Javier Tusell Polonia y Occidente Un diario madrileño ha planteado, con no demasiado éxito, la posibilidad de una serie de artículos de autores diversos acerca de la significación de los acontecimientos de Polonia para los españoles en el momento presente. El escaso éxito se explica por una mezcla entre dos factores no menos evidentes: un cierto provincianismo que afecta a la vida cultural e intelectual española y una radical ignorancia, cuando no manifiesto desenfoque, de las cuestiones que se refieren a la presencia exterior de España en el mundo o a la política exterior en general. Da la sensación de como si los sucesos polacos a lo sumo debieran permanecer siendo lo que han sido desde un punto de vista estrictamente político e interno en el seno de los partidos comunistas occidentales: es decir, es testimonio de una crisis que parece concluir con el eurocomunismo y nada más que eso. La verdad es que la experiencia polaca es al mismo tiempo nueva e idéntica a todos los procesos de democratización más aparente que real y, al final, fallida, que han tenido lugar en los países de la Europa del Este desde 1945. Se podrían establecer comparaciones con la Hungría de mediados de la década de los cincuenta o con la Alemania Democrática de otros momentos, pero la comparación más eviCuenta y Razón, n.° 6 Primavera 1982 dente es la que puede y debe hacerse con la Checoslovaquia de 1968. En la Polonia de 1981, como en la Checoslovaquia de 1968, existía una clase obrera que, desde luego, en las condiciones políticas normales no había asumido ese papel de vanguardia del Estado y de la transformación social que, según Marx, le correspondía en un Estado proletario, sino que venía condenada a la completa sumisión. Cuando la clase obrera empezó a ejercer ese papel vanguardista, fue precisamente en contra de un régimen político dictatorial. También como en Checoslovaquia, pero de forma más caracterizada, incluso, los problemas del Estado polaco eran problemas económicos de una envergadura tan grave que bastan para demostrar la incapacidad de un Estado Comunista para resolver uno de los problemas fundamentales que tiene cualquier Estado, es decir, el de producir un mínimo progreso económico. La comparación también es válida con respecto a Checoslovaquia por el liderazgo ejercido sobre todo el movimiento político por sectores intelectuales y especialmente los más influyentes en los medios de comunicación. Una de las posibles diferencias existentes entre el caso de Checoslovaquia y el de Polonia es el papel quizá más influyente desempeñado en la primera Nación por esos sectores intelectuales en su protesta contra el régimen comunista. Sin embargo, no debe pensarse que en el caso de Polonia la protesta haya sido exclusivamente económica, pues si se leen las primeras reivindicaciones de los huelguistas polacos, se refieren todas ellas a las libertades humanas, que alguien podría identificar como una reivindicación más bien intelectual. Sucede en esta materia que la reivindicación de las mal llamadas «libertades formales» se produce con igual entusiasmo entre sectores que, en teoría marxista, «no deberían» ni siquiera plantearlas. Si se quiere, junto a estos aspectos comunes del proceso polaco de 1980-81 y el checoslovaco de 1968 hay una diferencia no sólo en la mayor participación de los sectores populares y obreros, sino también en otros. Así, por ejemplo, en Polonia ha sido nula la influencia desempeñada por el partido comunista en el proceso democratizador, a diferencia de lo sucedido en Checoslovaquia, que quizá porque con el transcurso del tiempo se ha producido una muy superior decepción de la eficacia autorregeneradora de los partidos comunistas ahora con respecto a épocas anteriores. Por eso parece indudable que el partido comunista polaco ya no ha podido ser considerado como un agente de democratización igual que sucedió en Checoslovaquia en 1968 o, en todo caso, sólo ha podido serlo en una mínima expresión porque la protesta por motivos no sólo políticos, sino fundamentalmente morales, se ha cebado en él como colectividad y no sólo en parte de él, como en Checoslovaquia en 1968. Ha habido otro factor también, que es el que ha dado mayor trascendencia al grado de protesta de los polacos en contra de su régimen. Así como en Checoslovaquia el movimiento regenerador y liberalizador de la sociedad en contra de las estruc- turas rígidas impuestas por el régimen y por el Estado tuvo como inconveniente propio la fragmentación de la protesta, incluso por motivos de nacionalismo y seccionalismo regional, en el caso de Polonia ha habido una consolidación de la misma