BUENAS MALAS NOTICIAS Víctor Hurtado Oviedo* A propósito de Habla el Viejo, libro de Carlos Tovar, el periodista peruano Víctor Hurtado explica por qué la revolución socialista será inevitable, aunque no comenzará en el Tercer Mundo. Las ortodoxias siempre traen malas noticias. Un ejemplo: la Teología de la Liberación anuncia que es posible la justicia en la Tierra, pero llega la ortodoxia con la novedad de que el diablo es el origen de todos los males: racismo, explotación, injusticia social, imperialismo... El diablo es sobrenatural; por tanto, invencible. Por lo tanto, es irrealizable la justicia en la Tierra: siempre habrá racismo, explotación, injusticia social, imperialismo... Algo similar ha ocurrido con la historia del pensamiento de Karl Marx. Habla el Viejo – libro de Carlos Tovar– es ortodoxo; o sea, trae malas noticias; pero lo salva –y nos salva– su mensaje final de optimismo. La ortodoxia de Karl Marx enseña que la revolución socialista en tránsito al comunismo sólo es posible en países de avanzado desarrollo capitalista. En otros países, todo intento de emprender esa revolución terminará en fracaso: en el retorno al capitalismo, al feudalismo, etc. La historia del «socialismo real» ha demostrado la certeza de esa previsión. Olla de presión con fugas El esquema revolucionario de Marx podría formularse del modo siguiente. Las empresas privadas compiten entre sí. Cada una guarda en secreto sus planes de producción, de modo que (por ejemplo) la Ford ignora cuántos vehículos fabricará la General Motors para un mismo país. Pese a los estudios de mercado, trabajan a ciegas, de manera que (por decir algo) en el año 2020 fabricarán 50% más de autos de los que la gente pueda comprar. Todo excedente causa pérdidas a los capitalistas, pues no pueden vender sus productos y deben pagar deudas y sueldos. Prefieren pagar deudas (a otros capitalistas) y despedir trabajadores. Se produce entonces una curiosidad: sobran bienes, pero aumenta el número de desocupados (es decir, de pobres). Así, en un mismo país, por un tiempo, hay exceso de riqueza y exceso de pobreza. Esa paradoja se llama «crisis». Se sale de ella lentamente gracias al sacrificio que hacen los trabajadores y los despedidos: comer menos, comprar menos, disfrutar menos de la vida. Después de unos años, las empresas se reponen; vuelven a producir y vuelven a excederse. De nuevo hay sobreproducción y despidos, riqueza y pobreza. Estos ciclos de crisis y expansión son inevitables en el capitalismo porque este se basa en el secreto de la producción privada. (Si no hubiese secreto, habría planificación, es decir socialismo.) Marx llamó «anarquía de la producción» a ese estúpido sistema de competencia mutua basa en el secreto, el derroche y el desorden. Ahora imaginemos que el excedente se produce en grande: que la mayoría de empresas de un país produce demasiado al mismo tiempo. Se presenta entonces una crisis general. La masa de productos invendibles es tremenda, y la cantidad de despedidos es enorme. Si no se impone un cambio socialista, la crisis general pasará en unos años debido al menor consumo de los trabajadores y de los despedidos. Supongamos que esas crisis generales se producen cada diez años. La primera crisis parecerá, a los trabajadores, una desgracia inevitable como los terremotos. A la segunda crisis, habrá dudas; a la tercera, preguntas incómodas; a la cuarta, respuestas socialistas. La gente se dirá: «Esta calle nos lleva siempre al mismo precipicio; debemos cambiar. Pero, ¿por dónde iremos?» Entre las muchas respuestas que la gente oirá, estará la de los marxistas (de aquí la importancia de que haya un partido marxista consolidado entre los trabajadores). Los marxistas dirán: «Debemos controlar (planificar) la producción para que no haya excedentes porque producen despidos y pobreza». La gente entenderá y pedirá al 2 partido marxista que gobierne para que expropie a los capitalistas y centralice las órdenes de producción en el Estado. Ese Estado será democrático porque lo apoyará la mayoría de la gente, y será dictatorial para los pocos (los capitalistas) que pretendan continuar con la anarquía de la producción. Durante un tiempo seguirá esta lucha de clases, y del orden socialista contra la anarquía capitalista. Una vez que desaparezca la resistencia capitalista (militar, educativa, religiosa), se entregarán las empresas a los trabajadores, quienes coordinarán su producción para evitar excedentes. Este último estado social será el comunismo. Así pues, según el esquema de Marx se llegará al socialismo por cansancio de la enorme mayoría de la gente: «a pedido