SAN JOSÉ PIGNATELLI Hijo de noble familia, nació el año 1737 en Zaragoza, España, en donde además recibió casi toda su educación. Su hermano Ramón, tres años mayor que él, llegó a ser canónigo y uno de los hombres de mayor prestigio de la historia de Aragón del siglo XVIII. José ingresó en la Compañía de Jesús en 1751, y, ordenado sacerdote en 1762, se entregó en su misma ciudad al apostolado de los más pobres. De allí partió para el destierro en Italia con sus hermanos jesuitas, tras la orden de expulsión de la Compañía dictada por el gobierno de Carlos III el 3 de abril de 1767. Se hallaba en Ferrara cuando el 21 de julio de 1773, el Papa Clemente XIV hacía pública la extinción total de la Compañía por medio del Breve "Dominus ac Redemptor noster". Cuando la Compañía de Jesús había ya casi desaparecido, trabajó muchísimo por su restauración, y desde el año 1803 hasta su muerte estuvo al frente de la Provincia de Italia. Querido de todos por su caridad, humildad, cortesía y otras virtudes, murió en Roma el 15 de noviembre de 1811. Fue canonizado por Pío XII en 1954. SAN JOSE PIGNATELLI por Miquel Batllori, SJ académico de la Historia Las dos mascarillas de San Francisco de Borja y de San José Pignatelli, en los aposentos de San Ignacio junto al Gesú de Roma, parecen escrutar, impasibles, un tiempo actualizado, sin pasado ni futuro. Ambas reflejan una misma distinción señoril, un mismo repliegue hacia lo interior, una coexistencia natural de lo humano y lo divino, de la vida íntima y de la acción externa. Cuando los jesuitas españoles dispersos por Italia querían expresar quién era José Pignatelli, decían sencillamente: «Un nuevo San Francisco de Borja.» Entrambos trenzaban en su sangre hilos de España y de Italia, entronques -no siempre puros, pero ya purificados con la casa real de Aragón, parentescos con las más linajudas familias de ambas penínsulas. Entre la antigua y la nueva Compañía Durante el destierro de Italia, sus compañeros españoles habían reconocido en Pignatelli su centro de cohesión, a pesar de no haber desempeñado altos cargos de gobierno. Los italianos, una persona con quien había que contar si un día se llegaba a la restauración de la Compañía de Jesús. Pignatelli no fue el único anillo de unión entre la antigua y la nueva Compañía, pero sí uno de los más firmes, y, por haber actuado en Italia y en Roma, uno de los más eficaces. Otros anillos fueron los jesuitas de la Rusia Blanca, con quien Pignatelli se unió al renovar su profesión en Bolonia, el 6 de julio de 1797; el padre Joseph de Cloriviére en Francia y las sociedades religiosas por él directa o indirectamente fundadas en Francia y en Bélgica; la persistencia de antiguos jesuitas en Inglaterra y en Marilandia, pronto relacionados con la Compañía conservada en Rusia. En su obra de restauración de la Compañía, Pignatelli no siguió a los que querían alcanzar ese fin por medio de otras sociedades intermedias y transitorias, ni a los que se resistían a adscribirse a la Compañía restaurada por Pío VII en Rusia (1801), en las Dos Sicilias (1804), y aun en toda la Iglesia (1814), muerto ya Pignatelli, por creer que esa nueva Compañía, mermada en sus antiguos privilegios, no era enteramente la misma que había suprimido Clemente XIV en 1773. Pignatelli prefirió fiarse de la Providencia, y ver el dedo de Dios en cada uno de aquellos pasos del sumo pontífice en el camino de la restauración. No estuvo nunca al lado de los intransigentes que negaban la validez del breve de supresión de 1773, ni de los que resistían a entrar de nuevo en la Compañía mientras ésta no fuese restaurada con gloria y majestad, en compensación de la ignominia con que había sido suprimida. Vida oculta: espiritualidad y cultura Mientras la Providencia no le señalase nuevos caminos, prefirió vivir en Bolonia como un honesto abate, siempre dispuesto a ayudar a sus compañeros de destierro en sus necesidades materiales y en sus aspiraciones intelectuales, a socorrer a los emigrados franceses que huían de la gran Revolución, a iluminar con la verdadera luz a los que se habían dejado deslumbrar demasiado por la nueva Ilustración. Sin ser un verdadero intelectual como tantos otros jesuitas del tiempo de la supresión, siguió siempre leyendo y estudiando, formó una rica biblioteca y una selecta colección de obras de arte, aun a costa de que otros le creyesen «engolfado, al parecer, en cosas secularescas y de mundo», y establecido «algo señorialmente en su persona y en las cosas pertenecientes al trato con la nobleza». Pero aun éstos tenían que reconocer que, a pesar de las apariencias, «conservaba, por decirlo así, el corazón y espíritu de jesuita». Quien le conocía más a fondo, como el abate Juan Andrés, el historiador de la literatura universal, que bajo su dirección había entrado de nuevo en la Compañía de Jesús y había palpado sus desvelos como provincial de Nápoles y conocido sus trabajos por la restauración de la Compañía en Roma, en el Lacio y en la Umbría, podía escribir a raíz de la muerte del santo: «Humildad y caridad son sus distintivos, pero mucho habrá que decir de su confianza en Dios.» Sólo podría añadirse que fue también distintivo suyo el saber realzar esa humildad, esa caridad y esa confianza con una tan innata y connatural distinción, que no se sabe dónde acaba la modesta elegancia de su gesto y coinienza la humildad como virtud; dónde se deslindan la cortesía y la caridad; dónde la confianza en Dios y la fibra acerada de su temple. Y todo con una tan perfecta acomodación a la época y al ambiente que le tocó vivir, que ha de quedar como uno de los santos más representativos del siglo xviii. El Santo de la restauración de la Compañía Cuando se habla de la caridad de San José Pignatelli se piensa en las sumas de dinero que distribuía a los pobres y galeotes, a los emigrantes, a sus compañeros más menesterosos, al mismo papa en los años de la ocupación napoleónica. Pero a veces no se atiende lo bastante a ese afecto sincero y sobrenatural que sentía hacia sus súbditos, la mayor parte de ellos viejos achacosos que volvían a emprender la vida religiosa ya en su ancianidad, a los que había que alentar constantemente, entreverando la antigua amistad con la consciente autoridad, siempre y en todo con un espíritu sobrenatural que infundía en todos la persuasión de que el Provincial de Nápoles y de Italia era un santo. En todas parte restauró colegios, fomentó las misiones populares y la ayuda a los enfermos y los encarcelados, procuró y formó nuevas vocaciones, y dio a todos -a los ancianos ex jesuitas y a los jóvenes recién entrados, al papa y a los cardenales y obispos, a los reyes y a los políticos- la sensación de que la nueva Compañía que renacía era la misma antigua, salvada misteriosamente en Rusia y rediviva en Italia con un estremecimiento de resurrección universal. Si hubiera vivido algunos años más, no hay duda de que su influjo personal hubiera sido mayor en la Compañía restaurada, la hubiera ayudado a superar los primeros conflictos internos, y la hubiera orientado más aún hacia aquel equilibrio entre lo sobrenatural y lo natural, entre la tradición y la renovación, que había caracterizado toda su vida. Aun así, y con haber vivido sólo hasta 1811, José Pignatelli quedará en el desenvolvimiento histórico de la Compañía como el santo de la restauración.