasa Urbano V en la Urbe— desde 1309 a 1376, lo cual provoca una casi total paralización de las actividades artísticas en la Ciudad Eterna, además de generalizarse luchas internas, rebeldías, tumultos, alborotos, latrocinios y asesinatos. Roma queda convertida en una especie de necrópolis, con sus basílicas ruinosas y sus monumentos agrietados, cubiertos por hierbas, cuando no despojados de sus mármoles para utilizarlos en otras ciudades. Pero en ese mismo siglo XIV hay humanistas como Dante y Petrarca —desde otro ángulo, Catalina de Siena o Brígida de Suecia; incluso el soñador Cola de Rienzo o el estadista Gil de Albornoz— que critican la situación decadente e inmoral, exhortan a regresar a Roma y postulan un cambio, que se dará en el XV gracias al Renacimiento por antonomasia. En 1377 regresa por fin la Corte Pontificia a Roma. Sin embargo, sólo un año más tarde, en 1378, se produce la escisión de Europa con el Cisma de Occidente, que no es superado del todo hasta 1417, en la ciudad alemana de Constanza. Después el Papa Martín V —de la noble familia romana de los Colonna— residirá en Florencia —quizá el centro de irradiación, de florecimiento, del Humanismo y, sobre todo, del Renacimiento— antes de hacer su entrada triunfal, el 28 de septiembre de 1420, en Roma, que ofrecía un aspecto ruinoso y anárquico. Pero el Papa Colonna comenzó a restaurar y reformar la Urbe, e introdujo a diversos humanistas. Su sucesor, un veneciano, Eugenio IV, tiene que exiliarse el año 1434 en Florencia: conoce allí su fecunda vida artística, y vuelto a la Roma decaída en 1443 — que sólo posee un edificio gótico, la iglesia de Santa María sopra Minerva, del siglo XIII, fea por fuera y muy oscura por dentro—, comienzan las obras renacentistas bajo su pontificado. Diversos artistas florentinos son llamados a trabajar en la Urbe: el Filarete —que realiza con la puerta en bronce de San Pedro la primera manifestación importante del Arte renacentista en Roma—, Donatello, Fray Angélico, Isaías de Pisa, Rossellino, a quien se encomienda la reconstrucción de la Basílica Vaticana. El que fue preceptor de algunas familias nobles en Florencia, Nicolás V — elegido Papa el año 1447, precisamente en cónclave celebrado en Santa María sopra Minerva— era un entusiasta de los antiguos clásicos y protegió a importantes humanistas: a Valla (lo nombró escritor apostólico; más tarde secretario pontificio y canónigo de San Juan de Letrán por Calixto III), a Cusa (creado cardenal), a Poggio Bracciolini (también nombrado secretario) o a Manetti (a quien llama, anima y asimismo nombra secretario). Hizo que se tradujeran obras de Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Polibio, Filón, Teofrasto, Platón, Aristóteles, Dionisio Areopagita y de los Santos Padres. Además dispuso buscar y recoger, incluso en lugares muy lejanos, los mejores códices para crear la Biblioteca Vaticana. Había conocido en Florencia a León Bautista Alberti, y lo llamó a Roma para encomendarle sus grandiosos planes urbanísticos de inspiración clásica. Y a lo largo de ese mismo Quattrocento otros artistas de distintos lugares de Italia se añadieron para contribuir al embellecimiento de Roma con obras arquitectónicas, escultóricas, pictóricas: Paolo Taccone da Sezze, Andrea Bregno, Mino da Fiesole, Antonio del Pollaiolo, Bramante, Perugino, Botticelli, Ghirlandaio, Signorelli, Pinturicchio. En el Cinquecento continúa el mecenazgo de los Sumos Pontífices, sobre todo de aquellos pertenecientes a las familias Della Rovere, Medici o Farnese, protectores de Raffaello y de Michelangelo, a quienes encargan, junto al Bramante, una reconstrucción de San Pedro, y cuyas obras suscitan admiración en Europa. Se añaden Sangallo, Giacomo della Porta, Vignola, Vasari, Domenico Fontana, Maderno y un largo etcétera de escultores, arquitectos o pintores que hacen transformar con Roma las principales ciudades italianas. Algunos humanistas del Quattrocento sufrirán esa equivocación de la que hablábamos: identificarán inercialmente toda la Edad Media —quizá representada para los romanos por el poco afortunado edificio sopra Minerva— con el siglo anterior, el sombrío Trecento, en que Roma sufrió un colapso semejante al de las invasiones bárbaras. Claro que en el Medioevo —particularmente en su llamado siglo de hierro— subsisten graves casos de barbarie, pero algo semejante ocurre con las demás épocas, de lo cual no podrá sustraerse ni siquiera el Renacimiento moderno (por ejemplo, lo que no hicieron los bárbaros, sí lo hizo en cambio la ilustre familia de los Barberini, que se dedicó a despojar los mármoles, bronces o esculturas de los antiguos monumentos romanos para levantar o adornar sus palacios y templos renacentistas: quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini). En todo caso, no cabe duda de