HACIA UNA ALDEA COMÚN SOCIALMENTE SUSTENTABLE El territorio y la vivienda no pueden limitarse a ser considerados unos satisfactores más, sino el medio físico de desarrollo humano por excelencia. De aquí se desprende la indispensabilidad de ambos para la vida digna de cada individuo, pues una persona sin espacio habitable digno es una persona humanamente incompleta. Asimismo, la forma específica del medio ambiente construido de la colectividad, la ciudad, es consecuencia directa de las actividades de sus habitantes y reflejo de sus actitudes comunitarias. Por ello, se hace necesario que las viviendas sean recintos humanizantes, creadores de habitantes libres y sanos y promotores de relaciones solidarias entre ellos, y además que sean accesibles para todos. Requerimos ciudades socialmente sustentables, pero para que un lugar sea sustentable primero habrá de ser habitable, lo que significa acorde con la dignidad de sus usuarios. El medio ambiente histórico y social hace de cada problema arquitectónico único e irrepetible, y al mismo tiempo le proporciona el marco de referencia que le valida en su uso. En el ser humano existe la topofilia, que denota el valor de los espacios de posesión. Se refiere en particular a aquellos espacios defendidos por él contra fuerzas adversas, en resumen, sus espacios amados. A su vez, las dimensiones que definen la calidad de vida en una vivienda no son geométricas sino fenomenológicas. Por lo tanto, la cualidad más significativa de una vivienda, lo que la hace diferente a otras, es lo que acontece en ella, la vida que se desarrolla dentro de ella. La dignidad y la seguridad emocional que provee un sitio propio no pueden sustituirse con nada. Las ciudades de hoy día son consecuencia directa de la rápida transformación producida por el sistema capitalista de libre mercado. Tiene derecho a una parcela, a un habitáculo, quien tenga capacidad de compra. Las estructuras físicas de las ciudades, reflejo directo de sus estructuras sociales, son muy claras. Así lo definen los códigos legales que las autorizan: además de la propiedad privada existen aquellos espacios y vías públicas que pertenecen al estado, es decir, a la comunidad para su uso y beneficio colectivo. Pero existe también lo que se denominan “asentamientos irregulares”, áreas que son invadidas y habitadas por individuos a quienes no pertenecen mercantilmente, y pisos ocupados sin las debidas enajenaciones o contratos de alquiler. Se tiene derecho a ocupar un espacio si se tiene papel moneda suficiente para sufragarlo. Al nacer, una criatura tiene ante sí el reto de llegar a certificarse como “persona habitadora” en la medida en que adquiera las credenciales culturales suficientes como para poder comprar (o heredar) el espacio donde irá a vivir. Hoy, más que nunca, en un mundo donde la inmigración se ha generalizado, las diferencias sociales son muy claras: la cantidad de espacio urbano que uno controla es directamente proporcional al estatus que uno tiene y/o a sus ingresos. Por lo tanto, el diferencial de espacio no se justifica en términos humanos, sino solamente en términos económicos.1 La raza humana habita el planeta conjuntamente y la competencia por el territorio ha provocado más encono y división que unión y fuerza colectiva. Sin embargo, está visto que pueden existir otras formas de interacción en ese medio. Para los aborígenes de Norteamérica la tierra no era motivo de insidias. El hombre pertenecía al entorno físico y no se concebía que el territorio pudiera acotarse y distribuirse como si de una tarta se tratase. La tierra, el río, las montañas, las nubes pertenecían todos a un orden natural, no a quien osara adueñárselos. Las organizaciones sociales de un hormiguero o un panal de abejas nos hablan de las posibilidades de co-habitabilidad armónica viable y constructiva. Detonante de individuos con un medio construido física y socialmente sustentable, y acorde con sus necesidades. La residencia bien resuelta facilita el desempeño de toda una comunidad en pro de su desarrollo. Las dimensiones sociales de la cultura occidental actual merecen una profunda revisión en términos de una adecuación hacia estructuras sociales más sustentables, como un organismo vivo que incluya a toda una comunidad en su conjunto. Se hace necesario, por ello, que la supervivencia habitacional digna sea un hecho garantizado previo a los arrebatos que establecen los mercados, como el de cualquier bien comercial. Entre otras coyunturas de principio de siglo, estamos ante la necesidad de reformar la aldea humana como un refugio con un mínimo asegurable de dónde partir. Hemos alcanzado umbrales donde se hace indispensable inventar aquellos recintos construidos capaces de albergar comunidades completas donde, como premisas mínimas, quepamos todos y las diferencias empiecen más allá de la habitabilidad. “La