NOTAS AL PROGRAMA El Preludio y Fuga en La menor BWV 543 que abre el programa de hoy presenta algunas interrogantes sobre la fecha de su composición, como ocurre con algunas otras obras de Johann Sebastián Bach. Como es bien conocido, Bach acometió, en Leipzig y ya en su período de madurez plena, la tarea de revisar parte de su obra, fuera por razón de necesidades inmediatas (dada la cantidad de actividades a que estaba sometido, que le restaban tiempo para la composición) y también por autoexigencia artística. El Preludio y la Fuga BWV 543, aunque pertenecen a dos obras cuya primera versión es de 1709, provienen de dos fuentes distintas. La Fuga tiene como antecedente directo otra en la misma tonalidad, la BWV 944, obra para clave mucho menos trabajada que la de la versión organística posterior (esta BWV 543 que se interpreta hoy) entre otros aspectos porque la utilización del pedal en el órgano permite ampliar la trama contrapuntística, conduciendo a una polifonía mucho más elocuente. En cualquier caso, lo que no deja de sorprender es la vinculación estilística, el espíritu complementario de estos Preludio y Fuga, derivados ambos como se ha dicho de dos composiciones anteriores y separadas una de otra, no aparecidas en su momento como unidas. Las descendentes cromáticas del Preludio se avienen bien con el carácter sobrio, dentro de su grandeza escritural, de la Fuga desarrollada sobre un solo tema. La resultante parece inspirada en una concepción única, casi con la misma solidez con las que están compuestos los preludios y fugas del Das Wohltemperierte Klavier. El catálogo de Joseph Haydn presenta unas dieciocho piezas escritas para reloj musical y casi otras tantas tenidas como arreglos o composiciones dudosas para este mismo “instrumento”, pero que pueden atribuírsele con seguridad a aquel músico tan laborioso como genial. La mayor parte de ellas pertenecen a los años 1789, 1792 y 1793. Como es sabido, la afición por la mecánica hizo que en el XVIII se buscara tanto la producción como la reproducción sonora por varios sistemas (el de las cajas de música era, sin duda, el más extendido), entre los que aparece este flötenuhr o reloj-flauta, utilizado desde Händel hasta Beethoven, pasando por Mozart y Haydn. El nombre se debía a que los fuelles del mecanismo, que se unían a un tubo cilíndrico y dentado tenían sonido de flauta. Como es de suponer, las obras para este artilugio tenían muchas limitaciones, pero su encanto no desaparece. Por otro lado, como el caso de las “tabatiéres á musique” o cajitas de música, es uno de los intentos más antiguos de registro musical realizados con anterioridad al gramófono. Haydn compuso piezas de nueva creación o arregló, en varios casos, fragmentos de cuartetos y otras obras propias para esos relojes-flauta. Hugo Riemann, el hombre que más influyó en la formación de Max Reger, pues ejerció un control directo sobre él a lo largo de cinco años primero en Sonderhausen y luego en Wiesbaden, señala que entre las características del arte de este compositor sobresale el sentido de la polifonía, “hasta tal punto que la menor y más simple de sus composiciones conlleva un espíritu contrapuntístico”. Añade Riemann que en Max Reger se detecta una tendencia a sobrecargar de armonía en detrimento de la variedad rítmica, “pero sin que la abundancia de las modulaciones haga perder la base de la tonalidad clásica. Sus mejores obras son aquellas en que la forma y el género le imponen límites determinados (variaciones, fugas, fantasías sobre corales); la riqueza de su imaginación creadora y sus eminentes facultades de polifonista le permiten, en contra de los lazos que le atan, expresarse con originalidad y pujanza real”. Max Reger estuvo unido al órgano desde su infancia, pues en Weiden, a donde se trasladó su familia en 1874 (por destino de su padre, profesor) desde la