El tocador de Julia María Badenes Capella Categoría 1 Narración breve Xina A Curso 2010-2011 Se sentó a esperar. La cena ya estaba hecha desde las nueve y en ese momento las campanas de la iglesia tocaban las diez. En cinco minutos llegaría él como cada día de los últimos cincuenta años. Entraría, se quitaría el sombrero y lo colgaría en el colgador de la entrada, cerraría la puerta con llave, se cambiaría los botines negros de cuero por sus zapatillas viejas, le daría un beso en la frente y se sentaría a su lado a cenar. Sin decir ni una sola palabra. Bendecirían la mesa y empezarían a comer en silencio. Tantos años casados, ya no tenían nada que decirse. Si hubiesen tenido hijos podrían haber hablado de sus vidas, pero no los tenía y ya era tarde para lamentarse. Su cuerpo siempre había sido estéril como la arena del desierto. Poco después de casarse se les acabaron los temas de conversación. Sus vidas eran monótonas series de acontecimientos que siempre se repetían sin modificaciones. Al principio intentaron conocerse: se preguntaban acerca de sus aficiones, de sus gustos... Pero a medida que fueron descubriendo las rutinas del otro, los ratos que pasaban juntos se limitaban a mirarse. Ninguno de los dos sabía lo que pasaba por la mente del otro, sencillamente les daba igual. Vivían juntos, dormían juntos, iban a misa cogidos del brazo y, sin embargo, eran dos desconocidos. Se casaron porque a sus padres les interesaba ese matrimonio. Lo único que tenían en común era su obsesión por el orden y la limpieza. Julia, aunque de joven había sido una soñadora, se había resignado a convertirse en la compañera de Luís. Se había adaptado a su forma de vida, incluso había adoptado sus mismas costumbres. Había aceptado casarse con ese hombre después de la muerte del que ella consideró su verdadero amor. A medida que fue pasando el tiempo, se convenció de que toda aquella historia de amor había sido un romance pasajero, un capricho de la adolescencia. Su pasión quedó enterrada en alguna parte de su cuerpo, muy escondida debajo de su piel. Su pelo se había vuelto su mayor obsesión. Se sentaba delante del espejo del tocador de plata de su habitación y se cepillaba durante horas enteras. Tenía el pelo largo y liso y siempre lo llevaba recogido en un moño que le había enseñado a hacer su abuela antes de morir. Se lo solía teñir de rubio muy claro. Lo hacía ella misma, no habría tolerado que otro le tocase. 2 Luís era un hombre de rutinas. De lunes a viernes, se vestía con uno de sus cinco trajes grises, todos idénticos y con sus iniciales bordadas en el bolsillo de la camisa. Se marchaba a la biblioteca y no volvía hasta la una, la hora de comer. Después de comer y hacer la siesta durante un par de horas, compraba maíz para dárselo a las palomas de la plaza. Eso sí, a las ocho y cinco minutos clavados siempre estaba en casa. Los fines de semana se levantaban más pronto para ir a misa y luego él se quedaba todo el día en el piso de debajo de su casa, sentado en una silla que él mismo se había construido y escuchaba música clásica, con la estufa siempre a sus pies, fuese la estación que fuese. Ese piso había sido una mercería hasta que se jubiló. Aún conservaba algunos conjuntos de ropa interior, botones y cintas de distintos colores que no se habían vendido cuando cerró. Llegó Luís. Julia siguió mentalmente cada uno de los movimientos de su marido antes de verlo entrar por la puerta del salón. Ese día había comprado unos tomates de la verdulería de la plaza y un tarro de miel. Puso los tomates en la despensa y el tarro de miel en uno de los estantes de encima del fregadero, al lado del café y el azúcar. Luego regresó al salón y le dio un beso en la frente. Volvió a la cocina y trajo dos platos llenos de sopa. Se sentó a su lado y empezó a rezar a la vez que quitaba el servilletero y se colocaba la servilleta cuidadosamente sobre las piernas. Le indicó que los tomates tenían que comerse pronto porque los había comprado muy maduros. Julia pensó en hacer gazpacho para la comida del día siguiente, pero no dijo nada, se limitó a asentir. Se