Seguir al espíritu según San Ignacio de Loyola DOSSIER Pedro Trigo, s.j.* N.R. Con motivo del triple aniversario que celebra la Compañía de Jesús en todo el mundo: quinto centenario del nacimiento de san Francisco Javier y del beato Pedro Fabro, ocurridos respectivamente el 7 y el 13 de abril de 1506, así como los 450 años del fallecimiento de san Ignacio de Loyola (1491-1556), el 31 de julio de 1556, la revista SIC ha publicado dos separatas de carácter histórico, referidas a la identidad y misión de la Compañía de Jesús en sus números 681 y 684. En esta oportunidad Pedro Trigo nos introduce en el tema de la espiritualidad ignaciana y la clave del discernimiento. JUNIO 2006 / SIC 685 211 Defendiendo con gran pundonor el castillo de la capital de Navarra del asedio de los franceses, cayó herido por una bala de cañón que le pasó entre las piernas lastimando una y destrozando la rodilla de la otra. AUTOBIOGRAFÍA EJEMPLAR, PERO NO EJEMPLARIZANTE Me voy a fijar sobre todo en la llamada Autobiografía, es decir en lo que Ignacio dicta al padre Cámara de 1553 a 1555, en los años finales de su vida, acerca de cómo lo fue llevando el Señor. Lo primero que sorprende es la distancia entre lo que le piden y lo que él da. Le ruegan con insistencia que les ofrezca, como coronación de su obra, su biografía como el retrato del perfecto jesuita, como el ejemplo vivo de las Constituciones que acababa de escribir, y él presenta a una persona cada vez más disponible para Dios, cada vez más abierta a su acción, que va siendo llevada adonde no sabe ni se inquieta por saber, que lo único que tiene claro es la búsqueda de la mayor gloria de Dios que consiste en ayudar a la gente a que, como él, se ponga en sus manos y a su disposición, lo que se concretará en el seguimiento de Jesús de Nazaret contemplado incesantemente en los evangelios. En la superficie es tal la distancia, que lo pedido con tanta insistencia no será publicado. Lo que, movido por el Espíritu, ofrece de sí Ignacio no se corresponde con el jesuita de la contrarreforma, con el jesuita barroco de la Compañía militante y triunfal que se está empezando a formar. Y sin embargo ése será su último servicio a la Compañía, incomprendido por el establecimiento: el retrato ejemplar, pero no ejemplarizante, de un peregrino trémulo de amor a Dios y absolutamente entregado a la salvación del prójimo desde su absoluta desinstalación, que va reuniendo compañeros desde la mutua libertad y común amor a Cristo, hasta que se forma el grupo, que va repitiendo la misma aventura que él con absoluta apertura y disponibilidad. Cuando todo en la Iglesia se empezaba a cuadrar, a trasvasarse en doctrinas, ritos y normas, impuestos disciplinariamente, Ignacio propone a los que vienen a la Compañía (y, más en general a los que viven su vida de un modo abierto y buscan a Dios) esa desinstalación absoluta para que Dios obre desde dentro para el bien de las personas. Es tremendamente significativo que Ignacio se vea así hacia el fin de su vida. Vamos a seguir los pasos. DISCERNIMIENTO DE SUEÑOS POR SUS EFECTOS Y ELECCIÓN DE VIDA La Autobiografía no comienza con la infancia sino con el acontecimiento fundante en el que renace su existencia. Íñigo de Loyola era un hombre joven que sabía lo que quería y se empeñaba en lograrlo. Además de sus cualidades, jugaba con ventaja. Aunque su familia no poseía más que un pequeño señorío, estaba acostumbrada a mandar en su valle y perseguía la gloria obligándose a merecerla. Además (o por eso) tenía muy 212 SIC 685 / JUNIO 2006 buenas conexiones. Ellas le sirvieron a Ignacio para pasar la adolescencia y primera juventud en la corte de los Reyes Católicos al servicio del Contador Mayor de Castilla, lo que diríamos hoy, el Ministro de Hacienda. La prestancia que adquirió en este tiempo y los contactos anudados serían de vital importancia a lo largo de su vida. Cuando su señor cayó en desgracia con el emperador, se puso a servir al virrey de Navarra, a quien ayudó a tomar posesión de la ciudad donde estaban enterrados los reyes antiguos. Defendiendo con gran pundonor el castillo de la capital de Navarra del asedio de los franceses, cayó herido por una bala de cañón que le pasó entre las piernas lastimando una y destrozando la rodilla de la otra. Se vio a las puertas de la muerte, pero al fin cedió la fiebre y empezó la mejoría. Como aspiraba a seguir su carrera, no sólo soportó con estoicismo la carnicería de la compostura de los huesos sino que, habiéndole quedado un trozo de hueso que le salía y le afeaba la rodilla, se lo hizo serruchar para no menguar la apariencia, aunque quedó algo cojo. En la obligada quietud de la convalecencia pidió libros de caballería para alimentar sus sueños de gloria. Ignacio no era una persona que desistiera de su intento. Sufrió una herida con honra y esperaba salir de su enfermedad para escalar metas mayores. Estas metas se cifraban en la gloria, es decir el reconocimiento, el mayor reconocimiento posible, tanto de la opinión pública como, más aún, de los ya reconocidos. Reconocimiento de la propia valía y por tanto reconocimiento en base a méritos, a hazañas, es decir a hechos difíciles, arriesgados y que entrañaran