Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera C., Arzobispo Primado de México en la Catedral Metropolitana 11 de enero de 2009, Bautismo del Señor. Hace ocho días, en la fiesta de la Epifanía, contemplábamos a Jesús en brazos de su madre, niño de pocas semanas, adorado por los reyes magos; hoy nos encontramos con Cristo a la edad de 30 años, mezclado entre la muchedumbre que se acerca a Juan el Bautista para pedir ser bautizado. Treinta años de misterioso silencio, pero un silencio más elocuente que muchas narraciones, silencio que nos muestra que el Verbo de Dios verdaderamente se hizo en todo semejante a nosotros. El evangelio, como las grandes sinfonías, está hecho de sonidos y silencios y este silencio es bellísimo y revelador, es el evangelio de la verdad, Dios se hizo en todo semejante a nosotros y no sólo aparentemente tomó nuestra condición. La importancia del bautismo está ligada a la manifestación del Espíritu. La aparición del Espíritu indica que ha comenzado la nueva creación porque el Espíritu ha reaparecido sobre las aguas como en los orígenes. Juan el Bautista así lo entendió: Yo los bautizo con agua; pero Él los bautizará en el Espíritu. Es cierto que el Espíritu de Dios ya estaba en Jesús desde su nacimiento, fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, pero hoy es la manifestación al mundo de esa realidad del Espíritu que está en Él, que lo unge y lo envía. Lo maravilloso del bautismo que hoy celebramos está en la revelación que Dios Padre nos hace: “Este es mi hijo muy amado, escúchenlo”. Es la máxima manifestación de la Epifanía: Ya no son los ángeles ni una estrella, sino la voz misma del Padre que revela a todos los hombres quién es Jesús de Nazareth: El Hijo amado del Padre. Jesús en su vida confirmó el significado de esta declaración, llamando constantemente a Dios con el nombre de Abbá, Padre. Con palabras y obras confirmó su conciencia de ser el Hijo de Dios: Vivió un diálogo ininterrumpido con su Padre, su alimento era hacer la voluntad del Padre, confió totalmente en su Padre. La consecuencia de esta revelación nos la indica el mismo Padre celestial: Escúchenlo. Debemos escuchar a Jesús que nos habla hoy y siempre en su evangelio y nos habla en nombre de Dios. Escuchar a Jesús significa no solamente, ponerle atención o practicar lo que Él dice, significa sobre todo creerle, darle la adhesión de la fe, aceptarlo a Él antes que su palabra. El bautismo de Jesús que hoy celebramos inaugura la etapa nueva y definitiva de la vida de Jesús. En su bautismo es presentado oficialmente al mundo, por su Padre, como el Mesías que habla y 1 actúa con autoridad. El bautismo de Jesús es el sello de su “personalidad”, de su “misión”, de su “identidad”. Identidad que Jesús siempre manifestó con claridad. También para nosotros el bautismo es el sello de nuestra personalidad, de nuestra identidad y de nuestra misión. Perder la identidad se llama “alienarse” y, según el Papa, en el texto de Centesimus annus, es un peligro real para todos. Los caminos de alienación más frecuentes para nosotros hoy en día son: el descuidar el ser por querer aparecer, el consumismo, el invertir medios por fines, la búsqueda exclusiva de ganancias con desprecio de las personas, el no reconocer la dignidad de todos los seres humanos, el egocentrismo que no busca trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia del don de sí a los demás, el vanalizar el placer y despreciar la vida, el usar e instrumentalizar a los demás, etc. Aquél Jesús, confundido entre la multitud, que pedía humilde el bautismo a Juan el Bautista, es el mismo que ahora escondido en los signos humildes del pan y del vino viene a nosotros. Recibámoslo con sinceridad y sencillez: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya, bastará para sanarme. 2