Un mensaje oportuno Mons. Fernando Sebastián Aguilar Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela Es lo menos que se puede decir de las intervenciones del Papa Benedicto en su reciente viaje a Valencia. Vino a clausurar el Vº Encuentro mundial de la Familia. Quiso lanzar desde Valencia un mensaje de esperanza a todas las familias del mundo y lo hizo con su estilo personal, hecho de sencillez, claridad, amabilidad y firmeza. A sabiendas de que es muy difícil resumir los textos del Papa, quiero recoger en esta carta las ideas más importantes sobre la familia que el Papa expresó en sus discursos, con la esperanza de despertar en algunos el deseo de leerlos directamente. Lo que el Papa dijo nos sirve, por supuesto, a los católicos, iluminará a quienes se encuentren en el terreno movedizo de la duda y hasta puede hacer reflexionar, Dios lo quiera, a alguno de los que piensan que el cristianismo ha quedado superado por el viejo laicismo repristinado que ahora parece dominar y querer transformar nuestra sociedad. El Papa comienza diciendo que la Iglesia valora y proclama la verdad de la familia, fundada sobre el matrimonio indisoluble entre hombre y mujer, entendido como un compromiso de amor fiel, estable, irrevocable, generoso y fecundo. El matrimonio entre varón y mujer es una realidad natural, querida por Dios, rescatada y santificada por la redención de Cristo. En la realidad matrimonial y familiar se manifiesta la vocación del hombre para el amor, pues estamos hechos a imagen y semejanza de Dios que es Él mismo familia y amor infinitos. La familia manifiesta y desarrolla la naturaleza relacional y social de la persona. Es el primer núcleo de la sociedad. Lo que daña a la familia daña a las personas y a la sociedad entera. La familia es un bien insustituible para los hijos, un bien necesario para los pueblos. El amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña a conocer y vivir el amor verdadero. En la familia se aprende a amar y a ser amado. Por eso la familia es el lugar adecuado para nacer, crecer y vivir en la verdad del amor. Sin una familia estable las personas, como la sociedad, pierden la confianza y la alegría de vivir. El ser humano, sin la experiencia básica de una familia bien construida en un amor verdadero, queda herido para siempre. El cristianismo no ahoga la felicidad del amor. Jesús vino a rescatar y descubrirnos la verdad del amor, este amor generoso, abnegado y fiel que es el fundamento del matrimonio y el mayor gozo de la vida familiar. La verdadera libertad es la libertad para el amor perdurable, para el amor fiel y generoso que se renueva cada día y crece sin cesar. Este amor irrevocable es la fuente más segura del gozo y de la alegría. La familia cristiana se constituye por el Sí del amor perpetuo que los esposos se han dado mutuamente en la presencia de Dios. El les muestra en Jesucristo y por Jesucristo los horizontes del amor verdadero y les da su ayuda para conseguirlo. En la familia, los cristianos viven de forma especial, fuertemente personal, el mandamiento del amor fraterno. Los padres tienen que acoger a los hijos con un gran amor, como dones de Dios, como vidas que Dios encomienda a sus cuidados. Esta experiencia básica de ser acogidos con amor, nos ayuda a ver la vida de manera positiva, con libertad y confianza, a sentirnos queridos y protegidos por Dios, a crecer como personas acogedoras, generosas y responsables. En la familia, con la vida corporal, recibimos el patrimonio espiritual de la cultura y con ella lo más valioso de nuestra tradición espiritual que es la fe cristiana. Los hijos tienen derecho a ser bien educados por sus padres, y los padres tienen el derecho y la obligación de educar y guiar la vida cultural y espiritual de sus hijos. Los padres transmiten la fe a sus hijos cuando rezan con ellos, cuando les acompañan en la iniciación sacramental y eclesial, cuando en la vida diaria del hogar se manifiesta la relación filial con Dios, con Jesucristo y con la Iglesia. La tarea más grande de las familias es la transmisión de la fe a los hijos y la formación de personas libres y responsables. En la familia, gracias al ejemplo de los padres, los hijos descubren el gozo de vivir en la verdad y en el amor, esta experiencia les ayudará a vencer los obstáculos que luego ellos han de encontrar en su vida. Los hijos tienen derecho a nacer y vivir en un hogar que les dé la experiencia de amor que necesitan para descubrir y cultivar su propia humanidad. Los padres son los primeros educadores de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe para ellos. Los abuelos amplían la experiencia del amor y así enriquecen la vida familiar. Cada uno de nosotros hemos aprendido el lenguaje de la fe y ha sentido el gozo de la oración en nuestro hogar, junto a nuestros padres y hermanos. En un mundo tan disgregador como es el nuestro, las familias no pueden estar solas. La Iglesia tiene que ofrecerles la posibilidad de unirse y de ayudarse en el recorrido de su camino humano y espiritual, social y apostólico. Las parroquias y los movimientos o asociaciones familiares tienen que salir a su encuentro. Actualmente, con frecuencia se pretende organizar la sociedad contando sólo con los individuos aislados, sin tener en cuenta la realidad intermedia de la familia. Ahora bien, prescindir de la familia conduce a una cultura del egoísmo, a una vida sin amor ni generosidad, a una vida sin alegría. La familia nos proporciona las experiencias más profundas de amor, de libertad y de responsabilidad. Sin esta educación no puede haber buenos ciudadanos ni puede haber tampoco sociedades sanas y estables. Ante la presión de una cultura del egoísmo que amenaza la humanidad del hombre, la familia tiene que ser reconocida y apoyada como la gran escuela del amor, de la libertad, de la tolerancia, de la justicia y de la solidaridad. Anunciando y defendiendo la verdad del matrimonio y de la familia, la Iglesia y los cristianos hacemos un gran servicio al bien común, al bien de la sociedad entera. Los gobernantes tendrían que pensar en esto y sacar las consecuencias, al margen de cualquier ideología. La Iglesia y las instituciones civiles tendríamos que ir de acuerdo y complementarnos en el servicio a las familias normales, estables, generosas y fecundas. Ellas forman el entramado básico de la sociedad y de la Iglesia. Actualmente, la gran misión de los padres cristianos consiste en proclamar ante el mundo, con la fidelidad y generosidad de su amor, la posibilidad y el gozo de una vida fundada en el amor y en la amorosa alegría de la generosidad, seguros de que el Señor Jesús les dará su Espíritu para que puedan vivir y crecer en el amor verdadero en el que está la autenticidad y el éxito de nuestra vida. Hoy las familias cristianas tienen que ser auténticas escuelas de amor en nuestro mundo. Para eso tienen que vivir como verdaderas comunidades de fe, células vivas de la Iglesia, donde se reza, se lee la palabra de Dios, se acoge generosamente a los hijos y se vive el amor en sus dimensiones más personales en el nombre del Señor. Así podrán mostrar ante el mundo la belleza del don de Dios que es el amor, amor más fuerte que el tiempo, más fuerte que todos los avatares de la vida, amor que nos permite vivir con alegría y esperanza, amor que multiplica la vida, la cuida y le hace desplegar toda la riqueza de su humanidad. Las familias cristianas son el germen vigoroso de la nueva cultura del amor.