HISTORIA DE LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO

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HISTORIA DE LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE
(SIGLOS I-VII d.C.)
Orígenes de la Cristiandad en el judaísmo
Jesucristo vivió su vida entera dentro de la órbita de la civilización romana. La
influencia de la Cristiandad sobre Roma y la de Roma sobre la Cristiandad es de una vital
importancia para la comprensión de ambas.
Fue Judea, una provincia oriental del Imperio romano, habitada por un pueblo
despreciado por los romanos, la que proporcionó el marco del Evangelio de Jesucristo. Judea
(o Palestina) fue la depositaria de una tradición religiosa diferente a la de cualquier otro país
de su tiempo. La tradición gubernamental romana y la herencia religiosa hebrea fueron dos
influencias muy formativas en el desarrollo de la Cristiandad.
La religión judía fue única, puesto que en un mundo caracterizado por las variadas
formas de politeísmo el pueblo judío persistió en su lealtad a un solo Dios. Además para ellos
Jehová era un Dios del espíritu, creador del mundo, gobernador del Universo, y no una
deidad puesta de moda por la imperfecta imaginación del hombre. Tal y como el antiguo
salmista escribió en el Salmo 115:
Está nuestro dios en los cielos / y puede hacer cuanto quiere.
Los ídolos son plata y oro, / obra de la mano de los hombres.
Tienen boca y no hablan, / ojos y no ven.
Orejas y no oyen, / tienen narices y no huelen,
Sus manos no palpan. / Sus pies no andan, / no sale de su garganta un murmullo.
Doctrina cristiana y organización de la Iglesia
Las enseñanzas de Cristo fueron morales y teológicas. Aunque muchas de las morales
se hayan perdido de vista, forman todavía la base ética de la civilización occidental. El
cristianismo se presentaba, ante todo, como cumplimiento de las promesas que Yahvé hiciera
repetidas veces al pueblo de Israel. El Mesías había venido. Por consiguiente, la Iglesia es
verus Israel, definitivo pueblo de Dios en la Historia. Esta declaración incluía el radical
rechazo de todos aquellos sistemas de pensamiento en la entraña de la tradición griega que
consideraban a Dios únicamente como el primer motor del universo o invitaban a
desconocerle.
Efectivamente el cristianismo representó un cambio radical en la concepción de las
relaciones entre hombre y naturaleza. En las culturas orientales y helénicas anteriores se
había mostrado al hombre como sujeto a la naturaleza; hasta los dioses estaban sometidos al
Destino inevitable. Cuando los grandes filósofos griegos descubrieron la necesidad de Dios,
lo situaron dentro de la naturaleza, como Primer Motor. El cristianismo no sólo devolvió a la
naturaleza a su papel de criatura sino que enseñó al hombre que le estaba supeditada:
precisamente Dios había confiado al hombre la capacidad de operar sobre el orden natural
haciéndolo progresar. Desde este punto de vista cada avance técnico fue reputado valioso y
debía emplearse, dentro del orden ético que Dios había establecido y al servicio del hombre.
El Nuevo Testamento fue solamente el comienzo de la literatura cristiana, pues las
diversas batallas contra el gobierno romano, así como las controversias internas entre los
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mismos cristianos, fueron el origen de muchos libros de naturaleza apologética. Fueron
tratados que justificaban, explicaban y defendían las creencias contra sus adversarios.
Aunque diferentes de la Biblia (libro), como el Viejo y Nuevo Testamento llegaron a ser
llamados, algunos de estos escritos, que se consideraron especialmente inspirados o
particularmente importantes, recibieron una especie de aprobación oficial. Sus autores fueron
conocidos como Padres de la Iglesia. Entre los más famosos estuvieron San Ambrosio de
Milán, San Jerónimo y San Agustín de Hipona. Los apologetas fueron un grupo numeroso e
importante que luchó incansablemente para establecer dos razonamientos: que la Iglesia era
el verdadero Israel porque el Mesías ya había venido, y que lejos de representar un peligro
para el Imperio romano constituía uno de sus mejores fundamentos posibles, ya que el
cristianismo proclamaba la obediencia a las autoridades como un bien. El más famoso de
ellos, Tertuliano, explicó como las comunidades cristianas se rezaba por el emperador, su
familia, sus instituciones, y por el Imperio.
Los apologistas también respondieron a una de las críticas que más frecuentemente se
formulaban contra el cristianismo: su inferioridad en las respuestas a los problemas del
hombre. Sostuvieron lo contrario: era precisamente la fe cristiana la que traía soluciones a
muchas de las dudas invencibles en que el helenismo se había estancado. Este otro aspecto de
la polémica forzó la marcha hacia un nuevo sector de actividad, explicación de las verdades
de fe en términos científicos. Nació en Alejandría una ciencia teológica que sus autores
llamaron simplemente Sabiduría. Bajo la dirección de un converso del helenismo, Clemente,
la escuela cristiana de Alejandría dio un gran salto adelante. Orígenes, sucesor de Clemente
en la dirección de la Escuela, la elevó a su máximo esplendor. Orígenes fue el creador de la
ciencia escriturística, y las Exaplas, versión séxtuple de la Biblia, a la que dedicó toda su
vida, fue el primer intento de edición crítica de la Escritura. Además Orígenes comentó todos
los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. En su obra De principiis hizo un intento de
construcción sistemática de la doctrina cristiana y puede considerarse como el primer tratado
de teología dogmática. Ya anciano sufrió crueles tormentos durante la persecución de Decio,
fue confesor de la fe y murió a consecuencia de esos sufrimientos, en la ciudad de Tiro, el
año 253.
La Iglesia naciente, fundada en Jerusalén, se extendió con notable rapidez a través del
Imperio romano. Además, el Imperio ayudó inmensamente al progreso de la nueva religión.
La pax romana garantizó la seguridad de los viajes, y esto hizo posible el paso de las ideas,
tanto como el de los materiales de comercio. Como consecuencia, las primeras comunidades
cristianas se encontraron ordinariamente en las ciudades. Además sucedió frecuentemente
que el núcleo original de una comunidad cristiana era un grupo de judíos, muchos de los
cuales se habían dispersado a lo largo y lo ancho del mundo, y se habían establecido
comúnmente en las ciudades..El año 70 las legiones romanas destruyeron el Templo de
Jerusalén y dispersaron a los judíos palestinos supervivientes. Israel se desarraigó de la tierra
iniciando el Destierro que duraría 1900 años. Con ello Tito creyó haber resuelto el problema.
Pero una o dos generaciones más tarde las autoridades romanas descubrieron que, en su
versión cristiana, el monoteísmo trascendente resultaba aún más formidable: los cristianos
eran ciudadanos de Roma que no aspiraban a ninguna fundación política y no podían ser
sometidos enviando una legión; no temían a la muerte que era un mero tránsito a la vida
eterna; prestaban adoración a la Cruz, que precisamente constituía el terrorífico instrumento
de dominación empleado por Roma. Finalmente, el Imperio se rindió.
Todos y cada uno de los cristianos fueron en aquellos días misioneros, puesto que en
le curos de sus viajes llevaron la fe a los demás. Pero hubo además algunos que dedicaron su
vida a la expansión del cristianismo, y fueron por eso misioneros en un sentido más estricto.
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El principal entre los primeros misioneros fue San Pablo. Pablo (originalmente Saulo)
de Tarso fue un culto judío y un ciudadano romano que llegó a ser uno de los primeros
conversos al cristianismo. Como era completo conocedor del pensamiento griego, fue
admirablemente adecuado para sintetizar la tradición cristiana con la griega y la hebrea. San
Pablo creyó firmemente que el evangelio cristiano estaba destinado a todas las razas y
naciones. Por ello, viajó por todo el Imperio como apóstol de los gentiles. Tuvo
especialmente éxito al interpretar la teología cristiana para las mentes educadas bajo la
influencia de la tradición filosófica griega.
La primera Cristiandad formó una visible organización humana, conocida como
Iglesia (ecclesia: del griego: asamblea). Los 12 apóstoles, inmediatamente asociados a Cristo,
fueron el clero original. Y sus sucesores llegaron a ser llamados obispos (episcopi). Además
como las primeras comunidades cristianas estuvieron en las ciudades, la sede de un obispo
fue siempre una ciudad. Toda el área de su jurisdicción, conocida como diócesis, palabra
copiada del uso romano, estaba de acuerdo por costumbre con una civitas romana.
Pertenecieron a la Iglesia gentes de toda condición. Se puede admitir que la mayoría
la constituían artesanos y personas de escaso poder económico, como correspondía al medio
urbano en donde el cristianismo se desarrollaba, y la escasa penetración en el campo. Pero de
vez en cuando se puede también comprobar la acción de los poderosos. En el siglo III el
emperador Valeriano dictó una orden de persecución dirigida exclusivamente contra
senadores, caballeros y funcionarios lo que indica que el número de estos había crecido.
Desde la segunda generación se produjo el hecho de que los cristianos no procedían de judíos
ni eran tampoco los hijos de otros cristianos sino que, en su inmensa mayoría, procedían del
paganismo.
