El compromiso de un poeta. El caso de Alejandro Romualdo CÉSAR SILVA SANTISTEBAN Hasta hace poco, la obra de Alejandro Romualdo me era desconocida. Había escuchado de él, pero no mucho. Señas del tipo: nació en Trujillo, en 1949 ganó el Premio Nacional de Poesía, Alex Valle fue su padre, y en algún momento vivió exiliado en México. No eran datos suficientes para escribir una nota periodística sobre él, claro está, pero acepté el encargo de componer una breve nota acerca de su trabajo. Debo mencionar que durante una semana busqué en vano sus libros. Una y otra vez consulté sobre él y muy pocos lo recordaban vagamente. «¿Es peruano?», me preguntó un librero distraído del jirón Quilca. He sentido algo de tristeza por este olvido, ya que no creo que lo merezca. Por fin, en la biblioteca de la Facultad de Letras de San Marcos conseguí leer cuatro de sus poemarios, y fueron suficientes para dejarme con la sensación de que descubría a un poeta intenso. Su libro La torre de los alucinados es notable por la ejecución y el vuelo imaginativo de sus versos. Basta citar unos cuantos para probarlo: La infancia nos llena la cabeza de luciérnagas, de polvo las rodillas y los ojos nos cubre dulcemente. La infancia nos llena las manos de globos y limosnas, la boca de pitos y azucenas y nos cubre las espaldas con sus plumas de cigüeña. O estos otros: ¡Oh la tarde en su capa colorada un estoque de luna me perfila para hundir en mi sueño la estocada! Aquí la obra de Romualdo es romántica, de formas clásicas, como la de Rilke, con una inclinación hacia lo onírico que recuerda, a veces, a la de Eguren. Sin embargo, es de índole robusta y sensual, rasgos que la distinguen y se dejarán ver con mayor claridad en los libros siguientes. Por ejemplo, en El cuerpo que tú iluminas, donde, refiriéndose a la poesía, dice: Yo te devuelvo, amor mío, como un espejo desierto en cuyas entrañas están las cenizas de donde Tú renaces. Yo te devuelvo amor, mi vientre se renueva sin cesar. Tú te ocultas y muerdes, entonces, como una ola gloriosa, llena de dulzura y vigor. 2 Y más adelante: He aquí mi cuerpo, roído por las estrellas, pálido y silencioso como un dios que ha cesado y que Tú arrastras, borrándolo, como el mar o la muerte. Como se aparecia, Romualdo tuvo desde temprano, en una época dominada por la sombra inmensa de Vallejo, el coraje de marcar un rumbo de lobo solitario. Ahora bien, como todo hombre tuvo un eje que, asimismo, fue su fuerza motriz: el propio cuerpo. Ese fue el nutriente de su trabajo. Partiendo de lo sensorial, edificó su arte. Desde un cuerpo que percibe, que experimenta los hechos y los muda en palabras que se alejan del último sufrimiento o del primer gozo, pero que jamás pierden el vínculo que las une, como a través de un cordón umbilical, con todo lo humano y lo terrestre. No es trivial anotarlo. Jamás fue un poeta inconcreto ni profesó la pureza, aunque abunde en alegorías. Aun cuando habla de sueños, tiene un propósito y traza objetos y personajes. Que con los años Romualdo se inclinase hacia la inquietud social no fue, pues, una ruptura con su poética originaria, sino un paso lógico en su derrotero. Podía hablar de cisnes y rosas, pero su punto de partida siempre fue una vivencia entrañable del avatar de nuestro mundo físico. Por eso mismo no fue un militante vulgar ni resentido. Como Albert Camus, entendió que la belleza es la mayor de las rebeldías en una sociedad sin ternura ni compasión. 3 Ese fue el meollo de su compromiso. Y su utopía, si bien nacida desde la atormentada experiencia de la injusticia, fue la vieja y noble utopía de la hermandad y el amor entre los seres humanos. Acaso estos versos del libro Edición extraordinaria lo expliquen mejor: Si me quitaran una pierna bailaría en un pie. Si me quitaran un ojo lloraría en un ojo. Si me quitaran un brazo me quedaría el otro, para saludar a mis hermanos, para sembrar los surcos de la tierra, para escribir todas las playas del mundo con tu nombre, /amor mío. O los siguientes (que recuerdan un poquito a los que escribió Lorca en Nueva York), hurtados a la mala de Cuarto mundo: 4 AQUÍ YACE SAM BROWN. Aquí descansa su rueda pálida, la que hacía girar sencillamente bajo sus pies como un planeta o una ola. Lejos de su infancia silvestre, de la fiebre sexual, del tambor y de la danza hirviente. Lejos. Dejó su infancia de leopardos y grullas y flores exóticas. Aquí yace, más frío que la luna, más triste que el vino, derramado y oscuro como un vaso de miel para todas las moscas de la destrucción. Una familia de arlequines le reza. Los astros del circo lloran y se apagan… (…) Pidamos que la muerte no nos deje decir nada. Pidamos que la muerte nos separe, nos desgaje suavemente. Pidamos que nos haga desaparecer como un ilusionista. Roguemos porque la muerte llegue como el extraño que nos pregunta por la hora. 5 Porque Sam Brown ya no se mueve. Porque aquí yace Sam Brown como un girasol ciego. Pienso en un dato curioso: los investigadores afirman que los sueños nos ayudan a prevenir la locura, ya que tanta sensatez en la vigilia es, en muchos aspectos, antinatural. De un modo semejante puedo decir que el equivalente culto de nuestros sueños es la poesía, que a un tiempo exige inteligencia y resucita en cada cuerpo lo que de más primitivo tiene, para marcarlo con pasión, tristeza o benevolencia. Esto, sin duda, lo consigue Romualdo en divresas parcelas de su quehacer estético. Y es un alto mérito que muy pocos artistas tienen el privilegio de alcanzar. Homenaje al rey Este es Clodín amarillo y fúnebre muñeco tirado en un rincón sonríe para siempre. El hilo del amor y la burla lo sostiene, y apenas un broquel de telarañas lo humilla y lo defiende. Sólo su esqueleto de aserrín es eterno como el triste redentor de los pájaros, 6 el tontocristo de las cementeras. Este es Clodín, el trompo y la cereza el enano rampante el que madruga para sufrir. Helo ahí: enamorado, inofensivo y desolado como una mano de mendigo. (De La torre de los alucinados) desco – Revista Quehacer Nro. 152 / Enero-Febrero 2005. 7