Wittgenstein, la teoría política y la democracia

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Wittgenstein, la teoría política y la democracia
Chantal Mouffe
En: “Phrónesis”, revista de filosofía y cultura democrática
Año 3 - Nº 9 – Verano 2003
Las sociedades democráticas enfrentan hoy nuevos desafíos a los que no pueden
responder debido a que son incapaces de comprender la naturaleza de lo político y de
aceptar la paradoja que está en el núcleo de la democracia liberal moderna. Una de las
principales razones de esta incapacidad reside, según veo, en el marco conceptual de las
principales corrientes de la teoría política. Si queremos estar en condiciones de
consolidar y profundizar las instituciones democráticas, ya es tiempo de abandonar ese
marco conceptual y comenzar a pensar la política de un modo diferente.
Mi argumento en este capítulo será que Wittgenstein puede ayudarnos a llevar adelante
tal proyecto. En realidad considero que en su obra tardía encontramos muchas ideas que
pueden servir, no sólo para revelar las limitaciones del marco conceptual racionalista,
sino también para superarlo. Con este objetivo en mente examinaré una serie de
cuestiones centrales en la teoría política a fin de mostrar de qué modo una perspectiva
wittgensteiniana puede proveer una alternativa al enfoque racionalista. Sin embargo,
quiero indicar desde el inicio que mi intención no es ni extractar de Wittgenstein un
teoría política, ni intentar elaborarla sobre la base de sus escritos. Creo que la
importancia de Wittgenstein consiste en señalar una nueva manera de teorizar acerca de
lo político, que rompe con el modo que ha informado la mayor parte de la teoría liberal
desde Hobbes. Lo que es urgentemente necesario no es un nuevo sistema, sino un
cambio profundo en la manera de abordar las cuestiones políticas.
Preguntando acerca de la especificidad de este nuevo estilo de teorizar wittgensteiniano,
seguiré el trabajo pionero de Hanna Pitkin que, en su libro Wittgenstein and Justice,
argumenta de forma muy convincente que Wittgenstein, con su acento en el caso
particular, en la necesidad de aceptar la pluralidad y la contradicción y el énfasis en el
yo hablante e indagador [investigating], es particularmente útil para pensar la
democracia. De acuerdo con ella, Wittgenstein, al igual que Marx, Nietzsche y Freud, es
una figura clave para comprender nuestra difícil coyuntura moderna. Al examinar el
ansia de certeza, su última filosofía es “un intento de aceptar y vivir con la condición
humana
desencantada:
relatividad,
duda
y
ausencia
de
Dios”1
.
También seguiré a James Tully, quien provee uno de los más interesantes ejemplos del
tipo de aproximación que estoy defendiendo aquí. Por ejemplo, él ha usado las ideas de
Wittgenstein para criticar una convención ampliamente defendida en el pensamiento
político, la tesis “de que nuestro modo de vida es libre y racional sólo si está fundado en
una u otra forma de reflexión crítica”2. Examinando la imagen de la reflexión crítica y
de la justificación de Jürgen Habermas así como la noción de interpretación de Charles
Taylor, escudriñando sus gramáticas particulares, Tully pone en primer plano la
existencia de una multiplicidad de lenguajes -juegos de reflexión crítica, de los cuales
ninguno podría pretender jugar un rol fundacional en nuestra vida política. Por otra
parte, en su libro Strange Multiplicity3, ha mostrado que un enfoque tal puede ser usado
no sólo para criticar la forma de razonar monológica e imperial que es constitutiva del
constitucionalismo moderno, sino también para desarrollar lo que él llama una filosofía
y práctica del constitucionalismo “post-imperial”.
Universalismo versus contextualismo
Comencemos examinando el debate entre contextualistas y universalistas. Desde los
últimos años, una de las más polémicas cuestiones entre los teóricos políticos se halla en
el centro de este debate y resulta crucial puesto que concierne a la naturaleza misma de
la democracia liberal. La democracia liberal, ¿debería ser considerada como la solución
racional a la cuestión política de cómo organizar la coexistencia humana? ¿Ella encarna,
por tanto, la sociedad justa, la única que debería ser universalmente aceptada por todos
los individuos racionales y razonables? ¿O meramente representa una forma de orden
político entre otras posibles? Una forma política de coexistencia humana, que bajo
ciertas circunstancias puede ser considerada “justa”, también debe ser vista como el
producto de una historia particular, con condiciones de existencia históricas, culturales y
geográficas
específicas.
Esta es realmente una cuestión crucial porque, si esta segunda perspectiva es la correcta,
tenemos que reconocer que podría haber otras formas políticas justas de sociedad,
producto de otros contextos. Por consiguiente, la democracia liberal debería renunciar a
su demanda de universalidad. Vale la pena subrayar que aquellos que argumentan en
favor de esas posiciones insisten en que, a diferencia de lo que los universalistas
declaran, tal posición no supone aceptar necesariamente un relativismo que pudiera
justificar cualquier sistema político. Lo que esto requiere es la consideración de una
pluralidad de respuestas legítimas a la pregunta acerca de cuál es el orden político justo.