Una sede episcopal (u obispado) fundada por un apóstol gozó de preeminencia, y
entre éstas Roma llegó a tener una posición única. Primero, una temprana tradición mantuvo
que en Roma, donde San Pedro y San Pablo sufrieron martirio, éstos fueron los primeros en
fundar su obispado. Y como se dice en el Evangelio de San Mateo, Cristo señaló a San Pedro
como cabeza de sus apóstoles. Esto se combinó con la posición política de las ciudades, que
dieron a la sede romana una supremacía sobre todas las demás.
La Cristiandad y el Imperio romano
Al principio, el gobierno romano no recibió bien a la Cristiandad. Tolerante por
costumbre con todas las creencias, el Imperio prohibió oficialmente el cristianismo, y en
frecuentes ocasiones hizo esfuerzos para suprimirlo. Los cristianos, aun siendo súbditos del
Imperio, se acostumbraron a considerarse miembros de una ciudad espiritual, el Reino de
Dios, que no alcanzaba su cumplimiento en la vida presente aunque se iniciaba en ella. Por su
parte el Imperio tenía conciencia de haberse mostrado generoso con todas las religiones, a las
que aceptaba dentro, y no comprendía muy bien que los cristiano se negasen a pagar el precio
que les exigía: la integración de todas las creencias en un fondo común de principios
religiosos. La principal razón para la persecución fue el hecho de que la conciencia cristiana
rehusó el único acto de culto pagano que se exigía a cada persona. Este era el culto formal al
altar del dios emperador. Para los cristianos tal acto era idolatría y significaba el repudio del
Dios eterno. Para el gobierno romano, por otra parte, este rechazo fue equivalente a traición y
castigado con la muerte.
El resultado fue un callejón sin salida que condujo a los cristianos al culto en secreto y
con riesgo de martirio, que muchos sufrieron. Hombres y mujeres, aun los más jóvenes, se
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enfrentaron tan heroicamente a los leones en la arena pública, que este ejemplo arrastró a
muchos otros. La persecución no tuvo éxito en su objetivo. No fue continua, pero estalló
periódicamente bajo el impulso de un gobernador irresponsable, como Nerón, o como
consecuencia del juicio considerado de un estadista, como Marco Aurelio .Entre Imperio e
Iglesia no era posible un encuentro a mitad de camino, pero ni el primero quería presentarse
como perseguidor ni la segunda como rebelde. De ahí las vacilaciones, y el carácter irregular
de la persecución.
Es muy probable que ciertos miembros de la comunidad judía de Roma no fueran
ajenos al origen de la persecución de Nerón el año 64 dC. El incendio de Roma fue ordenado
por Nerón, y es muy posible que miembros de esta comunidad judía sugirieran al emperador
la idea de atribuir a los cristianos el incendio de la ciudad exculpándole así a los ojos de la
plebe. De esta manera de desencadenó la persecución de Nerón contra los cristianos. Los
mártires fueron innumerables y entre ellos figura San Pedro.
Una eficaz propaganda y la credulidad del pueblo contribuyeron a que se creara una
opinión pública de signo anticristiano. Y así se puede ver a principios del siglo II como para
el historiador Tácito, el Cristianismo era una "superstición detestable" y los cristianos,
"enemigos del género humano". Los cristianos se convirtieron en fin en los culpables de todo,
y así escribía irónicamente Tertuliano: "No hay calamidad pública ni males que sufra el
pueblo de que no tengan culpa los cristianos. Si el Tíber crece y se sale de madre, si el Nilo
no crece y no riega los campos, si el cielo no da lluvia, si tiembla la tierra, si hay hambre, si
hay peste, un mismo grito en seguida resuena: ¡los cristianos a las fieras!".
Muchos emperadores de la época fueron más indulgentes que algunos gobernadores
provinciales, más sensibles a la presión del sentimiento popular anticristiano. Pero Trajano,
en una famosa carta a Plinio, gobernador de Bitinia, expuso la política del gobierno romano
durante muchos años intermedios. La autoridad no debía por su propia iniciativa, ir en busca
de los cristianos; tampoco debía admitir denuncias anónimas en contra de ellos; si recibía una
denuncia en regla, la autoridad tenía que actuar contra los que eran acusados de ser cristianos;
si éstos, en el proceso, se retractaban y adoraban a los dioses, debían ser perdonados;
finalmente aquellos que, convictos de Cristianismo, perseverasen en su fe y rehusaran
sacrificar a los dioses, habían de ser castigados con la muerte. Esta doctrina sancionó un
principio muy grave, fundado en las antiguas leyes romanas: el solo hecho de ser cristiano era
delictivo y merecedor de la muerte. El emperador Marco Aurelio aplicó las leyes según esta
interpretación de Trajano: ser cristiano era en sí mismo un crimen merecedor de la muerte,
sin necesidad de probar otros delitos.
La restauración del Imperio se produjo, a partir del año 268, por medio de una
dictadura militar que vino acompañada de un doble y riguroso esfuerzo para restablecer la
disciplina y el orden social. Fue un régimen duro que establecieron los emperadores ilirios.
Bajo la amenaza constante de invasiones se consideró que el restablecimiento de la
religiosidad romana, en su doble faceta de culto a los dioses y culto al emperador -se le llegó
a identificar con el Sol Invicto-era indispensable para la salvación del Imperio. La Iglesia,
que prohibía a sus fieles la participación en este culto, pasó a ser la gran enemiga.
En el año 250 el emperador Decio decretó que todos los habitantes del Imperio
ofreciesen un sacrificio; se proporcionó un libelo como justificante. Algunos obispos
aceptaron que los cristianos se proveyesen de libelos falsos para evitar la persecución, pero
en general la Iglesia consideró a los libeláticos como pecadores. De este modo se entró en
una nueva situación: el castigo a los cristianos era como una consecuencia de su resistencia al
mandato expreso del emperador. Las persecuciones se generalizaron, escalonándose en varias
etapas; alcanzaron su punto culminante con Diocleciano el año 303.
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Sin embargo Diocleciano dudó mucho tiempo, 18 años, acerca de la conducta más
conveniente. Fundador de una curiosa tetrarquía que le convertía en el jefe de un colegio de
4 emperadores, sus colegas mostraron divergencias profundas: Constancio Cloro, César de
Occidente, creyó en la conveniencia de llegar a un acuerdo que, lógicamente, no podía
desembocar sino en la aceptación del cristianismo como religión lícita; Galerio, el César de
Oriente, creía que el Imperio estaba perdido si no se destruía la Iglesia. Diocleciano acabó
aceptando la segunda sugerencia, pero su persecución, la mejor organizada y más sistemática,
consiguió un rotundo fracaso.
En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se generalizó en la Iglesia
un tipo de cristiano -igual podía ser clérigo que laico- el cual, sin integrarse en cuanto tal en
la Jerarquía, gozaba de una destacada posición dentro de su comunidad: se trata del confesor
de la fe. Los confesores habían permanecido firmes en medio de las pruebas, proclamando sin
flaquezas su fidelidad a Jesucristo. Habían confesado su fe como los mártires, pero, a
diferencia de éstos, no habían muerto: habían sufrido tormentos enormes, prisión y destierro,
pero cuando pasó la persecución recobraron la libertad y retornaron a sus iglesias. Los
confesores fueron entonces mirados con gran veneración por los demás cristianos y gozaron a
sus ojos de gran prestigio
Hacia el comienzo del siglo IV fue evidente que, a pesar de las medidas
gubernamentales, ya severas o moderadas, el nº de cristianos aumentó de tal manera que fue
inevitable alguna forma de reconocimiento. De esta manera, durante la guerra civil a que dio
lugar la abdicación y muerte de Diocleciano, el hijo de Constancio Cloro, Constantino,
inscribió en su programa, como uno de los objetivos, el de dar a la Iglesia el status jurídico
que reclamaba. Así en el 313 dC el emperador Constantino publicó el famoso edicto de
Milán, que toleraba legalmente el cristianismo y le colocaba a igual altura con todas las
demás religiones. Con este edicto por primera vez se reconocía al Cristianismo un derecho de
existencia legal: "...existan de nuevo los cristianos y celebren sus asambleas y cultos, con tal
de que no hagan nada contra el orden público". Pro primera vez el Cristianismo recibía del
Imperio un estatuto oficial de tolerancia, y dejaba de ser una "superstición ilícita". De
acuerdo con una antigua leyenda, llamó al Dios de los cristianos en una crítica batalla, y
percibió en el cielo el signo de la cruz y las palabras In hoc signo vinces (con este signo
vencerás). Sin embargo, Constantino no llegó a hacerse cristiano hasta pocos años antes de
su muerte, muchos años después. Y nunca abandonó, al menos en el este, el concepto del
dios-emperador. Pero, fuesen cuales fuesen las ideas personales de Constantino, la posteridad
le ha unido al cristianismo.