ilustración pensó que el mejor mundo sería el que emergiera de la ciencia. Y esta visión, que en Occidente se impone, es engañosa. Sin embargo, el mejor mundo deseable debe ser fruto de la inteligencia creadora. Es un proyecto inteligentemente justificado, en el que la ciencia, por supuesto, jugará un gran papel”.2 Edgar Morín plantea su idea de metamorfosis, mientras que Iván Illich su idea de sociedad convivencial. En ambos casos se fomentan factores de cooperación y solidaridad. Morín plantea la necesaria transformación de los principales paradigmas de la forma de desempeñarnos en la sociedad actual de producción y consumo. Habla de que ya se acarician síntomas por todos lados de una efervescencia creativa, una multitud de iniciativas locales en el sentido de la regeneración económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, o de la reforma de vida. Illich aborda la diferencia palpable de resultados a partir de las relaciones humanas. Por un lado respecto al intercambio superfluo y de supervivencia de los bienes y servicios que se reciben en el medio económico que nos contiene, 1 Correa, Ch. Equity, Informe de Valladolid 2003, Edición de Rosario del Caz, Mario Rodríguez y Manuel Saravia. Escuela de Arquitectura, Universidad de Valladolid, España, 2003. 2 Marina, J.A., Por qué soy cristiano, Anagrama, Barcelona. 2006, p. 63 y por otro las que se afirman en las cualidades, en la imaginación, en el amor y en la habilidad de cada cual al tiempo de participar activamente en el intercambio de los satisfactores. Ante las circunstancias de inmovilidad actuales que no permiten plantear soluciones adecuadas a la creciente demanda de habitáculos dignos generalizados es preciso considerar nuevos modelos de generación de viviendas, lejanos a los vigentes donde está visto que 1) rigen los factores cuantitativos y las leyes de mercado, 2) la inequidad en la distribución de la riqueza es uno de sus factores causales y 3) no hay esquema de organización pública capaz de hacerse cargo de tan colosal tarea. Por otro lado, la participación ciudadana ha demostrado ser una solución muy eficiente no sólo en cuanto a la producción de bienes habitables sino, y más trascendentalmente, a la generación de lazos de solidaridad, cooperación y cohesión social. Para Enrique Ortiz Flores, presidente de la Coalición Internacional para el Hábitat, la producción social del hábitat, esto es, aquella producción de viviendas y otros componentes urbanos que se realiza sin fines de lucro por los propios habitantes y otros agentes sociales, constituye hoy no sólo una estrategia de supervivencia sino de construcción de ciudadanía, fortalecimiento de la economía popular y transformación social. Al acrecentar la capacidad de gestión de los pobladores organizados y su control sobre los procesos productivos del hábitat; al derramar los recursos provenientes del ahorro, el crédito y los subsidios en la comunidad en que se desarrollan las acciones; al fortalecer así los circuitos populares de mercado, contribuye a potenciar la economía de los participantes, de la comunidad barrial en que se ubican y de los sectores populares en su conjunto. Al poner al ser humano, individual y colectivo, al centro de sus estrategias, su método de trabajo y sus acciones, pone en marcha procesos innovadores de profundo contenido e impacto transformador. Está más que probado que la colaboración estrecha entre los directamente afectados en las necesidades habitacionales es el recurso más eficaz y duradero en la satisfacción del derecho a la vivienda, así como de mayor seguridad y arraigo, en aquellos lugares donde no existen estructuras de gobierno capaces de hacerse cargo de un abasto apropiado de viviendas dignas suficientes. La producción social del hábitat, principalmente aquella que se apoya en procesos autogestionarios colectivos, por el hecho de implicar capacitación, participación responsable, organización y solidaridad activa de los pobladores, contribuye a fortalecer las prácticas comunitarias, el ejercicio directo de la democracia, la autoestima de los participantes y una convivencia social más vigorosa. Por todo ello, es notoria la diferencia existente entre la capacidad gestora y ejecutora de las agrupaciones de gente y la de los órganos de gobierno en innumerables casos, particularmente en el mundo subdesarrollado. “El compromiso social de desarrollar políticas inclusivas puede entonces gestar la planificación de una tarea donde la participación tenga lugar preeminente”3 Por lo anterior, queda claro que la sostenibilidad de un proyecto habitacional gana mucho al basarse en que se haga de forma participativa. Los profesionales involucrados han de proyectar “con y para la gente” dejando de lado al “proyectista estrella”. Las ONG, los políticos y trabajadores sociales han de sumarse como “elementos potenciadores” de cohesión