El Arte Románico

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El Arte Románico
El tema musical con el cual hemos iniciado esta nuestra charla de hoy, en las
Aproximaciones al Medioevo, ya no está indicando cuál será la temática a tratar
hoy: es precisamente el Arte Románico, que como arte tiene que ver con los
monasterios medievales, tiene que ver con la música sacra, en ellos cultivada,
tiene que ver con el canto gregoriano, tiene que ver con todos esos bellos
motetes, antífonas, responsorios, que dentro de estos muros románicos oyó el
medioevo recitarse a mañana, a tarde, al mediodía, al anochecer.
El arte románico florece en la Europa medieval, del año 980 al año 1130. En
una sociedad rígidamente gobernada en el feudalismo, como es la de esta
época, tanto en sus relaciones de servidumbre como en sus relaciones de
vasallaje, tema ya tratado en conferencias anteriores, el arte, en este caso el
románico, tiene por función exclusiva, ofrecer a Dios, Señor del universo, las
riquezas del mundo visible para aplacar su ira y conquistar su benevolencia, es
decir, atraer su protección. Los lugares donde confluyen las ofertas, por parte
de la sociedad feudal, son precisamente los monasterios. El arte va a ser
entonces, en su función, esencialmente un sacrificio, mediación entre el
hombre y la divinidad, diálogo con las fuerzas que gobiernan tanto la vida como
la muerte. Quienes hacen esta función son los monjes. De ahí el carácter sacro
del arte románico.
Pero, y es una cosa importantísima, el año 1033, en la mentalidad de la época,
es el aniversario de la muerte de Dios, es el milenio de la Pasión. Con ello, todo
bien interpretado, como el fin de los tiempos, como el envejecimiento del
mundo, el mundo envejece, es la forma empleada en todos los actos de
donación en esta época. La base para ello es el capítulo 20 del Apocalipsis:
“Pasados mil años, Satanás será liberado de sus cadenas y un ejército de
caballeros vendrá de los confines de la tierra a sembrar el caos. Vendrá el
Anticristo, y después de él el Juicio Final”. Era la temática constante de las
predicaciones durante esta época. Todo se interpreta como prodigio, como
presagio, como signo del final de este hombre y de los tiempos: meteoros,
cometas, monstruos, calamidades, temporalidades, erupciones volcánicas,
dragones, etcétera. Todo, en una palabra, nos habla, como premonición, de
este último día de la inminente parusía.
Esta manera de ver las cosas como signos, en este caso, signos de la parusía,
fin de los tiempos, no es si no una concreción del modo medieval de ver las
cosas. El orden cósmico es una red de hilos, llenos de influjos mágicos, cuyo
simbolismo hay que descubrir. Todo es signo y desvelarlo es la tarea del
hombre. El universo es como un bosque y para penetrar en él hay que ser
cazador: seguir las huellas, las trazas de los caminos. Cazar es la labor del
conocimiento humano. Investigar es invetigium nire: ir en búsqueda de vestigio.
Y para ello nada mejor que penetrar en el mundo como laberinto de signos.
Ahora bien, estos signos ¿son lanzados por Dios o por Satanás? Ambas tesis
son expuestas en el siglo XI. “La contraposición día-noche, carne-alma,
muerte-vida, ciudad celeste-ciudad terrestre hace ver el mundo como el campo
de duelo entre el bien y el mal, entre Dios y las armadas rebeldes que niegan
su orden y generan el caos”, está hablando San Agustín. En las calamidades
de entonces (siglo XI), guerras, huracanes, pestilencias, roturas de los ritmos
cósmicos, hay que ver el triunfo del mal, de Satanás, que prisionero de un
ángel por mil años (vea el Apocalipsis), ahora se ha liberado y anda sembrando
por doquier el caos. Son estas potencias satánicas, que se agitan debajo de la
tierra y entre los matorrales, prontas a desencadenarse las que el arte
románico representa como criaturas bestiales, en parte mujeres, en parte
reptiles. O, segunda posibilidad, estos signos, estas calamidades, son lanzadas
por Dios, por un Dios violento, listo a airarse, a encolerizarse, como los reyes
de la tierra cuando se sienten traicionados o desafiados y que, continuando de
todos modos amando a sus hijos como padre, los amonesta y pone en guardia,
un Dios que rechaza golpearlos en forma improvista y quiere darles tiempo
para prepararse a su castigo. El Creador nos ha dado ojos para ver y oídos
para escuchar, y como Jesús a sus discípulos, nos habla por parábolas,
recurriendo a oscuras metáforas, a signos de los que debemos entender su
significado recóndito. Mediante estas modificaciones introducidas en el orden
cósmico, que en el año 1000 (vuelvo y repito) se expresa en inundaciones,
guerras, pestilencias, carestías, Dios nos amonesta y advierte, nos exhorta a la
penitencia, a vestir el hábito de la luz, a abandonar al mundo y sus placeres.
