LA SUPRESIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS El costo de ser fieles al papado y estar en las trincheras de la historia en una sociedad que se vuelca contra los gobiernos absolutistas Jorge Atilano González Candia El 21 de julio de 1773 el papa Clemente XIV, presionado por las monarquías católicas de Lisboa, París, Madrid y Nápoles, lugares desatacados del jesuitismo, suprime la Compañía de Jesús con el breve Dominus ac Redemptor. Los motivos de la supresión fueron eminentemente políticos: quitar del camino a una institución incómoda ante un proyecto colonialista de las monarquías como parte de una estrategia contra la Iglesia católica para tener un mayor control sobre los territorios ocupados -autoridades civiles y educación- y hacerse de recursos económicos –propiedades- para financiar la defensa de sus territorios. Todo esto en una época donde los gobiernos absolutistas se ven cuestionados por la nueva clase burguesa naciente y sus pensadores. La hipótesis que intento defender es que la Compañía de Jesús, por su cercanía con el papado, en una época en que se cuestionaba la autoridad de los gobiernos absolutos (simbiosis entre rey y papa), fue perdiendo alianzas con la naciente clase burguesa y la estratégica clase intelectual; debilitándola a tal grado que se ve envuelta en una escalada de infamias que favorece el autoritarismo de los reyes para expulsarlos de sus territorios cuando le resultan incómodos. Una situación que los reyes aprovecharon para recuperar poder ante los criollos, recuperar el sistema educativo y confiscar sus bienes para hacerse de recursos económicos necesarios para un periodo de crisis. Una decisión que finalmente se revertirá en contra de los gobiernos monárquicos con la revolución francesa. Esta narración puede ayudarnos a comprender los motivos que llevaron a la supresión de la Compañía y que tuvo su repercusión en la provincia mexicana, donde fueron expulsados 678 jesuitas con el edicto de Carlos III en 1767 donde expulsaba de los territorios españoles a la Compañía de Jesús. En la Nueva España los jesuitas tenía en ese año 150 centros misionales en el Noroeste del país, tenían treinta y tres colegios en distintas ciudades y 100 escuelas en los centros misionales. El inesperado decreto de Carlos II suprimió de un plumazo la actividad educativa y misionera que, durante casi dos siglos, había desplegado los jesuitas. El sistema educativo gratuito más extenso de la Colonia quedó suprimido de la noche a la mañana1. Los diezmos. En el año 1508 se instituyó el Real Patronato de Indias, donde el rey recibe la facultad de nombrar a los obispos y cobrar el diezmo en las colonias españolas. Las órdenes religiosas pretendieron que sus exenciones pontificales las libraran de pagar diezmos al rey sobre su producción agrícola e industrial. Los jesuitas, particularmente, dueños de vastas propiedades, se resistieron a pagar dichas cantidades, y a partir de 1624 se entabló un largo pleito al respecto2. Después de más de cien años, la corona aceptó en 1750 un compromiso según el cual los jesuitas sólo tendrían que pagar como diezmo un treintavo en lugar de un décimo de su producción. El pleito fue revisado y en 1766 se firma un decreto real donde se manda que todos los religiosos debían pagar el mismo diez por ciento. 1 López de Lara, Los jesuitas en México, Buena Prensa, México, p. 65-73 Uno de los pleitos más conocidos es la controversia entre los jesuitas y Juan de Palafox y Mendoza, arzobispo de Puebla. Los jesuitas estaba exentos del pago de los diezmos y Palafox exige el pago de estos a la corona. En el siglo XVII los jesuitas poseían 150 haciendas en la Nueva España. Palafox recurre al rey Felipe IV, quien se lava las manos y lo envía con el Papa y este confirma los privilegios de los jesuitas. 