1 Palabras de Miguel Cruchaga, Decano de la Facultad de Arquitectura

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Palabras de Miguel Cruchaga, Decano de la Facultad de Arquitectura
En la antigüedad, antes de que existieran las universidades, quienes aspiraban a
ejercer una profesión artística, acudían a los talleres de los pintores o los arquitectos a
servirlos, a cambio de ir descubriendo los secretos del oficio.
La principal curiosidad que los convocaba a esa proximidad era familiarizarse con las
motivaciones, las fuentes y los procesos –a veces inconscientes– que iba develando el
maestro, mientras concebía sus creaciones. Lo que aportaba al aprendiz esa
constatación constituía el valor más apreciado.
La universidad institucionalizó ese proceso e inevitablemente, al reducirlo a una
secuencia programada de dosis y materias, lo empobreció. Porque cada profesión
tiene un territorio cuya enseñanza es necesariamente indirecta y sutil. En arquitectura,
por ejemplo, el desarrollo del buen gusto, la comprensión del lenguaje no explícito y el
conocimiento de la complejidad de las motivaciones, constituyen aspectos que están
en el centro de lo que se necesita saber y no siempre puede enseñarse directamente.
De otro lado, el advenimiento de la sociedad democrática fue disolviendo las barreras
que antes limitaban el acceso de la mayoría a intervenir en ciertos asuntos, entre los
cuales estaba la cultura y sus manifestaciones. Ser actor cultural era un privilegio
reservado a pocos, un coto cerrado y excluyente.
Además de la mayor apertura que trajo la modernidad, introdujo gradualmente otros
factores adicionales que Octavio Paz explica así: “Tal vez una de las causas de la
progresiva degradación de las sociedades democráticas ha sido el tránsito del antiguo
sistema de valores fundados en un absoluto; es decir en una meta-historia, al
relativismo contemporáneo…….” “La pregunta universal es ¿cuánto vales? Las almas
y los cuerpos, los libros y las ideas, los cuadros y las canciones” –me atrevo a agregar,
la arquitectura y el urbanismo– “se han convertido en mercancías.
“La libertad y la educación para todos, –continúa Paz– en contra de lo que creían los
hombres de la ilustración, no los ha llevado a frecuentar a Platón o a Cervantes sino a
la lectura de los comics y los best-sellers.”
A este mismo fenómeno se debe buena parte del deterioro y la degradación de
nuestras ciudades. La evolución de la sociedad democrática ha ido afirmando una
suerte de vale-todo-siempre-que-tenga-éxito-comercial, que amenaza la preservación
y la continuidad de la cultura, entendida como la síntesis más decantada de la
experiencia creativa, moral e intelectual de la humanidad y resultado de infinidad de
búsquedas, inspiraciones y controversias acumuladas durante el largo itinerario de la
inquietud humana.
Tratemos de imaginar, por ejemplo las motivaciones que inspiraron la asombrosa
majestad del Partenón o el prodigio de las catedrales góticas. ¿Respondieron
únicamente a una necesidad contingente y utilitaria? ¿O provinieron de la misteriosa –
y a menudo irracional– conjunción de factores emanados del “fuego interior” que
induce a transformar la realidad o a expresar el fervor de la fe nacida de una
convicción trascendente?
¿Cuánto espacio se dedica, en el proceso de enseñanza, a cultivar y atizar esa fuente
de la que proviene la pasión verdadera? Reducida la educación a una capacitación
pragmática y contable, los jóvenes caen con frecuencia en desviaciones peligrosas.
Son infinitas. El camino de lo fácil, por ejemplo, que consiste en complacer el gusto
mayoritario afecto a las expresiones –equivalentes al comic o el best seller– apelando
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al sentido más primitivo del gusto o el humor popular. El camino de la moda; es decir,
a seguir la tendencia predominante, que es una manera oportunista y banal de
renunciar a la propia expresión. El camino de la copia, mal endémico en nuestro país,
que consiste en apropiarse de cualquier idea ajena para transformarla en una versión
caricaturesca y empobrecida del original. Finalmente, el camino de la extravagancia,
que sustituye con ornamento disparatado y abundante la falta de cualquier idea.
Regresando de alguna manera a las formas de la antigüedad, nuestro programa de
estudios recurre frecuentemente a la presencia y el testimonio de Fernando de
Szyszlo, que es un maestro cuajado por el fuego de una pasión que el tiempo no
amainó, acaso porque supo desde joven lo que Gadamer explica cuando dice que: “La
función ontológica de la belleza consiste en cerrar el abismo abierto entre lo ideal y lo
real.”
