Otro cuarto de siglo de deuda eterna

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Otro cuarto de siglo de deuda eterna
Alberto Acosta
La penúltima década del siglo pasado arrancó con un Ecuador transformado por el
petróleo y el endeudamiento externo. Estado y sector privado eran clientes atractivos de
la banca internacional.
La deuda externa al 1 de enero de 1980 superaba los 3.550 millones de dólares, luego de
haber aumentado más de 10 veces desde 1972, cuando empezó la bonanza petrolera. En
esa época, cuando el país comenzaba a dar sus primeros pasos en el marco de un nuevo
proceso democrático, lejos se estaba de pensar que el drama de la deuda externa
rondaba a la vuelta de la esquina.
En agosto de 1982, México suspendió el servicio de su deuda y como un reguero de
pólvora se expandió la moratoria por toda la región. Ecuador no fue la excepción. Desde
entonces, con cansina e inútil insistencia hizo antesala en los organismos multilaterales
de crédito y el Club de París. Las renegociaciones de su deuda y las cartas de intención
se sucedieron una y otra vez. La crisis permanente, sumada a la sensación de frustración,
se enraizó.
El manejo de la deuda abrió la puerta a un ajuste neoliberal interminable, inspirado en el
consenso de Washington. La deuda fue una llave maestra que abrió la puerta a la
estabilización fondomonetarista, al ajuste, indirectamente a la dolarización, al TLC...
En agosto de 1986, cuando había caído el precio del petróleo, se organizó la economía
para atender puntualmente la deuda. El esfuerzo duró hasta enero. Ecuador entró
nuevamente en moratoria. En marzo, un terremoto rompió el oleoducto. Se amplió la
suspensión de pagos hasta 1994, sin dejar de hacer sacrificios para congraciarse con el
mercado financiero internacional. El Estado favorecía a acreedores de la deuda y a los
grupos oligárquicos, recuérdese la sucretización de la deuda externa privada, la compra
de cuentas especiales en divisas, el Feirep...
Con bombos y platillos, como en todos los arreglos de la deuda, entre 1994 y 1995 el país
se embarcó en la aventura de los bonos Brady. Esta duró cinco años. En 1999, una vez
más, por más que se desplegaron todos los esfuerzos posibles e imposibles, se entró en
moratoria. La deuda provocó una crisis de magnitudes insospechadas, cuyas
repercusiones aún se sienten.
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En estas condiciones, el Estado renunció a sus funciones y sacrificó su moneda nacional:
impuso la dolarización. Y una gran fracción de la sociedad -cientos de miles de habitantes
de Ecuador- optó por la fuga: emigró. Entre la deuda y la emigración se instauró una
relación incestuosa. La primera ayudó a desatar la segunda, y las remesas de los y las
emigrantes le otorgan movilidad al Estado para mantener deprimidas las inversiones
sociales mientras sostiene el servicio de la deuda externa.
En el 2000, con la desesperación de una dolarización incipiente, el país abordó la nave de
los Bonos Global: otra apuesta contraria a los intereses nacionales, que estrangula a la
economía. En el 2005, la deuda externa supera los 18.000 millones, con una deuda
privada alentada por la dolarización, de más de 8.000 millones.
Mientras que el Estado recién se reincorpora al mercado financiero con una colocación de
650 millones de dólares para seguir sirviendo la deuda pública, que ahora tiene una
creciente proporción interna dolarizada. Así, cuando ha corrido otro cuarto de siglo de
deuda eterna, el país no encuentra la senda del desarrollo a pesar de tener un entorno
internacional extremadamente favorable, con precios del petróleo y remesas que suben y
suben.
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