Paraísos artificiales MARTÍN PAREDES OPORTO A propósito del convulso comienzo de año protagonizado por Antauro Humala y su movimiento etnocerista en la comisaría de Andahuaylas, se ha hablado mucho sobre cierto tipo de movimientos políticos que en la región andina —específicamente en Ecuador, Bolivia y Perú— aparecen arriando banderas nacionalistas-indigenistas que, en vastos sectores quechuas y aimaras donde la pobreza es honda y permanente, tienen una apreciable acogida y, desde la otra orilla, son calificados como retrógrados, arcaicos, premodernos y hasta bárbaros. Excluyendo el caso del etnocacerismo, movimientos políticos mucho mejor organizados y acaso algo más coherentes ideológicamente se levantan en la región andina y logran derrocar gobiernos constitucionalmente elegidos, como fueron los casos de Jamil Mahuad en Ecuador o recientemente Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia. Pero, a su vez, muestran en esos mismos actos de fuerza su debilidad y carencia de una mirada de largo plazo para construir una propuesta política equivalente o superior a la que lograron derruir, a pesar de que los movimientos indígenas en Ecuador y Bolivia han contribuido a crear nuevas formas de participación política, como es el caso de algunos municipios de mayoría indígena en Ecuador, y haber incorporado en el proceso político a quienes justamente fueron excluidos sociales en esos países.1 ¿Cómo se complementa la democracia representativa con movimientos políticos de base indígena que reivindican en sus proclamas la mitificación del incanato, el nacionalismo autárquico y la disciplina comunal, «ideas expandidas en el segmento arcaico de la sociedad peruana»?2 Difícil y a veces ruda vecindad que se vuelve aún más problemática cuando la clase política es cada vez menos representativa y la democracia, para los sectores excluidos, se convierte en una palabra huera, desechable, intercambiable, vana. O simplemente en solo eso: una palabra. Es precisamente cuando aumenta la sensación generalizada de insustancialización de la democracia en la población, que discursos radicales con algunos —o demasiados— estribillos antidemocráticos logran prender entre las masas descontentas y pauperizadas. En un reciente artículo, Alberto Adrianzén definía la situación por la que atraviesa el espacio andino como la confirmación de unos «Estados fallidos», inmersos en una lógica perversa en la que la pobreza genera caos y violencia y estos, a su vez, crean pobreza: un círculo vicioso que lleva a una parálisis de las sociedades haciéndolas inviables.3 El informe sobre democracia del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)4 advierte sobre la fragilidad del sistema democrático en la región andina, el riesgo de un regreso al autoritarismo y reconoce un panorama de limpias democracias 1 Kahhat, Farid. «Andes ardientes», Cuestión de Estado, 35, noviembre de 2004, p. 73. 2 Barnechea, Alfredo. «Reflexiones sobre Andahuaylas». Correo, 9 de enero de 2005. 3 Adrianzén, Alberto. «¿Qué crisis?». La República, 10 de febrero de 2005. 4 La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos. PNUD, 2004. 2 electorales pero que no llegan a ser democracias de ciudadanos. Ello, porque la región sigue siendo una de las más desiguales en cuanto a distribución de ingresos y no registra ningún avance significativo en la reducción de la pobreza. La pregunta que se desprende de este informe es medular: ¿puede mantenerse la democracia en un escenario de gran desigualdad y pobreza? O, mejor dicho, ¿cuánta desigualdad puede aguantar una democracia endeble como la nuestra? Las preguntas no son inútiles si tenemos en cuenta que cada cierto tiempo salen al frente líderes de movimientos que reclaman el poder para sí y que, con un discurso milenarista y francamente vetusto, se ubican en las antípodas de los valores democráticos. Como bien señala el informe del PNUD, «no puede existir democracia como forma de organización y vida en una sociedad sin una institucionalización política y un poder constituido en la forma de Estado». Sería una necedad no entender la urgencia de una verdadera modernidad política que incluya a los grupos étnicos en un sistema político que peca de etnocéntrico, tradicional, elitista y arcaico. Como en el sistema económico, en el que una minoría disfruta su dominio del mercado a costa de millones de excluidos, así también otra minoría política — verdaderas «oligarquías electorales»— eleva la muralla de la participación para seguir gozando de sus privilegios y obstruyendo