No obstante, el juicio político no debería volverse irrelevante, ya que todavía sería
posible
discriminar
entre
regímenes
justos
e
injustos.
Es claro que lo que está en juego en este debate es la naturaleza misma de la teoría
política. Dos diferentes posiciones se confrontan mutuamente. Por un lado, encontramos
a los “racionalistas–universalistas” que -como Ronald Dworkin, el “primer” Rawls y
Habermas- sostienen que la finalidad de la teoría política es establecer verdades
universales, válidas para todos, independientemente del contexto histórico-cultural. Por
supuesto, según ellos, sólo puede haber una respuesta a la pregunta por el “buen
régimen”, y muchos de sus esfuerzos consisten en probar que la democracia
constitucional
es
el
régimen
que
satisface
tales
requerimientos.
En íntima conexión con este debate uno debería hacer frente a otra cuestión disputada, a
la cual concierne la elaboración de una teoría de la justicia. Sólo cuando nos situamos
en este contexto más amplio se pueden realmente comprender, por ejemplo, las
implicaciones de la visión presentada por un universalista como Dworkin cuando
declara que una teoría de la justicia debe apelar a principios generales y que su objetivo
debe ser “tratar de encontrar alguna fórmula inclusiva que pueda ser usada para medir la
justicia
social
en
una
sociedad”4
.
El enfoque universalista-racionalista actualmente es el dominante en la teoría política,
pero está siendo desafiado por otro que puede ser llamado “contextualista” y que tiene
particular interés para nosotros porque está claramente influenciado por Wittgenstein.
Contextualistas como Michael Walzer y Richard Rorty niegan la disponibilidad de un
punto de vista que podría estar situado fuera de las prácticas y de las instituciones de
una cultura dada y a partir de los cuales podrían hacerse juicios universales,
“contextualmente independientes”. Esta es la razón por la cual Walzer argumenta en
contra de la idea de que el teórico político debería tratar de adoptar una posición libre de
toda forma de lealtad particular a fin de juzgar imparcial y objetivamente. En su
opinión, el teórico debería “permanecer en la caverna” y asumir totalmente su status
como miembro de una comunidad particular; y este rol consiste en interpretar para sus
conciudadanos el mundo de significados que ellos tienen en común5.
Al usar varias ideas wittgensteinianas, el enfoque contextualista problematiza el tipo de
razonamiento liberal que concibe el marco conceptual común de argumentación sobre el
modelo de un diálogo “neutral” o “racional”. En realidad, la visión de Wittgenstein
lleva a socavar la base misma de esta forma de razonar ya que, como ha sido señalado,
revela que:
“Lo que hay de contenido definido en la deliberación contractua-lista y en su resultado
[deliverance], deriva de juicios particulares que nosotros estamos inclinados a hacer
como participantes de formas de vida específicas. Las formas de vida en las que nos
encontramos están sostenidas por una red de acuerdos precontractuales, sin los cuales
no habría posibilidad de comprensión mutua ni, por tanto, de desacuerdo”6.
De acuerdo al enfoque contextualista, las instituciones liberal-democráticas deben ser
vistas como definiendo un posible “juego de lenguaje” político entre otros. Ya que ellas
no proveen la solución racional al problema de la coexistencia humana, es inútil buscar
argumentos en su favor que no sean “dependientes del contexto” a fin de asegurarlos
contra otros juegos de lenguaje políticos. Al concebir la cuestión de acuerdo con la
perspectiva wittgensteiniana, tal enfoque pone en primer plano la inadecuación de todos
los intentos de dar una fundamentación racional a los principios liberal-democráticos,
argumentando que dichos principios serían elegidos por individuos racionales en
condiciones idealizadas como el “velo de ignorancia” (Rawls) o la “situación ideal de
habla” (Habermas). Como ha indicado Peter Winch respecto de Rawls, “el velo de
ignorancia que caracteriza su posición choca con la perspectiva de Wittgenstein según la
cual lo que es razonable no puede ser caracterizado independientemente del contenido
de
ciertos
juicios
fundamentales”7.