Durante el reinado del emperador Teodosio (muerto el 395) se proclamó el
Cristianismo católico como la religión del Imperio. La famosa constitución Cunctos Populos,
promulgada en Tesalónica el año 380, ordenaba a todos los pueblos que prestasen su
adhesión a la fe cristiana; la infamia legal fue la pena reservada al que desobedeciera este
mandato. En los años siguientes, nuevas leyes completaron la eliminación del paganismo y se
prohibió todo acto de culto gentil, tanto público como privado. Como consecuencia, el
Imperio romano, desintegrado antes de esto, llegó a ser Imperio cristiano. El perseguidor
llegó a ser aliado.
El problema de las herejías
Desde el principio la Iglesia cristiana se enfrentó al problema de las herejías. Herejía
quiere decir separación consciente de las doctrinas aceptadas por la Iglesia. Es una separación
intelectual y espiritual concerniente a las creencias del cristianismo, no a la moral de sus
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adheridos. Fue diferente de los ordinarios defectos morales humanos, o pecados. Cuando los
herejes fueron numerosos, la Iglesia se vio forzada a actuar como organización.
La mayor parte de las herejías de los primeros siglos del cristianismo se referían a la
doctrina de la Trinidad. Este misterio, cuya difícil comprensión está admitida, deslumbró
muy especialmente en el oriente helenístico (de base intelectual y cultural griega), donde
sutiles especulaciones filosóficas fueron extraordinariamente populares. Se levantaron
preguntas respecto a la persona y la naturaleza de Cristo y su relación con la divinidad. La
más importante fue la herejía conocida como arrianismo, por su fundador Arrio. Arrio
mantuvo que Cristo no había coexistido eternamente con el Padre. Esto implicó una negación
de Cristo con Dios padre y negaba toda la teología de la Encarnación y la Redención. El
arrianismo adquirió un considerable impulso, a pesar de los esfuerzos de algunos campeones
de la doctrina trinitaria, como San Atanasio de Alejandría. Finalmente, bajo la protección del
emperador Constantino se reunió en Nicea (325) un concilio de obispos y prelados de todo el
mundo cristiano. Este primer gran concilio ecuménico afirmó la doctrina ortodoxa de la
Trinidad, y en una formal declaración de fe, el Credo niceno, definió cuidadosamente la
coeternidad de Cristo y su consubstancialidad con el Padre.
El arrianismo duró algunos años. Pero finalmente, y en parte con la ayuda del
gobierno imperial, triunfó la ortodoxia por todo el Imperio. Los misioneros arrianos, sin
embargo, habían enseñado su fe a diversas tribus germanas de más alla de las fronteras,
creando así serios problemas, religiosos y políticos, durante el último período de las
invasiones germánicas.
El arrianismo demostró la habilidad de la primera Iglesia para coordinar su autoridad
contra los enemigos. Además, se continuó la práctica de la reunión de concilios universales.
La Iglesia admite 7 concilios ecuménicos en los 7 primeros siglos de su existencia, así como
muchos concilios locales. El concilio de Efeso (431) mantuvo de nuevo la Trinidad contra las
enseñanzas de Nestorio, que sostenía que las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana,
pertenecían a dos personalidades, y que la Virgen María fue madre de su personalidad
humana solamente. Al condenar al nestorianismo, el concilio de Efeso afirmó a María en el
título de Madre de Dios, y así, oficialmente, sancionó la popular veneración a la Virgen
María como la más grande de los santos, que ha llegado a ser tan característica del
cristianismo católico .
Por otra parte, los monofisitas mantuvieron que Cristo poseyó solamente una sola
naturaleza (combinada). Esta doctrina fue condenada en el concilio de Calcedonia (451), que
fue conocido posteriormente, por la activa jefatura desarrollada por el papa León I. Fue su
carta al patriarca de Constantinopla la aceptada, por los prelados reunidos, como autoritaria
expresión de ortodoxia en esta materia.
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Orientalización del Imperio y traslado de su capital a Constantinopla
En las provincias orientales del Imperio la depresión económica había sido menos
desastrosa. Aquí las más antiguas y estables ciudades mantuvieron sus contactos comerciales
con las tierras intermedias asiáticas- con Persia e India- y aun el Lejano Oriente. Además, el
despotismo burocrático no era una novedad en el Mediterráneo oriental. El inmenso
socialismo estatal que implicó el nuevo sistema se asemejó estrechamente a la organización
política y económica del antiguo Egipto. La idea de un dios emperador que Diocleciano y
Constantino inculcaron a propósito era nativa de los imperios del antiguo Próximo Oriente. Y
ciertamente, desde el tiempo de Augusto, los egipcios habían considerado a él y a sus
sucesores como herederos de los faraones más que como jefes de una república. No es
sorprendente encontrar que los posteriores emperadores reconocieran la importancia de la
parte oriental del Imperio e incluso la prefirieron a Roma como lugar de residencia. Además,
durante los siglos III y IV las fronteras más peligrosas estuvieron en el Este. Por esta razón
Diocleciano trasladó la residencia imperial a Nicomedia, en Asia Menor, y Constantino
decidió finalmente construir una nueva capital en las costas del Bósforo (Constantinopla).
Roma y las provincias occidentales no eran ya el centro natural de la vida imperial.
Además, la sede de las instituciones republicanas antiguamente florecientes no interesaba
más a hombres que estaban completando su destrucción. Bizancio, una antigua colonia griega
y el emplazamiento de la nueva ciudad, estaba idealmente situada en uno de los pasos hacia
el Este, donde el comercio era muy floreciente. Su situación, rodeada en 3 lados por el agua,
poseía señaladas ventajas naturales para la defensa. Grandes murallas por los 4 costados la
hacían inexpugnable por los antiguos métodos de ataque. Finalmente, estaba cerca de la
importante frontera del Danubio, donde sólo una constante vigilancia preservaría intacto el
Imperio. En el 325 comenzó la construcción de la nueva capital y en el 330, aunque una gran
parte de los edificios faltaban por terminarse, la ciudad fue consagrada oficialmente.
Esta ciudad que fundó Constantino y la bautizó con su nombre estaba destinada a convertirse
en la sede de una cultura floreciente que los historiadores han llamado bizantina, según el
nombre de la colonia griega original. Su fundación no quiere significar un abandono de las
provincias occidentales o un cambio repentino en las tradiciones del Estado romano.
Constantinopla era la nueva Roma, la nueva sede del antiguo Imperio, no la capital de un
Estado diferente. Cuando como sucedió frecuentemente después de la reorganización de
Diocleciano, se nombraron dos emperadores, esto significó el deseo de preservar el Imperio
intacto. Es un error hablar de imperio oriental e imperio occidental y pensar en ellos como
dos conjuntos separados. Y aunque las dos partes se desarrollaron por su cuenta, el sentido de
la unidad imperial estaba muy fuertemente implantado para desaparecer
Los Concilios asiáticos
Durante la decadencia del Imperio romano destacó considerablemente el creciente
prestigio de los obispos de Roma en los asuntos tanto espirituales como temporales. En el
período de la decadencia romana, a pesar del traslado de la capital del Imperio al Este, la sede
romana y la supremacía papal llegaron a ser más efectivas. Esto fue particularmente notable
en el caso de la acción de la Iglesia contra las herejías. La mayor parte de las primeras
herejías (arrianismo, monofisismo, etc...) se desarrollaron en el Este y fueron el problema
principal para los obispos orientales. Los 7 primeros concilios ecuménicos, que fueron
nombrados sobre todo para tratar de tales asuntos, se hicieron todos en el Este. Pero la
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decisiva supremacía de Roma en la definición del dogma ortodoxo fue muy destacada. En el
concilio de Nicea (325) se adoptó la fórmula romana sobre la consubstancialidad del Padre y
del Hijo. Osio, Obispo de Córdoba, fue un delegado del Papa y presidió la mayor parte de las
sesiones. Igualmente en el concilio de Calcedonia (451) cuando el Papa León I publicó su
famoso Tomo, o carta, terminó con la discusión y se mantuvo la doctrina de que Cristo
poseyó dos naturalezas, humana y divina, en una sola persona divina. De esta manera se
condenó la doctrina monofisita en una sola naturaleza combinada, como resultado de una
iniciativa papal.
El Concilio de Nicea (325) reconoció una especial superioridad a tres sedes orientales:
Alejandría, Antioquía y Jerusalén. A Jerusalén, ciudad santa por excelencia, se le atribuyó
además en el Concilio de Calcedonia (451) una superioridad jurisdiccional al subordinarle
tres provincias eclesiásticas, convirtiendo de esta manera a Jerusalén en un patriarcado de
modestas proporciones. El concilio de Nicea proclamó también la efectiva primacía
eclesiástica de Alejandría, sobre todo Egipto, y de Antioquía sobre los territorios eclesiásticos
de Oriente. La superioridad de las sedes de Alejandría y Antioquía se fundó en la importancia
de las dos ciudades, capitales respectivamente de Egipto y Siria y principales ciudades de la
parte oriental del Imperio; pero obedeció también a una razón muy arraigada en la tradición
cristiana: el principio de apostolicidad. Alejandría había tenido como primer obispo al
Evangelista San Marcos y en Antioquía había residido San Pedro, el primero de los Doce
Apóstoles, antes de trasladarse a Roma. Las dos iglesias habían sido pues Sedes apostólicas,
y el criterio de apostolicidad se convirtió así en principio rector de la organización
eclesiástica y en razón de ser de los Patriarcados, las sedes de rango superior de la Iglesia.
