Beckett, hoy: Pavlovsky

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Beckett, hoy: Pavlovsky. Deleuze, hoy: Pavlovsky
La rabia de ser siempre otro1
Marcelo Percia
Eduardo Pavlovsky combina la figura del intelectual comprometido, el
dramaturgo, el actor, el psicoanalista.
Su texto Psicoterapia de grupo de niños y adolescentes (1967) comienza
con una nota que dice: “Dedico este libro a dos médicos que han tenido
mucha influencia en mi vida: la doctora Marie Langer y el doctor Ernesto
Guevara”. Pavlovsky afirma allí que para hacer clínica con niños es
necesario aprender a “jugar con ellos antes que interpretar”.
Pavlovsky, integrante del grupo Plataforma y fundador de la mítica
colección de diez volúmenes de Lo grupal, es tal vez el dramaturgo más
importante de nuestra lengua.
En La espera trágica (1962) dice uno de sus personajes: “Algo pasa con la
gente. Algo pasa con las palabras. Decimos palabras y las palabras no nos
unen, nos separan. Las palabras forman puentes que nos separan”.
El pensamiento estético y clínico de Pavlovsky participa de una ética del
cuerpo.
En un artículo que se llama Reflexiones sobre el proceso creador (1975)
relata que cuando se ve jugar a un niño construyendo un puente que separa
a dos muñecos, se puede conjeturar que intenta dividir a sus padres o que
trata de unirlos o que tiende lazo con el analista; pero si uno mismo hace
pasar ese juego por su cuerpo y se arrodilla como el chico y toma con sus
manos cada uno de los cubos y siente la presión que tiene que hacer para
mantener unidos los cubos, entonces cualquier conjetura se llena de la
multitud de sentidos que habita en ese cuerpo.
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Presentación de Eduardo Pavlovsky, invitado en la Facultad de Psicología de la UBA el lunes 9 de
noviembre de 2009. El título de la ponencia hace referencia a un artículo de Pavlovsky (1999) que se
llama Samuel Beckett. Hoy: Gilles Deleuze. La “La rabia de ser siempre otro” alude tanto al movimiento
rabioso que significa devenir otro (tomando la idea de la novela de Arlt) como a la violencia cultural que
suele convalidar a un intelectual argentino comparándolo con una figura consagrada del mundo europeo.
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El de Pavlovsky es un pensamiento frontal y rabioso, el murmullo de
alguien que muchas veces se sabe solo y desesperado.
En Adolescencia y Mito (1977) escribe en un texto que se llama Crónica de
la droga: “No existe en este abismo de confusión la palabra lúcida que
rescate a nadie o la internación furiosa (...) No hay terapia del adicto. Hay
terapia de la sociedad que fabrica adictos. (...) Ella (se refiere a una joven
que atiende en grupo) sabe de esas envidias infinitas y se siente, por
momentos, invencible, omnipotente y majestuosa. Conoce y, por instantes,
desprecia el sentido común y el gran letargo rutinario de la vida. Las voces
en el grupo le resuenan provenientes de quienes no se animan a vivir la
gran exaltación; en el fondo, en su mirada, nos dice cobardes o cabrones.
Otro grupo adicto infernal la posee y le dicta las leyes de la muerte. Sus
palabras no son de Ella. Son palabras dichas por los otros que le hablan,
que a su vez son hablados por otros y estos a su vez por otros de otros de
otros. Nadie encuentra a nadie en el vacío, coro de voces sin cuerpo,
ideólogos del infierno. No hay allí, en ese asesinato de la palabra,
enfermedad individual: el individuo se pierde en la gran telaraña de las
voces de la gran otredad”.
A Pavlovsky, que no es reconocido en la Facultad de Psicología, se le
escucha decir que no se acuerda de ensayos que ha escrito o de monólogos
maravillosos de sus personajes: tal vez se defienda de la crueldad del no
reconocimiento, olvidándose de sí, haciendo desaparecer (él mismo en su
memoria) sus ideas, sus invenciones, volviéndolas brumas de una obra que
espera que llegue desde la voz de otro. Dice en un momento el personaje de
sus Variaciones sobre Meyerhold: “Los demás miraban hacia adelante
como si yo no hubiera hablado. Como si yo no hubiera hablado. Fue
terrorífico, terrorífico”.
En un pasaje de El Cardenal (1992), el protagonista dice: “¡Qué enorme
cansancio me invade! Simplemente no siempre conviene hacer lo mismo.