Por su parte, Richard Rorty -quien propone una lectura “neo–pragmática” de
Wittgenstein- ha afirmado, discrepando con Apel y Habermas, que no es posible derivar
de la filosofía del lenguaje una filosofía moral universalista. No hay nada, para él, en la
naturaleza del lenguaje que pudiera servir como base para justificar frente a toda
audiencia posible la superioridad de la democracia liberal. Él declara: “Nosotros
deberíamos haber abandonado la tarea imposible de encontrar premisas políticamente
neutrales, premisas que puedan ser justificadas por cualquiera, de las cuales inferir una
obligación de perseguir una política democrática”8. Considera que no es útil pensar los
avances democráticos como si ellos estuvieran vinculados al progreso de la
racionalidad, y que deberíamos dejar de presentar a las instituciones de las sociedades
liberales occidentales como la solución que otra gente necesariamente adoptaría cuando
dejaran de ser “irracionales” y se volvieran “modernos”. Siguiendo a Wittgenstein,
Rorty ve la cuestión en juego no en relación con la racionalidad sino en relación con
creencias compartidas. Llamar a alguien irracional en este contexto, afirma, “no es decir
que no hace un uso apropiado de sus facultades mentales. Es meramente decir que esa
persona no parece compartir suficientes creencias y deseos con nosotros como para
entrar en una conversación provechosa sobre el punto disputado”9.
Abordar la acción democrática desde un punto de vista wittgensteiniano puede
ayudarnos, por tanto, a formular la cuestión acerca de la fidelidad a la democracia de
una forma diferente. De hecho, nos hace reconocer que la democracia no requiere una
teoría de la verdad o nociones como incondicionalidad y validez universal, sino más
bien una multiplicidad de prácticas y cambios pragmáticos dirigidos a persuadir a la
gente a ampliar el campo de sus compromisos hacia los demás, a construir comunidades
más inclusivas. Tal cambio de perspectiva muestra que, poniendo un énfasis exclusivo
en los argumentos necesarios para asegurar la legitimidad de las instituciones liberales,
los teóricos políticos y morales recientes han estado formulando una pregunta
equivocada. El asunto real no es encontrar argumentos para justificar la racionalidad o
universalidad de la democracia liberal que fueran aceptables para toda persona racional
y razonable. Los principios democráticos liberales sólo pueden ser defendidos como
siendo constitutivos de nuestra forma de vida, y no deberíamos tratar de fundar nuestro
compromiso con ellos en algo supuestamente más seguro. Como indica Richard
Flathman -otro teórico político influido por Wittgenstein-, el acuerdo que existe
respecto de muchas características de la democracia liberal no necesita ser sustentado
por la certeza en ninguno de los sentidos filosóficos. En su opinión, “nuestros acuerdos
sobre esos juicios constituyen el lenguaje de nuestra política. Es un lenguaje al que
hemos llegado y que es continuamente modificado a través de la historia del discurso,
una historia en la que hemos pensado acerca de ese lenguaje, en tanto nos volvimos
capaces
de
pensar
en
él”10.
La apropiación que Rorty hace de Wittgenstein es muy útil para criticar las pretensiones
de filósofos de inspiración kantiana como Habermas, los cuales quieren encontrar un
punto de vista que esté por encima de la política y a partir del cual se pueda garantizar la
superioridad de la democracia liberal. Pero pienso que Rorty se aparta de Wittgenstein
cuando concibe el progreso moral y político en términos de la universalización del
modelo liberal-democrático. Lo extraño es que en este punto se vuelve muy cercano a
Habermas aunque, sin duda, hay una diferencia importante entre ellos. Habermas cree
que tal proceso de universalización tendrá lugar a través de la argumentación racional y
que requiere argumentos a partir de premisas transculturalmente válidas para justificar
la superioridad del liberalismo occidental. Rorty, por su parte, ve esto como una
cuestión de persuasión y progreso económico, e imagina que depende de que la gente
tenga condiciones de existencia más seguras y comparta más creencias y deseos con
otros. De ahí su convicción de que a través del crecimiento económico y el tipo correcto
de “educación sentimental” se podría construir un consenso universal en torno a las
instituciones liberales. Sin embargo, lo que él nunca pone en cuestión es la creencia
misma en la superioridad del modo de vida liberal, y de ese modo no es fiel a su
inspiración wittgensteiniana. En efecto, podríamos hacerle el reproche que Wittgenstein
hizo a James George Frazer en sus “Observaciones sobre La rama dorada de Frazer”
cuando comenta que resulta imposible para Frazer comprender un modo diferente de
vida desde aquel propio de su tiempo.
La democracia como sustancia o como procedimiento
Hay un segundo dominio en la teoría política en el cual un enfoque inspirado en la
concepción de prácticas y juegos de lenguaje de Wittgenstein también podría contribuir
a elaborar una alternativa al marco conceptual racionalista. Está constituido por un
conjunto de cuestiones relativas a la naturaleza de los procedimientos y su rol en la
concepción
moderna
de
democracia.
La idea crucial provista por Wittgenstein en este ámbito consiste en afirmar que para
obtener acuerdos en las opiniones, primero debe haber acuerdo en el lenguaje usado.
Subraya que aquellos acuerdos en las opiniones son acuerdos en las formas de vida.
