EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN

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EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN
ÍNDICE
1. Vida
2. La verdad y la iluminación
3. Razón y fe
4. Adecuación del orden político a la fe
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1. Vida
San Agustín es una de las figuras más interesantes de su tiempo, del
cristianismo y de la filosofía. Nació en el año 354, en Tagaste, cerca de Cartago,
en la franja norteafricana más romanizada y cristianizada. La primera persona
que influye en su vida es su madre, santa Mónica, que con la hondura de su fe
cristiana y la coherencia de su vida puso los cimientos para la futura conversión
de su hijo.
Estudiante de letras y retórica en Cartago, se enamora de una mujer con
la que convivirá más de diez años, de quien nacerá su hijo Adeodato. La tercera
influencia viene por la lectura de un diálogo de Cicerón actualmente perdido, el
Hortensius. “De repente pareció despreciable a mis ojos toda esperanza vana,
y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la sabiduría inmortal”
(Confesiones). Pero en el amor a la verdad contagiado por el Hortensius había
una sombra: la ausencia de Cristo, “nombre que mi corazón aún tierno había
bebido piadosamente junto con la leche materna y lo conservaba profundamente
grabado, de forma que todo lo que no llevase este nombre, por literariamente
elegante y por verídico que resultase, no acababa de conquistarme”. Agustín se
dirigió entonces hacia la Biblia, pero le resultó lectura árida e incomprensible:
¿cómo podía decirse que Dios es bueno y que ha creado un mundo donde
abunda el mal?.
Tenía diecinueve años, y buscó en el maniqueísmo una doctrina de
salvación donde hubiera un lugar para Cristo. El maniqueísmo era una religión
fundada por el persa Manes en el siglo III. Contenía muchos elementos
cristianos, pero su rasgo distintivo era un dualismo radical en la concepción del
bien y del ma1, entendidos como principios no sólo morales sino subsistentes y
divinos. El maniqueísmo renuncia a la fe y pretende explicar todo por la pura
razón, pero sus razones tampoco convencieron a san Agustín. Un encuentro con
el obispo maniqueo Fausto le alejó definitivamente de tal postura.
Su nuevo paso lo dio hacia el escepticismo de la Academia neoplatónica,
pero ni le convenció el escepticismo ni encontró allí a Cristo. Entonces se produjo
el encuentro decisivo con Ambrosio, obispo de Milán, que le hizo inteligible la
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Biblia y le enseñó el sentido de la fe y de la gracia de Dios. Agustín juzgó la
elocuencia de Ambrosio como un profesional, pero “al mismo tiempo entraba en
mí la verdad de manera paulatina, especialmente después de oírle exponer y
resolver pasajes oscuros del Antiguo Testamento, que yo tomaba antes al pie de
la letra y me dejaban frío”.
Un día, en medio de una crisis de llanto y ansiedad, de pesimismo y
arrepentimiento, oye una voz que le ordena: “Tolle, lege”, “toma, lee”. Agustín
abre al azar el Nuevo Testamento y se encuentra con una página de san Pablo
que alude a la vida de Cristo frente a los desórdenes de la carne. Entonces se
siente lleno de luz y totalmente cristiano. Desde ese momento su vida es otra,
dedicada por completo al estudio y a la práctica de la religión cristiana. Es
bautizado por san Ambrosio, llora la muerte de su madre y regresa a
Cartago. Dos años más tarde, muere Adeodato. Luego es ordenado sacerdote en
Hipona y consagrado al poco tiempo obispo de esta misma ciudad. Desde
entonces, su actividad pastoral e intelectual es extraordinaria, hasta su muerte
en agosto de 430.
Su primera obra, las Confesiones, quizá la autobiografía más leída de la
historia, nos narra, con una introspección psicológica insuperable, los primeros
treinta años de su vida. Su obra cumbre, muy posterior, es De civitate Dei (La
ciudad de Dios). Constituye la primera filosofía de la historia, reflexión de un
espectador privilegiado de la caída del Imperio romano.
El objetivo de la filosofía de san Agustín, común a muchos filósofos de la
Antigüedad, es alcanzar la verdad y la felicidad. San Agustín buscará toda su
vida la verdad sobre Dios y sobre el hombre, y la encontrará en Cristo. En esa
verdad, que se identifica con una Persona, encontrará también la felicidad.
