RECUERDOS DE MI COLEGIO Voy a intentar recordar hechos vividos por mí como interna en el colegio de Villafranca, año 1940-47, a través de las experiencias y las enseñanzas que me dieron las madres que formaban esta comunidad. Madre Emilia Liñán. Era mi maestra de clase de mayores y por medio de ella recibíamos una formación integral que nos preparaba para la vida. Se esmeraba en todo, pero de forma especial en la catequesis y la formación religiosa. Todas las tardes junto con las labores se daba el catecismo de Ripalda y el Fleuri (Historia Sagrada). Una alumna hacía las preguntas y todas contestábamos, mientras se hacían las labores. También tres días a la semana se daba la Biblia en un gráfico grande pintado en el suelo con el Sagrada. Ì del ojo de Dios arriba. Nos encantaban los relatos de la Historia De otras asignaturas, la que más recuerdo es la geografía. Se estudiaba a través de los mapas físicos y políticos y las alumnas salíamos a señalar las provincias, cabos, golfos, ríos, límites... Los sábados por la tarde la M. Emilia nos reunía y nos daba unas charlas muy interesantes de formación humana y práctica de lo cotidiano de la vida. Nos enseñaba a Poner el comedor, a tener aseados los dormitorios y baños y otras dependencias, a cuidar de las pequeñas y a las mayores nos encargaba de peinarlas, cuidar de que estuviesen limpias... El día que se distribuían los oficios los esperábamos con entusiasmo y curiosidad. Los leía y los ponía en un papel en lugar bien visible. Era un momento de suspense, pero muy divertido. Aprovechaba este momento para alabar a las que lo hacían bien, muy bien, y a las descuidadas no las ridiculizaba ni regañaba, sino que las dejaba en el mismo oficio, para que adiestraran en él y ganasen puntos. Toda esta formación del deber, se tomaba con tanto interés, que de verdad gozábamos con este acto. Madre Emilia también se preocupaba del crecimiento espiritual de sus alumnas.Nos ayudaba a corregirnos de nuestras faltas y a practicar las virtudes. Para ello teníamos un “rosarito” que se llamaba conciencia, en el que señalábamos con las cuentas las veces que faltábamos a los propósitos que habíamos hecho. También nos llamaba de vez en cuando para interesarse por “nuestros progresos” en el camino de la virtud y nos gustaba mucho. Éramos muy misioneras. Hacíamos muchos sacrificios por las misiones y la conversión de los pecadores. Yo la quería mucho igual que todas las niñas, pues enseñaba muy bien, se preocupaba por nosotras y era muy cariñosa. Madre San Evaristo, mayor, pero tenía mucho atractivo para las niñas. Se sentaba en el corredor y cuando la veíamos allí (en tiempo libre), corríamos a saludarla y cuando había unas cuantas, nos contaba la vida de los santos, valiéndose de los cuadros que los representaban. Como se agotaba el tiempo y no se terminaba la historia, nos quedaban ganas de volver otro día para terminarlas. Los domingos nos reunía la Madre San Pelagio (a las internas) y era la encargada de darnos charlas de diferentes temas: De los grandes misterios de la Religión, de Historia, de los comportamientos correctos de las personas... Esta Madre era muy respetada, de mucha virtud y sabiduría. Tenía una sobrina religiosa, sor Josefa Piernagorda. La Madre Ana María Díaz (Ana María la grande) era la maestra de internas. Por la tarde, después de la merienda y un poco de recreo, no recogía en el corredor de arriba, el de los arcos, y en bancos sin respaldo y sillas pequeñas se repasaba la ropa y nos enseñaban a coser: dobladillos, ojales, zurcidos, piezas etc., etc. y los famosos dechados con toda clase de deshilados, punto de cruz, zurcidos formando cenefas... Durante el tiempo de costura se leía y como los libros eran muy grandes se ponía un atril, otras veces una silla hacía esta función, y la lectora se sentaba en una sillita pequeña. Cada día leía una y antes de empezar nos mandaban lavarnos las manos para no estropear el libro. Algunas veces preguntaba lo que se había leído, y si no sabías contestar te lo tenía en cuenta y en los días sucesivos estabas segura de los interrogatorios. Todas las semanas venía el confesor y él señalaba los días que podíamos comulgar. Era D. Enrique Ayllón Cubero hijo del pueblo, quería mucho al P. Luis y su obra. Todo el colegio funcionaba bien y la gente estaba contenta con las monjas y su forma de educar. A pesar de las lagunas que haya tenido siento, en mi recuerdo ya lejano, un gran cariño hacia mi colegio y las madres que me educaron. Francisca Peñas Córdoba, 18 de julio de 2006