Como él dice:
“-¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es verdadero y lo que
es falso?-Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en
el lenguaje. Ésta no es una concordancia de opiniones, si no de forma de vida”11.
Con respecto a la cuestión de los “procedimientos” (una de las que aquí quiero resaltar),
se señala la necesidad de un considerable número de “acuerdos en los juicios” que ya
existen en la sociedad antes de que un conjunto dado de procedimientos pueda
funcionar. En realidad, de acuerdo a Wittgenstein, concordar en la definición de un
término no es suficiente; necesitamos concordar en el modo como lo usamos. Él lo
expresa de la siguiente forma: “A la comprensión por medio del lenguaje pertenece no
sólo una concordancia en las definiciones, sino también (por extraño que esto pueda
sonar)
una
concordancia
en
los
juicios”12.
Esto revela que los procedimientos sólo existen como conjuntos complejos de prácticas.
Esas prácticas constituyen formas específicas de individualidad e identidad que hacen
posible la fidelidad a los procedimientos. Es porque ellas están inscriptas en formas de
vida compartidas y en acuerdos en los juicios que los procedimientos pueden ser
aceptados y seguidos. Tales procedimientos no pueden ser vistos como reglas que son
creadas sobre la base de principios y luego aplicados a casos específicos. Las reglas,
para Wittgenstein, son siempre compendios de prácticas, inseparables de formas de vida
específicas. Por consiguiente, la distinción entre lo procedimental y lo sustancial no
puede ser tan clara como aceptaría la mayoría de los teóricos liberales. En el caso de la
justicia, por ejemplo, significa que uno no puede, como muchos liberales hacen, oponer
justicia procedimental y sustancial sin reconocer que la justicia procedimental ya
presupone la aceptación de ciertos valores. Es la concepción liberal de la justicia la que
afirma la prioridad del derecho sobre el bien, pero esto ya es expresión de un bien
específico. La democracia no es sólo cuestión de establecer los procedimientos
correctos independientemente de las prácticas que hacen posible formas democráticas
de individualidad. La pregunta acerca de las condiciones de existencia de formas
democráticas de individualidad y de las prácticas y los juegos de lenguaje en los cuales
ellas son constituidas es una cuestión central, aun en una sociedad liberal democrática
en la que los procedimientos juegan un rol fundamental. Los procedimientos siempre
involucran compromisos éticos sustanciales. Por esa razón ellos no pueden funcionar
adecuadamente si no son sostenidos por una específica forma de ethos.
Este último punto es muy importante, ya que nos fuerza a admitir algo que el modelo
liberal dominante es incapaz de reconocer, a saber, que una concepción de justicia
liberal-democrática y que las instituciones liberal-democráticas requieren un ethos
democrático a fin de funcionar adecuadamente y mantenerse por sí mismas. Esto es, por
ejemplo, lo que precisamente la teoría del discurso de la democracia procedimental de
Habermas es incapaz de comprender a causa de la nítida distinción que este autor quiere
trazar entre los discursos práctico-morales y los práctico-éticos. No es suficiente
establecer como él hace ahora, al criticar a Apel, que una teoría del discurso de la
democracia no puede estar basada sólo en condiciones pragmáticas formales de
comunicación y que debe tener en cuenta la argumentación legal, moral, ética y
pragmática.
Consenso democrático y pluralismo agonístico
Mi argumento es que Wittgenstein, en su obra tardía, al proveer un relato de la
racionalidad basado en la práctica, abre un modo de pensar mucho más prometedor en
relación con las cuestiones políticas que el marco conceptual racionalista-universalista.
En la coyuntura actual, caracterizada por el incremento de la antipatía hacia la
democracia -a pesar de su aparente triunfo-, es vital entender cómo puede establecerse
una adhesión fuerte hacia los valores e instituciones democráticos y por qué el
racionalismo constituye un obstáculo para tal comprensión. Es necesario darse cuenta
que los valores democráticos no pueden ser promovidos ofreciendo argumentos
racionales sofisticados ni demandando verdades trascendentes del contexto acerca de la
superioridad de la democracia liberal. La creación de formas de individualidad
democráticas es un asunto de identificación con valores democráticos, y este es un
proceso complejo que tiene lugar a través de una multiplicidad de prácticas, discursos y
juegos
de
lenguaje.
Una aproximación wittgensteiniana en la teoría política podría jugar un rol importante
en la promoción de valores democráticos puesto que nos permite comprender las
condiciones de emergencia de un consenso democrático. Como Wittgenstein dice:
“Sin embargo, la fundamentación, la justificación de la evidencia tiene un límite; pero el
límite no está en que ciertas proposiciones nos parezcan verdaderas de forma inmediata,
como si fuera una especie de ver por nuestra parte; por el contrario, es nuestra actuación
la que yace en el fondo del juego del lenguaje”13.