un bien, un aporte muy notable. Entonces sucede algo con lo que él no había contado, que será el comienzo de un cambio total de objetivos en su vida. En la casa no había libros de caballería sino sólo uno sobre la vida de Cristo y otro sobre vidas de santos. Importa anotar, pues, que ese viraje no comienza desde él. En la capilla de la conversión de la casa fuerte de Loyola dice una inscripción: “aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Es verdad, pero no lo es menos que antes de volverse Iñigo a Dios, Dios se había vuelto a él y lo fue llevando a sí paso a paso. Esto no debemos entenderlo de un modo exterior y como mágico sino como un diálogo de libertades, un diálogo trascendente, a través de mediaciones en las que Ignacio aprenderá poco a poco a leer la conducción amorosa y misericordiosa de Dios o, hablando más precisamente, del Espíritu de Dios. Ante la perspectiva de tantas horas de forzada inmovilidad, a Ignacio no le queda más remedio que ponerse a leer esos libros. Es interesante anotar que no son libros de doctrina ni de consideraciones piadosas sino narraciones de vidas ejemplares, de vidas esforzadas, de vidas que dieron completamente de sí, que fueron hasta el fin y que lograron por eso enorme plenitud y fecundidad histórica, que es el modo más alto de reconocimiento, es decir verdadera gloria. Y, no lo olvidemos, gloria es lo que Ignacio andaba buscando con toda su alma. Es cierto que no buscaba precisamente la gloria de los santos, pero de todos modos descubre en ellos otra versión bien diferente, pero no menos luminosa, esforzada y apasionante, de lo mismo que buscaba. Por eso es normal que al acabar de leer se quedara resonando, imaginándose a sí mismo en trances semejantes, probándose para ver si se hallaba capaz de tanto. Y dice que sí hallaba facilidad en sí para emular a esos héroes a lo divino. Claro, él no captaba todavía el sentido de la aven- tura interior; sólo se paraba a mirar si sería capaz de hacer las cosas difíciles que veía escritas en el libro: despojarse de todo y hacerse pobre hasta no tener casa, vestir ropas ásperas como de costales, no dormir en cama y dormir muy poco, ayunar varios días, hacer horas seguidas de oración hincado de rodillas… Se quedaba horas embebido en estas ensoñaciones. Pero luego volvía a sus habituales sueños de gloria ante la nobleza y el pueblo en hechos de armas y en entrega a una dama de linaje inalcanzable. Los dos tipos de sueños lo fascinaban, ambos lo sacaban de sí y le hacían capaz de llegar mucho más allá de sí mismo. Sin embargo notó con extrañeza que cada tipo de sueño tenía un efecto contrario: al salir de su embeleso de caballero se hallaba desabrido, mientras que sus sueños de hazañas a lo divino lo dejaban íntimamente contento y en paz. Descubre, pues, que en los primeros bullía el mal espíritu mientras que en los segundos latía el Espíritu de Dios. El Espíritu no aparece, pues, como un ser al lado de otros sino lo que se hace presente en el propio impulso produciendo contento de fondo y paz interior. El Espíritu se hace sentir por sus efectos, por sus frutos, en los términos del evangelio o de Pablo. Pero el Espíritu no sólo se da a conocer sino que da fuerzas para desear conducirse por él. Dicho de otro modo, libera la libertad para que se apegue a lo que va descubriendo como lo verdaderamente humanizador. Así fueron remitiendo los sueños de gloria al modo como los había cultivado hasta entonces y se entrega a ésta, más alta, aunque también más escondida e incluso paradójica, que acaba de descubrir. Decide despojarse de todo y peregrinar a Jerusalén en pobreza absoluta para quedarse allí, cerca de las huellas de Jesús, hablando de él. Como está completamente absorbido por ese mundo de Jesús de Nazaret y sus seguidores, sus héroes, empieza a hablar de ello a su familia. Por eso cuando se despide, su hermano le pone delante lo mucho que muchos esperan de él para que no cambie de rumbo echando todo a perder. Él, como se ve aún demasiado nuevo en este camino, no se anima a manifestar sus propósitos y sale del paso sin mentir. Un punto de discreción indispensable para despegarse de su mundo. DESPOJO DE TODO PARA ENTREGARSE A LA RELACIÓN QUE LE DA VIDA Camino de Jerusalén va primero de peregrinación a Montserrat donde, tras una vela de armas al estilo de los libros de caballerías, se despoja del vestido y las armas de gentilhombre para vestirse de pobre peregrino de Cristo. El mismo ceremonial, el mismo objetivo de la gloria, el mismo camino de las hazañas, pero ahora con contenidos contrarios a los de antes. En este cruce de JUNIO 2006 / SIC 685 213 De todos modos comenzó a poner por obra su plan de imitar hasta el extremo las hazañas de los santos. Comprendía dos aspectos: el despojo de su existencia anterior y la entrega a la relación con Dios y Jesús. 