Buscar el detalle que pueda modificar la simple rutina, un accidente, eso
sí, un accidente al pasar, que pueda transformar la cotidianeidad en un
hecho singular, extraordinario, en un acontecimiento a rememorar. De eso
se trata, simplemente de eso, de buscar hechos significativos que puedan
romper el círculo de la cotidianeidad. Lo que hay que buscar es el
asombro. ¡Si pudiéramos lograrlo! Tal vez en eso consista la libertad...Se
trata de lograr un mundo feliz...donde cada uno tenga su lugar, su pequeña
escenografía, pequeñas convulsiones diarias que parezcan crear pequeñas
ilusiones. Qué cansancio infinito...”.
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Pavlovsky es un intelectual de izquierda, un impugnador de la desigualdad
y la injusticia social, inspirador de un mundo en el que siempre sea posible
la imaginación, el juego, el erotismo.
Fuera de todas las figuras de representación institucional, cultivó la
amistad, la proximidad de los inclasificables (entre los psicoanalistas,
algunos de sus cómplices son: Emilio Rodrigué, Hernán Kesselman,
Armando Bauleo, Fernando Ulloa, Juan Carlos De Brasi y Susana Evans).
Viendo Sólo brumas, la obra que está haciendo en Buenos Aires, se
constata que el intelectual crítico y comprometido de siempre es, ahora,
más combativo que nunca.
Uno de los rasgos de su teatro es la violencia. La violencia familiar en
Telarañas (1977). La violencia de la tortura en El Señor Galíndez (1973).
La violencia del exilio en Cámara lenta (1981). La violencia del robo de
niños en tiempos del terror de estado en Potestad (1985). La violencia de la
soledad en Pablo (1987). La violencia del amor en Paso de dos (1990). La
violencia de los recuerdos en La Muerte de Marguerite Duras (2000). La
violencia de la censura y la repetición en Variaciones Meyerhold (2004).
La violencia de un país que mata a sus hijos en Sólo brumas (2009).
El teatro de Pavlovsky no es un entretenimiento suave y complaciente, sino
una obra que lastima y nos hace dudar de nosotros mismos. No es teatro
para estudiantes y profesores anestesiados que se sienten colmados con
unas cuantas fórmulas anotadas en el cuaderno. En su teatro, las historias
narrativas quedan subordinadas a estados e intensidades de la actuación. No
hay personajes psicológicos, sino cuerpos afectados por el mundo social.
La obra de Pavlovsky es inquietante, molesta y difícil porque se entiende.
Se entiende que el profesionalismo despolitizado de las psicólogas y
psicólogos de nuestra Facultad hace complicidad (lo sepamos o no) con la
horrorosa injusticia argentina.
La rabia de Pavlovsky es la de los rostros deformados de Bacon y la del
grito de Munch. La misma rabia que declaraba Arlt en el prólogo a Los
Lanzallamas (1931) “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo.
Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura,
sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de
un cross a la mandíbula”.
Muchas veces dijo que su vida cambió después de ver Esperando a Godot
de Beckett. Algunas cosas nos pasan o no nos pasan nunca: no es que
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Pavlovsky comprendió algo con la obra de Beckett, sino que pudo oír, a
través del dramaturgo irlandés, sus propias voces no escuchadas. Su
búsqueda nunca fue el simplismo expresivo, casi ingenuo, del psicodrama
de Moreno ni tampoco el psicoanálisis aplicado a los grupos. Desde
entonces, Pavlovsky fue Pavlovsky: el pensamiento como práctica de la
inconformidad.
Algunos pasajes de Samuel Beckett tomados de su novela El Innombrable
(1953) para acompañar la enseñanza de Pavlovsky acallada por las modas
universitarias:
“Nada tengo que hacer, es decir, nada de particular. Tengo que hablar,
esto es vago. Tengo que hablar, no teniendo nada que decir, sino las
palabras de los otros. Tengo que hablar, no sabiendo ni queriendo hablar.
Nadie me obliga a ello, no hay nadie, es un accidente, un hecho. Nada
podrá dispensarme nunca de ello, no hay nada, nada que descubrir, nada
que disminuya lo que por decir queda, tengo la mar por beber, por
consiguiente hay un mar”.
“Oír demasiado mal para poder hablar, eso es mi silencio. Es decir, que
hablo siempre, pero a veces demasiado bajo, demasiado lejos de mí,
demasiado lejos en mí, para oírme, no, oigo, para comprender. No es que
comprenda jamás. La voz se aleja, vuelve, está detrás de la puerta, voy a
callarme, entonces se producirá el silencio, voy a oír, que es peor que
hablar, peor como esfuerzo, no, peor no, lo mismo. A menos que esta vez
no se trate del verdadero silencio, ese que no tendré ya que romper, en el
que ya no tendré que escuchar, donde no podré babear en mi rincón, con
la cabeza deshabitada, la lengua muerta, ese que he tratado de ganar, que
creí poder ganar. No cuento con ello”.