y compromiso. Las empresas constructoras y proveedoras, así como los agentes financieros han de ver en los beneficiarios de prosperidad habitacional a miembros sanos de una comunidad robusta que les asegure trabajo futuro permanente. Los directamente beneficiados han de participar activamente como auto constructores de su hábitat, y la comunidad de vecinos como prestadores de servicios solidarios que en su momento les serán retribuidos equitativamente. Esa forma de trabajo normalmente incorpora, en la etapa de proyecto, a la tecnología adecuada, que luego ha de transformarse en tecnología apropiada, de acuerdo a los conceptos de Schumacher4. El proceso de participación de los sectores sociales es permanente:1) en la instancia de Planificación Participativa todos los sectores representativos de la sociedad urbana, 2) en la etapa de proyecto: los profesionales, las Universidades, las ONGs, los afectados directamente por el problema, y 3) en la etapa de ejecución: las empresas constructoras, las fábricas sociales, el sector público y las ONGs como gestores y controladores. Durante el II Foro Mundial en Barcelona 2004, la UNESCO promovió una mesa redonda bajo el tema: “En dirección a la ciudad de la solidaridad y ciudadanía”. En este evento, 3 puntos claves fueron identificados como aquellos que deberían ser privilegiados en las discusiones y acciones futuras: 1) Establecer la creación de ciudades multiculturales y solidarias. 2) Comprometerse a la humanización del ambiente urbano. 3) Hacer que los residentes urbanos sean conscientes de sus derechos. En un modelo de producción social del hábitat planteado en Argentina en 2005 se sugería que habría de ser “capaz de convertir las oportunidades en realidades, de promover un compromiso colectivo en torno a metas compartidas, abrirse a la innovación, hacer de la solidaridad el eje de la integración social, potenciar el capital social, concebir al país como un todo integrado, sin regiones postergadas, educar a los ciudadanos en las virtudes sociales que 3 XXXII IAHS World Congress – “Sustaintability of the housing project”, Trento, septiembre 2004. Arqs. Jorge Lombardi y Gustavo Cremaschi. 4 Schumacher, E.F. Lo pequeño es hermoso. Tursen S.A.- H. Blume. Barcelona, 2001 como la responsabilidad, la confianza en las instituciones, en los demás y en uno mismo, sean el fundamento de una ciudadanía activa, partícipe en la gestión y en el control de la red pública”5. Es necesario subrayar que el derecho a una vivienda digna viene con la existencia del hombre mismo, no con la presencia generosa de organizaciones no gubernamentales y filantrópicas. También, que las “dolencias” de espacio físico son mucho más tolerables por el individuo que las de su cuerpo anatómico, principalmente porque por mucho tiempo hemos alimentado, como comunidad mundial, una resignación y falta de esperanza de alcanzar incluso los mínimos suficientes de habitación. Hemos aprendido, por generaciones, que en las sociedades hay estratos económicos distintos, y que dentro de ellas algunos tienen acceso a ciertas cosas y otros no. Ello ha llevado a pensar a grandes sectores de población que el derecho a una vivienda digna, tal como lo plantean las leyes civiles, es la falta de impedimentos para obtenerla (facultades negativas) más que una garantía a contar con ella, como sí lo es, por ejemplo, en el caso de la atención médica. Por ello la urgencia de hacer conciencia de que el derecho a la vivienda es un derecho social de facultades positivas, por tanto exigible en términos de aprovisionamiento. Y aunque algunas sociedades puedan jactarse de proveer vivienda para todos, incluyendo a sus inmigrantes, el punto a revisar no se queda en el espacio físico en sí mismo, sino en la dignidad que éste posea y la calidad de vida que proporcione a sus usuarios. Se entiende como vivienda digna a un objeto-espacio que cubre la necesidad primaria de habitabilidad, derivada de la también prioritaria necesidad de territorialidad, de todo individuo y grupo dentro de una cultura. Como aquella que provee a sus usuarios de un refugio con la calidad suficiente para ejercer en él sus actividades personales y grupales con libertad, privacidad, tranquilidad y suficiencia; un lugar de actividad y de descanso, de interacción, colaboración y desarrollo humanos. En resumen, un componente vital en la existencia del individuo, y por extensión de su grupo familiar, en el mundo. En la actualidad existen situaciones muy críticas con la vivienda de los sectores más desfavorecidos de las ciudades. Este tipo de vivienda se ubica en asentamientos humanos que, a grandes rasgos, suelen dividirse en dos: "las invasiones", asentamientos informales en las periferias de las ciudades, cuya mayoría de población proviene de la inmigración rural, o de países menos desarrollados, que persigue obtener mejores condiciones