Francis Fukuyama tiene razón

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Francis Fukuyama tiene
razón.
Mantengo la convicción, expresada en múltiples artículos, que el
asfixiante vacío de libertad que padecen en nombre de Alá millones de
personas, no responde a una imposibilidad cultural, sino a una voluntad
política. Y mantengo, en consecuencia, que lo que resulta primordial es
desmontar los tópicos, arrancar las máscaras y mostrar la cara real del
monstruo.
Por Pilar Rahola
Una tesis general, notoriamente explicada por algunos grandes del
pensamiento como Hegel, Nietzsche o Tocqueville, asegura que la
democracia moderna no ha sido otra cosa que la secularización del
cristianismo. A parte de ignorar el peso específico muy relevante del
judaísmo en la modernidad, esta tesis impide visualizar la
democratización del Islam, ya que plantea la cuestión, no en términos de
voluntad social, sino en términos de cultura y tradición. En este sentido,
algunas tradiciones no podrían caminar hacia la libertad por negarla
desde su propia esencia. Con más o menos matices, esta sería la visión
pesimista que planteó Samuel Huntington en su famoso Choque de
civilizaciones, y que un buen amigo suyo, Francis Fukuyama, se está
encargando de desmentir en su último libro La construcción del Estado.
Revisada su tesis del ?fin de la historia?, que ha quedado rotundamente
desmentida por los hechos y que él mismo analiza en sentido autocrítico,
Fukuyama asegura dos cosas fundamentales: que los valores de la
ilustración son universales y universalizables, y que el islamismo radical,
por su propia naturaleza suicida, se asfixiará en diez o quince años. Y
añade una reflexión de puro sentido común: ?la gente quiere vivir en
libertad?, incluso en los regimenes coránicos más estrictos. Lo quiere, de
la misma forma que la gente anhela los avances científicos, médicos,
desea bienestar económico y tiene a la organización social. Es decir, el
Islam no es incompatible con la democracia, porqué los valores que la
sustentan están en la base de las necesidades humanas, más allá de las
religiones o culturas que las definen.
Empiezo el artículo con estos cuatro apuntes de Fukuyama porqué,
modestamente, mantengo desde hace tiempo esta misma tesis. Mantengo
la convicción, expresada en múltiples artículos, que el asfixiante vacío de
libertad que padecen en nombre de Alá millones de personas, no
responde a una imposibilidad cultural, sino a una voluntad política. Y
mantengo, en consecuencia, que lo que resulta primordial es desmontar
los tópicos, arrancar las máscaras y mostrar la cara real del monstruo. No
es un dios. No es una religión. No es una tradición. Lo que condena a la
lapidación a una mujer nigeriana, anima a niños palestinos de ocho años a
amar el martirio y la muerte, es capaz de mirar a los ojos a un niño de
Osetia y matarlo en nombre de una causa, lo que lleva a alguien a rezar a
Alá mientras hace estallar la locura de su vientre con dinamita, o llena de
muerte los hierros ardientes de un tren madrileño, o escribe libros donde
se enseña a pegar a las mujeres, todo esto tiene un único e inequívoco
orígen: la voluntad política de unos regimenes y de unos líderes por
traumatizar al Islam, convertirlo en el transmisor de una ideología
totalitaria y mantener la impenetrable cadena de privilegios que los
sustentan. No es cierto que el islamismo sea ajeno a Occidente, y el
ejemplo más claro es el propio Osama Bin Laden. Viste como un jeque
medieval, con estética jurásica incluida, a medio camino entre Lawrence
de Arabia y algún mito romántico de un poema de lord Byron. Pero, más
allá de su estética de héroe del Paleoceno, Bin Laden usa a la perfección
los métodos comunicativos occidentales, está plenamente inserido en la
modernidad tecnológica, su ideología tiene una base nihilista que lo
entronca con los totalitarismos europeos del siglo XX y muchas de sus
prácticas han bebido de las fuentes del estalinismo. Como si fuera una
simbiosis perfecta entre fascismo y comunismo, pasado por la estética de
la épica islámica. Es decir, es perfectamente permeable a Occidente, solo
que usa esa permeabilidad para matar.