214 SIC 685 / JUNIO 2006 caminos comienza cambiando de contenidos, todavía falta mucho para cambiar las estructuras. Dos episodios muestran las complejidades no previstas y menos aún resueltas de su opción. El primero es la incapacidad de discernir entre si debía apuñalear a un moro que conversando con él había negado la virginidad de María en el parto y después de él o si en este nuevo camino matar no era el modo de vengar el honor. Esa incapacidad de discernir a pesar de toda su buena voluntad, de su entrega intencionalmente total, indica según él su ceguera: su incapacidad para discernir en ese caso por dónde mueve el Espíritu. Ponerse en manos de su mula, fue para él el único modo que halló de dejar en manos de Dios un caso que debía resolver con premura y él se sentía incapaz de hacerlo. Un modo absolutamente inadecuado, pero en el que él reconoce que sí estuvo presente la conducción de Dios. El segundo caso es que cuando, tras la vela de armas, andaba consolado con su atuendo de peregrino pobre hacia la ciudad de Manresa, le alcanzó una autoridad para preguntarle si era verdad, como decía un mendigo, que él le había dado sus ricos vestidos. Él, después de ratificarlo, cayó en la cuenta de cómo un acto generoso, pero que sólo mira al sujeto que lo hace sin tener en cuenta las condiciones objetivas, puede producir el efecto opuesto al pretendido. Se echó a llorar al ver (lo que no pudo ver Don Quijote) que hacer el bien es mucho más complejo de lo que parece a primera vista. De todos modos comenzó a poner por obra su plan de imitar hasta el extremo las hazañas de los santos. Comprendía dos aspectos: el despojo de su existencia anterior (vestido de saco, descuido de las uñas y el cabello, abstinencia de carne y vino, ayuno rigurosísimo) y la entrega a la relación con Dios y Jesús (siete horas de oración de rodillas, además de la misa y otros oficios litúrgicos). Dice que estaba lleno de paz y alegría. Todo se iba en obras: eran la imitación de lo que había leído; pero él ve, por los efectos, que a Dios le satisfacía su buena voluntad, es decir que lo hacía llevado por el Espíritu. El despojo era el modo de mostrarle a Dios la inquebrantable decisión de no tener otra fuente de satisfacción y de vida que la relación con él. La relación con Dios y Jesús fue decisiva para toda la vida de Ignacio. Si la oración es relación temática con Dios y con Jesús y sobre todo en este caso contemplación de la vida de Jesús por medio de ese libro de su vida que traía consigo, a través de esos meses de continua contemplación del evangelio, Ignacio llegó a estar completamente embebido de Jesús. En esta primera fase parecía actuar Ignacio desde sí, pero era cierto que el Espíritu que lo había movido a leer, releer y anotar ese libro en Loyola, lo seguía conduciendo ahora a consustanciarse con él, y esa nueva relación plenificadora le hacía fácil desprenderse de todo lo que hasta entonces había considerado apetecible. DE LO QUE ÉL HACÍA A DISCERNIR POR LOS EFECTOS LO QUE PASABA POR ÉL Tras esta primera fase, sobrevino otra que desconcertó completamente a Ignacio. Se trataba de la alternancia de consolaciones y desolaciones. Hasta entonces se había atenido a lo que él hacía, de lo que él podía responder. Pero ahora pasaba a primer plano algo que pasaba por él sin que procediera de su voluntad. Él se sintió tan desbordado que pensó que estaba entrando en un género de vida nuevo, desconocido para él. Pero poco a poco se fue haciendo la luz. Por ejemplo, le pareció sospechoso que precisamente cuando se disponía a dormir las pocas horas que destinaba al sueño, le vinieran consolaciones y luces sobre diversas cuestiones. Si les daba curso, al día siguiente se encontraba sin fuerzas para emprender lo pautado. Comprendió que no podían provenir del Espíritu, no les hizo caso y cesaron. También aprendió que, si Dios quería que tratara con la gente en orden al aprovechamiento espiritual, no podía continuar con esa figura tan desaliñada. También supo interpretar la representación de la carne y el ofrecimiento a comerla como algo del Espíritu que le pedía moderar su abstinencia, porque cuando le vino a la imaginación no tenía ningún deseo de ella. Sin embargo durante mucho tiempo no pudo acertar con los escrúpulos. Nada remediaba confesar una y otra vez los pecados. Esa falta de paz y ese desasosiego se hicieron tan agobiantes que, al sentirse incapaz de encontrar la paz, tuvo la tentación de suicidarse. Pero al comprender que la fijación en sus pecados le había llevado hasta ese extremo y a la tentación, para él peor aún, de dejar esa vida que llevaba, se le abrieron los ojos para ver que ese afán morboso de purificación no era del Espíritu y decidió no confesarse de nada de la vida pasada. Y así alcanzó la paz. Ésta fue la mayor tentación que tuvo y el aprendizaje más radical, tanto de su impotencia para alcanzar la paz por sus propias fuerzas, como de cómo el mal espíritu puede disfrazarse de deseo de perfección que adelgace tanto la conciencia que destruya al sujeto o lo lleve a dejar el buen camino. Como en las ocasiones anteriores, los efectos eran el criterio más seguro para discernir espíritus. DIOS LO LLEVABA COMO UN MAESTRO DE ESCUELA Resumiendo todo ese tiempo anota Ignacio que Dios lo llevaba como un maestro de escuela. Esta comparación para hacer ver el modo que tuvo el Espíritu de conducirlo nos parece muy Para Ignacio los dos armónicos que denotan la presencia actuante del Espíritu son el discernimiento y la consolación. significativa. Quiere decir que como no