de vida y trabajo que las que provee el hábitat de donde procede, y "las cuarterías", ubicadas en los interiores de la ciudad, que consisten en la repartición de los locales de una vivienda entre múltiples familias compartiendo los servicios sanitarios de la edificación de modo colectivo. Sus habitantes suelen ser desempleados o trabajadores informales de muy bajos ingresos. El estado físico y sanitario de la vivienda y su entorno en ambos casos suele ser deplorable. Es irrebatible que si la 5 Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo “Argentina después de la crisis: un tiempo de oportunidades”. Informe de Desarrollo Humano 2005. dignidad de una vivienda no tiene que ver con el lujo, sí que existe un lindero que no debe traspasarse y que se refiere a una normativa que haga posible contar con condiciones elementales de habitabilidad y de salubridad e higiene; con un diseño, una distribución y una superficie que permitan salvaguardar la intimidad personal y garantizar el normal desarrollo de las relaciones familiares; y con unas características de calidad, seguridad y durabilidad que proporcionen el resguardo necesario frente al medio natural y frente a eventuales agresiones externas. Por otro lado, los recursos habitacionales en las ciudades de hoy, tal y como son conducidos en los marcos liberales, son consecuencia de un conjunto de factores llevados por intereses impersonales, globalizados y ajenos a cualquier aproximación de igualdad social, lo cual se traduce en la deficiente distribución del hábitat actual. Las evidencias dejan claro que el manejo de los derechos habitacionales por parte de particulares sólo conduce a satisfacer intereses mercantilistas, lo que excluye a instancias que puedan exigir responsabilidades adecuadas respecto a su accesibilidad. Uno de los efectos más notorios de la globalización sobre el problema de la vivienda ha sido el incremento de actividad económica en las ciudades para atraer inversiones y generar fuentes de empleo con intención de incrementar la recaudación fiscal. Como consecuencia, las ciudades globales presentan una fisonomía común: junto a los conjuntos inmobiliarios de primer mundo, destinados al mercado internacional en expansión, se concentran conglomerados de personas sin casa en circunstancias de exclusión y marginación. Asimismo, no sólo en países en desarrollo, sino incluso en los más industrializados, hay grandes colectivos carentes de una vivienda frente a quienes, por especulación inmobiliaria disponen de varias de ellas. Eso permite distinguir entre dos categorías: las viviendas-estar, como propiedad-menester a las que alude el derecho a la vivienda, y las viviendas-haber que corresponden a lo que se designa como propiedad-riqueza. Es claro que el conflicto de intereses existente entre el sector inversionista y especulador y el amplio segmento demandante de lugares dignos para vivir no permite percibir soluciones sencillas ante el horizonte inmediato. En el fondo, se trata de un conflicto entre derechos patrimoniales y derechos fundamentales. Ese tipo de conflicto hace más difícil la asimilación del derecho a la vivienda como una realidad práctica. Lo que está claro es que un problema como el de la carencia de vivienda digna es un problema que pertenece a la sociedad en su conjunto y que su insatisfacción acarrea perjuicios con efecto dominó. Es un hecho que el crecimiento de los precios de alquileres, sumado a la falta de proyectos adecuados para la construcción de viviendas asequibles ha colocado a las viviendas decorosas fuera del alcance de las familias de bajos ingresos, obligándolas a vivir en barrios marginales o bien en “cuarterías”. Como es bien sabido, este fenómeno se agudiza en ciudades densamente pobladas. Pero, como se ha dicho, la justicia entendida como el respeto de la igualdad de los derechos y de las personas no entiende de diferencias económicas, y tarde o temprano termina por encontrar válvulas de escape. Es por ello la urgencia del caso. Nos encontramos ante un desfase en las sociedades entre oferta y demanda habitacionales que requiere soluciones éticas e inteligentes. Como se ha dicho, el hacinamiento y las ínfimas condiciones de habitabilidad no son fenómenos exclusivos del mundo subdesarrollado. La mayoría de los atentados a los derechos habitacionales en las ciudades globales de Europa suceden en medios con altos índices de construcción, número elevado de viviendas vacías y de segunda residencia, y alto grado de inmigración y discriminación. Los fenómenos actuales como los okupa, los sin-casa, las manifestaciones contra la especulación de la vivienda y las riñas territoriales dentro de las principales ciudades, donde la ética de la arquitectura social brilla por su ausencia, son consecuencia del desfase entre los mercados inmobiliarios y los grandes colectivos sociales sin