Sin embargo, Constantinopla fue el centro de la Iglesia bizantina. En el Este, después
de la reorganización del Imperio que hizo Diocleciano, las unidades administrativas política y
eclesiástica fueron las mismas. Por ello la posición de una ciudad en el jerarquía civil decidió
se preeminencia en la jerarquía eclesiástica. El Concilio de Constantinopla (381) aprobó
oficialmente esta posición al dar a Constantinopla el primer sitio después de Roma, "porque
Constantinopla es la nueva Roma". Por ello, el Patriarcado de Constantinopla, aunque
reconocía la supremacía apostólica de la cátedra romana de Pedro, se apropió la jurisdicción
sobre todas las iglesias orientales. Solamente Alejandría disputó seriamente la supremacía de
Constantinopla. Y esto fue en gran parte porque Egipto había ocupado siempre una posición
única dentro del Imperio romano, llegando casi a una especie de autonomía, y en parte
porque Alejandría, bajo San Atanasio (1), mantuvo valientemente la ortodoxia contra los
arrianos. .
Sin embargo, en el siglo V, con ocasión del Concilio de Calcedonia, Constantinopla
afirmó su primacía sobre los obispos de Alejandría. En Calcedonia se estimó insuficiente la
preeminencia honorífica reconocida a Constantinopla en el concilio del 381. Por ello se
promulgó el famoso canon 28 donde se le atribuyó los mismos privilegios y honores que
tenía la Sede romana y, además, sometió a su autoridad jurisdiccional todos los territorios del
Imperio oriental no dependientes de los Patriarcados de Alejandría, Antioquía o Jerusalén: los
que pertenecían a las diócesis civiles del Ponto, Asia y Tracia, más los obispados situados en
países de bárbaros, es decir, las tierras de misión. La razón del canon para este nuevo
encumbramiento de Constantinopla fue de orden temporal y político: la ciudad era la nueva
Roma donde estaban establecidos el Emperador y el Senado.
Los legados pontificios en Calcedonia protestaron contra el canon 28, porque veían en
la elevación de la sede de Constantinopla a una situación excepcional en todo el Oriente una
1 Diácono de Alejandría; siglo IV; su doctrina fundamental como teólogo es la defensa del Hijo consustancial al
Padre, y que hizo prevalecer en el Concilio de Nicea=Símbolo Atanasiano.
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amenaza para la unidad de la Iglesia y para el propio Primado romano. El Papa León I
rechazó el canon, declarando que el fundamento del Primado de Roma no estaba en que
hubiera sido capital imperial, sino en que era la sede de Pedro; y añadió que los lugares
sucesivos en la Iglesia pertenecían a las otras sedes apostólicas, a Alejandría y Antioquía, tal
y como había dispuesto el concilio de Nicea. Sin embargo, a pesar de todo el
encumbramiento de Constantinopla fue un hecho irreversible. A ello contribuyó de una parte
la decadencia de los Patriarcados de Alejandría y Antioquía, como consecuencia de la
aparición en ellos de unas Iglesias nestoriana y monofisita, y de otra parte la gran importancia
alcanzada por la sede de la Ciudad Imperial. Constantinopla se convirtió así en el principal
Patriarcado del Oriente cristiano.
Contrariamente a lo que sucedió en el Oeste, la jurisdicción del papa sobre los obispos
orientales no fue directa, sino que se ejerció a través del patriarca de Constantinopla. La
posición de los patriarcas sin embargo no fue independiente, puesto que la continuación del
Gobierno imperial en el Este significó la persistencia de la interferencia imperial en los
asuntos de religión. Igualmente, en estos asuntos eclesiásticos, la relación de papa y
emperador fue de suprema importancia. Desde el mismo momento de la tolerancia imperial
del cristianismo, existió el problema de la posición del emperador con respecto a la iglesia.
La protección imperial no fue desinteresada. El Concilio de Nicea se celebró bajo la
protección imperial y Constantino presidió las sesiones iniciales. Justiniano, más adelante,
procedió como si fuera cabeza de la Iglesia, nombró obispos en el Este y de vez en cuando se
interfirió en asuntos religiosos. A pesar de favorecer por completo la ortodoxia existieron
momentos de gran peligro cuando intentó llegar a un compromiso con los monofisitas2..
2 Justiniano por ello promovió la famosa cuestión de los Tres Capítulos, promulgando un edicto imperial que
condenó obras de algunos padres antioqueños, todos ellos bajo la acusación de Nestorianismo. Pensó el
emperador que estas medidas caerían bien a los monofisitas y facilitarían su retorno a la ortodoxia. Estas
sanciones fueron aprobadas por el Papa Vigilio y el II Concilio de Constantinopla (553), quinto de los
ecuménicos, pero no consiguieron su propósito
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A comienzos del siglo VIII surgió una enorme polémica entre Roma y el Este.
Como resultado del nacimiento y extensión del Islam, los musulmanes acusaron a los
cristianos de hacer dioses de sus santos e ídolos de sus imágenes. A consecuencia de ello
creció una especie de facción puritana en la iglesia, en Asia Menor, que intentó terminar con
todas las estatuas e imágenes y con la tradicional veneración a los santos. A los más radicales
de esta facción se les conoció como iconoclastas (quemadores de imágenes). Cuando algunos
emperadores apoyaron la causa iconoclasta, sobre todo León III (717-741), se desarrolló una
crisis eclesiástica muy profunda. León Isaúrico procedía de una provincia asiática, donde
sintió el influjo de las doctrinas judías y musulmanas acerca de la imposibilidad de
representar plásticamente a la Divinidad. EL hecho es que en el 726 León decretó la
prohibición de venerar las imágenes y poco después ordenó la destrucción de todos los
sagrados iconos. El emperador pretendió que el papa sancionase estas medidas, y ante la
negativa de Gregorio II decidió la confiscación de las propiedades pontificias situadas en los
dominios imperiales del sur de Italia.
La Iglesia del Este pronto se dividió por la lucha entre los iconoclastas, ayudados por
el emperador, y los defensores de las imágenes, apoyados por el patriarca, los monjes y la
gran masa del pueblo. La destrucción de imágenes no afectó apenas a la Iglesia del Oeste,
pero sí al papa que como cabeza de la Iglesia apoyó al patriarca y defendió la veneración de
los santos. El resultado lógico fue que las relaciones entre el papa y el emperador bizantino se
deterioraron mucho .
La cuestión iconoclasta se hizo todavía más peligrosa en el reinado del hijo de León
III, el emperador Constantino V Coprónimo (741-775), que pretendió justificar
teológicamente la lucha iconoclasta. Convocado por él se reunió en el 754 un concilio en
Constantinopla, que condenó como idolatría la veneración de las imágenes y excomulgó a los
defensores de su culto, y de modo especial al más ilustre de todos, San Juan Damasceno.
Tales fueron los acuerdos adoptados, bajo la coacción imperial por aquel concilio,
denominado el Sínodo acéfalo, porque ni el papa romano ni ninguno de los patriarcas estuvo
representado, y también el Sínodo execrable, en expresión del papa Esteban III. Después del
Sínodo, la autoridad pública procedió a una destrucción sistemática de obras de arte y
persiguió ferozmente a los monjes, los únicos que se atrevieron a enfrentarse al emperador.
Constantino V fue todavía más lejos en sus medidas represivas. No sólo ordenó
destruir las imágenes, sino también las reliquias, llegando incluso a prohibirse la oración y el
culto a los santos. Pero a la muerte de Constantino V la situación mejoró: su sucesor, el
emperador León IV, estaba casado con la emperatriz Irene, ferviente partidaria del culto de
las imágenes o iconodulia. A los pocos años Irene enviudó y se convirtió en regente del
Imperio, durante la minoría de su hijo Constantino VI. La emperatriz, de acuerdo con el papa
Adriano I, reunió en el año 787 el concilio II de Nicea (VII de los ecuménicos). El concilio
declaró nulas las decisiones del Sínodo iconoclasta del 754 y formuló la doctrina ortodoxa
sobre la veneración de las imágenes. Base de esta doctrina fue la teología de San Juan
Damasceno, expuesta en plena controversia iconoclasta y que consideró a las imágenes como
sermones silenciosos y libros para los iletrados, por todos fáciles de entender. San Juan
distinguió entre la verdadera adoración, que tan sólo a Dios es debida, y la veneración
relativa, que se tributa a las imágenes de Cristo y de los santos. El concilio definió que la
verdadera latría -adoración- tan sólo a Dios corresponde; pero que las imágenes del Salvador,
de la Virgen, de los ángeles y de los santos pueden ser veneradas y que era legítimo honrarlas
"con la ofrenda de incienso y de luces, como fue piadosa costumbre de los antiguos, porque
el que adora a una imagen adora a la persona en ella representada". Así quedó definida la
doctrina dogmática sobre las imágenes.