la reconstrucción de la representatividad. Si miramos el área andina veremos que en Ecuador Lucio Gutiérrez, el ex coronel que lideró la rebelión que derrocó a Jamil Mahuad, llegó al poder gracias a la ayuda del movimiento indígena Pachacutik; en Bolivia, Gonzalo Sánchez de Losada fue derrocado y ahora Evo Morales es un líder político al que, más allá de 3 cualquier diferencia político-ideológica, no hay que subestimar. En ambos países, el componente indígena es un factor importante en la dinámica de los movimientos sociales que se autodefinen en términos étnicos, mientras que en el Perú la dimensión étnica se expresa de una manera distinta y las ciencias sociales, al tratar el tema, enfatizaron erradamente la noción de identidades milenarias, telúricas, inmutables. En Bolivia, desde la década de 1970 surgen grupos como el Movimiento Revolucionario Túpac Katari; si bien esta agrupación no tuvo éxito en lo político, influyó en la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia. En 1990, grupos étnicos del oriente boliviano agrupados en la Coordinadora de los Pueblos Indígenas del Beni realizaron una marcha «por el territorio y la dignidad» hasta La Paz. A fines de 1961, en Quito, de apenas 400 mil habitantes, entre 10 y 15 mil indígenas recorrieron las calles y plazas bajo las banderas de la Federación Ecuatoriana de Indios, entonces la única agrupación de campesinos indígenas fundada en 1947 y controlada por el Partido Comunista. En 1990, la Confederación Nacional Indígena del Ecuador (CONAIE), fundada en 1986 y dirigida por intelectuales rurales y urbanos, llegó a organizar un exitoso paro nacional; entonces se hablaba del tránsito de sujetos-indios (masa de población sometida a vínculos neocoloniales) a ciudadanos-étnicos. En el Perú de hoy ¿quiénes y cuántos se consideran a sí mismos como indígenas? O dicho de otra manera, ¿de qué sirve ser indígena hoy en el Perú? Cada vez que resuenan —estentóreas— en las bocas de caudillos de turno arengando a masas frases como «glorioso incario», intentando exacerbar en el público un mito propagado desde la escuela en el que los incas aparecían como seres 4 superiores (y altos y robustos y no robaban ni mentían ni haraganeaban) y el incanato como nuestro paraíso perdido y jamás recuperado, hay que tener cuidado. Es el discurso más fácil para poblaciones con un bajo nivel de educación, la pobre educación que brinda el Estado, por cierto. Como en los cuentos de hadas, nuestro país del nunca jamás revive en la mente de quien lo escucha. Estas voces que recorren los Andes como el fantasma de la metáfora marxista incitando nacionalismos de diverso tipo, desafiando al régimen democrático, que probablemente representen un segmento político de la población olvidada o utilizada electoralmente por los partidos políticos y desengañada de cualquier promesa. En Bolivia, la reciente autonomización administrativa de los criollos prósperos de Santa Cruz ha sido respondida por los dirigentes indígenas en un intento de refundar un país autóctono: el Kollasuyo. En una región como la andina, definida hoy por su inestabilidad, un hecho de esta naturaleza remueve los conchos telúricos en los provincianos más radicales. En Puno saltaron voces pidiendo ya la autonomía, quizá como expresión de desencanto con la regionalización.5 Es peligroso y hasta abusivo azuzar aquí sentimientos marcadamente étnico-nacionalistasseparatistas, cuando lo que se tiene en la realidad es simplemente una democracia maltrecha y debilitada. Pienso en el disparatado movimiento etnocacerista —es cierto, es el ejemplo más radical pero significativo— y en ese estandarte mezcla de Tahuantinsuyo y legión romana, con su águila germánica de latón sobre una «cruz incaica», copiado de la insignia militar de la Wehrmacht 1933-1945, y al lado Antauro Humala —encarnación de la gran 5 Lauer, Mirko. «Autonomía de candelaria». La República, 1 de febrero de 2005. 5 esperanza cobriza, capaz del más sanguinario disparate—, y sé que cualquier iluminado puede manipular a las personas aprovechándose de su pobreza, haciéndoles creer en mitos del pasado, paraísos artificiales a la vuelta de la esquina para satisfacer deseos de poder, estos sí, muy terrenales. En el caldo espeso de la política, el usufructo de lo andino, del Ande o de lo indígena, mezclado con nacionalismos raciales anacrónicos y un proyecto político autoritario, es un negocio sumamente peligroso pero rentable electoralmente. Los indigenistas ya no son lo que eran. desco – Revista Quehacer / Enero-Febrero 2005. 6