levantó a buscar el mando, se lo dio a Luís. El sonido de la televisión era lo único que rompía el silencio de la mesa. Permaneció encendida durante toda la cena aunque ambos tenían la mirada perdida. No hubiesen sido capaces de repetir ni una sola de las noticias que en esos momentos comentaban. Cuando acabaron de cenar, Luís llevó los platos y la jarra de vino a la cocina mientras Julia limpiaba el hule. Después, entre los dos lo enrollaron en una especie de tubo de cartón que situaron en un rincón de al lado de la nevera. Colocaron los platos en el lavavajillas y ella lo puso en marcha. No lo vaciaría hasta el día siguiente. A continuación, él se retiró al baño. Ella sabía que se afeitaría y se ducharía en media hora y, como era verano, bajaría al garaje, situado en la misma planta que la antigua tienda, cogería una silla y la sacaría a la calle. Se sentaría allí hasta las once. Se tumbó en el sofá y se cubrió con la manta de rayas marrones y blancas. Puso el canal del horóscopo, como cada noche, y 3 escuchó las predicciones de la pitonisa. Poco a poco, se le fueron cerrando los ojos hasta que se quedó completamente dormida. Eran las diez y cuarto. Se despertó sobresaltada. Había tenido una pesadilla. Abrió los ojos y vio, a menos de dos dedos de su nariz, la cara de Luís. Tenía las manos de su marido en sus hombros. Él la zarandeó hasta que se cercioró de que estaba despierta. Le arrancó el mando de la mano y apagó la televisión. Le molestaba en demasía que se durmiese con la televisión encendida. Luís dobló la manta, la dejó encima del sofá y puso el mando al lado del teléfono. Ese era su sitio. Mientras tanto, ella se fue a lavar los dientes. Cuando él se tumbó en la cama, ella todavía se estaba deshaciendo el moño sentada delante del espejo del tocador. Le costaba por lo menos quince minutos quitarse todas las horquillas y cepillárselo hasta que no le quedase ni un solo enredo. Era el tiempo que él necesitaba para dormirse. Fue una noche muy larga. Julia se despertó cuatro veces porque los truenos no la dejaban dormir. Pensó en acurrucarse bien cerca de su marido, pero enseguida le pareció una idea muy disparatada. Además, tenía calor y aún así no se atrevió a abrir las ventanas. Se quedó debajo de las sábanas como paralizada esperando a que tocasen las ocho para levantarse a hacer el desayuno. Esa noche, Julia reflexionó sobre su vida con Luís y llegó a la conclusión de que aunque nunca había estado enamorada, a su lado se sentía segura, protegida y tranquila. Luís la cuidaba y la quería a su manera, como ella a él, una manera fría y distante que no todos podían entender. Se levantó con ganas de abrazarlo, pero no se atrevió a despertarlo. Tocaron las ocho en las campanas de la iglesia. Era raro que no apareciese por la puerta del salón vestido con su pijama azul claro, el batín granate y las zapatillas viejas. No podía parar de mirar el reloj de la cocina. A las nueve se cansó de esperar y fue al dormitorio. Se acercó a él y enseguida se dio cuenta. Se dio cuenta de que estaba preparada para eso. Lo desnudó como pudo y lo vistió con el traje de los domingos. Desayunó con calma, vació el lavavajillas y barrió la casa, la tarea de los martes. Siguió con la rutina del día: preparar la comida para dos, comer en silencio, recoger, preparar la cena para dos y ver el horóscopo. El cuerpo de Luis siguió estando a su lado izquierdo por las noches. Nada había cambiado para ella, excepto que nadie la zarandeaba cuando se quedaba dormida frente a la televisión. Nadie del pueblo supo de la muerte de Luís hasta el viernes. Ese día, el vendedor de maíz de la plaza decidió irlo a visitar. Nunca había estado tantos días 4 sin acercarse a la plaza a dar de comer a las palomas. Luís le había dado unas llaves de su casa años atrás. Sin embargo, él decidió no usarlas. Llamó al timbre repetidas veces y, sólo al comprobar que nadie le abría, entró él mismo con sus llaves. Subió al piso de arriba y tardó un rato en encontrar a Julia sentada delante del espejo del tocador cepillándose el pelo liso y rubio a dos metros del cadáver. 5