Toda la filosofía de san Agustín expresa el esfuerzo racional de
comprender la verdad que encuentra en la fe cristiana. Razón y fe son
realidades distintas, pero se complementan. San Agustín encuentra en la
verdad revelada lo que colma la insuficiencia de la verdad filosófica. Entiende
que la razón cristiana descansa en la verdad suministrada por la fe. La fe
purifica y esclarece los ojos del alma humana, y la libera de la oscuridad de
los sentidos. Mediante esta purificación, el alma se eleva por encima de lo
sensible y alcanza lo inteligible.
2. La verdad y la iluminación.
“No pretendas ir fuera de ti. Vuélvete a ti mismo. En el hombre interior
habita la verdad”. El pensamiento de san Agustín se centra en la relación del
alma con Dios. Condicionado por una serie de conversiones sufridas en su
propia existencia personal, entendió la vida humana como una búsqueda de la
felicidad en Dios, a través del amor. Su punto de partida es la intimidad de la
conciencia, desde donde se eleva a la trascendencia divina.
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El punto de arranque de su pensamiento será la negación del
escepticismo, pues la duda de toda verdad se contradice: es verdad que duda.
Si Descartes dirá el célebre “pienso, luego existo”, san Agustín dice, de forma
muy parecida, “si dudo, existo”, si enim fallor, sum.
San Agustín interpreta el problema del conocimiento como un proceso
concatenado:
1. Por las sensaciones, el alma conoce los objetos del mundo exterior a
ella. Los sentidos no nos engañan, aunque nosotros podemos
engañarnos al considerar que las cosas existen objetivamente del mismo
modo en que aparecen. Es consciente de la relatividad de las impresiones
y, además, no considera que el objeto propio de nuestro conocimiento
sean los objetos aprehensibles por los sentidos. Son sólo el punto de
partida, aunque el mejor punto de partida es el alma misma. El grado
más bajo de conocimiento es el conocimiento sensible.
2. Pero el alma es capaz de juzgar el mundo contingente que conoce por
los sentidos con criterios necesarios y universales, ya sean matemáticos,
geométricos o morales.
3. Surge entonces la pregunta de cómo llegan al alma estos criterios de
conocimiento. ¿Los fabrica el alma misma? Parece que no, pues el alma
también es mudable, y los criterios son inmutables.
4. Los criterios inmutables de verdad son rationes intelligibiles
incorporalesque rationes, los modelos inteligibles de que hablaba Platón.
San Agustín conoce la teoría platónica de las “ideas”, y las traduce por
rationes, admitiendo que su valor es tal que nadie puede ser filósofo si
no tiene conocimiento de las “ideas”. Y afirma que las ideas son “las
formas fundamentales o las razones estable e inmutables de las cosas.
Y aunque no nazcan ni mueran, sobre su modelo se halla constituido y
formado todo lo que nace y muere”.
Pero Agustín rectifica a Platón en dos puntos:
1. Convierte las ideas en pensamientos de Dios. El lugar de las ideas es
la mente divina.
2. Replantea la doctrina de la reminiscencia y habla de iluminación. La
reminiscencia platónica implicaba la preexistencia del alma, y esa
posibilidad es excluida por el creacionismo agustiniano. ¿Qué es la
iluminación? San Agustín responde: “Del mismo modo que en el sol
pueden advertirse tres cosas: que existe, que brilla y que ilumina, en el
Dios inefable que quieres conocer hay en cierto sentido tres principios:
que existe, que es inteligible y que vuelve inteligibles todas las demás
cosas, “porque ninguna criatura, por muy racional e intelectual que sea,
se ilumina por sí misma, sino que es iluminada por participación en la
verdad eterna”.
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También a la luz de Dios descubre el hombre verdades eternas impresas
en su corazón: verdades teóricas y prácticas que deben regir la conducta
libre, que no son arbitrarias sino diseñadas por Dios para la naturaleza
humana.
San Agustín considera que la noción de verdad, admite varios
significados, el más alto de los cuales se identifica con Dios. Por consiguiente,
la demostración de la existencia de la verdad en el entendimiento humano
coincide con la demostración de la existencia de Dios. La prueba central de la
existencia de Dios es la que parte del pensamiento. El punto de partida de esa
prueba es la aprehensión por la mente de verdades necesarias e inmutables.