del público». Un país llegará al socialismo cuando su gente se canse de ver gran riqueza y gran pobreza al mismo tiempo, una y otra vez. La gente no exigirá socialismo (planificación) por amor a la justicia ni por ideales heroicos, sino por simple conveniencia. Se llegará al socialismo por egoísmo, no por generosidad. El socialismo será irreversible cuando la gente comprenda que en el capitalismo vivían peor. Los habitantes de países capitalistas huirán hacia los países socialistas. Todas las maravillas éticas sobre «el hombre nuevo» estarán bien para los intelectuales, no para los trabajadores. Quizá muchos de estos evolucionen ideológica y moralmente; pero, mientras tanto, para las «masas», el socialismo equivaldrá sólo a un constante aumento de sueldo y a la seguridad de que no serán despedidos por exceso de producción. Ese paraíso es teóricamente posible sólo en países de alta productividad por persona; es decir, de capitalismo avanzado. En otros países –como el Perú–, la planificación central podría funcionar un poco durante cierto tiempo, pero al final se volverá al capitalismo –también a pedido del público– porque el público aún creerá que en el capitalismo todos vivirían mejor, sin crisis de sobreproducción. En los países atrasados, la mayoría de la gente no es reacia al socialismo por «atraso ideológico» sino, al contrario, por perfecta sintonía con su realidad económica. «El ser social determina la conciencia social», decía Marx. En los países capitalistas atrasados, con un supuesto futuro de país desarrollado, el ser social hace que las personas crean aún que el 3 capitalismo es la solución a su pobreza. En cambio, en un país capitalista avanzado el ser social determinará la existencia de la conciencia socialista generalizada, porque estará varias veces probado que la riqueza (sobreproducción) engendra pobreza (desempleo). ¿Qué hacer? Ahora bien, si todo aquel esquema parece tan preciso como un reloj, ¿por qué falla en los países de capitalismo desarrollado? Porque, ante cada crisis, se han producido dos fugas de la presión interna: exportación de productos excedentes y emigración de despedidos. Si Inglaterra hubiera sido el único país en el mundo, la revolución socialista se habría producido hace cien años y ahora estaría iniciándose allí el comunismo. Sin embargo, como no era el único país, en lugar de guardar los productos los capitalistas ingleses los vendían afuera: a la India, a América...; en vez de quedarse en Inglaterra para hacer preguntas incómodas y apoyar la planificación estatal, los despedidos y los pobres emigraban a América (algunos volvían al campo o se dedicaban a la artesanía o a la delincuencia). Las crisis se producían, pero se superaban con cierta facilidad; nunca se llegaba a una «situación límite» porque la olla de presión no estaba completamente cerrada. (Actualmente hay otras fugas favorables a la sobrevivencia del capitalismo desarrollado: exportación de capitales, importaciones baratas, importación de trabajadores semiesclavos, etc.). ¿Puede ocurrir aún la previsión de Marx, pero en una dimensión mundial? Sin duda, aunque demorará mucho tiempo. Carlos Tovar cree que nos acercamos a una época que hará imposibles las «fugas». Si la «globalización» estableciera un mercado mundial único, dominado por enormes compañías que compitan entre sí produciendo en anarquía, podría ocurrir que ya no haya dónde exportar la sobreproducción, y que no haya países a los cuales emigrar. (Tal vez aún existan esos países, pero no parece que el exceso de computadoras pueda ser vendido en Burundi ni que los despedidos 4 alemanes emigren al Perú para ser mercachifles ambulantes. Para el mercado, ser pobre es estar muerto). Según ese esquema del futuro, la «globalización» llevará al socialismo. Cuanto mayor sea el mercado único, mayores serán las crisis de sobreproducción y menor la paciencia de la gente ante un sistema que la arroja siempre a las mismas tragedias. La anarquía productiva superdesarrollada conducirá a las masas a la desesperación, tras la cual solo quedará probar la planificación (el socialismo). En este punto sí cobrará vigencia la vieja consigna de «socialismo o barbarie». Si la creciente «globalización» (otro nombre del imperialismo) es un «aliado objetivo» de la revolución socialista, ¿debemos apoyarla? Esta fue una de las primeras preguntas que se planteó el Marx marxista. Como recuerda Carlos Tovar (p. 40), el Manifiesto comunista ya encontraba una globalización inicial en la expansión capitalista que tenía lugar en Europa y Asia. Marx la consideraba inevitable y positiva porque «limpiaba» las