sabía nada de vida espiritual y no tenía nadie que lo instruyera, Dios tomó directamente ese papel. Esto no hay que entenderlo (lo hemos hecho notar desde el comienzo) como una relación directa. Vamos a explicarlo. El Espíritu es la actualidad de Dios, es, pues, acción, como dice la palabra, aire, aliento. Dicho en la metáfora gramatical, el Espíritu no es sustantivo, como el Padre o el Hijo, sino verbo. El Espíritu mueve. No mueve como un ser mundano sino desde la trascendencia. Pero no trascendencia como más allá sino como más adentro: desde más adentro que lo íntimo nuestro. Desde esa trascendencia por inmanencia mueve a los seres que se mueven. Es una relación inmediata, pero por eso indirecta. Dicho gráficamente, la persona y el Espíritu no están frente a frente sino codo a codo o, más exactamente, coinciden. Aplicándolo a lo que vamos diciendo, lo que aparece en la conciencia de Ignacio no es el Espíritu, sino la inconveniencia de ir tan desaliñado para hacer bien a los prójimos o lo poco razonable de las consolaciones cuando necesita dormir o la descalificación de un afán de purificación que lleva a la desesperación. En el ejercicio certero de esa razonabilidad es donde hay que buscar la acción del Espíritu. Es importante subrayar esta diferencia con el Padre o el Hijo: cuando se le aparezca Jesús, sí será él el que ocupe su conciencia, lo mismo que cuando se le revele la majestad de Dios. Pero la manera de hacerse presente el Espíritu, es distinta: es indirecta, nunca aparece el Espíritu como contenido de la conciencia, pero por eso es inmediata. Como en el caso de los discípulos de Emaús, se percibe el efecto del Espíritu, cuando ya pasó su acción. Sus corazones ardían en el fuego del Espíritu. Claro está que ardían por las palabras tan inspiradas del Caminante, pero en ese abrirse para resonar con lo que les decía y superar así el escándalo de la cruz, en ese discernimiento de las Escrituras, estaba la obediencia al impulso del Espíritu. Para Ignacio los dos armónicos que denotan la presencia actuante del Espíritu son el discernimiento y la consolación. Lo primero será el discernimiento, lo que llamará caridad discreta. Como hemos visto en los casos precedentes, la misma consolación, aunque será criterio de discernimiento y muy preciado, necesitará ser discernida. Pero que el Espíritu lo conducía como un maestro de escuela revela también algo muy significativo, que está implícito en lo anterior, pero que es conveniente verbalizarlo: como el maestro al niño, así el Espíritu ponía delante de Ignacio una sola lección, una sola tarea. Cuando la aprendía, cuando la realizaba, le ponía otra. Esto es vital para la pedagogía ignaciana. La entrega de Ignacio era intencionalmente absoluta, pero su trasformación no podía ser sino gradual: pasar paso a paso de lo que era a lo que Dios quería de él, y de donde estaba a donde él lo iba llevando. Ignacio vivía lleno de confianza en el presente de la acción trasformadora del Espíritu en él. Lo vivía sin ningún afán por quemar etapas, sino por el contrario permaneciendo en cada una hasta verla concluida. Menos aún, por supuesto, se instalaba: siempre abierto, siempre al tanto del movimiento del Espíritu en él y de los signos del designio de Dios en la situación. Esto hace ver que el nombre de “el peregrino”, que es como se refiere a sí mismo en la Autobiografía, no designa ante todo al que viaja por devoción a un lugar santo (en su caso a Aránzazu, Montserrat, Jerusalén o Loreto) sino más bien a una persona que se autoentiende como siempre en camino, siguiendo la acción incesante del Espíritu que sopla donde quiere y se siente su impulso, pero no se sabe de dónde viene. Así es el nacido del Espíritu: no aspira a definir su vida desde sí mismo sino que sólo busca dejarse conducir sin oponer resistencia. Es muy significativo que se siga llamando a sí mismo peregrino un hombre que llevaba catorce años fijo en Roma y casi fijo en su estrecha estancia. PROBACIÓN FÍSICA DE DIOS: FIARSE SÓLO Y TODO DE DIOS Quisiera referirme a la ida a Jerusalén y a su regreso hasta Barcelona, desde donde se había embarcado. Podemos caracterizar a esta etapa, tomando la expresión del filósofo Zubiri, como de probación física de Dios. Ignacio, que tanto insistirá en poner todos los medios como si todo dependiera de nosotros, y ponerlo todo en manos de Dios con absoluta confianza, sabiendo que todo depende de él, sin embargo, en estos años cruciales de su vida, estará determinado a no poner ningún medio y a fiarse sólo y todo de Dios. Parecería coincidir con la sola fides de Lutero. En efecto, en contra de lo que le dicen en cada punto del itinerario, no acepta llevar ni compañero ni dinero; incluso se empeña en tratar a todos de vos, como supone que sería el trato llano de Jesús, para que no sea la cortesanía la que le abra las puertas. Incluso no toma ninguna precaución en lugares donde se sospecha que hay peste ni se molesta en obtener cédula de sanidad para entrar en ciudades que la piden, y hasta se arriesga a caminar en Jerusalén sin la protección de un turco o se obstina en no dar un rodeo y atravesar por medio de los ejércitos enemigos en el norte de Italia. Desde lo