merced a dos factores que no se daban en Checoslovaquia, y que eran otros tantos aglutinantes de la idiosincrasia de una sociedad: nos estamos refiriendo, como es natural, a la fuerte influencia de la Iglesia católica y al no menos fuerte sentimiento nacionalista existente en Polonia. Estos dos factores han debido jugar un papel trascendental en la destrucción de las posibilidades de reacción por parte del régimen y en impedir que la experiencia democratizadora concluyera mediante una intervención de los tanques soviéticos. Sin embargo, ha concluido como, en definitiva, era esperable. Se ha dicho (lo ha escrito el propio Raymond Aron) que por vez primera en un régimen de la Europa del Este un jefe militar se ha hecho con el poder, pero se suele olvidar que en este tipo de regímenes mal llamados democracias populares, la influencia militar no es en ningún caso desdeñable y, más bien, cuando se apoderan de ellos ya de forma definitiva la burocracia y la gerontocracia, el peso de ese sector militar es inevitablemente creciente. Incluso acontecimientos como la desaparición de los dirigentes partidarios de la democratización, convertidos en una especie de rehenes obligados a una negociación en desfavorables condiciones, se habían dado ya en Hungría y Checoslovaquia. En definitiva, el colapso de la experiencia liberalizadora polaca es una directa reproducción de colapsos e intentos anteriores. Como en tantas ocasiones, se ha dilatado el resultado final de los acontecimientos, que son, sin embargo, inevitables y se reducen al enfrentamiento entre el pueblo y el régimen que le gobierna. Se ha pasado tan sólo una hoja más en la historia de la Europa del Este. En definitiva, el único error evidente que han cometido los polacos es la ignorancia de la esencia misma de lo que es un régimen comunista. Pero las características del mismo también parecen ser ignoradas por los partidos que se definen como eurocomunistas. La periódica sucesión de acontecimientos como el de Polonia pone, desde luego, en solfa cualquier tipo de evolución eurocomunista de los partidos de esta significación en Europa Occidental. No es sólo la constatación histórica de que nunca que un partido comunista ha accedido al poder en solitario lo ha abandonado voluntariamente, sino que, además, existe la prueba empírica de que los regímenes que se definen a sí mismos como comunistas, no están en condiciones de evolucionar mínimamente hasta establecer una concordancia con lo que los eurocomunistas señalan como su ideal. Polonia significa para los eurocomunistas occidentales un ejercicio malabarístico en su ideología con el propósito de justificar lo injustificable. Los argumentos habitualmente empleados consisten en afirmar que el comunismo no existe en parte alguna, que lo sucedido en Polonia es un accidente circunstancial y reversible o, como recientemente afirmaba un dirigente comunista francés, que la situación polaca es una situación «compleja», lo que no deja de ser un procedimiento para evitar darle solución alguna. Lo significativo de los acontecimientos polacos, para los eurocomunistas o para los que no lo son, es que un régimen como el que existe en la Europa del Este, que se dice instrumento único posible para la promoción del bien común, ni es común ni proporciona bien alguno. La tesis de que el sacrificio de las libertades formales produce progreso económico o justicia social, queda desmentida por la simple constatación de los hechos, pero, además, nos lleva al descubrimiento de lo que es verdaderamente la esencia misma de los regímenes de «democracia popular». La evidencia se impone en el sentido de que, desde luego, la ideología revolucionaría que originó la Revolución rusa, falta de vitalidad y colapsada en el cinismo, mantiene la pura apariencia de una ideología y la realidad de un sistema cuyo objetivo fundamental no consiste en aumentar la prosperidad social o económica o en liberar al ser humano, sino preservar y conservar el poder para una élite reducida. En la esencia misma de los regímenes de democracia popular está el estancamiento económico y el necesario empleo de la fuerza bruta, bien para la represión interior o bien para la expansión imperialista, obligado corolario de la primera. Cualquier posibilidad de evolución está prohibida a este tipo de sistema porque en definitiva la esencia misma es la conservación de los que en otro tiempo fueron revolucionarios profesionales, hoy burócratas envejecidos, dedicados a perpetuarse a sí mismos y a su descendencia. 1945. Catedrático de Historia de España Contemporánea. Universidad Nacional de Educación a Distancia. J. T.*