Para él, el acuerdo no es establecido sobre significaciones (Meinungen) sino sobre
formas de vida (Lebensform). Es Einstimmung, una fusión de voces hecha posible por
una forma de vida común, no Einverstand, un producto de la razón -como en Habermas.
Esto es, creo, de crucial importancia y no sólo indica la naturaleza del consenso mismo
sino que revela sus límites:
“Cuando lo que se enfrenta realmente son dos principios irreconciliables, sus partidarios
se declaran mutuamente locos y herejes. He dicho que combatiría al otro -pero, ¿no le
daría razones? Sin duda; pero, ¿hasta dónde llegaríamos? Más allá de las razones está la
persuasión”14.
Pongo el acento en los límites de dar razones para constituir un punto de partida
importante a fin de elaborar una alternativa al modelo corriente de “democracia
deliberativa”, con su concepción racionalista de la comunicación y su errónea búsqueda
de un consenso que sería totalmente inclusivo. En efecto, veo el “pluralismo agonístico”
que he defendido15 como inspirado en un modo wittgensteiniano de teorizar y como un
intento de desarrollar lo que creo que es una de sus concepciones fundamentales:
comprender
qué
significa
seguir
una
regla.
En este punto de mi argumentación, es útil introducir la lectura de Wittgenstein
propuesta por James Tully puesto que es semejante a mi enfoque. Tully está interesado
en mostrar cómo la filosofía de Wittgenstein representa una visión del mundo
alternativa respecto de aquella que informa el constitucionalismo moderno; por tanto,
sus intereses no son exactamente los mismos que los míos. Pero hay varios puntos de
contacto y muchas de sus reflexiones son directamente relevantes para mi propósito. Es
de particular importancia notar cómo Wittgenstein concibe en las Investigaciones
Filosóficas la manera correcta de comprender los términos generales. De acuerdo con
Tully, encontramos dos líneas de argumentación. La primera consiste en mostrar que
“comprender un término general no es una actividad teórica de interpretar y aplicar una
teoría general o regla a casos particulares”16. Usando ejemplos de mapas e indicadores
de caminos, Wittgenstein indica cómo se puede estar siempre en duda acerca del modo
como se debería interpretar un regla y seguirla. Él dice, por ejemplo:
“Una regla está ahí como un indicador de caminos. ¿No deja éste ninguna duda abierta
sobre el camino que debo tomar? ¿Muestra en qué dirección debo ir cuando paso junto a
él: si a lo largo de la carretera, o de la senda o a campo traviesa? ¿Pero dónde se
encuentra en qué sentido tengo que seguirlo: si en la dirección de la mano o (por
ejemplo) en la opuesta?”17.
Como consecuencia, observa Tully, una regla general no puede “dar cuenta con
precisión del fenómeno que asociamos con la comprensión del significado de un
término general: la habilidad de usar un término general en varias circunstancias sin
dudas recurrentes, así como la de cuestionar su uso aceptado”18. Esto debería llevarnos
a abandonar la idea de que la regla y su interpretación “determinan el significado” y
reconocer que entender un término general no consiste en comprender una teoría sino
que coincide con la habilidad para usarlo en diferentes circunstancias. Para
Wittgenstein, “obedecer una regla” es una práctica y nuestra comprensión de las reglas
consiste en el dominio de una técnica. El uso de términos generales, por lo tanto, puede
ser visto como “prácticas” o “costumbres” intersubjetivas que no son diferentes de
juegos como el ajedrez o el tenis. Es por esto que Wittgenstein insiste en que es un error
representarse cada acción de acuerdo a una regla como una “interpretación” y en que
“hay una captación de una regla que no es una interpretación, sino que se manifiesta, de
caso en caso de aplicación, en lo que llamamos seguir la regla y en lo que llamamos
contravenirla”19.
Tully considera que las consecuencias de amplio alcance que tiene este punto se pierden
cuando uno afirma, como Peter Winch, que la gente, al usar términos generales en
actividades cotidianas, está aún siguiendo reglas, pero que esas reglas están implícitas o
forman parte de la comprensión de fondo compartida por todos los miembros de una
cultura. Él argumenta que esto significa seguir viendo a una comunidad como a un todo
homogéneo y abandonar el segundo argumento de Wittgenstein, el cual consiste en
mostrar que “la multiplicidad de usos es demasiado variada, enredada, controvertida y
creativa para ser gobernada por reglas”20. Para Wittgenstein, en vez de tratar de reducir
todos los juegos a lo que ellos deben tener en común, deberíamos mirar “si hay algo
común a todos ellos” y lo que veremos son “semejanzas, parentescos y por cierto toda
una serie de ellos” cuyo resultado constituye “una complicada red de parecidos que se
superponen y entrecruzan”, similitudes que él caracteriza como “parecidos de
familia”21.
