VIVIR CON LA PÉRDIDA: LOS QUE PIERDEN UN SER QUERIDO NADAN CONTRA LA CORRIENTE DEL DOLOR Por Marcia Lattanzi-Licht Hubo un tiempo en que mi dolor era tan fuerte que apenas lo soportaba. Un automovilista ebrio mató a mi hija, Ellen, cuando ella tenía 17 años. Recuerdo el dolor al saber de su muerte. No podía respirar y no podía dejar de llorar. Parecía que alguien había destruido la casa de mi vida con una bomba. Por donde mirara, veía lo que había perdido. La tierra del dolor, con sus tristes valles y sus montañas que parecen demasiado altas como para poder pasarlas, es un destino con el que todos los humanos se encuentran. Sus aspectos más notables son la conmoción y la sensación de quedar insensibilizado, de soledad y una desolación que busca un significado. "Era como una pesadilla y yo esperaba constantemente despertar" dijo Marlene Wilson de Boulder, Colorado, cuyo marido murió repentinamente. "Nunca supe lo que significaba para siempre hasta que murió mi papá" dijo Daryl Kipke de Tempe, Arizona, cuyo padre murió de cáncer de la próstata a los 65 años. "No puedo creer que nunca lo volveré a ver." A medida que 76 millones de personas de la generación del auge de los bebés que nació después de la Segunda Guerra Mundial trepan por la escalera de los años, el dolor y el duelo son una estación inevitable. En Estados Unidos mueren más de 2,3 millones de personas cada año. Casi un millón de personas quedan viudas y los que mueren por lo general dejan atrás hijos adultos. A medida que envejece la población de Estados Unidos, son más los norteamericanos que viven directamente el dolor del duelo, que no conoce fronteras raciales, financieras ni religiosas. Pero la manera en que una sociedad maneja el duelo no es sólo un desafío individual sino colectivo. El énfasis de los americanos en las soluciones rápidas genera impaciencia con el duelo y baja tolerancia hacia el viaje lento a través de la pena. La noción de "conclusión" del duelo falsamente sugiere que el dolor se puede envolver prolijamente y guardar lejos de la vista. Las familias en muchos casos viven repartidas por el país, lo que hace que la realidad de la pérdida se haga más lejana para los seres queridos del individuo. Pero el duelo es una experiencia que nos cambia en forma permanente. Cuando murió mi hija en 1985, no podía pensar y me sentía como un animal al acecho, tratando de proteger lo que quedaba de mi mundo. Deseaba poder cambiar mi vida por la de Ellen, pero no se me dio esa opción. Me di cuenta lo limitada e impotente que era yo. Por más que amara a Ellen, no podía revivirla. Sentí que perdía la fe. De pronto mi vida era más pequeña y más pobre y sentí una carga aplastante de desconsuelo. El único motivo para seguir adelante era que su hermano, Steve, de 16 años, me necesitaba. Además sentía ira. La muerte de Ellen fue resultado de la conducta irresponsable de otra persona. Me sentí estafada al no poder vivir el resto de mi vida con ella. Me sentía con ira por el hermano de Ellen, que no sólo perdió su mejor amiga, sino que además ahora era hijo único. Pero percibía que era doloroso para otras personas ver la profundidad de mi ira y mi pena. Eso me llevó a guardarme mi desconsuelo, excepto con las personas en las que podía confiar. ¿Por qué? Advertí que la gente juzga si alguien maneja bien su duelo por el hecho de si sabe controlar las lágrimas. Mi experiencia no fue única. Aunque Daryl Kipke tenía 37 años cuando murió su padre, Charles, el año pasado, el vacío lo dejó atontado y desconsolado. Había perdido a su mentor y amigo. "¿Quién se va a entusiasmar como mi papá al saber de mi próximo proyecto, mi éxito o me ayudará a ordenar mis ideas? Pensé que viviríamos mucho más tiempo juntos" dijo Kipke. Especialmente lamentaba que su padre no vería crecer a su nueva nieta, Tessa Rose. Kikpe hizo algunas cosas que lo ayudaron a manejar y comprender la realidad de su pérdida. Fue a Michigan a participar con su familia en la decisión de terminar con el sostén de vida de su padre. Luego lo consoló poder escribir el obituario. Visitó un estadio de béisbol que su padre había ayudado a diseñar, para inspirarse para el obituario. Pero aunque sus cinco hijos y su esposa, Paula, estuvieron a su lado y le dieron apoyo en el funeral, Kipke tuvo dificultades en hablar de su pena. Sabía que su mujer hacía el duelo a su manera, como lo hacen las mujeres, expresando sus emociones y buscando amistades. Hubo momentos en que Kipke no pudo hacer eso. Como muchos hombres, se hundió en el trabajo y se guardó sus pensamientos. Trató de ser fuerte para apoyar a su madre, aunque incluso eso le dolía. "Me resultaba difícil ver a mi madre sola cuando nos visitaba en las vacaciones. Estaba acostumbrado a estar con mis padres como pareja. Debieron haber podido envejecer juntos" dijo. "A los 64, mi mamá era demasiado joven para ser viuda". Una de las partes más difíciles del duelo es esto: nos hace