“¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13, 55) Homilía en la Misa por la fiesta del trabajo Catedral de Mar del Plata, 4 de mayo de 2012 Queridos hermanos: Comienzo dirigiendo un cordial saludo a las autoridades provinciales y municipales; a los señores representantes de los gremios y autoridades de la CGT, a los miembros y autoridades de la UCIP; empresarios y comerciantes; vecinos y queridos fieles. En mi carácter de Obispo de la diócesis de Mar del Plata, siento una profunda alegría de ver reunidos en esta iglesia catedral a todos los sectores que configuran el complejo y trascendente mundo del trabajo. La Iglesia es y quiere ser la casa de todos, el ámbito de comunión y la garantía de la unidad más profunda y constructiva, capaz de albergar a hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales, representantes de los más diversos y legítimos intereses, convocándolos al diálogo, al encuentro, a la búsqueda sincera del bien común de la sociedad. Nada de lo humano, donde se juegue el sentido de la vida, la lucha por la justicia y la dignidad del hombre, la paz social o el bien de la sociedad, puede resultar ajeno al corazón y a la preocupación de los pastores de la Iglesia. Una historia de veinte siglos da testimonio abundante de esto, por encima de las limitaciones humanas. Nos avalan los ejemplos de solidaridad permanente con los trabajadores y la luz de los principios básicos de la doctrina social de la Iglesia para resolver los problemas. Tenemos la convicción de que sin la gratuidad del amor ninguna sociedad podrá encontrar una convivencia armoniosa. Nuestra contribución más específica es la luz del Evangelio, que viene a confirmar y robustecer, pero también a elevar y superar, las certezas que pueden ser alcanzadas por la luz natural de la razón. Como es sabido, no aportamos soluciones técnicas, pero nuestra trayectoria histórica y la herencia de una sabiduría de dos milenios, nos ha permitido presentarnos como “expertos en humanidad”, según expresión feliz del papa Pablo VI, en su inolvidable discurso ante la ONU del 4 de octubre del año 1965. Como hemos escuchado en la lectura del libro del Génesis, el trabajo del hombre, mediante el cual pone la tierra a su servicio y se beneficia de sus frutos, es parte del plan de Dios y de la naturaleza humana desde el principio (cf Gn 1,26-29). El trabajo, por tanto, no es un fruto del pecado, sino que es anterior a él. Se trata de una necesidad del hombre y tiene que ver con su dignidad. Por el trabajo, los hombres colaboramos con la obra creadora de Dios, fraternalmente juntos y para un mutuo beneficio. El trabajo dignifica al hombre. Mediante él se defiende la vida y se muestra amor y respeto por la familia. Se trata de un deber, pues como advertía el apóstol San Pablo: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tes 3, 10; cf 1Tes 4, 11). Hoy en día es urgente recrear una cultura del trabajo estable que supere toda solución provisoria como sería el trabajo precario o una cultura de la dádiva. Además de un deber del hombre, el trabajo es también de un derecho que la sociedad debe garantizar, pues mediante el trabajo el hombre ejercita capacidades de su naturaleza y de ese modo se perfecciona a sí mismo. El hombre es el sujeto del trabajo y la finalidad del mismo. O dicho en otras palabras, el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo, como nos recordaba el beato papa Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens (cf LE 6). “La privación del trabajo a causa del desempleo es casi siempre para su víctima un atentado contra su dignidad y una amenaza para el equilibrio de la vida. Además del daño personal padecido, de esa privación se derivan riesgos numerosos para su hogar (cf LE 18)” (Catec.I.C. 2436). Si bien es parte de la naturaleza del hombre, el pecado ha introducido un desorden que desde su corazón tiende a trasladarse a sus relaciones en la sociedad. El Evangelio de Jesucristo, el humilde hijo adoptivo de José, el carpintero de Nazaret, nos brinda una luz superior para explicar y superar las inevitables tensiones sociales que giran en torno a esta realidad. En su encíclica sobre el trabajo, el papa Juan Pablo II se dirigía a todas las partes que integran el mundo laboral, los empresarios, los representantes de los trabajadores, las organizaciones sindicales y, en su medida, los poderes públicos, a fin de crear la conciencia de la necesidad del diálogo y de la negociación, como único camino para superar las tensiones (cf LE 11). Como Obispo, me debo a todos, y deseo aportar lo que puede brindar la Iglesia, a través de su Pastoral Social. Ante todo un ámbito de encuentro y de intercambio fraterno. El Obispo es padre y pastor y sabe de puntos de vista y de dificultades, pero desea con ardor que se aúnen criterios para encontrar soluciones con medidas realistas, donde cada parte quizás deba ceder un poco en sus aspiraciones, buscando el bien común. La mira debe estar puesta ante todo en las necesidades de cada familia, de cada niño, especialmente de los más desprotegidos, de cada hombre y mujer que vive y espera de cada uno de los actores del ámbito laboral, empresarial y político, que den lo mejor de sí para hacer una Patria justa y fraterna. Muchos esfuerzos se realizan en diversos ámbitos para llevar adelante una equitativa distribución de bienes y una organización más humana del mundo laboral. Pero es cierto que muchas veces, ante los numerosos problemas, hay una tentación de derrotismo en la cual no debemos sucumbir. Los problemas son muchos por cierto, pero el Amor y la Sabiduría de Dios son infinitos, y en la mirada de muchos de ustedes, con los que he hablado y me he reunido, encuentro fe en Dios e invencible esperanza, ganas de trabajar para el bien de todos nuestros hermanos. La sabiduría del vivir en sociedad enseña que el diálogo donde se procura brindar razonable satisfacción a las diversas partes, nos lleva a la paz social y al bienestar de las familias. Pero si en la puja de poderes, intereses y sectores escuchamos a unos y rechazamos o ignoramos a otros, finalmente todos perdemos aunque parezca que hemos vencido. Nos encontramos aquí para rezar a Dios por el Mundo del Trabajo, que como ámbito de suma importancia para la Patria, debe ser especialmente evangelizado. Desde nuestras diversas funciones, debemos nos cabe hacer algo importante para lograr que 2 esta realidad reciba soluciones serias a tantos problemas “viejos y nuevos” que aquejan a todos pero vulneran especialmente a los hermanos y hermanas más desprotegidos. La Eucaristía que celebramos, es el sacramento por el cual se enciende nuestra esperanza de un mundo mejor. Aquí, como enseña el último concilio, “los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” (GS 38). La figura de San José obrero, puede ayudarnos a fortalecer nuestra voluntad de conductas solidarias. El trabajo, asumido y santificado por el mismo Cristo, con sus fatigas y sus pruebas, es también una forma de asociación a la obra redentora de este mundo. Me dirijo en primer lugar a los trabajadores y especialmente a aquellos más pobres, más humildes y menos tenidos en cuenta, para que sepan que como padre y pastor rezo por ustedes. Pero mi oración alcanza también a los empresarios y a los poderes públicos pues todos son actores indispensables y necesarios en la construcción de una patria, una región y una ciudad donde el hombre y sus necesidades temporales y espirituales sean mejor satisfechas y atendidas. Deseo concluir con palabras tomadas del Concilio Vaticano II: “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres por lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo” (Gaudium et spes 35). Con mi bendición para todos. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3