Pienso que ésta es una concepción crucial que debilita el objetivo mismo de aquellos
que defienden el actual enfoque “deliberativo” como la meta de la democracia: el
establecimiento de un consenso racional sobre principios universales. Ellos creen que a
través de la deliberación racional podría ser alcanzado un punto de vista imparcial
donde las decisiones serían tomadas igualmente en interés de todos22. Wittgenstein, por
el contrario, sugiere otra visión. Si seguimos su iniciativa, deberíamos reconocer y
valorizar la diversidad de modos en los cuales el “juego democrático” puede ser jugado,
en lugar de tratar de reducir su diversidad a un modelo uniforme de ciudadanía. Esto
debería significar la promoción de la pluralidad de formas de ser un ciudadano
democrático y la creación de instituciones que hagan posible seguir las reglas
democráticas en una pluralidad de modos. Lo que Wittgenstein nos enseña es que no
puede haber uno solo mejor, un modo más “racional” de obedecer aquellas reglas, y que
es precisamente tal reconocimiento el que es constitutivo de una democracia pluralista.
“Seguir una regla -dice Wittgenstein- es análogo a obedecer una orden. Se nos adiestra
para ello y se reacciona a ella de determinada manera. ¿Pero qué pasa si uno reacciona
así y el otro de otra manera a la orden y al adiestramiento? ¿Quién está en lo
correcto?”23. Esta es, en realidad, una cuestión crucial para la teoría democrática y no
puede ser resuelta, pace los racionalistas, sosteniendo que hay una comprensión correcta
de la regla que cada persona racional debería aceptar. Seguramente, necesitamos ser
capaces de distinguir entre obedecer una regla y contravenirla. Pero tal espacio necesita
ser provisto por muchas prácticas diferentes en las cuales la obediencia a las reglas
democráticas pueda ser inscripta. Y esto no debería ser concebido como una morada
temporaria, como un momento en el proceso que conduce a la realización del consenso
racional, sino como una característica constitutiva de la sociedad democrática. La
ciudadanía democrática puede tomar muchas formas diversas y tal diversidad, lejos de
ser un peligro para la democracia, es, de hecho, su condición misma de existencia. Esto,
por supuesto, creará conflictos y sería un error esperar que todas aquellas
interpretaciones diferentes coexistan sin discrepar. Pero esta lucha no será una lucha
entre “enemigos” sino entre “adversarios”, ya que todos los participantes reconocerán
como legítimas las posiciones de los otros en la disputa. Tal comprensión de la política
democrática, precisamente lo que llamo “pluralismo agonístico”, es impensable dentro
de una problemática racionalista que, por necesidad, tiende a borrar la diversidad. Una
perspectiva inspirada por Wittgenstein, por el contrario, puede contribuir a su
formulación, y es por esto que su contribución al pensamiento democrático es
inestimable.
Wittgenstein y la responsabilidad
Me gustaría terminar, sin embargo, dando una advertencia. Varios caminos pueden ser
seguidos por aquellos que comparten la interpretación wittgensteiniana respecto a la
centralidad de las prácticas y de las formas de vida, y no todas ellas tienen las mismas
consecuencias para el pensamiento de la democracia. De hecho, aún entre aquellos que
concuerdan en el significado de la obra tardía de Wittgenstein, hay divergencias
significativas que tienen implicaciones para el nuevo modo de teorización política que
estoy
defendiendo.
Considero, por ejemplo, que la crítica dirigida por Stanley Cavell contra la asimilación
entre Wittgenstein y el pragmatismo plantea importantes cuestiones con respecto a la
naturaleza del proyecto democrático. Para Cavell, cuando Wittgenstein dice: “Si he
agotado los fundamentos, he llegado a una roca dura y mi pala se retuerce. Estoy
entonces inclinado a decir: así simplemente es como actúo”24, no está haciendo un
movimiento típicamente pragmático y defendiendo una visión del lenguaje de acuerdo
con la cual la certeza entre palabras y mundo estaría basada en la acción. En la visión de
Cavell, “ésta es una expresión menos de acción que de pasión, o de impotencia
expresada como potencia”25. Discutiendo la lectura kripkeana de Wittgenstein según la
cual éste hace un descubrimiento escéptico al cual da una solución escéptica, Cavell
también argumenta que esta lectura olvida el hecho de que para Wittgenstein:
“el escepticismo no es ni verdadero ni falso, sino más bien una amenaza humana
constante para los humanos: de que esta ausencia de un vencedor ayude a articular el
hecho de que, en una democracia que encarna una justicia suficientemente buena, la
conversación acerca de cuán buena es su justicia debe tener lugar y no debe tener un
vencedor, la amenaza de que esto no ocurra porque el acuerdo siempre deba ser
alcanzado sino porque debiera permitirse que el desacuerdo y la disparidad de
posiciones sean satisfechos, logrados y expresados de modos particulares”26.