2 2 Aunque para algunos historiadores el problema de los diezmos no tiene que ver directamente con la supresión de la Compañía, Magnus Morner dice que “el pleito de los diezmos contribuyó poderosamente a malquistar a los jesuitas con el episcopado indiano, ya que los diezmos fueron siempre destinados por la corona a las necesidades de las diócesis y del clero americanos, los obispos tenían el mayor interés en el aumento de su recaudación. Sea por esta razón, sea por otras que también existieron, la Compañía de Jesús no gozaba en general de verdadero apoyo por parte del episcopado del Nuevo Mundo, y esto, a su vez debilitaba notablemente su posición.” La resistencia de los jesuitas en el asunto de los diezmos implicaba negar al rey un derecho o una regalía de la corona, y esto era algo todavía peor. Con su postura, los jesuitas desafiaban el poder de la corona. Se dice que el decreto de 1750 fue gracias a la influencia del P. Francisco Rábago, confesor del rey Fernando VI, un hecho que seguía causando molestias dentro de la corte. Un parecer de los fiscales del Consejo Extraordinario, Campamoanes y Moñino, fechado en 1768, deja ver con claridad que la resistencia jesuita al pago de esa imposición les había chocado fuertemente. Desde el punto de vista del regalismo y del despotismo ilustrado, una oposición eclesiástica bien organizada y coordinada era el peor de los pecados. Las minas de oro y plata de los guaraníes. La gran ofensiva contra la Compañía de Jesús partió de Portugal. La antigua y profunda causa era la situación conflictiva entre los jesuitas fundadores de las misiones guaraníes y las colonias portuguesas. Las reducciones de los jesuitas se habían convertido en bastiones contra los cazadores de esclavos, que procedían de los territorios portugueses. Las relaciones se complicaron cuando, después del “tratado de los límites” de 1750, siete de las reducciones fueron separadas de la órbita española para pasar a manos de los portugueses, que se dedicaron a desmantelarlas, no solamente para liquidar un sistema que siempre les había sido contrario, sino para apropiarse de las minas de oro o plata sobre las que se levantaron. La autodefensa que los jesuitas habían organizados en las reducciones contra los bandeiras – portugueses cazadores de guaraníes- hizo que el gobernador de Portugal se enfrentara constantemente con su provincial. Lo cual generó que el gobierno de Lisboa atribuyera responsabilidades a la Compañía. Y faltaba menos para encender en su contra al principal ministro del rey José I, que seria célebre con el título de marqués de Pombal. Quien desató una campaña en contra de los jesuitas a partir de 1757, bajo la forma de libelos titulados Noticias interesantes. En ellos se denunciaba, una tras otra, la rapacidad de los misioneros jesuitas, cuyas reducciones vivían de explotación cínica de los desgraciados indios, de su riqueza y de su mano de obra, y su pretención de levantar un imperio independiente bajo el cetro de Nicolás I. A esta difamación se agregó otra publicada en Noticias interesantes en 1758, donde se acusa a los jesuitas de promover un complot de asesinato contra el rey. Pombal detuvo a tres jesuitas, entre ellos al antiguo confesor del rey, el padre italiano Malagrida, a quien se le condenó a la hoguera y fue conducido por “herejía”. Los considerandos del juicio aludía al origen italiano del viejo predicador como prueba de que el complot había sido fomentado en Roma y, por consiguiente, por el “general” de los jesuitas. En efecto, seis meses más tarde, el 16 de septiembre de 1759, los cerca de cuatrocientos jesuitas portugueses fueron expulsados de su país y deportados hacia los Estados Pontificios. En las Noticias interesantes aparecía la nota así: 3 “El Rey de Portugal es quien ha tenido la iniciativa de despojar a los Jesuitas de la soberanía que habían usurpado en el Paraguay, que les era más querida que la niña de sus ojos (...) Ello es debido a que los Jesuitas enseñan no sólo la rebelión y la sedición, sino también el asesinato y la sangre (..) estos Padres incluso consideran que matar al Rey ni siquiera es pecado venial” El desprestigio en Francia por aplicar la bula Unigenitus. Portugal había esperado la tragedia de los guaraníes y al marqués de Pombal para atacar a los jesuitas. En Francia, este enfrentamiento era un hecho permanente de la vida pública. El debate fundamental entre galicanismo (nacionalismo) y ultramontanismo (internacionalismo) se había endurecido, por la osificación del Estado nacional centralizador. Después, sobre estas contradicciones, había venido a injertarse la batalla de la Contrarreforma, más tarde la del jansenismo. La destrucción de Port-Royal, posteriormente la aplicación brutal de la bula Unigenitus en contra del jansenismo, habían dado, al final de reinado de Luis XIV, un aspecto trágico a estos enfrentamientos. Los jesuitas eran considerados como responsables de la Unigenitus. Y aquí es destilado el veneno que los llevaría a la perdición. El adversario que desafían de esta manera, desde los tiempos de Blaise Pascal, había crecido