Déjame contarte un cuento. Por Nerea Arriazu Como siempre, no podía dormir y ya sentía la respiración profunda de su marido en la nuca. Abrió los ojos y no dudó un instante. Se levantó de la cama, sigilosamente se vistió y en silencio, logró hallar la puerta en plena oscuridad. Al fin estaba en la calle. Pudo sentir un atisbo de miedo en su cuerpo, pero solo fue eso, una pequeña llamada que rápidamente se fundió cuando comenzó a sentir esa brisa de la llovizna que se volvía a aproximar. Siguió, y corriendo cruzó la calle, pasó el puente y siguió, notaba cómo el viento, que cortaba su piel al correr, le secaba las lágrimas. Exhausta paró y se sentó en el banco de siempre a contemplar la brillante luna llena, las estrellas, las nubes. Ese día había amanecido soleado, pero conforme iban pasando las horas las nubes y la tormenta llegaban. Había salido a comprar los ingredientes que le hacían falta para acabar la comida de ese día y no quería volver a casa. Tendría que volver a hacer frente a la realidad que le había tocado vivir y no quería. Se aferraba a los pequeños momentos, aunque cada vez le era más difícil; esa brisa mañanera, la risa inocente del niño que jugaba en el parque rojo situado debajo de su casa o la preciosa melodía del saxofón de Abel… Suena raro, casi nadie sabe el nombre del saxofonista de la esquina, pero ella sí. Cuando era niña, tocaba aquel instrumento y le fascinaba lo bien que tocaba aquel hombre moreno. De nuevo, como cada día, se paró a hablar con él. Ambos tenían un pasado y un presente difícil, pero solo hablaban de la música. Solo querían disfrutar de ese instante. Ya comenzaba a llover cuando abrió la puerta de casa y vio a su marido, era extraño ya que debería de haber estado trabajando, pero allí estaba, esperando a que llegara, con el puño cerrado y más rojo que nunca. Rápidamente dejó la compra en el suelo y con la cabeza gacha fue a preguntar qué le pasaba. Ni si quiera le dejó que abriera la boca. La empujó contra la pared y la empezó a desnudar bruscamente. Ella no quería pero ya no tenía fuerzas para intentar pararle. Su cuerpo ya no le pertenecía. Cuando su marido la vio así, mirando a nada, más consumida que nunca, tan insegura, tratando de esconder aquello que él tan bien conocía, sonrió. Él también había perdido el control desde hace mucho tiempo, tampoco era él ¿O sí? Encendió la música lo más alto que pudo, no quería que los vecinos lo escuchasen y comenzó. La golpeó una y otra vez, mientras la besaba y la mordía, ella seguía allí quieta, esperando que acabase, pero sin cara de dolor, se habían acabado sus lágrimas. Le susurraba cuánto la quería y por qué le hacía eso. Le había visto acercarse a un hombre moreno a la salida del supermercado. Y eso no estaba bien, no podía ser. Ella era suya y de nadie más. Siguió, cuanto más fuerte le pegaba más grande se sentía. Cuanto más la tocaba, cuanto más disfrutaba de ella y cuanto más hombre se sentía, menos persona se creía ella. Ya no era nada, solo un objeto con el que él disfrutaba. Paró, exhausto. Esta vez la agarró fuerte del pelo y del cuello a la vez y la puso contra sus labios. Pero ella no podía más, comenzó a sentir náuseas y corrió al baño, rota por dentro. Cuando salió su marido ya se había ido. Quitó la música y se duchó lentamente, frotándose todas las partes que aquel hombre al que tanto creía amar la había tocado. Sentía que ya no se pertenecía, como si ese cuerpo amoratado no fuera el suyo. No quiso dejar que esas preguntas le atormentasen y comenzó a preparar la comida. Pensó que era una noche bonita, la lluvia no paraba. No existen normas cuando uno vive su existencia sin tener que perder, ni que ganar, todo es un amargo montón de nadas. Sus días eran iguales siempre, ya estaba acostumbrada al círculo en que estaba inmersa y por mucho que corriese siempre estaría girando en él. Solo cuando dejase de ser, dejaría este círculo. De pronto escuchó una conocida melodía de saxofón. ¿Fue su mente ilusa añorando libertad? No le hizo caso. Volvió a casa con la esperanza de que su marido volviera a ser el de antes, como siempre.