bávara Brand, estudió con el organista Lindner. En 1907, tras haber ejercido como profesor en Wiesbaden y Munich, fue nombrado director de música de la Universidad de Leipzig, para concluir su carrera profesional como maestro de capilla de la corte de Meiningen, sin dejar por ello de dar sus cursos en Leipzig. Su dedicación a la enseñanza no le impidió una labor de creación tan extensa como personal y valiosa, dirigida a diversos instrumentos y formaciones. El amplio catálogo de su obra muestra tanto obras de nueva visión, que responden a las inquietudes estéticas de su tiempo, como otras en las que Reger busca su expresión personal a partir de formas del pasado, como es el caso de la Pasacaglia que se interpreta hoy. En su legado, las obras para órgano merecen un lugar aparte por la perfección que demuestran. Las Letanías de Jehan Aristo Alain son sin duda la obra más interpretada en todo el mundo de este creador e intérprete excepcional, cuya vida fue truncada a los 29 años (20 de junio de 1940) en la defensa de Saumur, en plena segunda guerra mundial. Nacido en Saint German en Laye (al igual que Claude Debussy) de una familia de organistas, Jehan Alain continuaría la tradición, al igual que su hermano más joven Olivier y, sobre todo, su hermana Marie Claire, quien habría de convertirse en la gran intérprete de la obra de Jehan, sobre todo tras la muerte de éste. Jehan Alain dejó una obra de considerable volumen, unos 120 opus creados entre1925 y 1940. Y ello pese a lo breve y convulso de su vida, complicada a causa de una neumonía crónica contraida en 1933, el shock que le produjeron el servicio militar o la muerte de su hermana Odile, que le impresionó fuertemente. Entre esta importante obra, junto con las “Litanies”, sus “Trois Danses” gozan de una acogida universal, en parte porque expresan programáticamente los grandes polos de su ser: “Joies es la alegría de la fe cristiana; “Deuil”, la lamentación por la pérdida de su hermana Odile, y “Luttes” el destino del hombre sometido a la enfermedad y a la guerra. Sobre el valor de la obra en general de Alain, se ha escrito que de haber sobrevivido a la guerra, su personalidad, atenta a todo rasgo evolutivo, le llevaría a convertirse en una figura similar a lo que fue Olivier Messiaën, aunque su música sea tan personal y distinta una de otra. Junto a la solidez de su formación, llevada a cabo en el Conservatoire de Paris bajo André Bloch, Georges Caussade, Roger Ducasse, Paul Dukas y Marcel Dupré, Jehan Alain poseía la facultad de estar abierto a toda innovación e influencia (incluidas revelaciones de la música antigua, aportaciones del jazz o del pensamiento hindú) que pudiera aportar nuevos rumbos estéticos. Las Litanies (Letanías) forman parte de una costumbre bastante extendida entre los compositores franceses del XX (recuérdense las famosas Litanies á la Vierge Noire, de Pulenc, las de Lemaitre, etc.) y permiten ofrecer desde los pasajes más sencillos y humildes a las grandes invocaciones. En el caso de Jehan Alain, sus Litanies, una de las piezas más atrayentes de la moderna literatura, destacan los ritmos martilleantes que parecen dominar los temas sagrados así como el poderoso final. Como el resto de su música, poseen la condición de ser “atachantes”, como dice B. Viaud, es decir, la facultad de llegar directamente al corazón. El hecho de haber nacido en una familia de organistas y organeros constituye un factor de peso a la hora de sopesar el concepto que Charles Marie Widor tuvo del gran instrumento a lo largo de su vida. Como ya se apuntó en las notas del concierto anterior al hablar de A. P. F. Boëly (nacido casi sesenta años antes que Widor), a partir de los años cuarenta del s. XIX la literatura para órgano comienza a experimentar una evolución en la que lo sinfonístico se encuentra estrechamente ligado a las formas escriturales y