En su liturgia, los cristianos orientales siguieron el rito bizantino en lengua griega,
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mientras que los del Oeste usaron el latín en la suya. Muchos patriarcas de Constantinopla
fueron realmente reacios a subordinarse al obispo de Roma, una pequeña ciudad italiana en
este momento comparada con la impresionante nueva Roma. A pesar de las protestas del
papa, el título de patriarca ecuménico fue adoptado y usado en varias ocasiones por el
patriarca de Constantinopla. .
Durante este período destacó el crecimiento de la autoridad temporal del papa, fuera
de la esfera puramente eclesiástica. Italia estuvo en permanente desorden excepto en el
reinado de Teodorico. Por ello el papa fue considerado muchas veces como el único símbolo
auténtico de autoridad y estabilidad. Además desde que un decreto de Constantino autorizó a
la Iglesia a tener propiedades, el papado recibió mucho donativos de tierras: la mayor parte de
estas estuvieron alrededor de Roma y formaron una gran extensión de territorio a lo largo de
la costa norte y sur de la ciudad, conocida como el Patrimonio de Pedro (Patrimonium Petri).
También Sicilia formó parte de este territorio. Todo ello llevó al papa en esta época tan
inestable a asumir las tareas del Gobierno civil gobernando la ciudad de Roma y el
Patrimonio.
El papa más brillante de este tiempo fue Gregorio Magno (590-604). Se opuso con
gran energía a aquellas políticas imperiales que se dirigieron a someter a la Iglesia en Italia y
a aquellas que cedían al monofisismo u a otra herejía. Además su gran interés en la liturgia de
la Iglesia le llevó a efectuar un arreglo en la música de iglesia que se escuchaba entonces en
Roma. Su resultado fue el canto gregoriano, canto oficial de la Iglesia desde entonces. Sus
escritos le valieron la designación de Padre de la Iglesia.
Desarrollo del monasticismo
Lo que se entiende por monasticismo es una completa y parcial separación del mundo
por amor a la oración y la adoración a Dios. Pese a que los autores eclesiásticos tendieron a
fijar una rica tipología de monjes, de hecho, dos categorías acabaron por predominar: la que
aspiraba a un aislamiento de la persona -eremitas o anacoretas- y la que propugnaba una vida
en común -cenobitas o monasteriales-.
Después de las persecuciones, al tolerarse oficialmente el cristianismo en el Imperio
Romano, un número cada vez mayor de cristianos sintieron que la vida ordinaria ya no
proporcionaba la suficiente exigencia para la propia negación de uno mismo, para una vida de
mayor perfección cristiana. Muchas de estas personas en las provincias orientales se
trasladaron a lugares alejados y apartados para vivir como solitarios ermitaños.
Al sur de Alejandría, en el desierto de Tebaida, fue muy popular el monasticismo. El
ermitaño fue una figura muy famosa entre el ciudadano medio bizantino, que le consideró
como una especie de héroe espiritual .En torno a San Antonio Abad (251-356) se congregó
un gran número de discípulos que poblaron los desiertos. Su modo de vivir, que se llamó vida
anacorética, se caracterizaba sobre todo por la soledad y el silencio. En poco tiempo hubo
millares de anacoretas que habitaban en cuevas o cabañas, bien aislados o bien en grupos de 2
ó 3, dedicados plenamente a la oración, la penitencia y el trabajo manual. Una vez por
semana, el día del Señor, los solitarios acudían a la iglesia común para asistir a los oficios
divinos.
El más popular de los ermitaños de Siria fue Simón el Estilita. Deseoso de una vida
ascética cada vez más dura se estableció en las montañas, donde cercó un trozo de terreno y
en el soportó el calor del verano y el rigor del invierno, sumido en la oración y meditación.
Pronto experimento la necesidad de limitar aún más el espacio de que disponía y subió a una
piedra elevada, donde permaneció en lo sucesivo día y noche. Luego, buscó un refugio aún
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más alto para escapar a la multitud de enfermos y peregrinos que le molestaban. Por último,
se instaló en la cima de una columna de 20 m. de altura con sólo una superficie de 4 m2, y
para no caerse de ella durante el sueño se ató los pies. Dos veces al día dirigía Simón la
palabra a los peregrinos congregados al pie de su columna, animándoles a desprenderse de
los bienes de este mundo y a purificarse de sus pecados. Respondía a todas las preguntas y
curó a muchos paralíticos, ciegos, leprosos, posesos y otros enfermos que le traían. Llegó a la
edad de 70 años, habiendo pasado 30 de su vida en lo alto de la columna. Este primer estilita
tuvo imitadores, y los estilitas formaban una especie de colonias. Ciertos lugares ofrecieron el
curiosos espectáculo de un pequeño bosque de columnas, cada una de las cuales estaba
rematada por un ser vivo. Hasta el siglo X hubo bastantes
Sin embargo, el ascetismo de los solitarios ermitaños no se encomendó a las
autoridades eclesiásticas, por lo que surgió la preocupación de que todas las formas de
expresión religiosa debían ser llevadas a la esfera de la jurisdicción de la Iglesia. El ermitaño
solitario, tanto por su propio bien como por el de toda la Iglesia, debía reintegrarse al
contacto con la comunidad. De esta manera creció la petición de un ascetismo regulado..
De esta manera San Pacomio (286-346), en la Tebaida, puso los fundamentos de otro
género de vida religiosa, la cenobítica, aportando al monaquismo dos novedades que tuvieron
decisiva influencia sobre su futuro desarrollo: la vida común y la obediencia al superior
religioso. Frente a la soledad de los anacoretas, los monjes pacomianos vivían juntos en
grandes monasterios, a veces verdaderos pueblos, y formaban comunidades muy numerosas
que llegaron a contar con cientos e incluso miles de miembros. Además, en vez de la
independencia propia de la existencia de los solitarios, la vida cenobítica se hallaba
minuciosamente regulada, de acuerdo con una disciplina casi castrense, y todos los detalles
de la lucha ascética individual o de la convivencia fraterna estaban sometidos a la autoridad
del superior y ordenados por las obligaciones de una norma escrita. Esta norma se llamó
Regla de San Pacomio, y en adelante las Reglas constituyeron un elemento esencial de la
institución monástica. A diferencia de los eremitas, los monjes estaban obligados a trabajar;
se dedicaban en especial a la agricultura y al cultivo del jardín, tejían esteras y hacían cestas
de mimbre o de hojas de palmera
Tenemos por tanto que el monaquismo egipcio, en su doble forma anacorética y
cenobítica, constituyó el primer capítulo de la historia de los monjes, que habría de ser a su
vez una sección relevante de la historia de la Iglesia.
San Basilio (329-379) fue el padre del monacato griego y eslavo. El monacato
basiliano fue enteramente cenobítico. Elaboró un modo de vida que debía ser practicado por
una comunidad de monjes en la que el deseo individual estaba sometido al deseo del grupo.
Los monjes vivían bajo el mismo techo, comían juntos y se reunían 6 veces al día en la
iglesia. Basilio también estableció que la oración debía combinarse con el trabajo en el
campo. Destacaron también en la educación de jóvenes y en el sostenimiento de orfanatos.
Este fue el verdadero monasticismo, una vida de oración y ayuno, pero una vida vivida con
otros miembros y regulada en cada detalle. Puede decirse que San Basilio fue quien dio su
definitiva constitución al régimen monástico. Para San Basilio, el eremita no era en teoría
más santo que el monje cenobita. Muchas comunidades de todas las provincias orientales
adoptaron pronto la regla de Basilio. El Concilio de Calcedonia (451) ordenó que los
monasterios estuviesen sujetos al obispo local y el emperador Justiniano autorizó la regla
facilitando su extensión. En el reinado de Justiniano existieron en la capital, Constantinopla,
más de 80 monasterios, y el emperador dedicó dos novelas, la 5 y la 139, a los monjes, cuyo
oficio rectamente cumplido se consideró de utilidad pública, porque oraban por el bien del
Imperio.
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El gran movimiento ascético iniciado a comienzos del siglo IV se dejó pronto sentir
en las propias tierras occidentales. San Agustín le dio un fuerte impulso en su África nativa,
promoviendo la vida de perfección tanto entre las vírgenes como en el clero de su ciudad
episcopal de Hipona. A la superiora de una comunidad femenina dirigió una carta, que es una
verdadera regla de vida. El texto conocido vulgarmente como la Regla de San Agustín no es
otra cosa que la adaptación para comunidades de varones de aquella carta, hecha con
posterioridad a la muerte del Santo. San Agustín al ser elegido obispo, instituyó con carácter
obligatorio la comunidad de vida para sus clérigos, un hecho de gran importancia porque
instituyó el precedente de los repetidos intentos de promover la vida común del clero, que se
sucederán a lo largo de la Edad Media.