Esto tiene consecuencias muy influyentes para la política, ya que excluye el tipo de
comprensión autocomplaciente de la democracia liberal por la que, por ejemplo,
muchos han criticado a pragmatistas como Richard Rorty. Una lectura radical de
Wittgenstein necesita enfatizar -en el modo en que Cavell lo hace en su crítica a
Rawls27- que dar por terminada una conversación es siempre una elección personal,
una decisión que no puede ser simplemente presentada como mera aplicación de
procedimientos y justificada como el único movimiento que podríamos realizar en esas
circunstancias.
Usando concepciones wittgensteinianas, Cavell ha señalado que la descripción de la
justicia de Rawls omite una dimensión muy importante de lo que ocurre cuando
valoramos las exigencias que se nos hacen en nombre de la justicia en situaciones en las
cuales lo que está en cuestión es el grado de conformidad de la sociedad con su ideal. Él
ha disentido con la afirmación de Rawls de que “aquellos que expresan resentimiento
deben estar preparados para mostrar por qué ciertas instituciones son injustas o cómo
otras los han perjudicado”28. En la opinión de Rawls, si son incapaces de hacerlo,
podemos considerar que nuestra conducta está por encima de todo reproche y dar por
terminada la conversación. Pero, pregunta Cavell, “¿qué pasa si hay un clamor de
justicia que no expresa el haber sido derrotado en una lucha desigual pero justa, sino el
haber sido excluido desde el principio?”29. A través del ejemplo de la situación de Nora
en la obra de Ibsen Casa de muñecas, muestra cómo la privación de una voz en la
conversación acerca de la justicia puede ser obra del consenso moral mismo. Fiel en
esto a su inspiración wittgensteiniana, argumenta que nunca deberíamos rechazar el
asumir la responsabilidad de nuestras decisiones invocando los imperativos de las reglas
o
principios
generales.
Considero que Cavell está en lo correcto al recalcar que lo que la filosofía de
Wittgenstein ejemplifica no es una búsqueda de certeza sino una búsqueda de
responsabilidad, y que lo que nos enseña es que reclamar algo [entering a claim] es
hacer una aserción y es algo que los humanos hacen y de lo cual ellos deberían ser
responsables. Este énfasis en el momento de la decisión y en el de la responsabilidad
nos posibilita concebir la política democrática de un modo diferente porque subvierte la
tentación siempre presente en las sociedades democráticas de disimular la existencia de
formas de exclusión bajo el velo de la racionalidad o de la moralidad. Excluyendo la
posibilidad de una completa reabsorción de la alteridad en la “unidad y armonía”, esta
insistencia en dejar siempre abierta la conversación acerca de la justicia establece las
bases
para
un
proyecto
de
“democracia
plural
y
radical”30.
Es valioso subrayar que una lectura como la de Cavell trae a la luz muchos puntos de
convergencia importantes entre Wittgenstein y la posición de Derrida acerca de la
indecidibilidad y la responsabilidad ética31. En la perspectiva de la deconstrucción,
“lo indecidible permanece cautivo, alojado, al menos como un fantasma -aunque un
fantasma esencial- en cada decisión, en cada evento de decisión. Su espectralidad
deconstruye desde dentro cualquier manifestación de la presencia, cualquier
certidumbre o supuesta criteriología que nos asegurara la justicia de una decisión”32.
Para Derrida, como para Wittgenstein, comprender la responsabilidad requiere que
abandonemos el sueño de un total dominio y la fantasía de que podríamos escapar de
nuestras humanas formas de vida. Ambos nos proporcionan un nuevo modo de pensar la
democracia que se aparta fundamentalmente del enfoque racionalista dominante. Un
pensamiento democrático que incorpore sus percepciones puede ser más receptivo
respecto de la multiplicidad de voces que comprende una sociedad pluralista y de la
necesidad de permitirles formas de expresión en lugar de esforzarse por alcanzar
armonía y consenso. En efecto, reconoce que, a fin de impedir la clausura del espacio
democrático, es necesario abandonar cualquier referencia a la idea de consenso que, por
estar fundada en la justicia y la racionalidad, no podría ser desestabilizada. El principal
obstáculo de tal visión “radical-pluralista-democrática” está constituido por la búsqueda
equivocada del consenso y de la reconciliación, y esto es algo que Wittgenstein, con su
insistencia en la necesidad de respetar diferencias, trae a primer plano de un modo muy
vigoroso.
Traducción: Eduardo Mattio
Notas
1 Hanna Pitkin, Wittgenstein and Justice, Berkeley, 1972, p. 337.
2 James Tully, “Wittgenstein and Political Philosophy”, Political Theory 17, 2, mayo
1989,
p.
172.
3 James Tully, Strange Multiplicity: Constitutionalism in an Age of Diversity,
Cambridge,
1995.