¿Dónde está el problema, pues? La tesis que personalmente defiendo y
que ahora veo corroborada en el magnífico libro de Fukuyama, da
nombres y apellidos al conflicto islámico, y no se pierde en la etérea
acusación de culturas y religiones. Acusación, por otro lado, totalmente
estéril. En este listado de culpables con nombre, ocupa el lugar de honor
el régimen teocrático de Arabia Saudita, verdadero motor de la
exportación de un islamismo paranoico, totalitario y violento, y base de la
ideología salafista que alimenta el cerebro de los suicidas y el corazón de
las bombas. Arabia Saudita es un país desastroso, sometido a una
corrupción estratosférica, gobernado por un ejército de déspotas que, en
décadas de riqueza petrolera, sólo han construido miseria, fanatismo y
antimodernidad. Y que exporta, a todo el mundo, su ideología totalitaria.
Detrás de cada imán que predica el desprecio a la libertad y a la
ilustración en las mezquitas europeas, está la mano saudí. Detrás de las
ayudas a los padres emigrantes para que sus hijas vayan tapadas con el
chador (¿o no sabían ustedes que el velo está perfectamente financiado?),
está la mano saudí. Detrás del odio al derecho democrático, alimentado en
todos los fórums del integrismo, está la mano saudí. Y, por tanto, la
ideología que sustenta a todos los ideólogos del integrismo terrorista, ha
nacido del planteamiento fanático saudita, Hermanos Musulmanes de
Egipto incluidos. Obviamente salvando el minoritario chiísmo que tiene,
en la locura iraní, su propia fuente de destrucción y que alimenta el
terrorismo en muchas zonas. ¿De donde sale, sino de Irán, la ayuda a los
grupos terroristas que, por ejemplo, estos días han llenado de sangre la
Navidad iraquí?. Y, por supuesto, recordando los otros amigos del podium
del islamismo paranoico, el terrorífico gobierno sudanés, paraíso del
totalitarismo islámico, y la bonita y amiga Siria. Pero, como asegura el
propio Fukuyama, ningún país es tan peligroso como lo es Arabia.
¿A dónde quiero llegar? A algunas teorías del buenismo político, cuyo
máximo exponente es el presidente español Rodríguez Zapatero y su
proyecto de la alianza de culturas. ¡Qué bien suena y que mal significa!
Hablo de ello porqué tengo la impresión de que este enfoque se equivoca
de mirada, de problema y, sobretodo, de interlocutores. No tenemos un
problema con el Islam, sino con los gobiernos que condenan al Islam a ser
interpretado bajo la mirada totalitaria. Manteniendo la profunda
imbecilidad política del antiamericanismo militante, Zapatero ha pensado
que el rei Fahd o el presidente de Siria o el de Irán tenían que formar
parte de la mesa redonda del nuevo mundo, como si fuera lógico que la
democracia diera patente de corso al totalitarismo. Los déspotas al estilo
rey Fahd no han formado nunca parte de ninguna solución al problema
islámico, sino que son el núcleo duro del problema, son su fuente, su
financiación, su ampara y son, hoy por hoy, la madre de todas las madres.
Sin embargo, Zapatero los eleva a la categoría de amigos e interlocutores,
mientras mantiene el feo a los malvados yankees. Consigue así condenar
al mundo islámico a tener, como voz y parte, a sus propios opresores, y
situa, fuera de la lógica democrática, el país más importante de la
democracia mundial. ¿Puede alguien equivocarse tanto y hacerlo con
tanta buena fe? Ciertamente, y como dice el sabio, hay algo más peligroso
que un ignorante. Un ignorante sincero.
PILAR RAHOLA BARCELONA-ESPAÑA
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