Juan Casiano (360-434), nacido en Escitia (Rumania actual), después de pasar
muchos años entre los monjes de Palestina, Egipto y Constantinopla, se estableció en la
Provenza a principios del siglo V, y fundó dos monasterios en Marsella, donde permaneció el
resto de su vida. Casiano escribió dos obras famosas, las Instituciones monásticas y las
Collationes (Conferencias), que introdujeron en el mundo latino las doctrinas del monacato
de Oriente y le convirtieron a él en el maestro indiscutible de la espiritualidad monástica
occidental. El esquema trazado por Casiano de la espiritualidad monacal exigía del monje un
progreso constante hacia metas cada vez más altas. El objetivo inmediato era la pureza de
corazón, que implicaba el desprendimiento de todo lo creado y la práctica de la caridad. Pero
el fin último de la existencia monástica no era otro que la posesión del reino de Dios, que en
este mundo se obtenía por la contemplación divina y culminaba con una forma de vida que se
denominaba específicamente vida contemplativa.
San Benito de Nursia (480-543), perteneciente a una rica familia romana, fue el más
famoso de todos los fundadores monásticos, y autor de una regla que reemplazó a muchas de
las otras en el oeste de Europa e influyó en todas las reglas posteriores. Con toda razón se le
ha podido llamar el Padre de los monjes de Occidente. Rebelde de joven contra la inmoral
sociedad romana de aquellos primeros tiempos de gobierno bárbaro, huyó en el año 500 para
llevar una vida de apartamiento en una cueva. En el 520 fundó una comunidad de monjes en
Montecassino (alto de un monte al lado del pueblo de Cassino: había antes un templo de
Apolo), sur de Italia. Este monasterio se convirtió en la casa principal de los Monjes Negros
(hábito y capucha negros), la Orden de los Benedictinos. Y allí, en el 529, publicó una regla
de vida que lleva su nombre. La Regla benedictina -Regla básica de Occidente- combina el
espíritu ascético griego (es decir las tradiciones del monaquismo antiguo) con el amor
romano a la ley, la disciplina romana. Cada detalle de la vida diaria de los monjes estaba
previsto para evitar la laxitud y el exceso. Ya que la "ociosidad es el enemigo del alma", el
trabajo y el estudio religioso fueron practicados constantemente: los benedictinos debían
cumplir su deber "con la cruz y el arado”.
Para el monje, el día estaba dividido en 3 partes, después de quitar 8 horas de
descanso. Antes que nada, y deber principal, eran los comunes oficios cantados en coro
(también llamados Opus Dei), en lo que se invertía unas 4 horas y media. En segundo lugar
venía el trabajo manual en el campo o en el claustro, lo cual era parte integrante del ideal de
San Benito y se llevaba 6 ó 7 horas más. Por último estaba la lectura de la Sagrada Escritura y
los libros de los Padres de la Iglesia, en lo que se empleaba de 3 a 5 horas. Todo ello se
sintetizaba en la famosa sentencia latina ora et labora. La cabeza de cada monasterio fue el
abad, cuyo poder era supremo. Lo elegían por toda la vida de éste. El abad tomaba consejo de
todos o de los de mayor edad o más antiguos en el cargo; pero todos tenían que obedecer los
mandatos del abad. Bajo sucesivos abades, cada monasterio podía seguir sus propias
costumbres de acuerdo con la Regla.
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La regla benedictina tuvo un enorme atractivo en la Europa occidental, y después de
un siglo cientos de casas benedictinas, cada una autónoma, bajo el mando de un abad, pero
todas con la misma regla, aparecieron en todo el territorio del antiguo Imperio occidental. San
Agustín introdujo el monasticismo benedictino en la Inglaterra sajona, y los posteriores
misioneros sajones la introdujeron en las partes del reino franco más nuevas y, finalmente,
también en Escandinavia.
Los monasterios se convirtieron en retiro de cuantos deseaban huir de la agitación del
mundo y buscaban la paz en aquella época de peligros y anarquía. Tras los muros monásticos
la vida discurría con calma y regularidad y los ejercicios religiosos alternaban con el trabajo.
Aquí la codicia y la lucha por la existencia eran desconocidas. El monasterio fue "como un
arca de Noé entre el diluvio del mundo".
A los monjes se les incluyó dentro del llamado clero regular (de regula, regla), y por
su vida tan estricta dieron ejemplo a los miembros del clero secular (de saeculum, tiempo) los
cuales, viviendo en el mundo, podían ser más fácilmente arrastrados fuera de sus deberes.
Pasado el tiempo algunos monasterios se dedicaron más que otros al trabajo intelectual, a la
sabiduría. De esta forma, en las bibliotecas monásticas se guardaron y copiaron los escritos
antiguos, religiosos y seculares. Lo que principalmente se estudiaba era, por supuesto, la
Biblia y los libros de los Padres de la Iglesia, sobre todo el texto de la Vulgata de San
Jerónimo. Pero subordinado al estudio de esas obras, estuvo el estudio y la conservación de la
ciencia y la cultura antiguas. A lo largo de la época de superstición e ignorancia que originó
la barbarización de la Europa Occidental, fueron la Iglesia y los monjes quienes conservaron
los restos de la antigua civilización y la Cristiandad misma con sus sistemáticos pensamientos
y su ética. Fueron la base intelectual y espiritual que produjo a la larga un movimiento
ascendente otra vez.
La ciencia, sacada de los libros romanos sobre agricultura, combinada con la
experimentación y, sobre todo, con un régimen ordenado y fijo de trabajo, hicieron de
muchos monasterios una especie de granja modelo para los alrededores. El ganado vacuno, el
bovino, la viticultura, la elaboración y la cerveza fueron actividades en la que los monjes
sobresalieron. A partir de la recomendación de San Benito de que cada viajero debía ser
recibido "como si fuera Cristo" se desarrolló una tradición de hospitalidad que convirtió cada
monasterio en una especie de posada. Durante muchos siglos, los monasterios fueron los
únicos establecimientos para viajeros. Para muchos los monasterios fueron asilos acogedores.
Allí el viajero estaba a salvo de ladrones y peligros, y muchos enfermos eran curados con
caridad, pues los religiosos y religiosas fueron los médicos de aquel tiempo.
Por tanto, en
un mundo donde predominaba la agricultura y no el comercio, la importancia del
monasticismo benedictino fue sobresaliente.
Instituciones bizantinas
Las invasiones bárbaras, que causaron disturbios en el Imperio romano en el siglo V y
terminaron con la formación de los reinos germánicos en la parte occidental, no
interrumpieron la vida en la parte oriental. Los godos y otras tribus atacaron y además
pasaron a través de las provincias orientales, pero no permanecieron en ellas para formar
reinos.
Con el tiempo, el Este llegó a estar separado políticamente de las primeras provincias
occidentales, y la cultura desarrollada en él fue una mezcla diferente de los elementos
romanos, griegos y orientales de la que se tuvo en el Oeste. Esta cultura europea oriental es
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conocida generalmente como bizantina, término derivado de la vieja ciudad griega de
Bizancio, sobre cuyos cimientos fue fundada Constantinopla. .Según el historiador de
Bizancio, Ostrogorsky, el Imperio bizantino es una síntesis de la cultura griega y de la
religión cristiana con la estructura estatal romana.
El Imperio bizantino cumplió con una tarea histórica de amplitud universal: la de
civilizar y evangelizar a los pueblos eslavos y búlgaros. Lo que la vieja Roma fue para los
pueblos germánicos, fue Constantinopla, o la nueva Roma, para los eslavos y otros pueblos
de la Europa oriental. Básicamente, la cultura de la península balcánica y Rusia es todavía
bizantina. También Sicilia y partes de Italia muestran restos de la temporal ocupación
bizantina. Además durante mil años, Constantinopla fue el escudo que protegió Europa de
las ambiciones de Oriente. Gracias a las fuertes murallas de Constantinopla y a las armas
perfeccionadas que inventaron, la civilización occidental pudo echar raíces y extenderse sin
obstáculos..
El gobierno bizantino fue esencialmente una continuación de las instituciones
impuestas por los últimos emperadores romanos. La concepción de la autoridad imperial
como absoluta e instituida divinamente, que acentuaron Diocleciano y Constantino, se
perpetuó. La idea del dios-emperador nació en el Este y se había implantado profundamente
en él. A esta concepción se le dio una forma cristiana en el Imperio bizantino. El patriarca de
Constantinopla, representando la voluntad de Dios, ungía al nuevo gobernador. De esta
manera el emperador se convertía en el ungido de Dios cuya misión era cumplir la voluntad
del cielo. La reorganización del Imperio en prefecturas, diócesis y provincias, adoptada en
tiempos de Diocleciano, se mantuvo.
Mientras las ideas y las prácticas de la Roma imperial formaron la base en todos los
asuntos de gobierno, las influencias griegas y orientales fueron creciendo progresivamente,
sobre todo después de la pérdida de Italia y del Oeste. Aunque el latín permaneció como
idioma oficial a través de la mayor parte del siglo VI, después fue desplazado por el griego.