Aparecen así durante el siglo XI las asambleas penitenciales, las purificaciones
colectivas, el culto a los muertos y reliquias a los santos, la lucha contra la
carne, la guerra, el oro y las mujeres. Se trata de vivir en pobreza, castidad,
paz, abstinencia, que en el orden feudal se expresa en la renuncia a las
alegrías y botines de las batallas. Es la célebre par de Dios o tregua de Dios:
en determinada épocas del año no se puede hacer la guerra, en determinados
lugares no se puede hacer la guerra, contra los eclesiásticos y desprotegidos
no se puede guerrear. O sea, a pesar de los desórdenes cósmicos, estos son
una invitación a la penitencia, a restaurar el orden espiritual como sucede en el
mundo. Los desórdenes contribuyen a poner de manifiesto el orden cósmico. El
mundo es un orden instaurado por Dios. Románicamente y artísticamente ellos
expresan en la macicez y solidez de los muros románicos, como signo del
orden divino en el cosmos.
Así, desde la predicación eclesiástica, ante la convicción por la inminencia del
fin de los tiempos, el ideal del siglo XI se instala en los principios del
monaquismo, vigentes ya en Europa desde siglos atrás. Y con ello, la
pululación de monasterios es más que obvia. El arte será entonces el
encargado de expresar este ideal. Al lado de los castillos en los campos surgen
esas otras fortalezas que son los monasterios. Son las defensas de la
cristiandad contra los ejércitos de Satanás. Se piensa que la ciudad terrena
debe apoyarse en dos columnas fundamentales, debe ser defendida por dos
milicias unidas: el orden de aquellos que llevan las armas (señores y
caballeros) y aquel de los que ruegan al Eterno. Y donde rezar mejor que en
los refugios protegidos por los muros del claustro. Así como la caballería, la
feudalidad, el vasallaje, sostenían lo político-económico-social del poder, el
monje va a ser el señor de lo sacro. Va a detentar su poder y lo va a manejar. Y
el arte, el arte románico, le va a servir para ello. O sea, una sociedad que
culturalmente ve la presencia de lo invisible por todas partes. Las cosas son
signos de Dios, que todo lo interpreta como huella de la divinidad, ve en los
ritos, en los sacramentos, en las oraciones, en los cantos, en los clérigos, un
elementos necesario, algo cotidiano. Rogar por la humanidad
tenía
exactamente la misma connotación de naturalidad que comer, dormir, jugar.
De este modo, y con lo que anteriormente hemos dicho, podemos explicar el
porqué la Europa del siglo XI ve multiplicar y prosperar los monasterios por
todas partes. Su función fundamental (rezar, orar) justifica entonces la
destinación de una gran parte de sus entradas a obras de embellecimiento. No
sólo con la oración se alaba al Señor, sino con la belleza, con los ornamentos
bellamente construidos y decorados con una disposición arquitectónica que
vuelva manifiesta la omnipotencia de un Dios eterno. La creación artística es
así una de sus funciones. Y una de las maneras en la que esta función se
concretizó, es precisamente en la liturgia. Ahí, el románico viene estimulado
como arte sacro.
Pero hay otro factor importantísimo: los monasterios existentes por toda Europa
se convierten, en este momento, en depósitos de reliquias. En estas, lo
sobrenatural se hace presencia visible. Y sólo en una vida consagrada a Dios
en sus manos puede las reliquias residir (son los monasterios). Así, cada
monasterio pertenece a un santo cuyas reliquias allí se conservan y veneran.
Este, el santo, lo protege contra quien viola los derechos del monasterio. De
ahí la costumbre de construir los monasterios sobre la tumba de un mártir, de
un misionero, de un héroe de la lucha contra el mal y las tinieblas. Se
convierten entonces los monjes en organizadores del culto a las reliquias, en
mediadores por medio de él, entre el mundo de los muertos y la vida terrena.