¿Cómo lo ha hecho? ¿De qué factores se ha valido para llegar a ser la formidable
persona que es? Me atrevo a formular dos hipótesis: en su estructura esencial, existe
un centro inmutable, y en su ánimo se mantiene viva la inconformidad proveniente de
una infinita inquietud.
¿Cómo llegó a cuajar ese centro inmutable?
La primera tarea del creador es descubrir quién es, o si se prefiere, quién está llamado
a ser. Moldeado por los vientos de Paracas y fraguado bajo el intenso sol iqueño,
Szyszlo, recuerda en todos sus cuadros –desde el más remoto, hasta el más reciente–
la fascinación que le suscita el juego entre la luz y la sombra, el contrapunto entre lo
sagrado y lo profano.
Artista es quien está dispuesto a arriesgarse y esto hizo desde temprano: arriesgarse
desde la inseguridad de su timidez inicial para atreverse a pintar cuadros abstractos,
en un medio ávido de pintura figurativa y costumbrista; a explorar la belleza y el
colorido excavados en las tumbas de una civilización remota que lo había hechizado, a
pesar de vivir en un medio que prefiere desdeñarla; a seguir siendo él mismo, en una
época acomodaticia y veleidosa.
Fue el estudiante de arquitectura que descubrió su vocación oculta, incentivado por
dificultades con el dibujo. Porfiarle a esa limitación le permitió descubrir su verdadero
llamado.
En sus primeros años de pintor, predominaba en el medio, el pintoresco estereotipo
indigenista, que suscitaba mucha aceptación y reunía a un grupo reconocido de
artistas que resonaban el auge plástico mexicano. Optó por un camino que Mallarmé
explica exigiendo, “que describa no al objeto mismo sino los efectos que este
produce”. En ese sentido, Szyszlo ha hecho por la pintura peruana lo que Barragán
por la arquitectura mexicana.
Intuyó que “en la búsqueda de lo nuestro, nos buscamos nosotros mismos”. No para
apropiarnos de la expresividad del pasado, sino para asumir el acto creativo como una
confesión de autenticidad; para develar la exaltación interior suscitada por la
fascinación de pertenecer, dando a luz imágenes nacidas de embriones que los
recuerdos y las impresiones dejaron en la memoria.
Me refiero, sobre todo, a los recuerdos más tempranos, aquellos vinculados con el
despertar del asombro y la pasión, ligados a imágenes, acontecimientos, reveces,
celebraciones y sorpresas, experimentados durante el brumoso misterio de la infancia.
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Su carácter está moldeado por el doble imperativo al que aludía Paz: mantener
siempre viva la capacidad de admirarse; pero también la de indignarse.
Solo creemos verdaderamente aquello que es capaz de arrastrarnos a los abismos del
compromiso. Un compromiso de lealtad con las convicciones que sirven de sustento
de lo que se es y de lo que se hace, pero también otro de activo antagonismo o
rechazo por lo que estimamos inaceptable.
Urgido por su necesidad de ampliar su horizonte, viajó a Europa recién casado, sin un
panorama claro por delante, ni recursos con qué respaldar su aventura. Allí conoció a
Octavio Paz, con quien mantendría una amistad estrecha e inalterable hasta su
muerte, y también a infinidad de personajes del arte y la cultura a los que cultivó con la
avidez de quien tiene demasiadas preguntas.
Frecuentó los museos parisinos e italianos. En ellos realizó un ejercicio intuitivo que,
más adelante, Paz explicaría así: “por imitación nos apropiamos de los secretos del
hacer. El llamado nos invita a hacer, la imitación nos enseña cómo hacer…. El aliado
en la exploración de lo desconocido es justamente lo que se aprende en las
imitaciones: si ha aprendido a dominarlas está listo para dar el salto. Todos los
escritores y autores empiezan imitando, si tienen talento, convierten sus imitaciones en
invenciones.”