El emperador Justiniano codificó por última vez en latín la ley romana, pero se vio forzado a
publicar más tarde las leyes imperiales en griego.
Los ciudadanos del Imperio bizantino estuvieron profundamente interesados en
asuntos de religión y en ninguna parte tuvo la religión un papel más importante en la vida
social y política que en el Imperio bizantino. No solamente los emperadores tomaron parte
activa en los asuntos eclesiásticos, sino que también el ciudadano medio se vio absorbido en
las grandes discusiones teológicas del día, y habitualmente las discutían con amigos en el
foro. Fue en el Este donde se desarrollaron las primeras herejías, tales como el arrianismo y la
doctrina monofisita de una sola naturaleza de Cristo. El ascetismo religioso, en su forma
individual o solitaria, o en su aspecto comunitario o monástico, floreció en las provincias
orientales. El origen del monasticismo cristiano está en el Este. Los monjes o ermitaños del
desierto fueron considerados como héroes populares, y los peregrinos viajaron desde muy
lejos para visitarlos. En algunos casos, multitudes de monjes del desierto de Tebaida, región
al sur de Alejandría, llegaron a entrar en esta ciudad para aplaudir o denunciar la política de
los obispos.
Política y logros del emperador Justiniano
Fueron dos los grandes objetivos que guiaron toda la política de Justiniano: la
restauración de la primitiva grandeza del Imperio romano, y la victoria del catolicismo. La
fuerte tendencia para que la cultura bizantina llegara a ser crecientemente helenizada fue
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limitada por la política claramente latina y romana de Justiniano, conservando en la
civilización bizantina un importante sustrato de influencia romana. La codificación de las
leyes romanas fue considerada como uno de sus más grandes trabajos; y la recuperación de
las provincias occidentales fue la tarea en la que gastó la mayor parte de sus energías. .
En el siglo VI la ley romana era confusa. La antigua ley (ius vetus), compuesta por
estatutos de la república y el Imperio, decretos del Senado, comentarios de los juristas,
decisiones judiciales y las responsa de los jurisprudentes, había llegado a ser una masa de
material mal ordenado y a menudo contradictoria. La llamada nueva ley (ius novum), o
edictos de los emperadores posteriores, al ser más reciente, estuvo más ordenada. Por ello
Justiniano reunió primero una comisión, encabezada por un gran jurista, Triboniano, para
limpiar la nueva ley de repeticiones e inconsistencias. El resultado, conocido como el Código
(Codex Justinianus), fue una gran cantidad de material reunido en unos 10 volúmenes.
El éxito de este primer intento animó al emperador a reunir otra comisión que
reorganizase el ius vetus. Una enorme cantidad de material se redujo y compiló en unos 50
libros, formando el Digesto o Pandectas. Le fueron añadidas las Institutas (manual elemental
de Derecho "para jóvenes deseosos de instruirse" y que recibió valor de ley), y las Novelas
(Novellae), o nuevas leyes imperiales, que entraban en vigor según iban siendo terminadas.
Las 4 partes, Código, Digesto, Institutas y Novelas, llegaron a ser conocidas como el Corpus
Juris Civilis (cuerpo de la ley civil).
El Código de Justiniano fue compilado en el tiempo en que las influencias griegas y
orientales intentaban superar a las romanas. Estas influencias son notables en el trabajo de los
juristas de Justiniano. A pesar de ello, el Corpus Iuris Civilis es básicamente romano. En la
Europa occidental feudal, la ley romana dejó de ser practicada como sistema científico. Sin
embargo, el Corpus Juris Civilis nunca fue olvidado. Y cuando en los siglos XI y XII una
más adelantada sociedad en el Oeste pidió de nuevo una ley científica, el Código de
Justiniano demostró ser el instrumento adecuado para un renacimiento legal. Las siguientes
generaciones de casi todas las partes del mundo han sido poderosamente influidas por las
leyes romanas.
La segunda gran aspiración de Justiniano fue el sostenimiento del catolicismo y el
mantenimiento de la unidad de la Cristiandad. Estuvo profundamente interesado en los
asuntos religiosos. Justiniano se comportó como digno heredero de Constantino. Discutía
Justiniano con evidente agrado problemas religiosos y le gustaba que le consideraran como
un gran teólogo. En los sínodos pronunciaba discursos llenos de fervor en que se reunían,
según un adulador, "la gracia de David, la paciencia de Moisés y la mansedumbre de los
apóstoles". Sin embargo, consideró a la Iglesia como legítimamente sometida a él como
gobernador absoluto. Eligió obispos y aun se interfirió en las discusiones teológicas. Como
creyó que la uniformidad religiosa era esencial para la unidad política y para la paz interna,
todos los paganos y herejes fueron discriminados oficialmente. Esto es lo que se llamó
cesaropapismo. Un Estado, una ley, una Iglesia: tal fue el principio de gobierno de
Justiniano.
Justiniano rechazaba todo tipo de herejía y sentía verdadera repulsión por los herejes:
"Sólo el contacto con uno de esos malditos es ya una mancha", decía. Y soportaba tan poco la
filosofía pagana como la herejía en el seno del Cristianismo. Por ello, aunque el paganismo
existía todavía, fue rápidamente destruido. Parte de los filósofos paganos frecuentaban
todavía las escuelas de Atenas (en el 529 mandó cerrar la escuela de filosofía de Atenas), y
por ello Justiniano las suprimió. Los herejes constituyeron un problema más grande,
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especialmente los monofisitas (3), que fueron numerosos y poderosos en Siria, Palestina y
Egipto. La primera política de Justiniano de estrechas relaciones con Roma y el papado, en
concreto su adhesión a los decretos del Concilio de Calcedonia (451), que condenó la
doctrina monofisita, fue considerablemente mal vista en las provincias orientales. Aquí fue un
problema religioso con serias complicaciones políticas. El Monofisismo no desapareció tras
el Concilio de Calcedonia; más aún, echó raíces profundas y duraderas en importantes
regiones del Imperio de Oriente. La razón fue que ciertas provincias, y en particular Egipto,
hicieron del Monofisismo una bandera político-religiosa con fuerte carga nacionalista. El
pueblo cristiano de Egipto, muy influido por los monjes, que eran partidarios apasionados de
los patriarcas de Alejandría, consideró la condena de Dióscuro (patriarca de Alejandría
monofisita) y de la doctrina monofisita como un ataque directo contra su gran Iglesia y sus
tradiciones más arraigadas. Por ello una hostilidad cada vez mayor se fue manifestando tanto
en el terreno político como en el eclesiástico. La fidelidad al Imperio también decayó al
propagarse un estado de espíritu antibizantino y separatista. Desde mediados del siglo VI
existieron dos patriarcados de Alejandría, uno fiel al Imperio y a la ortodoxia de Calcedonia y
otro monofisita. Al primero perteneció tan sólo la minoría de origen helenista instalada en las
ciudades, cuyos miembros fueron llamados melquitas (imperiales), mientras que la masa de la
población se adhirió al patriarcado monofisita (coptos monofisitas).
Justiniano por ello promovió la famosa cuestión de los Tres Capítulos, promulgando
un edicto imperial que condenó obras de algunos padres antioqueños, todos ellos bajo la
acusación de Nestorianismo (4). Pensó el emperador que estas medidas caerían bien a los
monofisitas y facilitarían su retorno a la ortodoxia. Estas sanciones fueron aprobadas por el
Papa Vigilio y el II Concilio de Constantinopla (553), quinto de los ecuménicos, pero no
consiguieron su propósito. Hacia el final de su vida, bajo la influencia de Teodora, Justiniano
favoreció a los monofisitas. De esta manera no estableció una unidad religiosa, y las
provincias monofisitas siguieron siendo un problema religioso político hasta su conquista por
los árabes en el siglo VII .A la hora de esta invasión los coptos monofisitas ascendían a unos
6 millones frente a apenas 300.000 cristianos melquitas. No resulta por eso extraño la
fulminante rapidez de la conquista islámica, favorecida por la falta de espíritu público de la
gran mayoría de la población nativa, que recibió a los musulmanes como a unos libertadores.
3 Monofisismo: Después de la Encarnación ya no hubo en Cristo dos naturalezas, sino una sola -de ahí
monofisismo-, porque la naturaleza humana habría sido absorbida por la divina.
4 Nestorio, patriarca de Constantinopla, predicó en contra de la Maternidad divina de María. María no habría
engendrado al Hijo de Dios sino al hombre Cristo en que habitaba el Verbo. No tendría que ser llamada pues
Theotokos, Engendradora de Dios, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo.
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Empequeñecimiento del Imperio bizantino durante el siglo VII
El reinado de Justiniano marcó la culminación de la influencia latina en la civilización
bizantina. Algunas ideas romanas continuaron determinando el curso de la historia bizantina:
la principal de ellas es que los emperadores nunca dejaron de considerarse ellos mismos
como sucesores de Augusto. Sin embargo, el griego llegó a ser el idioma oficial de la
administración y de la ley, como lo había sido en la Iglesia del Este.