y multiplicado. El partido jansenista ya no estaba compuesto por unas pocas decenas de personas, constituían el núcleo duro de los cuerpos parlamentarios. Ahora en lucha contra los gobiernos absolutistas y toda su corrupción, algo que se unía con el puritanismo galicano. Esta lucha unió a los jansenistas con el partido de los filósofos, tenían un enemigo en común: el absolutismo clerical. Luis XV no está tan unido a la Compañía como sus antepasados Enrique IV o Luis XIII, como su abuelo Luis XIV o su hijo el Delfín. ¿Por qué Luis XV se deja arrastrar de 1759 a 1773 en contra de la Sociedad? En primer lugar porque no le gusta luchar contra madame Pampadour (amante del rey) y el duque Choiseul (ministro del rey). Después porque empieza a distinguir el poder político del religioso y tiene la necesidad de reconciliarse con el parlamento –animado contra los jesuitas-. El rey empieza a tener problema con su confesor jesuita por su “rigor” con respecto al caso de madame Pampadour. Entonces ella empieza a entrar en conflicto con la moral de los jesuitas, abogando en contra de ellos ante el papa y se hace aliada de los filósofos. Choiseul ve en la destrucción de la Compañía la apertura a la ciudad. Y el rey tiene prisa de arrancar al parlamento el voto de los impuestos de guerra. Está, como tela de fondo, la hipótesis de confiscar a la Compañía bienes que se suponen considerables y que irían al tesoro real. Están los aplausos de Voltaire y de D’Alembert, de D’Holbach y de Diderot. La armonía entre los jesuitas y los filósofos fue desapareciendo gradualmente. Profundamente sumergidos en le avance de las ciencia y absorbidos en los fenómenos físicos, los filósofos pensaban en clave de empirismo. Muchos jesuitas también valoraban los datos de la ciencia, pero insistían en algo más: en una fuerte metafísica. Los filósofos no daban cabida a lo sobrenatural. Los jesuitas sí. De ahí surge una fuerte lucha. Los jesuitas escribieron en defensa de la fe con mucha constancia pero a un nivel de estilo que no igualaba la inspiración, el talento y el ingenio de Voltaire. El historiador William V. Bangert, sj señala que “La Compañía no llegó a alcanzar la altura necesaria en el serio desafío de la época. Las cuestiones religiosas planteadas por los deístas requerían ingeniosidad para descubrir nuevas iniciativas y nuevas ideas, pero por lo general los jesuitas se confiaron en los viejos esquemas usados por las generaciones anteriores que habían enfrentado problemas muy diferentes”. 4 El escándalo del P. Lavalette. El P. Lavalette era procurador de la Compañía en Martinica, ahí había montado un próspero comercio de las islas –café, azúcar, especias, añil- para financiar sus obras pías. Fue denunciado en varias ocasiones, pero la Compañía le dio una oportunidad. Pero una epidemia se llevó “una parte de sus negros” y los corsarios ingleses capturaron varios de sus navíos. Algo que llevó a la quiebra su negocio y la demanda de algunos comerciantes. Lavalette fue suspendido, pero el asunto ya había tenido consecuencias y estallado en el plano judicial y político. Los denunciantes reclamaban el pago de 3 millones de libras turnesas. La clase burguesa naciente va adquiriendo poder desde sus nuevos procesos mercantiles y con el caso del P. Lavalette ve en los jesuitas como competentes dentro de su área y surge una aversión hacia la Compañía de Jesús. Dentro de la sociedad colonial era de dominio público que los jesuitas tenían los mejores negocios y no pagaban impuestos, algo que generaba mayor confrontación con la clase naciente. La Compañía podía defender el no pago de esa deuda que había sido responsabilidad del P. Lavalette, pero decide no enfrentarse con el Parlamento y acepta seguir la vía legal. Entonces el Parlamento no sólo juzgo a la Compañía por el caso del P. Lavalette, sino que aprovechó para hacer un juicio a la Compañía sobre su presencia y actividades en Francia. El parlamento revisó sus constituciones, condenó al fuego las obras de Belarmino, Lugo y Tolet, y emplazó al General para que respondiera a los innumerables abusos cometidos en Francia por la Sociedad, no permitiendo a la Compañía reclutar novicios y pronunciar votos, finalmente prohíben las congregaciones marianas y los colegios. El Parlamento aprovecha el ambiente para difamar a la Compañía por medio de panfletos y es acusada de haber enseñado todos los errores, profesado todas las herejías. Finalmente, el 6 de agosto