que el Renacimiento moderno puede calificarse como un tiempo de grandes descubrimientos. Entre ellos, obras artísticas grecorromanas que desde las invasiones de los bárbaros se encontraban sepultadas, y que suscitaron enorme interés y admiración por la Antigüedad clásica. A partir del Renacimiento comienza un nuevo modo de vivir. Los filósofos humanistas adoptan una actitud que puede ser calificada de moderna: la vuelta a lo clásico viene motivada por el deseo de encontrar un modelo de hombre distinto del bárbaro. El Humanismo quiere un hombre nuevo, liberado de la incultura y la mediocridad: las épocas bárbaras impidieron el florecimiento de grandes hombres cultos y egregios; la persona se diluía en la colectividad. Ahora se aspira a que toda la Humanidad participe de esos valores eminentemente personales. Se exalta al hombre, sus capacidades y su personalidad; se hace hincapié en las cualidades humanas individuales frente al colectivismo, en la dignidad humana: de ahí el optimismo humanista que lleva a hablar de antropocentrismo. El tema de la dignidad humana es típico de los humanistas, y muchos de ellos escribieron tratados De hominis dignitate, sobre la dignidad del hombre, como Pico della Mirandola, el cual considera al hombre imagen de Dios, quien lo colocó en el centro del Universo con propia y libre voluntad. Según Marsilio Ficino, el hombre, por ser una criatura de Dios, es bueno, inmortal, capaz de conocer la verdad eterna y el inmenso bien, hasta que llegue a disfrutar del Cielo. La criatura humana es dueña de su propio destino: libremente decide su conducta. Según los humanistas, el hombre es libre y puede hacer obras grandes, hermosas y buenas. Tal manera de considerar al hombre contrasta con el pesimismo luterano, para el cual la criatura humana no tiene méritos, ni buenas obras, ni siquiera voluntad libre; está totalmente corrompida, no tiene dignidad. En el Cinquecento Lutero elabora una concepción no humanista, enfrentada a la modernidad, enemiga del Renacimiento; a última hora se trata de un caso de arcaísmo, de reacción contraria a la innovación. Se ha solido afirmar que el antropocentrismo aparta de su consideración a Dios para afirmar al hombre, y que el teocentrismo aparta al hombre para afirmar a Dios, lo cual no es enteramente cierto. Es verdad que el teocentrismo pone de relieve a Dios: una de las razones es por su concepción pesimista del hombre, al cual se considera intrínsecamente malo e incapaz de buenas obras. Tanto el luteranismo como la tendencia arcaica del catolicismo —impuesta sobre su trayectoria humanista, antropocéntrica— coindiden en ser teocentristas. Pero el antropocentrismo pone de relieve al hombre porque según los humanistas posee una dignidad sagrada: Dios lo ha hecho libre, capaz de obrar bien, de realizar actos heroicos, de hacer resplandecer la belleza y la verdad; en definitiva, de ser una elocuente imagen de su Creador. Además el Humanismo confía alegremente, como lo hace Juan Luis Vives, en las fuerzas del ingenio humano. El optimismo antropocéntrico considera que la dignidad del hombre proviene de haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza. He aquí una de las notas distintivas del Humanismo. En cuanto a la etimología de la palabra Humanismo, es evidente que proviene de humano, pero ligada a los Studia Humanitatis (los estudios humanísticos en las Universidades o al margen de ellas), que constituían un ciclo de disciplinas llamadas las Artes liberales o las Humaniores Litterae (las Letras más humanas, con relación a las escolásticas teológicas, tan especulativas y áridas): Filosofía, Gramática, Retórica, Literatura, Historia, Arte o Política, estudiadas fundamentalmente a través de los clásicos. Las lenguas griega y, sobre todo, latina eran consideradas como el camino inexorable que debería conducir a la recuperación de la dignidad del hombre que los humanistas desean. Porque se consideraba que el estudio de los antiguos o clásicos actúa como liberador del hombre: con las disciplinas humanísticas toda persona puede liberarse de la barbarie, de la incultura, de la mediocridad, del pesimismo, de la pusilanimidad, de la angustia. Las Humanidades conceden primacía a la educación para los valores estéticos: la belleza en todos los órdenes produce tal satisfacción y holgura vital que alegra el corazón del hombre, lo ensancha, lo dignifica, lo eleva hacia su Creador infinitamente bello, que es la misma Belleza personificada, de quien procede cuanto hay de hermoso en el mundo. Entre los antiguos griegos, las Artes liberales constituían la cultura, la Paideía del ciudadano libre, por oposición a la incultura y a la mezquindad del hombre no libre, del esclavo. Para el Humanismo se trata de adquirir libertad interior mediante el dominio de sí mismo, no de alguien o de algo