Homilía en la Vigilia Pascual. Iglesia Catedral. 7 de abril, 2012

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“Noche verdaderamente feliz”
(Pregón pascual)
Homilía de la Vigilia Pascual
Catedral de Mar del Plata, 7/8 de abril de 2012
Queridos hermanos:
Estamos en la “noche santa en la que nuestro Señor Jesucristo pasó de la muerte a la
Vida”. El Pregón pascual la llama “noche verdaderamente feliz” y “clara como el día”.
Al contemplar el triunfo de Cristo y la gloria de su humanidad resucitada, deseamos
quedar “inundados de tanta luz”. Éstas y muchas otras expresiones emplea la liturgia
para manifestar su gozo. Podemos decir que en la Vigilia pascual la Iglesia no teme
derrochar y, por eso, acude a los mejores recursos para comunicar su asombro y su
incontenible gozo.
Tan grande es la alegría, que nos hace olvidar la penuria de la condición humana y,
casi forzando la lógica y el lenguaje habitual, ante la revelación de la belleza suprema,
oíamos exclamar en el Pregón: “¡Oh feliz culpa, que nos mereció tan noble y tan grande
Redentor!”
En cuanto ofensa a Dios, la culpa es abominable y causa de la desdicha de los que
somos hijos de Adán y desterrados hijos de Eva. Pero sin ser la causa, el pecado fue la
ocasión para que se manifestara el insondable y misericordioso amor de Dios, revelado
en Jesucristo, quien resucitado por el Espíritu Santo, resplandece como la hermosura
insuperable de toda la creación, que en él alcanza la más alta cima de su gloria. No nos
extrañe, pues, haber oído cantar en el lenguaje poético de la Iglesia, superada por la
alegría del acontecimiento que da sentido a la historia: “¡Pecado de Adán ciertamente
necesario que fue borrado con la sangre de Cristo!”
La pedagogía divina supera ampliamente a la humana. Para atraernos a nosotros los
hombres hacia sí y vencernos por el amor, primero se dejó vencer por nosotros, para
luego asociarnos a su propio triunfo. “¡Qué admirable es tu bondad con nosotros! ¡Qué
inestimable es la predilección de tu amor: para rescatar al esclavo entregaste a tu propio
Hijo!”
Si la naturaleza humana es de suyo inferior a la angélica, por la Encarnación del
Hijo de Dios y su Resurrección gloriosa, hemos alcanzado en él una gloria inefable,
pues los mismos ángeles se subordinan a este Hombre-Dios, del que somos sus
miembros, y se unen a nosotros en la misma Iglesia para cantar juntos un himno
incomparable. Con razón oiremos decir en el Prefacio de esta Misa: “Con esta efusión
del gozo pascual, el mundo entero está llamado a la alegría junto con los ángeles y los
arcángeles que cantan un himno a tu gloria”.
Por eso, la Pascua es la fiesta suprema donde se une la gloria de Dios con la del
hombre, la alegría de la Iglesia y el esplendor del universo.
La luz del cirio que disipó la oscuridad de este templo, es símbolo de Cristo, luz del
mundo, que con su resurrección viene a vencer nuestras tinieblas y las del mundo
entero. La transmisión mutua de la luz, es signo del compromiso que hemos contraído
de difundirla alrededor nuestro.
El mismo Señor que dijo: “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no andará en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12), nos dijo también: “Ustedes son la
luz del mundo (…). Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en
ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el
cielo” (Mt 5,14.16). Nuestra luz viene de Él y debemos propagarla.
La sobreabundante riqueza de las lecturas bíblicas, nos ayuda a descubrir la unidad
profunda de toda la Sagrada Escritura, donde el misterio pascual de Cristo muerto y
resucitado es el centro de toda la historia de la salvación, la fuente del sentido y la luz
que ilumina cada página.
El retorno del Alleluya y el canto del Gloria, el sonar de las campanas y el perfume
del incienso, la aspersión con el agua y la renovación de las promesas bautismales, no
nos dejan dudas: “¡Noche verdaderamente dichosa, en la que el cielo se une con la tierra
y lo divino con lo humano!”
La renovación de las promesas bautismales deberá surgir desde lo más profundo de
nuestras convicciones. Que nuestras respuestas no sean meramente rituales, sino que
más que nunca concuerden con nuestra mente y nuestro corazón. El Bautismo es para
nosotros la participación en el misterio de la muerte y sepultura de Cristo. Lo hemos
escuchado en las palabras de San Pablo en su Carta a los Romanos: “¿No saben ustedes
que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su
muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como
Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva”
(Rom 6,3-4).
El Bautismo ha introducido en nosotros un germen de Vida eterna, un comienzo del
cielo, y es por tanto compromiso de santidad. Pero lo que el Bautismo ha iniciado, la
Eucaristía lo lleva a plenitud durante nuestra marcha por esta vida, pues nos hace entrar
en contacto sacramental con el Señor resucitado. Por ella ingresamos en las bodas del
Cordero, en espera del día en que los velos sacramentales cedan el paso a la visión
inmediata de la gloria del Resucitado, cuando Cristo nos sacie no ya mediante el
sacramento, sino con la visión cara a cara de Dios, inundándonos con la luz de su
Espíritu.
Al salir de este templo, la vida cotidiana, tanto personal como social, seguirá sin
duda planteándonos desafíos y presentándonos oscuridades. Pero la celebración de esta
Vigilia nos habrá reconfortado y dispondremos de luz para interpretar, de fuerza para
resistir y de alegría y paz para comunicar a otros.
Amemos este tiempo a pesar de sus deserciones y apostasías respecto de las
verdades de fe y de razón natural que en otro tiempo iluminaron la vida y la cultura de
los hombres. No nos dejemos vencer por el pesimismo al contemplar el olvido de la ley
divina y natural. A pesar de nuestros desvaríos Dios sigue amando y buscando a los
hombres envueltos en sus tinieblas.
No nos vendamos los ojos. Llamamos a las cosas por su nombre. Pero bien sabemos
que la luz de Cristo es más poderosa que las tinieblas del mundo y que Él tendrá la
última palabra de la historia.
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Cristo glorioso quiere que seamos sus instrumentos en la recuperación de los valores
y principios que hacen a la dignidad humana, como el respeto irrestricto por la vida, el
valor de la familia fundada en el matrimonio indisoluble entre el varón y la mujer,
abierto a la comunicación de la vida y la educación de los hijos; así como la vigencia
del derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones morales y
religiosas, y la promoción del bien común de una sociedad que incluya a todos y
promueva a los más pobres y necesitados.
Todo esto habrá de concretarse en una larga paciencia de siembra cotidiana,
sostenida por la esperanza. La lógica de la Providencia divina que guía la historia
respetando la libertad de los hombres, se oculta a nuestra mirada ansiosa y limitada.
En las fatigas de nuestro testimonio ante el mundo nos ayuda con su intercesión la
Madre de Jesús resucitado. También a ella cantaremos esta noche como lo merece.
Queremos que su fidelidad sea la nuestra.
Deseo cerrar esta homilía con las palabras iniciales de nuestra celebración: “Que la
luz de cristo gloriosamente resucitado disipe las tinieblas de la mente y del corazón”.
Queridos hermanos ¡feliz Pascua para ustedes y los suyos!
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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