Esta otra función esencial influye en las formas artísticas. Era necesario, en
efecto, que las reliquias y sus sarcófagos fueran circuncidados de ornamento y
esplendor. El arte románico es así un arte funerario. ¿Qué implica todo ello? La
tensión que la muerte lleva en el siglo XI. En éste, el ritual fúnebre cristiano se
está transformando. Antes éste consistía simplemente en confiar el cuerpo del
pecador a la misericordia divina. Ahora se trata de sacralizar el cadáver. Es la
época en la que se introduce en la liturgia de los muertos, los gestos de
incensación, las fórmulas de absolución con las que el sacerdote afirmaba su
poder de quitar personalmente los pecados. Entonces, en conexión con la
reliquia, surge algo muy concreto: en espera de la resurrección ningún lugar
parecía más propicio a la salvación del cuerpo difunto que los vecinos a los
relicarios o al coro, donde la oración subía a Dios como juez todo el día. Así,
los grandes señores feudales se hacen sepultar en el interior de las iglesias
monásticas. Y los monasterios vienen rodeados de grandes cementerios, cuyos
puestos más grandes y costosos estaban cerca de los relicarios. De nuevo las
tumbas se convierten en un factor de creación artística. Y la liturgia, a través
del necrologio, es decir, los nombres de los que eran recordados en el oficio
cantado, se hace servicio fúnebre. En una palabra, y sintetizando, concebidos
como tumbas colectivas y considerados como lugares de permanencia
transitoria entre las tinieblas de la tierra y los esplendores del cielo, los
monasterios se cubren con toda la belleza posible. Ahí el románico tiene toda
su plenitud.
Hasta aquí, entonces, hemos visto como el siglo XI, con su ideal de parusía, el
siglo XI con sus monasterios pululando por todas partes, ha hecho de estos ya
relicarios, ya cementerios, ya fuentes de indulgencia, donde, en una palabra, el
arte cumple toda una función. El hecho de que todos los monasterios tuvieran
estas mismas funciones hace que entre todos ellos existan vínculos de unidad,
lo cual se traduce en la construcción de iglesias del mismo tipo, decorándolas
con los mismos ornamentos. Es la unidad del arte románico. Pero, dentro de
todos los monasterios y abadías de esta época, va a erguirse soberana la
célebre orden de Cluny. Este monasterio había sido creado en el año 910 en la
más absoluta independencia. No se soportaba allí ninguna ingerencia de los
poderes temporales o feudales ni de los obispos. Los monjes elegían
personalmente su abad independientemente de cualquier presión externa. Esta
autonomía-independencia de Cluny, señala la regresión del episcopado, el
triunfo del abad sobre el obispo y la caída del sistema carolingio (siglo IX), el
cual se fundaba sobre la autoridad conjunta del obispo y del monje, ambos
controlados por el soberano.
Culturalmente, el humanismo carolingio, basado en las lecturas de los textos
latinos, viene superado. Y en el plano del espíritu, de las actitudes religiosas y
de la creación artística, las conquistas de Cluny despejan las conquistas del
feudalismo. De este modo, economía rural, feudalismo y Cluny van a ir de la
mano. Y en unión con el culto de los muertos, elementos fundamental en la
sociedad de este siglo XI (como hemos visto), Cluny introduce la costumbre de
celebrar con un rito la conmemoración colectiva de los difuntos, el 2 de
noviembre. Con ello querían consolidar el dogma de la resurrección de los
muertos. Esto explica el porqué el arte de la basílica de Cluny, sus estructuras
y ornamentos, quieren simbolizar la resurrección entre el tronar de las
trompetas, en el resplandor de la parusía. Explica porqué los grandes señores
de Europa quisieron reposar en su cementerio y el porqué las tumbas con
fundamentales en la estructura de Cluny.
Insistamos en esta relación Cluny-feudalismo. En el siglo XI, los monjes
europeos se acercan a Dios siguiendo dos vías distintas: una, por ejemplo, los
camanduleces. Ven en el monasterio una huida del mundo, a la conquista del
desierto, para vivir en cuevas, prácticamente desnudos, cubiertos de parásitos,
en total desprecio del propio cuerpo. Se vive de aquello que Dios en su bondad
concede a los lirios del campo y a los pájaros del cielo en medio de continuas
penitencias y maceraciones. Rechazo, pues, absoluto del mundo, pobreza
total, separación, silencio. Este estilo de vida monástica excluía obviamente
cualquier forma de creación artística. Tiene éxito porque en el ideal
caballeresco del feudalismo, cosas como el coraje físico, el autocontrol, el
ascetismo, el gusto por lo heroico, son fascinantes y atractivos. Austeridad es,
pues, su lema. Románicamente ello se traduce en el arte cisterciense después
de 1130.