acceso a habitáculos dignos. Además, la pugna entre los intereses capitalistas dedicados a la explotación territorial y habitacional y los intereses de la población que requiere viviendas dignas no sólo ha quedado al descubierto hoy más que nunca, sino que son alarmantes los niveles de tensión que se han alcanzado, dados los rápidos incrementos tanto del costo de los habitáculos —y sus respectivos alquileres— en las ciudades, como de la población demandante de lugares dignos para vivir. Es necesario, por tanto, replantear de fondo la geografía humana de la ciudad global, para su mejor organización y atención en función de los derechos humanos fundamentales. Asimismo, el manejo ético de la arquitectura, en lo referente al abasto de habitaciones dignas generalizadas, es cada vez menos frecuente. Ello ha provocado una lamentable devaluación en el concepto de habitabilidad, llegándose a otorgar mayor valor a una vivienda por su precio comercial (como objeto material) que por su valía como entidad residencial, como patrimonio habitable con todo lo que ello significa. Muchos “cabeza de familia” optan por capitalizar (vender) el piso que heredaron —y que originalmente había sido otorgado con todas las facilidades de una vivienda asistencial— a raíz de recalificaciones económicas, aunque ello les signifique tener que moverse a otra residencia con inferiores condiciones de habitabilidad. Se hace inaplazable que la protección oficial deje de ser, de una vez por todas, una simple célula que califique la vivienda, para pasar a ser una promotora de zonas de habitación asistencial muy específicas. Zonas que deberán mantenerse así permanentemente, sin llegar a permitir la especulación por confundirse con la vivienda de libre mercado. Además, el suelo urbanizable es un bien limitado, no puede seguir siendo considerado una mercancía más pues, en términos económicos, su comportamiento es inelástico por ser un bien escaso. La diferencia en el hábitat humano, entre cómo se había venido concibiendo desde los inicios de la era moderna y la que se visualiza hoy en día, a partir de las problemáticas sociales contemporáneas, parte del cambio de concepto de la vivienda como bien patrimonial al de derecho a ella como Derecho Humano fundamental. Cuando cada vez hay más sectores sociales excluidos al acceso a una vivienda y a los que el mercado no da respuesta, y cuando en el mercado libre cada vez pesan más los elementos patrimoniales y de bien de inversión que el de bien de residencia, se hace necesario plantear soluciones básicas de vivienda desde otras nuevas plataformas. A manera de conclusión, la sustentabilidad del medio social es posible a partir de la creación adecuada del hábitat individual, esto es, con la existencia de viviendas dignas. Cuando éstas se producen a partir de la integración de una trama social la posibilidad de éxito en la interacción comunitaria es muy alta. El objetivo no es sólo construir con economía sino recuperar la cultura del trabajo, capacitar en el oficio de la construcción, incrementar la autoestima, demostrar la posibilidad de incorporar conocimiento, preparar para las futuras tareas de mantenimiento y reposición, capacitar para la formación de posible mini-empresas, etc. Los productos de estas tramas sociales pueden ser tanto para construir los emprendimientos propiamente dichos como para otras construcciones a modo de devolución o pago de préstamos acordados. Las tecnologías de producción serían las propuestas por los técnicos y acordadas con los trabajadores en un proceso de “apropiación” de ellas o sea de identificación y aceptación colectiva. Detrás de todo ello se requiere una aguda visión respecto a las estructuras económicas que rigen los mercados del mundo capitalista, que han demostrado ampliamente sus ineficiencias en cuanto al aprovisionamiento de vivienda para todos. La propuesta de Illich sobre la sociedad “convivencial” atiende de una manera muy inteligente esos asuntos. “Aquella en la que el hombre controla la herramienta, donde la herramienta moderna está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas”6. La ciudad es patrimonio de todos sus habitantes, y como cuerpo vivo, la dolencia de cualquiera de sus partes afecta por entero a todo el cuerpo. Por esa razón los problemas de vivienda de algunos cuantos terminan por involucrar a toda la población. No sólo por solidaridad con los menos favorecidos, sino también como estrategia de sostenibilidad, se hace indispensable atender el abastecimiento de vivienda digna para todos. A partir de modelos de producción social del hábitat es posible vislumbrar posibilidades en la creación de comunidades socialmente sustentables. Rolando González Torres Barcelona, junio 2010 yucagonzalez@netscape.net http://yucagonzalez.blogspot.com/ 6 Illich, I. La convivencialidad. Joaquín Mortiz / Planeta. México. 1985.