EL ARMA Frederic Brown La habitación estaba tranquila en la penumbra del principio de la tarde. El doctor James Graham, científico clave en un proyecto muy importante, se sentó en su silla favorita, pensando. Había tanto silencio que podía oír el girar de las páginas en la habitación contigua mientras su hijo se dedicaba a ojear los grabados de un libro. A menudo Graham trabajaba mejor, desarrollaba su pensamiento más creativo, bajo estas circunstancias, sentado solo en una habitación a oscuras de su propio apartamento, tras el trabajo normal de un día. Pero aquella noche su mente no quería trabajar en forma constructiva. Básicamente pensaba en su hijo —su único hijo— moralmente encarcelado en la habitación contigua. Aquellos pensamientos eran de amor, sin la amarga angustia que había sentido años atrás cuando supo por primera vez cuál era la condición del muchacho. El chico era feliz, ¿acaso aquello no era lo más importante? Y, ¿a cuántos padres les era dado un niño que siempre sería un niño, que nunca crecería para abandonarlos? Ciertamente aquello era racionalización, pero lo que no funciona con la racionalización es... El timbre de la puerta sonó. Graham se levantó y encendió las luces en la ya casi oscura habitación antes de encaminarse hacia la entrada para abrir la puerta. No estaba molesto; aquella noche, en aquel momento, casi cualquier interrupción a sus pensamientos era bien venida. Abrió la puerta. Era un hombre bajo, indescriptible, obviamente inofensivo... posiblemente un reportero o un agente de seguros. Pero no importaba lo que era. Graham se encontró a sí mismo diciendo: —Por supuesto. Entre, Mr. Niemand. Unos pocos minutos de conversación, se justificó a sí mismo mentalmente, distraerían sus pensamientos y clarificarían su mente. —Siéntese —dijo al llegar a la sala—. ¿Quiere tomar algo? —No, gracias —contestó Niemand. Se sentó en una silla mientras Graham lo hacía en el sofá. El hombrecillo entrecruzó sus dedos, se inclinó hacia delante y dijo: —Dr. Graham, usted es el hombre cuyo trabajo científico tiene más probabilidades que cualquier otro de terminar con las esperanzas de supervivencia de la raza humana. «¡Es un chiflado!», pensó Graham. Demasiado tarde se dio cuenta de que debía haber preguntado cuál era la profesión de aquel hombre antes de admitirle en su casa. Podía ser una entrevista embarazosa; le disgustaba ser brusco, aunque sólo la brusquedad era efectiva. —Dr. Graham, el arma en la que usted está trabajando... El visitante se detuvo y giró su cabeza al abrirse una puerta que daba a un dormitorio y entrar un muchacho de unos quince años. El muchacho no se fijó en Niemand; corrió hacia Graham. —Papaíto, ¿quieres leerme este libro? —el muchacho tenía la entonación de un niño de cuatro años. Graham pasó un brazo alrededor del muchacho. Miraba a su visitante preguntándose qué habría percibido respecto al chico. Al comprobar la expresión de sorpresa en el rostro de Niemand, Graham tuvo la seguridad de que se había dado cuenta. —Harry —la voz de Graham estaba cargada de afecto—, papaíto está ocupado. Espera sólo un momento. Vuelve a tu habitación, enseguida vendré y te leeré. —¿El Pequeño Pollito? ¿Me leerás El Pequeño Pollito? —Si quieres, sí. Ahora vete para allí. Espera. Harry, éste es Mr. Niemand. El muchacho sonrió vacíamente al visitante. Niemand dijo: —¡Hola, Harry! —y le sonrió mientras le tendía su mano. Graham, observando, estuvo seguro de que Niemand lo había comprendió; la sonrisa y el gesto iban dirigidos a la edad mental del muchacho, no a la física. El muchacho tomó la mano de Niemand. Por un momento pareció que iba a sentarse en sus rodillas, y Graham le empujó hacia atrás suavemente mientras le decía: —Ahora vete a tu habitación, Harry. El muchacho correteó hacia su habitación, en la que entró sin cerrar luego la puerta. Los ojos de Niedman se encontraron con los de Graham y le dijo con obvia sinceridad: —Me gusta. Espero que lo que va usted a leerle sea siempre verdad. Graham no le entendió y Niemand añadió: —Me refiero a El Pequeño Pollito. Es una historia muy bonita... pero el pequeño Pollito siempre se equivocaba sobre el cielo que le caía a la cabeza. Graham había sentido aprecio por Niemand tan pronto como éste mostró simpatía por el muchacho. Ahora recordó que debía terminar la entrevista rápidamente. Se levantó y dijo: —Me temo que esté usted desperdiciando su tiempo y el mío, Mr. Niemand. Conozco todos los argumentos, cualquier cosa que pueda decirme la he oído ya un millar de veces. Posiblemente haya algo de verdad en lo que usted cree, pero es algo que no me concierne a mí. Yo soy un científico, y sólo un científico. Por supuesto, es de conocimiento público que estoy trabajando en un arma bastante definitiva. Pero, personalmente para mí, se trata sólo de una consecuencia del hecho de que soy un científico avanzado. He pensado sobre todo ello y he llegado a la conclusión que todo esto no es de mi incumbencia. Graham frunció el ceño. —Ya le he explicado mi punto de vista, Mr. Niemand. Niemand se levantó lentamente de la silla. —Muy bien —dijo—, si usted no quiere discutirlo, yo tampoco insistiré más — se pasó una mano por la frente—. Voy a marcharme, Dr. Graham. Me pregunto, pienso... ¿Puedo cambiar mi decisión respecto a la bebida que me ofreció antes? La irritación de Graham se diluyó. —Por supuesto —dijo—. ¿Le apetece whisky con agua? —Encantado. Graham se disculpó y se dirigió hacia la cocina. Cogió la jarra de whisky, otra de agua, cubitos de hielo y vasos. Cuando regresó a la sala, Niemand estaba saliendo de la habitación del muchacho. Oyó a Niemand que decía: —Buenas noches, Harry. —Buenas noches, Mr. Niemand —contestó éste, alegremente. Graham preparó las bebidas. Un poco más tarde, Niemand declinó la oferta de un segundo trago y se dispuso a marcharse. Entonces, Niemand dijo: —Me he tomado la libertad de traer un pequeño regalo para su hijo, doctor. Se lo he dado mientras usted fue a buscar las bebidas. Espero que me perdonará. —Por supuesto... ¡Gracias! Y buenas noches. Graham cerró la puerta y se encaminó, a través de la sala hacia la habitación de Harry. —Muy bien, Harry — dijo—. Ahora voy a leerte... Un súbito sudor perló su frente, pero se esforzó para que su cara y su voz estuvieran calmadas mientras se dirigía hacia la cama. —¿Puedo ver esto, Harry? Cuando tuvo aquello en sus manos, ya más tranquilo, todo su cuerpo seguía temblando en tanto lo examinaba. Un pensamiento cruzó su mente: Sólo un loco le daría un revólver cargado a un idiota.