de 1762, el parlamento de París dio a conocer su sentencia, en la que afirmaba: “que hay abusos en dicho Instituto de la Compañía que se llama de Jesús, y en las bulas, breves, cartas apostólicas, constituciones, declaraciones sobre las mismas, en los modos de emitir los votos, en los decretos de los Generales y de las congregaciones generales de dicha Compañía, etc. Esto supuesto, declara al dicho Instituto inadmisible por su naturaleza en todo Estado bien organizado, como contrario al derecho natural, atentatorio a toda autoridad espiritual y temporal, y porque tiende a introducir en la Iglesia y en los Estados, bajo el pretexto especioso de un Instituto religioso, no una Orden que real y únicamente aspira a la perfección evangélica, sino más bien una corporación política, cuya esencia consiste en una actividad continua para alcanzar por todos los medios posibles, directos e indirectos, ocultos o públicos, primero una independencia absoluta, y luego la usurpación de toda autoridad”. Por este decreto los cuatro mil jesuitas franceses son dispersados, expulsados de sus casas. Sus bienes, iglesias y bibliotecas son expoliados. Se les prohíbe obedecer su regla, vivir en comunidad, llevar su hábito. Los padres fueron invitados a garantizarse un futuro en el clero secular, rompiendo con los juramentos prestados a la Compañía, de los que estaban jurídicamente liberados. De cuatro mil, sólo lo hicieron cinco. El arzobispo de París defendió a la Compañía por medio de una Instrucción pastoral en 1763 que denunciaba la intromisión de lo civil en lo espiritual, intuyendo que la destrucción de los jesuitas no era más que una vanguardia y un preludio de una ofensiva global contra el sistema católico francés. El parlamento le respondió quemando el texto y el rey se evitó la pena de tener que tomar partido exiliando piadosamente al prelado de su diócesis. En 1764 el parlamento de París emitió un decreto donde prohíbe la presencia de los jesuitas en la jurisdicción de este parlamento. Medida que pronto imitaron los de Tolosa, Ruán y Pau. Los expulsados de estas diócesis fueron acogidos en Lorena, en Suiza y Lovaina. Luis XIV en noviembre de 1764 otorgaba a los antiguos jesuitas desbandados la autorización para vivir en 5 su patria como sacerdotes seculares, sometidos a la autoridad de los obispos diocesanos, a excepción de parís. La defensa de Clemente XIII Este papa defendía demasiado a los jesuitas: desde la manifestación de su intransigencia frente al jansenismo hasta la obstinación de la que había hecho gala rehusar la más mínima adaptación “a la francesa” de las reglas de la Sociedad. El 7 de enero de 1765 respondió a los ataques de la Compañía mediante la bula Apostolicum a “la grave injuria hecha a la Iglesia” y proclamó que “...la Compañía de Jesús respira en el más alto grado la piedad y la santidad, si bien hay hombres que después de haberlo desfigurado (el Instituto) con malignas interpretaciones, no tan temido calificarle de irreligioso e impío, insultando de esta manera la Iglesia de Dios..” El episcopado francés reaccionó defendiendo la autonomía de los espiritual más que a la Compañía de Jesús. La Asamblea del clero reunida en agosto de 1765 proclamó con una solemnidad patética, por unanimidad, la supremacía intangible de lo espiritual, la autonomía de la Iglesia de Francia, y lo que bien se puede llamar su desconfianza frente al poder real. Dominique Julia, especialista en historia religiosa, subraya que “la expulsión de los jesuitas marca, en efecto, el momento en que las querellas religiosas del siglo se transforman definitivamente en debates políticos y el lugar donde se viene abajo la teoría de la unión de los dos poderes y la teología de las relaciones de lo espiritual y lo temporal, tal como las había elaborado la declaración de los cuatro artículos de 1682.” 