que esclavice al hombre. Se considerará libre al hombre que representa la antítesis de quien vive esclavo de su ignorancia, temor, mezquindad o mala educación. Esa pedagogía basada en el estudio de las disciplinas liberales desarrolla las cualidades humanas, que educan para que la persona se haga a sí misma. El arcaísmo o la barbarie consistiría en creer que cada persona está sometida, esclavizada por una naturaleza fija, inmutable, que cosifica al hombre, incapaz de renovarse, de educarse para ser mejor. La palabra Humanismo aparece por primera vez el año 1808, empleada por el alemán Niethammer, al referirse a los movimientos culturales que dieron origen al Renacimiento. Pero ya en los siglos XV y XVI se usaba el término humanista para aludir a quien se dedicaba a los Studia Humanitatis, según la expresión y el pensamiento de Cicerón y de otros clásicos de la cultura antigua grecorromana. Con todo lo dicho débese considerar que el Humanismo no es exclusivo ni de la Antigüedad ni del Renacimiento moderno. Tras la invasión de los bárbaros se dio un Humanismo medieval: en el siglo VII con Isidoro de Sevilla, en el VIII con Beda el Venerable o con Alcuino, en el XI con Anselmo de Canterbury o Guido de Arezzo, en el XIII con santos como Francisco de Asís, artistas como Giotto, pensadores como Tomás de Aquino o literatos como el Dante. También con el auge de las Catedrales y Universidades. Las primeras Universidades nacen entre el siglo XII y el XIII: Salerno y Bolonia, París, Montpellier, Orleáns y Toulouse, Oxford y Cambridge, Palencia, Salamanca, Valladolid, Lérida y Plasencia, Coimbra y Lisboa, Padua, Nápoles y Siena. Después ese movimiento cultural, filosófico, estético y religioso —que en cada época de su aparición suscita inseparablemente un Renacimiento— se acentuó durante el Quattrocento y el Cinquecento, primero en Florencia, luego en el resto de Italia, y se extendió en esos mismos siglos XV y XVI a España rápidamente (Fernando e Isabel eran Reyes de buena parte de Italia, lo que favoreció esa comunicación), a los Países Bajos, a Francia, Inglaterra, Portugal, Alemania y a otras regiones europeas. Incluso al Nuevo Mundo transoceánico. En cualquier caso de tiempo o espacio, el Humanismo aspira a una profunda renovación del hombre y de la sociedad. Durante los siglos XV y XVI queríase reformar todo aquello que estaba viciado, desviado o en ruinas, ya fueran éstas las de los monumentos abandonados de Roma, las del Imperio Romano disgregado y dividido en múltiples fronteras, las del lastimoso estado de la Literatura o las de la no menos penosa situación de la Iglesia. Esta última debía reformarse siguiendo el criterio de San Agustín: Ecclesia semper reformanda, volviendo a la piedad antigua e imitando el ejemplo de San Francisco de Asís. Y en cuanto a la Política, dada la anarquía y la fragmentación entre los distintos países, la reforma consistía en hacer renacer, según el modelo romano, un Imperio o una Monarquía Universal (el Emperador Carlos V preferirá la idea de una Universitas Christiana): porque la sociedad política debe vivir en paz y justicia, en orden y unidad, valores que necesitan ser garantizados por un poder supremo. El mundo estaba en estado ruinoso, y había que reformarlo. El Renacimiento artístico tampoco es exclusivo de la Edad Moderna. En la Media se dio con el Románico: la antigua arquitectura de aquella Romania perdida renace tras los bárbaros con el Romance o Románico, que evoluciona en el Gótico (y paralelamente el Barroco será también una evolución del Renacimiento moderno). Ya hemos dicho a grandes rasgos que el Renacimiento y el Humanismo son dos movimientos distintos pero siempre acompañantes; que el Renacimiento hace referencia al periodo temporal —sea cual sea— de profundas transformaciones personales, sociales, políticas o artísticas; que el Humanismo, insertado dentro del Renacimiento como motor y causa suya, se caracteriza por ser un movimiento de recuperación de las Bellas Letras de la Antigüedad grecorromana y cristiana, con el fin de educar al hombre nuevo; que el Renacimiento aplica los ideales difundidos por los humanistas a todas las actividades culturales (Bellas Artes, Literatura, Historia, Filosofía, Política o Teología). Sabido todo ello, así como hemos hablado sobre el Humanismo del Renacimiento, ahora hacemos un juego de palabras para hablar sobre el Renacimiento del Humanismo. En dos sentidos. Uno descriptivo: todo Humanismo produce un Renacimiento; habrá que ver en qué consisten ambos y cómo cualquier Renacimiento cultural es consecuencia del Humanismo suyo. Otro exhortatorio: hoy se hace preciso que el Humanismo renazca. En este curso vemos —guiados por mi libro El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a barbarie— qué entendemos por esto y cómo pudiera hacerse.