De regreso al Perú, se vinculó con los grupos y movimientos más importantes de un
momento notable de la cultura nacional. En todos ellos participó de una manera activa
y gravitante. Me refiero al tiempo en el que existía la peña Pancho Fierro, animada por
José María Arguedas y las hermanas Bustamante; en que nacía la Agrupación
Espacio en la que Cartucho Miró Quesada y un grupo destacado de arquitectos,
escritores y artistas coincidían –en convergencia excepcional– en la tarea de
introducir la cultura moderna en una sociedad aletargada; en que las crónicas, el
teatro y la poesía de Sebastián Salazar Bondy sacudían y desafiaban la indiferencia o
la incuria predominantes; en que la poesía y las publicaciones de Emilio Adolfo
Westphalen traían la primavera de un verano que nunca llegó.
Se puede ser pintor de muchas maneras. Al final, el artista es un cultor del arte y el
arte es el camino que consagra –en voto de estricta obediencia– a solo cultivar la
belleza que, al decir de Platón, “es el resplandor de la verdad.”
En la verdad que Szyszlo ha acumulado, durante el trajín de una lucha sin desmayo,
existe un legado muy valioso que se debe mantener asequible a las nuevas
generaciones.
“La belleza, si no ha de ser solo decorativa, debiera tener una razón más profunda
para estar integrada al arte; siendo intrínseca a su significado”, decía Danto, y esta
escueta distinción obliga a meditar sobre la creciente preponderancia actual de
imágenes y efectos que solo aspiran a “impactar visualmente” para distraer o divertir,
olvidando que la función principal del arte es afectar los centros mayores del espíritu
que son la inteligencia y la emoción.
Szyszlo no ha cambiado, ¿cómo podría hacerlo quien posee un centro estable?
Se cambia de opinión, no de convicciones. Su fidelidad a lo que es, a lo que cree, a lo
que tiene que decir, a la continuidad en la exploración de su pintura, es de una
consistencia extraordinaria. Como pintor no ha sido seducido por la tentación de
complacer. Ni la condescendencia con lo decorativo, ni las veleidades de la moda han
conseguido apartarlo de su camino.
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Sabe de dónde viene y ha ido abriendo, a partir de ese punto de partida, un camino
helicoidal que gira alrededor de un mismo centro. Su ruta no ha estado exenta de
tropiezos y, muchas veces, de sufrimiento y dolor. Lo comprueban sus cuadros, en los
que se puede confirmar lo que dice John O’Donohue: “las mismas cosas que
estuvieron a punto de destruirnos, son las primeras en ofrecerse como inspiración.
Toda herida deja su cicatriz. Y a pesar de la oscura sombra del dolor, busca, de
alguna manera, iluminarnos haciéndonos descubrir el desconocido regalo que dejó en
la memoria. Nos pone en un estado en el que aprendemos a ver en la oscuridad”.
Existen artistas a los que parecen no inquietar las clamorosas contingencias de la
realidad y otros a los que esas circunstancias los trastornan desviándolos al
envilecimiento o el acomodo.
Szyszlo debe a su nobleza el haber permanecido indemne a estos males. Su sentido
de solidaridad lo mantiene siempre dispuesto a defender las causas justas o las
víctimas de atropellos.
Su firma aparece en los manifiestos abundantes de los tiempos democráticos y
también en los menos numerosos de los períodos autoritarios.
Su voz nunca calla. Resuena siempre con claridad, censurando el exceso o apoyando
la causa en la que cree. Su compromiso en la gestación y el desarrollo del Movimiento
Libertad fue de una generosidad ejemplar, inspirado en la nobleza de su amistad y en
la plena identificación con sus postulados.
Hiperactivo, vibrante, de infinita inquietud, Szyszlo es un gran lector y tiene, además,
una prodigiosa memoria. Su mente está enriquecida por la asimilación de las mejores
lecturas.
En cualquier conversación incidental puede introducir, con naturalidad, una frase de
Malraux o un sarcasmo de Bierce.
Encontrarse con él es siempre un deleite. Alguna vez dije, presentándolo a un grupo
de estudiantes, que la experiencia se asemeja a lo que debe haber sido en la
antigüedad, encontrarse con la pileta del pueblo: refrescante. Deja la sensación de
agua fresca que discurre y sacia cualquier sed.
Chispeante, agudo, divertido, el espíritu de Szyszlo se mantiene tercamente joven. No
solo porque es una persona extraordinariamente vital e interesada en casi todo, sino
porque su sensibilidad no ha sido mermada por el tiempo.
Es capaz de sufrir y de gozar como solo se sufre y se goza en la juventud. El diapasón
de su espíritu responde rápidamente al estímulo y vibra con increíble intensidad. Como
vibran los colores y las formas en sus cuadros.
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