dicho anteriormente podríamos preguntarnos qué discreción es ésa. ¿Se deja llevar por el Espíritu o por el impulso irreflexivo de alguien que se abstrae de la realidad por andar encerrado en su devoción? Lo que hace una y otra vez a lo largo del viaje ¿no es tentar a Dios, JUNIO 2006 / SIC 685 215 …así el Espíritu ponía delante de Ignacio una sola lección, una sola tarea. Cuando la aprendía, cuando la realizaba, le ponía otra. Esto es vital para la pedagogía ignaciana. lo que Jesús rehusó en el pasaje de las tentaciones y a lo largo de su vida? Tentar a Dios es cerciorarse de si realmente Dios cuida de uno o lo deja desamparado. Este modo de proceder supone una falta de fe, tanto si la persona duda y lo quiere comprobar como si presuntuosamente no duda sino que está seguro de que Dios acudirá sin falta cuando él lo emplace. No es ésta la actitud de Ignacio. Él no sabe lo que va a pasar: está realmente abierto. Pero piensa que si va con un compañero o con dinero, no va a estar ya abierto a la conducción del Espíritu sino que va a poner su confianza en ellos, va a descansar en ellos, y no en Dios. Con esta penuria radical, Ignacio no busca poner a prueba a Dios sino al contrario ejercitarse en la fe, en la esperanza y en el amor. Como Jesús, no tiene donde reclinar la cabeza, pero, como él, su estar en manos de Dios lo lleva a ponerse en manos de los que se ponen en manos de Dios. Él sabe que Dios no va a ejercitar su providencia milagrosamente sino por medio de quienes aceptan ser guiados por el Espíritu. Este talante abierto y atento a la conducción del Espíritu, lo lleva a estar en la mera realidad, y por eso en ella se conecta oportunamente con quienes también viven en ella abiertos a las llamadas. Esto no hay que entenderlo como una suerte de armonía preestablecida sino como verdaderos encuentros, que ordinariamente se dan, pero muchas veces no a la primera ni sin ahorrarle días de desamparo y penuria totales. La fe es una aventura, una apuesta y por eso nada tiene que ver con la seguridad sino con la confianza. Ignacio entenderá que esta apertura al Espíritu cuando no se tiene donde reclinar la cabeza es un ejercicio muy conveniente. Por eso en las Constituciones de la Compañía lo pondrá como una de las pruebas del noviciado para todos los que se sientan llamados a seguir ese camino. DIFICULTAD DE ENCONTRAR LUGAR EN LA IGLESIA PARA LLEVAR ESE GÉNERO DE VIDA El paso siguiente ocurre en su larga etapa de estudios. Imposibilitado de quedarse en Jerusalén, tiene que decidir qué va a hacer con su vida. Ni se le ocurre trazarse todo un plan elaborado. Lo único que tiene claro es que la va a emplear toda en ayudar a los prójimos a descubrir la voluntad de Dios para su vida y en disponerse para entregarse a ella. Para ello cree que le ayudarán los estudios y se decide a estudiar. El paso parece obvio, si la lectura metódica fue el primer paso de su conversión y si luego se la pasará anotando lo que va viendo claro en los sucesivos discernimientos. Eso lo ve tan claro que cuando al ponerse a estudiar se distrae en consolaciones, enseguida descubre en ellas la mano del mal espíritu. 216 SIC 685 / JUNIO 2006 Para Ignacio, Dios quiere comunicarse personalmente a cada criatura y nos da su Espíritu para que lo podamos percibir y acertemos en su designio sobre nosotros y tengamos fuerza para cumplirlo. Lo que le causará más molestias, incluso el peregrinaje por tres universidades, es la dificultad de encontrar lugar en la Iglesia para llevar a cabo ese género de vida. Para él, como acabamos de decir, no había duda de que esa vida de intensa relación con Dios en pobreza (entendida como negación de su previa dirección mundana y como probación física de Dios) y en oración, y de ayuda a la gente en su camino hacia Dios, era la concreta voluntad de Dios para su vida. Tampoco tenía duda de que lo discernido hasta ahora estaba correctamente discernido y, por tanto, que lo que conversaba con la gente era perfectamente católico. Aunque como su camino “solo y a pie” lo había hecho siempre en la Iglesia, siempre estaba abierto, como Pablo, a dar cuenta de él a las autoridades, para asegurarse de que no había corrido en vano, y más aún para realizar su apostolado, que era público, sin sospechas paralizantes. Pero, ahí vino el problema: por donde quiera que pasó la autoridad sospechó de él. No hay ningún indicio de que esto lo perturbara internamente hasta sembrarle la duda de si no estaría engañado. Tan no le inquietaron las sospechas que, cuando las percibió, él mismo se presentó ante la autoridad pidiendo y, si era necesario, exigiendo que se diera sentencia. El problema fueron las sentencias. En Alcalá le prohíben enseñar hasta que concluyera los estudios. Él se somete, pero no está de acuerdo porque, si después de examinar muy acuciosamente, les pareció a los jueces que todo era ortodoxo e incluso loable, él tenía derecho de continuar con su apostolado. El razonamiento está basado en la libertad cristiana, que a su vez se funda en el encargo del Señor, es decir en la responsabilidad con los prójimos del que se ha encontrado con Dios. En Salamanca el examen es más en regla (un tribunal de tres doctores y un bachiller) y