Esas verdades son superiores a la mente, transcienden y gobiernan el
pensamiento. Pero las verdades eternas deben estar fundadas en el ser,
reflejar el fundamento de toda verdad (así como las fantasías humanas reflejan
la imperfección de la mente humana o las impresiones de los sentidos reflejan
los objetos corpóreos en los que tienen su fundamento), por ello las verdades
eternas reflejan su fundamento, la Verdad misma, reflejando la necesidad e
inmutabilidad de Dios.
También utiliza una prueba a partir de los objetos corpóreos. En la
Ciudad de Dios se dice textualmente: “el mismo orden, disposición, belleza,
cambio y movimiento del mundo y de todas las cosas visibles, proclaman
silenciosamente que sólo pueden haber sido hechos por Dios, el inefable e
invisiblemente grande, el inefable e invisiblemente bello”.
3. Razón y fe.
Con el final del periodo patrístico y el comienzo de la Edad Media la
filosofía se vuelve ancilla theologiae (sierva de la teología). Apoyándose en un
texto del profeta Isaías, san Agustín no se cansa de repetir que la fe ilumina la
razón, y que la razón nos lleva a la cumbre de la fe. En una célebre fórmula
nos dice que hemos de entender para creer, y hemos de creer para entender:
intellige ut credas, crede ut intelligas (razona para creer, cree para entender).
Así pues, aunque la fe precede y tiene cierta prioridad sobre la razón, no es
incompatible con ella, antes bien, la reclama y necesita.
La postura agustiniana se encuentra muy lejos del fideísmo, que siempre
representa una forma de irracionalismo. La fe no suplanta a la inteligencia. Al
contrario, la estimula e ilumina. La fe es un asentimiento racional, cogitare
cum assesione (un modo de pensar asintiendo), porque sin pensamiento no
podría haber fe. Parte de la recompensa de la fe es el aumento de claridad
racional. De manera análoga, la fe es recompensa del buen razonar, y la razón
de ninguna manera elimina la fe, sino que la refuerza y aclara: el hombre debe
buscar a Dios con toda su inteligencia. Por tanto, fe y razón son
complementarias. El credo quia absurdum (creo porque es absurdo) de
Tertuliano es un planteamiento completamente extraño a san Agustín, que
resume su postura en este párrafo de su obra Contra académicos:
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“Considero como algo definitivamente cierto que no debo alejarme de la
autoridad de Cristo, porque no hallo ninguna otra más valida. Por tanto, con
respecto a aquello que se debe alcanzar mediante razonamiento filosófico, confío
en encontrar en los platónicos tesis que no repugnen a la palabra sagrada. Ésta
es mi disposición actual: deseo aprender la verdad no sólo con la fe sino
también con la inteligencia”.
En el citado pasaje, Agustín invoca a los platónicos, y aquí no está de
más recordar que Platón recomendaba llegar a las verdades últimas a través
de la propia inteligencia y de la autoridad de hombres sabios, “a menos que se
pueda hacer ese viaje de una manera más segura y con menor riesgo, sobre
una nave más sólida, esto es, confiándose a una revelación divina”. Para
Agustín, esta nave existe: es Cristo crucificado. Por eso nos dice que “nadie
puede atravesar el mar de la vida si no es conducido por la cruz de Cristo”.
Éste es precisamente el “filosofar en la fe”, un mensaje que ha cambiado
durante muchos siglos el pensamiento occidental.
Es la razón quien acepta el objeto de la fe: Cristo. Es la razón quien
examina los motivos de credibilidad. La Iglesia manda creer, pero ofrece unas
garantías que la razón puede evaluar. Nos manda abrir los ojos a verdades
históricamente verificables. Por eso Agustín nos dice: intellige ut credas,
entiende para poder creer a la vez que nos insiste en que el mejor
entendimiento de la fe viene dado por la misma fe: crede ut intelligas. La fe
ilumina al hombre y le otorga, como recompensa, intelligentia summa.