3 La liquidación de los jesuitas había encerado la plancha, las planchas cada vez más inclinadas por las que iba a resbalar la monarquía. Tal vez Luis XV lo había entrevisto. Sin embargo prefirió callarse, como hemos visto, por miedo a “hablar demasiado”. Las diplomacias convencen a Carlos III. El molesto “tratado de los límites” de 1750 había sido denunciado por Carlos III, hasta este episodio el soberano de Madrid había manifestado con firmeza el deseo de, por poco que la amase, no intentar nada contra la Compañía. ¿Cómo se realizó el cambio que debía propulsar a este devoto al primer rango de los perseguidores de los jesuitas? Varias influencias habían actuado o iban a actuar sobre él para reorientar su visión del problema. En primer lugar no hay que olvidar el desarrollo en España de un jansenismo muy específico, esencialmente puritano, que levantaba contra los ignacianos a una gran parte del clero, irritado por su preeminencia. La segunda influencia fue inglesa, donde el partido inglés envió a Madrid cartas de los jesuitas en las que se afirmaba que estaban dispuestos a sublevar, contra el “poder” a “sus” indios de América. La tercera influencia fue la del primer ministro Arana. En una revuelta popular contra una disposición del ministro Esquilache, que impedía a los españoles llevar “capa y sombrero”, con el pretexto de que estas prendas podían disimular algunos puñales, pistolas y otros instrumentos conspiradores, donde llegaron a matar a algunos de los guardas valores del rey, hicieron creer al rey de que era una obra de los jesuitas. Así como la idea de que los jesuitas tenían un plan para deponer el trono a favor de su hermano don Luis. Falsificaron una carta firmada supuestamente por el padre Ricii, general de los jesuitas, donde decía que había logrado reunir los documentos para probar de modo incontestable que el rey Carlos III era hijo de adulterio. Dominique Julia, “Le catholicisme, religión du rayaume, 1715-1789”, en Lacouture, Jean, Jesuitas, Tomo 1, Los Conquistadores, , p. 620. 3 6 Todo este ambiente de intrigas contra la Compañía hizo que Carlos III realizara una investigación intensa y secreta dirigida contra los jesuitas, pero también contra todos los que en el curso de la última década habían tenido relaciones con ellos. En menos de seis meses se constituye un enorme expediente, que es sometido, el 29 de enero de 1767 a un “Consejo extraordinario”, ante el que el “fiscal de Castilla”, Rodríguez de Campamonetes, pronuncia una requisitoria que conlleva a la sentencia contra la Compañía de Jesús, sorprendente en tanto que no menciona ninguna acusación, no evoca ningún delito y va directamente a la pena: “Esto supuesto, el Consejo extraordinario pasa a exponer su opinión sobre la ejecución del extrañamiento de los jesuitas y sobre las demás medias consiguientes, a fin de llevar a cabo con el orden conveniente su entero cumplimiento.” Más remarcable todavía es el carácter de secreto que, con una precisión amenazadora, se imprime al tratamiento de todo el asunto. “...en mi real persona quedan reservados los justos y graves motivos que, a pesar mío, han obligado mi real ánimo a esta necesaria providencia, valiéndome únicamente de la económica potestad sin proceder por otros medios(...) Prohíbo expresamente que nadie pueda escribir, declamar o conmover con pretexto de estas providencias, en pro ni en contra de ellas; antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos... Para apartar alteraciones o malas inteligencias entre los particulares, a quienes no incumbe juzgar ni interpretar las órdenes del Soberano, mando expresamente que nadie escriba, imprima ni expenda papeles u obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis dominios no tiendo especial licencia del Gobierno; e inhibo al juez de imprentas, a sus subdelegados y a todas las justicias de mis reinos de conceder tales permisos o licencias por deber correr todo esto bajo las órdenes del Presidente y Ministros de mi Consejo con noticia de mi Fiscal.” Hay muy pocos ejemplos en la historia de una medida tan considerable y que haya dejado menos huellas. A excepción del rey, sólo cuatro hombre –el primer ministro Arana, los diplomáticos Roda y Moñino y el jurista Campamones- conocieron la confidencia y manejaron el expediente. Todas las órdenes relativas a la expulsión fueron cerradas en sobres sellados que estaban dirigidas a los funcionarios de Seguridad en todas las posesiones españolas de ultramar, con esta mención “Bajo pena de muerte no abriréis este pliego hasta el 2 de abril de 1767, al declinar el día”. Es sorprendente el texto de la carta real a los gobernadores, sellada de la manera que hemos dicho: “Os revisto de toda mi autoridad y de todo mi poder real para que al punto os trasladéis con mano armada a la casa de los Jesuitas. Os apoderaréis de todos los Religiosos y los haréis conducir como presos al puerto indicado en el término de veinticuatro horas, donde serán embarcados en buques destinados a este efecto. Al tiempo mismo de la ejecución mandaréis poner sellos