sentir tan solos. Cuando mueren los seres queridos, los sobrevivientes se sienten impotentes, enojados o sacudidos por una pérdida de inocencia. La realidad azarosa y cruel de las enfermedades y los accidentes desafían nuestra sensación de seguridad en el mundo. Hay gente buena y afectuosa que muere de ataques al corazón, cáncer y Alzheimer. Hermosas hijas mueren en accidentes automovilísticos. ¿La paradoja del duelo? Justo cuando más necesitamos apoyo, puede interferir con nuestra capacidad de acercarnos a otras personas. Deseamos acercarnos, pero al hacerlo se nos recuerda que podemos perder a cualquiera y a todos nuestros seres queridos. Y el duelo nos hace sentir disminuidos. Los expertos le dirán que el duelo no es una enfermedad, sino un proceso. El hecho de que terceros resten importancia al duelo o alienten a la gente a "superar" la pérdida para poder volver a la vida "normal" aísla a las personas que pierden a un ser querido. En la tierra del desconsuelo, no hay cronogramas de duelo. Sólo se requiere que aprendamos a absorber la pérdida, a recordar nuestros seres queridos y que descubramos cómo vivir bien con, y a pesar de, nuestras pérdidas. Los amigos, la familia y una comunidad de fe pueden caminar a nuestro lado. Si aún no logramos superar el trance, los consejeros, los médicos y los grupos de apoyo pueden ayudar. Mientras otros nos sostienen, el tiempo pasa. Gradualmente advertimos que la compasión de algunas personas expresa empatía. Han vivido lo mismo. "Es como si la gente que perdió a alguien querido habla con un lenguaje diferente" dijo una madre joven de Boulder, Colorado, cuya hija murió de síndrome de muerte infantil repentinamente en 1994. "No tengo que explicar nada. Hay una clara comprensión que es tan reconfortante". Con el paso de tiempo lo único que me ayudó a vivir sin Ellen fue el cariño y el apoyo sin límites que me rodeó. Amortiguó el dolor de la tragedia de la muerte de Ellen al recordarme que hay tanta gente buena afectuosa en el mundo. El mayor aprendizaje que tuve al vivir con la muerte de Ellen es que nadie logra superar por sí solo un tiempo de dolor. La gente reconoce la importancia de una pérdida de distintas maneras: participando del funeral o un servicio religioso, visitando a los deudos, enviando tarjetas, flores, notas, trayendo comida y con llamadas telefónicas. Los rostros de amigos y vecinos me decían lo difícil que les resultaba aceptar la realidad de la muerte de Ellen. Pese a su propia tristeza y la manera en que mi pérdida se reflejaba en sus vidas, vinieron para estar a mi lado. Lo que más me ayudó de la gente fue la capacidad de escuchar sin juzgar. Y estaban presentes, acompañándome en el viaje del duelo. Me ayudaron a descubrir que no tenía por qué aceptar lo que le pasó a Ellen como algo bueno, pero que tenía que encontrar la manera de vivir con esa experiencia. Lo más importante es que me invitaron a volver a ser parte del mundo. Mi duelo fue más intenso en las primeras semanas y meses. Pasados dieciséis años, sigue habiendo momentos en que quisiera poder estar con Ellen, para hablar, reír, tener desacuerdos, ir de compras, cocinar y o simplemente estar juntas. Lamento los años que no tuvimos juntas, su carrera, un matrimonio, nietos y, por sobre todo, la experiencia simple y común de la familia. Cuando pienso en cómo aprendí a vivir con la pérdida, recuerdo una conversación telefónica con mi abuela dos días después de la muerte de Ellen. Me escuchó y lloró conmigo. Entonces me habló de la muerte de su hermana en un trágico incendio cuando eran niñas. Me dijo: "Marcia, nunca lo hagas sentir mal a Steve porque está vivo" Mi abuela me recordaba que mi tarea era amar a mi hijo también y a las otras personas que amo. Eso no significa que me decía que olvidara a Ellen ni que "dejara atrás el pasado". Más bien me decía cómo las pérdidas de su vida la habían convertido en la persona que era. Hoy disfruto de mi vida y agradezco infinitamente muchas bendiciones. Ellen fue uno de los grandes dones de mi vida. Sigue habiendo un lugar vacío en mi vida sin ella. Y sin embargo todas las demás partes de mi vida siguen siendo dulces y quizá lo sean cada vez más. La muerte de Ellen me mostró la gran profundidad de afecto y compasión que existe en otras personas. El apoyo y el amor de los amigos y la familia sigue siendo una de las partes más ricas de mi vida. Una cosa tengo clara. Aunque Ellen se haya ido, no murió el amor que siento por ella. No importa cuanto tiempo pase, eso seguirá siendo así. El amor continúa dentro de mí, como una canción que sigue sonando suavemente, en el trasfondo de mis días. XXX (Marcia Lattanzi Licht es una conferencista y psicoterapeuta que vive en Boulder, Colorado) XXX Para más recursos y contactos sobre cuestiones del fin de la vida vaya a www.findingourway.net. XXX (c)2001, Partnership for Caring, Inc. Distribuido por Knight Ridder/Tribune Information Services