más acucioso. La sentencia, según la apreciación del tribunal, es muy benévola: puede seguir enseñando, pero sin meterse a distinguir entre el pecado mortal y el venial. Esta cuestión había formado parte del interrogatorio judicial y de ella había salido airoso. Por eso Ignacio, aunque se somete, no la acepta. La razón es la misma. Le cerraban la puerta para ayudar a los prójimos, y ése era el encargo que había recibido de Dios. Desde el punto de vista del tribunal la reacción de Ignacio sonaba a arrogancia porque hacía muy poco que habían condenado veinticuatro proposiciones de Erasmo. Que no lo hubiesen condenado, que le pidiesen seguir con su vida tan sólo con una limitación, era para ellos un tremendo reconocimiento. Y era verdad que lo era en ese ambiente. Pero para Ignacio el problema era otro: aunque no lo formuló así, era la libertad cristiana, en el fondo era si todo cristiano era un testigo, o por lo menos todo cristiano adulto y consecuente, o si sólo los de la institución eclesiástica eran los propiamente cristianos, en definitiva la Iglesia, y los laicos no tenían más papel que ser guiados. El tribunal hacía una enorme concesión y reconocimiento a Ignacio. Pero él no pedía eso. Él pedía que dictaminaran si su doctrina era sana. Ésa era la autoridad que Ignacio les reconocía y hasta ahí llegaba su competencia, porque, si era sana, ellos tenían la obligación de reconocerle el derecho de ejercer el don y encargo que el Señor le había dado. ¿LA VIDA CRISTIANA ES DISCERNIMIENTO CONTINUO O NO HAY NADA QUE DISCERNIR PORQUE TODO ESTÁ YA CODIFICADO? La trascendencia histórica de este debate está en el dilema que le plantea el dominico: lo que enseña Ignacio, o es por letras o por Espíritu. No es por letras, luego por Espíritu. En el dilema por Espíritu significaba por la iluminación directa, diríamos verbal, del Espíritu, que es lo que pretendían o por lo menos de lo que se les acusaba a los llamados por eso iluminados, que por esas fechas estaban siendo llevados a la hoguera. Como se ve, el dilema suprime la posibilidad de que la vida cristiana en todos sus ámbitos, vivida obviamente en la Iglesia, arroje luz sobre Dios, sobre el ser humano y sobre el camino que Dios quiere sobre el ser humano y la historia. Si la luz viene sólo de los libros, los no teólogos sólo pueden escuchar y repetir. Por este camino se llegará al catecismo de preguntas y respuestas en el que al no teólogo no se le dejan ni siquiera las preguntas porque hasta éstas las formula el teólogo. En este esquema nada hay ya que discernir: los doctores sólo tienen que leer sus libros y a los demás les basta con escuchar a los doctores. Ese dilema es la negación radical de todo el camino personal de Ignacio y de lo que él cree que es su don recibido para el bien de las almas. Es el esquema de la cristonomía: de Dios se pasa a Cristo y de éste a la Iglesia, que es la jerarquía, que es la que señala los libros permitidos y los prohibidos. En este esquema el Espíritu no tiene ninguna función. A lo más, inspirar a la jerarquía en sus dictámenes y dar unción a los fieles en el cumplimiento de sus devociones y deberes. Pero no propiamente discernir toda la vida. El Espíritu no es el don de Jesús resucitado a todos los cristianos y menos aún a todos los seres humanos. No es el que está moviéndonos siempre desde más adentro que lo íntimo nuestro y de este modo nos da la creatividad fiel que se precisa para el seguimiento de Cristo. Para Ignacio, Dios quiere comunicarse personalmente a cada criatura y nos da su Espíritu para que lo podamos percibir y acertemos en su designio sobre nosotros y tengamos fuerza para cumplirlo. Por eso Ignacio no acepta el dilema y se niega a responder. Por eso tampoco aceptaJUNIO 2006 / SIC 685 217 En lo que el camino de Ignacio es inequívocamente moderno es en partir del individuo, en su convicción de que sólo la liberación del individuo es palanca suficientemente poderosa como para mover el mundo. rá la sentencia, desencantando y aun molestando a sus jueces e incluso a sus amigos. Por eso irá a París. Allí también será acusado, pero el juez no querrá enjuiciarlo por parecerle que no había causa, y él traerá a un notario para que conste. Allí ejercerá su ministerio con libertad. Pero ya ha aprendido que para seguir su camino tendrá que hacerse sacerdote, que no habrá lugar para él en la Iglesia, si se mantiene como laico. DISCERNIMIENTO IMPLÍCITO DE UN PRESBITERADO A LA APOSTÓLICA ¿Qué decir de este discernimiento tan esencial para lo que vendrá y que sin embargo parece meramente implícito? Creo que el discernimiento es correcto y no producto únicamente de una situación eclesial distorsionada. En efecto, Ignacio no está en el mundo en cuanto que no ejerce una profesión en él ni sustenta una familia ni vive unas responsabilidades ciudadanas. Está en el mundo dedicado no sólo a tiempo completo sino a dedicación exclusiva a la relación con Dios y a ayudar a los demás a que vivan su vida según la voluntad de Dios para con ellos. Si esa dedicación totaliza su vida, no equivale meramente a dar cuenta de su esperanza a quien se la pide; equivale a un ejercicio apostólico, porque lo hace no sólo porque le