Además, la pérdida de las provincias occidentales hizo el contacto con Roma e Italia
más difícil, a pesar de que conservaron a salvo de los lombardos el sur de Italia, Roma y
Rávena. Cada vez más la gente se sometió al gobierno del Papa, aun en materias temporales,
más que al exarcado. La unidad entre el Este y el Oeste cristianos fue puesta en peligro
también por la pérdida de contacto del Oeste latino (bárbaros desde el punto de vista
bizantino) y el Este griego. Finalmente, los sucesores de Justiniano se vieron forzados a
solucionar rápidamente los problemas orientales que él había abandonado. Uno de los más
importantes fue la defensa de las fronteras.
Durante el reinado de Justiniano las comunidades eslavas del sur se habían
establecido en la frontera norte bizantina. Los eslavos eran un pueblo indoeuropeo que había
emigrado en diversas direcciones desde la región pantanosa de Pripet (Rusia occidental),
dividiéndose principalmente en tres grupos: los eslavos occidentales de Bohemia y Polonia,
los eslavos orientales de Rusia, y los eslavos del sur, o yugoslavos, que durante los siglos V y
VI se establecieron en algunas partes del Mar Negro. Aunque frecuentemente habían sido
dominados por los germanos y los nómadas asiáticos, por su gran resistencia lograron
mantener su identidad.
En el siglo VI muchos eslavos, como los godos, fueron empujados previamente por
los nómadas salvajes hunos; gran parte de los eslavos del sur fueron empujados por los
ávaros, otro pueblo nómada asiático, dentro de la península balcánica. A veces, junto a los
ávaros, pero finalmente bajo su propia iniciativa, entraron dentro del territorio imperial. En
el 620 el emperador bizantino Heraclio (610-641) reconoció oficialmente a alguno de ellos
como aliados contra los ávaros, los cuales en los años 591, 619 y 626 aparecieron muy cerca
de Constantinopla. Esto fue aprovechado por los yugoslavos, antecedentes de los modernos
servios y croatas, para entrar en las provincias ilirias. Hacia el final del siglo, gran parte de
ellos se establecieron también en la Tracia y Grecia. De esta manera el Imperio romano del
Este se vio a su vez forzado a permitir la inmigración bárbara. Las fuentes bizantinas
utilizaron ya el nombre de sclavinia para denominar la Península Balcánica..
Los Balcanes fueron desde entonces predominantemente eslavos, pues los
yugoslavos, aprovechando los éxitos de los ávaros se establecieron ahora firmemente en la
península balcánica. Y aunque eran cristianos y estaban incorporados al Imperio, conservaron
su propio idioma eslavo e ignoraron el latín y el griego. Además la larga guerra bizantina
contra Persia había agotado a las dos naciones, dejándolas expuestos a los árabes, que aún
antes de la muerte de Heraclio invadieron Siria (635), Palestina (638) y Egipto (642).
La defensa de Constantinopla se complicó todavía más por el resurgimiento del poder
persa en la frontera oriental. Bajo su rey Cosroes II (590-628), los persas aprovechando el
secesionismo de las provincias de Siria y Egipto, alentado por la hostilidad de los monofisitas
contra el patriarcado de Constantinopla, invadieron el Imperio por la frontera mesopotámica,
apoderándose de Antioquía en el 611. Al tomar Jerusalén en el 614, murieron 50.000
cristianos y se llevaron parte de las reliquias de la Santa Cruz, la Cruz sobre la que Cristo
había sido crucificado. En el 618 invadieron Alejandría..
Entre el 622 y el 627 una serie de brillantes campañas lograron expulsar a los persas
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de Siria y Palestina, obteniendo el emperador Heraclio una gran victoria en el 628 sobre el río
Tigris, ante las ruinas de Nínive. Los sucesores de Cosroes pidieron la paz. En el 629,
Heraclio volvió en triunfo a Constantinopla, llevando con él la reliquia de la Santa Cruz.
Heraclio sacó además al Imperio del estado de decadencia en el que se hallaba,
convirtiéndose en uno de los emperadores bizantinos más importantes, no sólo por sus
victorias, sino por sus reformas. Heraclio acometió una gran reforma administrativa y militar
que cristalizó en los themas y en la ruptura definitiva del sistema heredado de las épocas de
Diocleciano y Constantino. El thema surgió como una nueva circunscripción, militar y
administrativa, a cuyo frente estuvo un estratega (general) con plenos poderes en ambos
ámbitos. El sistema se implantó en todos los territorios liberados por las invasiones. Estas
reformas fueron acompañadas por una helenización de la administración y de la Iglesia que
culminó con el abandono por parte de Heraclio de los títulos imperiales romanos (imperator,
caesar, augustus) y la utilización del título griego de basileus, que se convirtió desde
entonces en el título oficial del emperador, con el añadido de "el fiel en Cristo Nuestro Dios",
que se puede traducir como "Defensor de la Fe".
De esta manera el Imperio bizantino de la primera parte del siglo VIII consistió
solamente en Constantinopla, una parte de la península balcánica, Asia Menor y unos pocos
territorios de Italia y Sicilia. Pero aún en su reducido estado, el Imperio bizantino siguió
siendo durante siglos el conservador de la civilización greco-romana y cristiana en el
Mediterráneo oriental.
En el aspecto religioso Heraclio trató de asegurar la fidelidad de los monofisitas de
Egipto y Siria, mediante un último intento de conciliación religiosa. El dogma de Calcedonia,
al afirmar la integridad de las dos naturalezas en Cristo, implicaba la existencia en El de una
doble voluntad. Pero el patriarca de Constantinopla, Sergio, pensó que, sin negar la doctrina
calcedonense de las dos naturalezas, podía admitirse que en Cristo no existió más que un solo
modo de obrar, una sola energía (operación) humano-divina -monoenergismo- e incluso que
Cristo no tuvo más que una sola voluntad, monotelismo (doctrina más suave expuesta por
Sergio ante la oposición del Patriarca de Jerusalén, Sofronio, al monoenergismo). Sergio
pensó que esta fórmula podía satisfacer a todos, a los católicos, porque mantenía la doctrina
de las dos naturalezas definida en Calcedonia, y a los monofisitas, porque esa única energía y
voluntad simbolizaba la perfecta unidad de Cristo que ellos postulaban
Heraclio, siguiendo el consejo de Sergio, publicó en el año 638 un decreto dogmático,
la Ecthesis, que sancionó oficialmente esta doctrina. El decreto encontró fuerte oposición en
el interior del Imperio, y también en Occidente, hasta el punto de que el sucesor de Heraclio,
Constancio II, hubo de publicar un nuevo decreto, el Typus, prohibiendo toda disputa sobre
la existencia de una o dos voluntades en Cristo. Desde el punto de vista político-religioso, la
Ecthesis constituyó un completo fracaso: los monofisitas no se reconciliaron con la ortodoxia
y en pocos años el Imperio de Oriente perdió Siria, Palestina y Egipto, que fueron
conquistados por los árabes
El Papa Agatón (678-681) desempeñó un papel semejante al que San León Magno
tuvo en Calcedonia, y con sus epístolas dogmáticas preparó la labor del VI concilio
ecuménico. Este fue el III Concilio de Constantinopla (680-681), que completó el Símbolo de
Calcedonia con una profesión de fe clara y manifiesta en las dos energías y las dos voluntades
en Cristo. Las cartas de Agatón sirvieron de base para la definición dogmática, como declaró
expresamente el concilio en su mensaje al emperador: "El primero de los Apóstoles combatía
con nosotros. Teníamos para fortalecernos a su discípulo y sucesor, que en sus epístolas nos
explicaba los misterios de la ciencia de Dios. La vieja ciudad de Roma ha enviado una
confesión inspirada por Dios, y es Pedro quien hablaba por Agatón". Los papas sucesores de
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este Pontífice se encargaron de obtener la adhesión de los obispos de Occidente a la profesión
de fe del Concilio
De este modo, antes de finalizar el siglo VII, quedó cerrada para siempre la última
cuestión cristológica completándose también un gran esfuerzo de formulación de la doctrina
de la fe. La contrapartida de ello está en la acción de los emperadores orientales, favorables a
postular soluciones de compromiso para las cuestiones doctrinales. Esta actitud estuvo
determinada no tanto por motivaciones ideológicas como por razones temporales, y sobre
todo por el deseo de la unidad del Imperio. Así se explica, que el emperador Heraclio, el
mismo que había rescatado la Santa Cruz de manos de los persas, fuese luego el impulsor del
Monotelismo: esto quedó muy claro y patente si se tiene en cuenta que la Ecthesis se
promulgó el mismo año (638) en que Jerusalén cayó en poder de los árabes. La acción de los
emperadores cristianos interfirió pues muchas veces el desarrollo teológico, por su empeño
en solucionar como problemas de preferente naturaleza política cuestiones dogmáticas
fundamentales, aunque esas cuestiones tuvieran indudables repercusiones en el terreno
político temporal. La Iglesia no compartió este punto de vista y otorgó la primacía a la
Verdad de Dios
Bibliografía
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