4 Ronald Dworkin, New York Review of Books, 17 de abril de 1983.
5 Michael Walzer, Spheres of Justice, New York, 1983, p. xiv. (Hay traducción
castellana: Las esferas de la justicia, México, FCE, 1993, p. 12).
6 John Gray, Liberalisms: Essays in Political Philosophy, Londres y New York, 1989,
p.
252.
7 Peter Winch, “Certainty and Authority” en A. Philipps Griffiths (ed.), Wittgenstein
Centenary
Essays,
Cambridge,
1991,
p.
235.
8 Richard Rorty, “Sind Aussagen universelle Geltungsanspruche?”, Deutsche
Zeitschrift
für
Philosophie,
vol.
42,
nº
6,
1994,
p.
986.
9 Richard Rorty, “Justice as a Larger Loyalty”, trabajo presentado en la 7ª Conferencia
de Filósofos Este-Oeste, University of Hawaii, enero de 1995, publicado en Justice and
Democracy: Cross-Cultural Perspectives, edición de R. Botenkoe y M. Stepaniants,
University of Hawaii Press, 1997, p. 19. (Hay traducción castellana: “La justicia como
lealtad ampliada” en Pragmatismo y política, Barcelona, Paidós, 1998, p. 122).
10 Richard E. Flathman, Towards a Liberalism, Ithaca y Londres, 1989, p. 63.
11 Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, I, § 241, Oxford, 1953. [Citamos
la versión castellana de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines, Investigaciones
filosóficas,
Barcelona,
Crítica,
1988.]
12
Ibid.,
I,
§
242.
13 Ludwig Wittgenstein, On Certainty, Londres, 1969, § 204. [Citamos la versión
castellana de Josep Lluís Prades y Vicent Raga, Sobre la certeza, Barcelona, Gedisa,
1995.]
14
Ibid.,
§§
611-612.
15 Véase al respecto Chantal Mouffe, The Return of the Polítical, Londres, 1993. (Hay
traducción castellana: El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo,
democracia
radical,
Barcelona,
Paidós,
1999).
16
James
Tully,
Strange
Multiplicity,
p.
105.
17
Ludwig
Wittgenstein,
Philosophical
Investigations,
I,
§
85.
18 Ibid. [Aquí parece haber un error en el original, pues si bien en la nota se refiere un
texto de Wittgenstein citado en la nota inmediatamente anterior, es claro que en el
cuerpo del artículo se alude a un texto de Tully. N. del T.]
19Ludwig
Wittgenstein,
Philosophical
Investigations,
I,
§
201.
20
Tully,
Strange
Multiplicity,
p.
107.
21 Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, I, §§ 66 y 67.
22 Hay muchas versiones del modelo de “democracia deliberativa”, algunas más
racionalistas que otras. Pero todas ellas comparten la visión de que la forma de la
democracia occidental es la superior y que sus instituciones tienen una validez
culturalmente trascendente debido a su más alto nivel de racionalidad. Una versión
habermasiana modificada de ese modelo, puede verse en Seyla Benhabib, “Deliberative
Rationality and Models of Democratic Legitimacy”, Constellations 1, 1, Abril de 1994.
23
Ludwig
Wittgenstein,
Philosophical
Investigations,
I,
§
206.
24
Ibid.,
§
217.
25 Stanley Cavell, Conditions Handsome and Unhandsome, Chicago, 1988, p. 21.
26
Ibid.,
p.
24.
27 Esta crítica de Cavell a Rawls puede verse en el capítulo 3 de su Conditions
Handsome
and
Unhandsome.
28 John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, MA, 1971, p. 533. (Hay traducción
castellana:
Teoría
de
la
justicia,
México,
FCE,
1979).
29 Stanley Cavell, Conditions Handsome and Unhandsome, p. xxxviii.
30 Esta visión de la “democracia radical y plural” es elaborada en Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic
Politics, Londres, 1985. (Hay traducción castellana: Hegemonía y estrategia socialista.
Hacia una política democrática radical, Madrid, Siglo XXI, 1987).
31 La existencia de varios puntos de convergencia entre Wittgenstein y Derrida es
discutida también, desde un punto de vista diferente, en el libro muy interesante de
Henry
Staten,
Wittgenstein
and
Derrida,
Oxford,
1985.
32 Jacques Derrida, “Force of Law: The ‘Mystical Foundation of Authorithy’”, en D.
Cornell et al. (eds), Deconstruction and the Possibility of Justice, New York, 1992, p.
24.
* Este artículo de Chantal Mouffe constituye el tercer capítulo de su libro The
Democratic Paradox, Londres, Verso, 2000. Su traducción fue posible gracias a una
beca de doctorado de la Secretaría de Ciencia y Tecnología de la Universidad Nacional
de Córdoba.
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