al espectro sonoro del instrumento, debido esto último a la reforma llevada a cabo por Cavaillé-Coll, entre otros constructores. Fue precisamente Cavaillé-Coll quien aconsejó al joven lyonés, que con doce años había reemplazado a su padre en el órgano de San Francisco de la capital del Ródano, que marchara a Bruselas a estudiar Composición con F. J. Fétis (quien había sido profesor y mentor de nuestro J. C. Arriaga en el Conservatorio de París) y Organo con Nicholas Jacques Lemmens, maestro también contagiado del entusiasmo gregorianista de Fétis y que proclamaba la claridad como elemento primordial y el amor a la obra de J. S. Bach como fundamento. Tal vez a esto se deba que, aun en medio de cierta pomposidad propia de la estética de la época, las obras de Widor resulten siempre diáfanas y que el músico lyonés se convirtiera en un gran intérprete del genio alemán. Se le consideró como uno de los grandes virtuosos mundiales durante muchas décadas de su larga vida. Por esta cualidad fue invitado a inaugurar el nuevo gran órgano de Notre-Dame de París, en 1868. Además de lo comentado hasta ahora, hay otro ingrediente en la personalidad de Widor que nos ayuda a comprender las claves de su obra. Widor se vió siempre rodeado y estimulado por figuras que impulsaron la literatura sinfónica, sobre todo por Ferenc Liszt, Camille Saint-Saëns y César Franck. Si Liszt y Franck fueron quienes iniciaron las propuestas no ya solo sinfónicas sino también sinfonísticas (es decir, las sinfonías) del órgano, fue C. M. Widor quien levantó el gran monumento de sus diez sinfonías para el instrumento, empeño en el que seguirían algunos de sus discípulos más notables, entre los que se encuentran Vierne, Tournemire y Dupré, alumnos suyos de Organo en el Conservatorio de París (en el que Widor sustituyó a Franck, desde 1891 a 1896) y también de Composición (desde 1896 hasta 1905) y seguidores de su otra cátedra, la de su ejercicio habitual en el órgano de Saint Sulpice, al que había accedido en plan provisional en 1870 y donde habría de permanecer como titular hasta 1933, año en el que le sustituyó su alumno Dupré. Aunque su nombre ha quedado ligado fundamentalmente al órgano, Widor trabajó la música de cámara, la sinfonía para orquesta, la música vocal-instrumental (su Misa Solemne para Coro y Dos Organos es impresionante), el ballet e incluso la ópera. Su adscripción al género sinfónico se evidencia incluso en el plano teórico, ya que entre sus escritos figura “La Technique de l’orchestre moderne”, de 1904, concebido como complemento y puesta al día del “Traité d’orchestration”, de H. Berlioz. Se suele comentar que entre las diez sinfonías de Widor se notan muchos altibajos. También es cierto que como compositor y teórico, Widor se mostró reacio a las nuevas estéticas y formas escriturales que comienzan a germinar e imponerse con la entrada del siglo XX. Pero nadie puede negar inspiración a sus obras, ni momentos de indudable esplendor, ni conocimiento de los recursos del nuevo órgano y, ante todo, una construcción de gran solidez. A pesar de la innegable brillantez que se desprende de la escritura acoplada a las posibilidades del órgano “reformado” ( su Tercera Sinfonía para Organo y Orquesta está a la altura de la de Saint-Saëns), el espíritu bachiano y el vínculo con el canto litúrgico imponen su serena claridad. En la evolución personal de la sinfonística de Widor, la novena y décima (la “Gótica” y la “Romana”) acabarían por instaurar lo que se llamó la sinfonía litúrgica, construída y alentada por el espíritu de los “temas” gregorianos. En cuanto a la Sinfonía n. 7, `pertenece a la segunda “entrega” de Widor, que incluyó cuatro sinfonías. De sus seis movimientos (aquí se interpretan cuatro) que duran cerca de cuarenta minutos, destacan el Choral (que ha conocido transcripciones para metal) y el vibrante Finale.