Llamada de Solidaridad y Esperanza Fray Cosme Juárez Delgado, ofm Provincia Franciscana del Santo Evangelio de México E n búsqueda permanente y con acciones concretas, la Iglesia de México ha acompañado a los fieles que emigran, principalmente hacia el norte de nuestro País, sin embargo, la tarea se hace cada vez más exigente, dadas las circunstancias tan especiales por las que atraviesa el fenómeno migratorio. Todo lo hecho y lo que falta por hacer, tiene su motivación en que, para la Iglesia no existen fronteras, más aún, en la Iglesia de Jesús no hay extranjeros. Los fenómenos actuales, tales como la llamada migración económica forzada, reclaman reformas laborales, no sólo de un lado de la frontera, sino de ambos, reformas que lleven por procesos de justicia y de paz. Dígase lo mismo para la frontera Sur. El Papa Benedicto XVI, asume como Iglesia, en su mensaje respecto a la Migración internacional, que entre los que emigran por motivos económicos, hay un nuevo ser: la mujer. Nos dice: “En el pasado, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres… Hoy, aún siendo todavía numerosas esas situaciones, la emigración femenina tiende a ser cada vez más autónoma: la mujer cruza por sí misma los confines de su patria en busca de un empleo en el País de destino. Más, aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia”. Si al emigrante indocumentado, se le hace ser vulnerable, mediante la anulación de sus derechos como persona, cuando se trata de una mujer, dicha vulnerabilidad es alarmante. La Iglesia no puede permanecer callada e inmóvil, frente a estas circunstancias socioeconómicas o legales injustas, la Iglesia tiene un llamado y una misión que le da sentido a su razón de ser: anunciar y vivir el Reino de Justicia y Amor que Dios quiere para todos, y de manera urgente en esas circunstancias en donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida o simplemente de sobrevivir. Su Santidad Juan Pablo II, año con año, solía enviar un Mensaje en el que se refería al fenómeno migratorio mundial y también a las situaciones tan tristes que viven los refugiados por las guerras u otras circunstancias injustas. Circunstancias que viven nuestras propias comunidades parroquiales y familiares, que marcadas por el fenómeno global de la migración, caminan viviendo la ausencia de algunos de sus seres más cercanos, por esto la Iglesia Arquidiocesana quiere ser solidaria a su realidad y brindarles un mensaje de aliento y esperanza, de anuncia y de denuncia, a fin de transformar esas realidades de muerte en camino de justicia. En el Mensaje del Papa Juan Pablo II, del 2005, se lee: “Los cristianos, si son coherentes consigo mismos, no pueden pues renunciar a predicar el Evangelio de Cristo a todas las gentes (Mc 16, 15). En esta Eucaristía dominical y durante toda la semana, la Arquidiócesis, su acción la hace oración por sus migrantes y familiares, así como por los migrantes de paso que se apoyan en este territorio para alcanzar mejores recursos para sí y sus familiares; hermanos que caminan desde Centroamérica, en trenes de carga o en cajas de traileres, como que si ganar el pan con su trabajo fuera un delito. La Iglesia no puede hacer oídos sordos al mandato evangélico de recibir y hospedar al extranjero, sobre todo cuando la migración actual responde a situaciones de desempleo o a la falta de apoyo al campo. La pobreza es creciente y por ello surge la denominada migración económica, que separa familias y culturas. En palabras del Beato Juan Bautista Scalabrini, llamado en la Iglesia Padre de los migrantes, escuchamos que “la migración es un derecho del ser humano y que tiene que ser una migración con dignidad”. Recordemos cómo el profeta Isaías anima a sus hermanos con la promesa divina de un cielo nuevo y una tierra nueva al volver del destierro. Con ese mismo ánimo, todos los que somos Iglesia descubramos nuestra responsabilidad, cito: “Como centinelas, los cristianos deben ante todo escuchar el grito de ayuda que lanzan tantos inmigrantes y refugiados, y luego deben promover, con un compromiso activo, perspectivas de esperanza, que anticipen el alba de una sociedad más abierta y solidaria. A ellos, en primer lugar, corresponde descubrir la presencia de Dios en la historia, incluso cuando todo parece estar aún envuelto en las tinieblas” (Juan Pablo II). Ciertos de que el esfuerzo de tantas hermanas y hermanos, que han dado su vida, ante el fenómeno injusto de la migración económica, resucitará en mejores condiciones de vida, encomendamos al Amor de Dios a quienes han perdido la vida en el cruce de las fronteras. Que Dios bendiga a las personas que trabajan para que existan condiciones favorables a la dignidad de nuestros migrantes.