sale del corazón sino porque le parece que forma parte imprescindible de la gracia de su conversión y de su llamada. Pero un ejercicio apostólico tiene que ser discernido por la jerarquía e incluso ella tiene que convalidar el encargo divino. Este ejercicio estrictamente apostólico ¿no es de hecho un tipo de presbiterado, no ciertamente aquel referido a una comunidad concreta sino el referido a la solicitud por las Iglesias, por las almas, dicho de modo más genérico, 218 SIC 685 / JUNIO 2006 el que mira a la animación de la cristiandad? ¿No tiene sentido que, además de examinado, sea ordenado y enviado? Me parece que este discernimiento de estudiar con miras al sacerdocio que está implícito en su ida a París, es un verdadero discernimiento espiritual al modo de los anteriores. Él tiene claro el objetivo que Dios dio a su vida. El discernimiento, como el que tuvo que obrar Jesús, es sobre las mediaciones. Aquí el discernimiento no es directo: es por descarte, porque es el único camino viable para realizarlo. Hemos tratado de mostrar cómo por congruencia interna tenía que acabar así. Como vamos viendo, es lo contrario de iluminaciones súbitas caídas desde el cielo inequívocamente. El camino se va abriendo por donde es factible, y en esa búsqueda con todas sus discusiones de fondo se va abriendo un camino en cierto modo nuevo o por lo menos nuevo para la época y que obtendrá carta de ciudadanía y que esperamos muestre en este siglo su fecundidad. DE DISCERNIR ÉL A DISCERNIR EL GRUPO: LA COMPAÑÍA DE JESÚS El siguiente paso parece sorprendente. El grupo decide, como fruto de los Ejercicios que había hecho cada uno por separado, ir a Jerusalén; exactamente lo mismo que había decidido Ignacio anteriormente y que había comprobado ser un sueño irrealizable. Además de la reflexión sobre qué tenían esos Ejercicios que llevaban a una devoción por Jesús tan tierna y concreta que los arrastraba como un imán a la tierra donde vivió, se impone una pregunta muy obvia: ¿por qué Ignacio no los disuade? Desde su experiencia parecía tan obvio que era una empresa imposible… No los disuade porque ahora el sujeto no es él sino el grupo. El grupo no se inserta en la vida de Ignacio a partir de las decisiones que él ha tomado; no es el grupo de Ignacio. Es un grupo de amigos en el Señor, un verdadero cuerpo apostólico. Ignacio no puede ahorrar al grupo las experiencias fundantes. El grupo tiene que hacer el camino y comprobar por sí mismo lo que antes había comprobado Ignacio, o, si es caso, nuevas vías. Dar lugar al grupo y no sustituirlo es un tremendo discernimiento espiritual. En abstracto podía argüirse que para qué perder tiempo, un tiempo tan precioso, cuando en Europa urgían tantas necesidades. El argumento no vale porque el grupo no es sólo de apóstoles, es antes que eso de discípulos, no es sólo de agentes pastorales sino antes que eso de pacientes pastorales. El grupo, como Ignacio, no tiene prisa: vive el presente de la acción de Dios sobre ellos. Este discernimiento es trascendental porque define al grupo como compañía de Jesús y no como los iñiguistas. Lo que en la Autobiografía se presenta como acontecimiento aquilatado a través de una larga reflexión sobre su experiencia con una notabilísima capacidad de introspección, en el capítulo II de la parte nona de las Constituciones aparece convertido en estructura. EL CAMINO DE IGNACIO: APERTURA HABITUAL A LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU Este discernimiento dará la pauta para el futuro apostolado de la Compañía. Según el proceder de Ignacio con el grupo, que es también según su propia experiencia, todo comienza con el individuo. Lo que se busca es que el sujeto se disponga a ordenarse interiormente para buscar y hallar la voluntad de Dios sobre su vida y para desear poner toda su vida en ello y liberar su libertad para tener fuerzas para esa empresa tan denodada. Ese confinamiento en el sujeto parecería un proceder solipsista, una muestra sobresaliente del individualismo moderno. Sin embargo no es así, ya que el designio de Dios para cada uno se inscribe en el designio del Reino, es decir de la constitución del mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios. En lo que el camino de Ignacio es inequívocamente moderno es en partir del individuo, en su convicción de que sólo la liberación del individuo es palanca suficientemente poderosa como para mover el mundo. Por eso todo el esfuerzo y tiempo invertido en ello no sólo no es una inversión desmesurada sino que es el único camino de liberación social. Sólo los que se ordenan podrán ordenar el mundo según el designio de Dios. Y ordenarse no es cuestión de ingeniería sicologizante, como está hoy tan de moda, sino lograr la actitud habitual de apertura a la acción del Espíritu. Éste es el tema de la Autobiografía. Y será siempre un armónico en sus misiones, cuando ejerza de superior general: Después de poner el contenido de la misión, es decir, aquello para lo que han requerido la presencia de la Compañía, y las líneas básicas que constituyen el discernimiento inicial de Ignacio y sus asesores, siempre añade que el enviado vea ya en el lugar si eso es lo que lleva al fin para el