en el archivo de la casa y en los papeles de los individuos, sin permitir a ninguno llevar otra cosa sino los libros de rezos y la ropa blanca estrictamente necesaria para la travesía. Si después del embarque quedase en vuestro distrito un solo Jesuita, aunque esté enfermo o moribundo, seréis castigado de muerte. Yo, el rey” Culpables o no, pero condenados, más de 5,530 padres de 240 casas y colegios creados por los jesuitas en dos siglos, de Europa a África y de Asia a América, fueron detenidos en el curso de la noche del 2 de abril de 1767, conducidos a puertos y embarques en todo tipo de barcos con destino a los Estados del papa. El papa Clemente XIII pidió con su puño y letra explicación a Carlos III de tales hechos, pero el rey respondió “Guardaré siempre en mi corazón la abominable trama que ha motivado mi rigor, 7 a fin de evitar al mundo un grave escándalo... La seguridad de mi vida me impone un profundo silencio sobre este asunto”. El papa Clemente XIII murió en 1769. Los monarcas presionaron para elegir a un papa que suprimiera a la Compañía de Jesús. Y así fue. Se elige al cardenal Gangenelli, el único monje del conclave: un franciscano conventual. Se nombra Clemente XIV. Quien aceptar este compromiso en beneficio del rey de España, no sin antes pedir a cambio la cesión al papado del principado de Beneventon. Su primera acción fue autorizar al cardenal Malvizzi de expulsar a los jesuitas del territorio de Bolonia, queriendo hacer tiempo para tener una posibilidad de convocar a concilio y ahí tomar la decisión de suprimir a la Compañía de Jesús. Las cortes, comenzando por la española, pusieron su veto al empleo de este procedimiento. Llegó el 21 de julio de 1773, cuando Clemente XIV había firmado el texto del “breve” Dominus ac redemptor que significaba la disolución de la Compañía de Jesús. Uno de sus sucesores Gregorio XVI, contó que Gangenelli firmó el breve en la penumbra, a lápiz, poyándose en una ventana del Quirinal y que habiéndola hecho, cayó desmayado sobre las losas del mármol. El texto era: “...la Compañía, aún en su cuna, vio nacer en su seno diferentes gérmenes de discordia y de celos, que no sólo dividieron entre sí a sus individuos, sino que les arrastraron a sublevarse contra las demás Órdenes religiosas, el Clero secular, las Academias, las Universidades, los Colegios, las Escuelas públicas, y hasta contra los soberanos que los acogieron y admitieran en sus Estados. En suma, no hubo casi acusación grave que no se dirigiese contra dicho Instituto, turbando por mucho tiempo la paz y la tranquilidad del mundo Cristiano, hasta el punto de que nuestros muy amados hijos en Jesucristo, los Reyes de Francia, España, Portugal y las Dos Sicilias, se vieron obligados a desterrar de sus Reinos, Estados y Providencias a todos los religiosos de esta Orden, convencidos de esta providencia extrema era el único remedio a tantos males, y la que era necesario emplear para impedir que los Cristianos se insultasen y provocasen mutuamente y se despedazasen en el seno de la misma Iglesia, su madre(...) Habiendo reconocido además que la Compañía de Jesús no podrá producir ya esos frutos abundantes y esas considerables ventajas para la que fue instituida... después de un maduro examen, de neustra ciencia cierta, y por la plenitud de nuestro poder apostólico, suprimimos y extinguimos la Compañía de Jesús, destruimos y anulamos todos y cada uno de sus oficios, fundaciones y administraciones, casas, escuelas, colegios, retiros, hospitales y todos los demás lugares que les pertenezcan de cualquier manera que sea y en cualquier provincia, reino o estado en el que se hallen situados(...) Mandamos además y prohibimos en virtud de la santa obediencia, a todos y a cada uno de los eclesiásticos regulares o seculares, sean cuales fueren su grado, dignidad, calidad y condición, y en especial a los que hasta ahora han sido adictos a la Compañía o pertenecido a la misma, que se opongan a esta supresión, la ataquen, escriban y hasta hablen de ella, de sus causas y motivos...” Bibliografía Jean Lacoutere, Jesuitas, Tomo I Los Conquistadores, Ediciones Piados, España, 1993. William V. Bangert sj, Historia de la Compañía de Jesús, Sal Terrae,España, 1981. Magnus Mörner, Los motivos de la expulsión de los jesuitas del imperio español, 1965, en Historia Mexicana del Colegio de México, Vol 1 Año 66 (66), México, pp.1-29 López de Lara, Los jesuitas en México, Buena Prensa, México.