“Sí, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres cosas: la
imposibilidad de hablar, la imposibilidad de callarme, y la soledad...”.
Con la lectura de El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia (1972) de
Deleuze y Guattari, Pavlovsky encuentra palabras para nombrar lo que
siempre hizo en el consultorio y en el escenario: micropolíticas, estética del
acontecimiento, pasaje de la prepotencia de las neurosis a la potencia de
los cuerpos.
En su artículo Estética de la multiplicidad (1993) comienza citando un
fragmento de Lógica del sentido (1969) de Deleuze en el que reconoce sus
propias búsquedas: “Hay, en este sentido, una paradoja del comediante:
permanece en el instante, para interpretar algo que siempre se adelanta y
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se atrasa, se espera y se recuerda. Lo que interpreta nunca es un
personaje: es un tema (el tema complejo o el sentido) constituido por los
componentes del acontecimiento, singularidades comunicativas
efectivamente liberadas de los límites de los individuos y de las personas.
El actor tensa toda su personalidad en un instante siempre aún más
divisible, para abrirse a un papel impersonal y preindividual. Siempre está
en la situación de interpretar un papel que interpreta otros papeles”.
Observador rabioso de los rituales de los psicoanalistas: parodió tanto a
kleinianos como a lacanianos. Hace unos años (2004) en una obra breve
que se llama Análisis en París. Confesiones de un analizado se burlaba de
la solemnidad consumista de los psicoanalistas argentinos: “¿Qué pasa?
¿Por qué se incorpora? (Pausa) ¡Ya terminó la sesión! ¡Sólo cinco
minutos! ¡No puede ser! Doscientos euros por sólo cinco minutos. ¡Es un
afano! ¿Me da la mano para despedirme? Bueno está bien, se cortó la
cadena de significantes, ¡qué mala leche! Tome los doscientos. Vuelvo a la
tarde”.
Si Macedonio Fernández fue nuestro Freud y si Pichon Rivière, nuestro
Lacan. Pavlovsky es nuestro Beckett y nuestro Deleuze. Pero, las
equivalencias son un código deficiente de traducción para que podamos
reconocer algo del pensamiento en castellano: Pavlovsky es Pavlovsky, la
rabia intelectual, el cuerpo que habla en un país que sufre tanto.
Rabia como enojo y convicción de que otro teatro, otra clínica, otra
transmisión, otra vida es posible.
En su obra Variaciones Meyerhold (2005), Pavlovsky, a través del
dramaturgo ruso perseguido y olvidado por sostener el papel revolucionario
de la imaginación, dice algo que es una enseñanza para todos nosotros:
“Nos les gusta mi imaginación, la sienten subversiva (...) dicen que
defiendo la improvisación. ¡Es verdad! Defiendo la improvisación porque
la improvisación es la imaginación creadora del arte. ¡Muere el actor que
sólo dice la letra! (...) Yo digo que no hay actor en el mundo que sea bueno
si no puede improvisar, imaginar, salir del libreto. Yo pienso que toda
revolución es imaginativa, utópica. (...) ¡El teatro es con el cuerpo! (...) La
biomecánica es el instrumento físico de entrenamiento necesario para la
sensibilización del cuerpo. (...) Es un ejercicio permanente donde el cuerpo
está sensible para que el texto penetre y uno pueda improvisar. Pero no
improvisar la letra, improvisar con el cuerpo los distintos sentidos que
tiene cada letra. (...) ¡Para que ese cuerpo esté vibrátil! Como una onda
expansiva. (...) Me criticaron porque enseño a los actores a buscar el
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blanco. A no buscar la letra. Un actor sabe la letra y en determinado
momento le digo: ¡quedate ahí! ¡olvidate de la letra por un instante,
olvitate! Dejate atravesar, dejá, dejá, dejá... Y el actor se deja sumergir en
el vacío de la no letra y después la letra surge intensa, con múltiples
sentidos... ¡múltiples sentidos!”.
A Pavlovsky le convienen más los escenarios que las aulas: la diferencia
reside en que los recintos universitarios no suelen ser aptos para alojar la
rabia de los apasionados.
Alguna vez dijo que en escena se llena de vitalidad y energía: “Sobre el
escenario siento que estoy derrotando a la muerte”. Que Pavlovsky
transforme un aula en un teatro es un modo de derrotar a la muerte: no se
trata de una muerte personal, sino de evitar la muerte del pensamiento
crítico, del cuerpo social intempestivo que todavía grita en nuestra cultura.
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