Otra vía, era la abierta por San Benito en el siglo VI. Fue la más generalizada
en Occidente. Se asemejaba a la primera por la voluntad de aislamiento por la
renuncia, de indiferencia a la acción misionaria. Pero difería en dos principios:
el espíritu comunitario y la moderación. Todo monasterio benedictino era una
sociedad de tipo familiar dirigida por un padre, el abad investido de todos los
poderes y responsabilidades del pater familias de la antigua Roma. Los monjes
son sus hermanos. Y el fundamento de esta vida en comunidad es la
obediencia. La obediencia, sin duda, es el primer grado de nuestro estado de
humildad: “renuncia a tu voluntad individual y ármate de la noble y fuerte
obediencia para combatir en el estandarte de Cristo Nuestro Señor, nuestro
verdadero rey”. Así rezaban las constituciones benedictinas. Así, esta familia,
por lo de armas, batalla, estandarte, es una escola. Es decir, un batallón sujeto
a la autoridad de un jefe militar. Y allí no hay puesto para la soledad. Ni siquiera
para el Abad: se come, duerme y ora en conjunto. Y entre todos hay vínculos
de fidelidad como en el vasallaje feudal.
En cuanto a la moderación, ese equilibrio (modestia, sentido de la medida)
sabe a moderación. Oigamos las reglas benedictinas: “Esperamos no
establecer nada de arduo y gravoso”. Era, así, un modo de alejamiento del
heroísmo ascético. San Benito propone así una moral simple contraria a los
excesos místicos-ascéticos y a los ayunos de periodos prolongados. Para él,
los soldados de Cristo debían vestirse, dormir y comer de forma adecuada. Era
mejor que el monje olvidara su cuerpo, en vez de mortificarlo, y que cultivase
las tierras de su casa para tener frutos más abundantes que esperarlo todo de
la buena de Dios.
Pues bien: Cluny sigue la regla benedictina pero interpretándola a su manera.
Y su arte procede de esta interpretación de la enseñanza de San Benito. Para
Cluny todo es liturgia, la recitación de oficio divino. Es su centro y mayor
actividad. Y dentro de la liturgia la procesión es fundamental. Ello repercute en
la arquitectura: a la basílica tres naves se añaden cuerpos laterales, se
desarrolla el deambulatorio en torno al coro. Se practica separaciones, se
aumenta la longitud de la nave central, el coro se convierte en espacio
decorosamente ornamentado. Ahora bien: el acto litúrgico, el oficio era musical.
Al cantarlo se entraba en consonancia con la armonía musical cósmica, música
que era poesía y melodía. Trovar, era para Cluny, era adaptar los textos sacros
a las modulaciones del canto, modo perfecto de sacralizar la gramática y el
canto humano. El cuatrivium, a modo de paréntesis, curricularmente la Edad
Media tiene dos bloques: el trivium y cuatrivium. El trivium: gramática, retórica,
dialéctica. El cuatrivium: aritmética, geometría, música y astronomía. Pues
bien, el cuatrivium para Cluny, se hace música. ¿En qué sentido? En el sentido
en que la geometría, la aritmética y la astronomía son sus siervas. Las
armonías musicales del canto expresaban el orden cósmico, orden cósmico
que es vestigio de Dios. Y allí, la liturgia del oficio divino, adquiría todo su pleno
sentido.
Con todo lo anterior, para rematar, queremos concluir: el arte románico es
litúrgico, musical y funerario. Como litúrgico, es una arquitectura pensada en
función de los oficios y los salmos. Como musical es una cosmogonía, pues los
siete tonos musicales, como notas de la escala, se corresponden con los siete
planetas. Como funerario es un arte pensado desde la muerte como
resurrección. Finalicemos, así como comenzamos, con música gregoriana,
también con música glegoriana. Una de las piezas más hermosas de la música
gregoriana como arte románico es el célebre responsorio Tenebres Facte Sum
(Las Tinieblas Cubrieron la Tierra) que todavía hoy la iglesia canta en su liturgia
del viernes santo.
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