sociedades de remanentes «atrasados» (pequeña propiedad agrícola, artesanado, esclavitud) y definía sólo dos contendores finales en la lucha por la organización de la sociedad: capitalistas y obreros. Por momentos, Marx y Tovar parecen agentes del capitalismo, derrotistas metidos entre los trabajadores. No hay tal. Lo que los diferencia de personas como JeanFrançois Revel y Mario Vargas Llosa, es que Marx y Tovar ven más allá. Esta visión supone lo siguiente en nuestros países: a) Apoyar al capitalismo contra formas de producción «atrasadas». b) Enseñar que el fin del capitalismo estará más cerca cuanto más se desarrolle el capitalismo. c) Entre tanto, exigir un régimen político democrático-burgués y formas «civilizadas» de explotación capitalista (estabilidad laboral parcial, derecho de sindicalización, derecho de huelga, jornada de trabajo limitada, etc.). 5 d) Fomentar organizaciones sindicales y políticas de trabajadores que los preparen para tomar el poder cuando, en un país (o en el mundo) se produzca la crisis económica final. De ello se deduce que todo intento de «adelantar» la revolución socialista será un esfuerzo inútil que, cuando se interrumpa, dejará a los trabajadores convertidos en pobres y en enemigos de la propaganda socialista. No hay, pues, una teoría marxista «especial» para «pasar» al socialismo en los países subdesarrollados. La ortodoxia marxista sólo recomienda contribuir al desarrollo del capitalismo en el propio país, y organizar simultáneamente a los trabajadores para que pierdan la fe en la «eternidad» del capitalismo. Lo que Marx sí llegó a admitir es que el triunfo del socialismo en los países avanzados hará más fácil y más cercano el socialismo en los demás países. Al menos, este proceso terminará con las relaciones imperialistas y permitirá una acumulación capitalista más acelerada en los países atrasados. Final feliz El libro de Carlos Tovar termina proponiendo una consigna que podría revitalizar la lucha y la organización de los trabajadores en todo el mundo: reducir drásticamente la jornada de trabajo para que los desocupados vuelvan a tener empleo. Esto sería posible gracias al alto desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo avanzado (el uso de la informática es un ejemplo de este avance). Exigir que se reduzca la jornada de trabajo es una buena consigna; no es la panacea universal, sino un medio de reconstituir a la clase trabajadora (obreros, empleados, profesionales) en vez de que se disperse debido al capitalismo salvaje, la informalidad e incluso la esclavitud. Habla el Viejo deja también algunas cuestiones sueltas: ¿debemos apoyar la importación irrestricta de productos extranjeros, lo que destruirá empresas nacionales y causará desempleo sin crear nuevas empresas?; ¿debemos luchar contra el imperialismo?, ¿cómo?; ¿debemos apoyar guerras de conquista (como la de los 6 yanquis contra el pueblo iraquí) porque esas guerras abren mercados al capitalismo desarrollado?; ¿debemos, los países atrasados, competir salvajemente entre nosotros para atraer la inversión capitalista?; ¿debemos resistir la dominación cultural imperialista o volvernos todos consumidores de la bazofia «cultural» norteamericana? El retorno a la ortodoxia marxista no es agradable, pues nos hace sentir que nos alejamos del día de la revolución en los países atrasados. En realidad, la ortodoxia no nos aparta de nada sino que nos hace comprender que ese día está de por sí lejano. Mejor es saberlo, aceptarlo y prepararnos para una larga marcha. Las frustraciones dejadas por el «socialismo real» han quebrado la fe de millones; mas, paradójicamente, los fracasos no anulan sino confirman las previsiones de Marx. No eran aquéllos los tiempos ni los lugares para revoluciones socialistas. Hay que seguir la ruta del marxismo original, pero ya no comenzamos de cero. Estamos sobre una larga tradición de luchas por la justicia y podremos ser más fuertes si asimilamos el antídoto de los fracasos. El fin del sistema capitalista está programado dentro de su propio mecanismo de crisis económicas, anarquía productiva y furia social. El capitalismo no es eterno. Los fracasos de los experimentos «socialistas» serán una pequeñez en comparación con el enorme y definitivo fracaso que espera al capitalismo. Que no estemos vivos para verlo no significa que no ocurra: sólo significa que esa felicidad será de otros. Pero, al fin y al cabo, saber que esa dicha llegará es una forma de empezar a compartirla. ---------- Periodista. Antiguo colaborador de El Caballo Rojo. Reside en Costa Rica. desco / Revista Quehacer Nro. 142 / May. – Jun. 2003 7