El proceso agustiniano de compenetración entre la fe y la razón va del
entender al creer del creer al entender y del creer y entender al amor. Su
anhelo supremo es conocer la Verdad para amarla, y no le importa que los
procedimientos para alcanzarla pertenezcan a la fe o a la razón. Para san
Agustín, la verdad plena y total sólo se encuentra en el cristianismo, con el
cual hay que contrastar las doctrinas de los filósofos. Por eso, su firme
creencia no sólo no le impide abrirse a la filosofía sino que le lleva a hacerlo en
actitud de recoger todo cuanto encuentre de bueno y aprovechable.
Para el joven Agustín, la filosofía concebida como dialéctica era la
cumbre de la sabiduría. Después de su conversión, Agustín reconoce que su
anterior admiración por la filosofía era exagerada, pues la felicidad reside en
amar a Dios hasta vivir con Él en la vida futura, y el camino para ello no es la
filosofía sino Cristo.
4. Adecuación del orden político a la fe.
S. Agustín, llevado quizá de un rigorismo teológico, considera que no es
justicia auténtica sino aquella en la que a Dios se le dé lo que debe dársele y
puesto que somos criaturas de Dios, debemos someternos a su autoridad y
no a otras autoridades. “La justicia que consiste en que el sumo Dios impere
sobre la sociedad”
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Por eso concluye que sólo es una sociedad ordenada, justa o de derecho
aquella en que se realice tal idea de justicia, es decir, aquella que es orientada
por las órdenes o mandamientos de Dios, permitiendo así que cada hombre
de esa sociedad pueda llevar una vida ordenada, como la del creyente que
tiene por objeto de su amor a Dios y al prójimo. Se trata, pues, de una
sociedad orientada o iluminada por la fe cristiana. Sólo una sociedad
impregnada por esos valores o por esta idea de justicia es una sociedad de
derecho o justa. Por eso afirma, yendo más allá, que sin la vigencia de esa
justicia, no hay propiamente sociedad (o pueblo), ni comunión de intereses
que es lo que permite a un pueblo configurarse en Estado porque no tiene una
empresa común (política); lo que habrá, en realidad, es un “conjunto de
bestias”, no un pueblo o sociedad y, al mismo tiempo, tampoco podrá el
hombre individual llevar un vida “como Dios manda”, una vida en la que “ el
alma impere sobre el cuerpo y la razón sobre los vicios”.
En resumen, S. Agustín está describiendo el fundamento de lo que él
llama “Ciudad de Dios” una sociedad presidida por el amor a Dios sobre
todas las cosas, hasta el desprecio de sí mismo, frente a la “ciudad terrenal”
que sólo es motivada por el amor del hombre a sí mismo, hasta el olvido de
Dios. Dos amores, pues, fundaron dos ciudades: la ciudad terrena y la
celestial. La condena y la felicidad eternas aguardan a los ciudadanos de una
y otra, pero a lo largo de la historia humana lucharán siempre la civitas
Dei y la civitas terrena. San Agustín, espectador privilegiado de la caída de
Roma, redactó La ciudad de Dios, una enorme obra en la que reflexiona sobre
el sentido de la historia. (Es la primera “filosofía de la historia” que
interpreta la evolución de las sociedades en función de la lucha de dos
posiciones antagónicas).
Este ideal de sociedad es perfectamente coherente con la posición del
autor en las relaciones entre razón y fe. Aunque la razón (con el añadido de
la gracia) pueda conducirnos a la adquisición de la fe, es la fe la que iluminará
a la razón en sus posteriores indagaciones, ya que la fe va más lejos que la
razón. Del mismo modo, si la sociedad no está orientada por los criterios de la
fe, esa sociedad no será justa, ni permitirá a los hombres alcanzar el fin al que
están llamados. Luego, la sociedad debe estar orientada por esta idea de
justicia para así permitir a cada hombre alcanzar el fin al que está, en
principio, destinado.
Por último, cabría añadir que quizá en esta postura de S. Agustín esté el
origen de la teoría de la primacía de la Iglesia sobre el Estado, teoría que va
a perdurar a lo largo de la Edad Media con altibajos, y cuyos hitos principales
son la teoría de las “dos espadas” (supremacía del poder espiritual, del Papa,
sobre el poder terrenal, de los reyes) y la bula “Unam sanctam” de Bonifacio
VIII (bula en la que se declara con absoluta radicalidad la supremacía del
poder espiritual). También se ha interpretado como una minimización del
papel del estado.
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