que va o si es preciso arbitrar otros medios. La apertura a lo que el Espíritu habla en la realidad siempre lleva la voz cantante. AUTOBIOGRAFÍA Y CONSTITUCIONES: ACONTECIMIENTO Y ESTRUCTURA Lo que en la Autobiografía se presenta como acontecimiento aquilatado a través de una larga reflexión sobre su experiencia con una notabilísima capacidad de introspección, en el capítulo II de la parte nona de las Constituciones aparece convertido en estructura. Es el mismo discernimiento en dos géneros literarios. Mostrémoslo brevemente. El capítulo está destinado a presentar las virtudes y cualidades del Prepósito General de la Compañía, que es, como lo dice el nombre, el que está puesto delante de los demás compañeros, no sólo para que coordine sus trabajos sino como dechado de compañero de Jesús. Recuér- dese que eso pidieron a Ignacio al insistirle que contara su vida. Ignacio comienza por lo que le parece que es la fuente de todo bien: la unión con Dios para que haga participar de ella a los demás. En segundo lugar coloca una serie de virtudes: caridad y humildad, completa mortificación de sus pasiones, combinación de rectitud y benignidad, y magnanimidad. Luego vienen las cualidades, ante todo grande entendimiento y juicio, es decir capacidad de discernimiento, cuidadoso para comenzar algo y esforzado para llevar a término lo emprendido. Después pasa a lo tocante al cuerpo: de mediana edad y con salud. Y por fin, como lo menos importante, pero que ayuda: la buena fama y la autoridad. Resumiendo dice que, si faltan otras cosas, al menos no falte la bondad y el buen juicio con buenas letras. ¿Qué decir de esta estructura tan compleja? De modo general habría que decir que no es fácil ser jesuita, que es muy difícil serlo. Primero por el cúmulo de virtudes y cualidades que se piden; pero, más aún, porque basta que, aun existiendo todas, no se guarde la jerarquización propuesta para que el resultado sea catastrófico. En efecto, si hay amor a Dios y a los demás, pero están mucho más desarrolladas las cualidades, la mortificación se degrada a control absoluto de sí para entregarse con magnanimidad a la obra; el conocimiento de los demás se ejerce como sagacidad para emplearlos para sus fines; y la combinación de dureza y mansedumbre se reduce a un cálculo manejado con talento y conocimiento de las personas para que acepten su conducción como algo provechoso para ellos. Es el jesuita según la apreciación de los enemigos de la Compañía, que ha pasado al diccionario de la Academia: hipócrita, taimado. EL PEREGRINO ES EL DISCERNIMIENTO DE IGNACIO MADURO SOBRE SU VIDA Y COMO IMAGEN DEL COMPAÑERO DE JESÚS ¿Cuál es el fallo estructural, que es también causa histórica de esta deformación? El desplazamiento imperceptible del centro de gravedad del cultivo de las virtudes al de las cualidades. Se mantienen con sinceridad y dedicación las prácticas religiosas y el esfuerzo ascético, pero ya la unión con Dios, la absoluta confianza en él y la apertura absoluta a su conducción no llevan la voz cantante; el amor que el Espíritu imprime en los corazones no es la luz y la fuerza que guía todo; uno no ha muerto a sí porque vive para el Señor y para los demás sino sólo se controla. En estas condiciones el inmenso potencial disponible por el cultivo esforzado de las cualidades no se emplea ya para la mayor gloria de Dios, que consiste en ayudar a las personas a encontrarse con el Dios de la gracia y vivir en JUNIO 2006 / SIC 685 219 servicio a su Reino sino en construir estructuras cualificadas, por supuesto que construirlas en el nombre de Dios, pero en las que la institución sacralizada encuentra también su realización y grandeza terrena. Como el templo de Salomón, que antes que de Salomón es el templo de Yahvé, pero que de hecho también refleja la gloria del monarca. No es tan fácil advertir esta desviación porque no se expresa ante todo como relajación: la disciplina interior es realmente fuerte, lo mismo que la ascética que requiere el trabajo esforzado de calidad; el magis se expresa como cultivo real de excelencia, pero entendida como llevar al máximo las posibilidades del sistema y además constituir su versión religiosa. Lo que se ha perdido es la apertura incondicional a Dios para confiar sólo en él (ya que de hecho se confía en la solidez personal e institucional), el seguimiento apasionado de Jesús de Nazaret (que no equivale al llamado humanismo cristiano ni a poner su anagrama donde quiera) y sobre todo se ha perdido la conducción del Espíritu, el discernimiento constante. Un jesuita así es un ser humano excelente, pero no es ciertamente un peregrino. Y el peregrino es el discernimiento de Ignacio maduro, casi ya para morir, no sólo sobre su vida sino como imagen del compañero de Jesús, que era lo que le habían pedido y lo que él ofreció. Sin duda que es la imagen que quiere seguir ofreciéndonos hoy. Ése es sin duda también el aporte de Arrupe a la Compañía, que equivale, nada menos, que a su refundación. Por eso al tratar sobre el Espíritu en Ignacio de Loyola no puede dejar de mencionarse el aporte de Arrupe: sin él yo no habría escrito lo que antecede. * Miembro del Consejo de Redacción 220 SIC 685 / JUNIO 2006