Los que siguen son los capítulos 13ª y 14º del libro “Noticias bajo fuego. Sombras e intrigas del poder real en la Argentina”, escrito por Gustavo González y editado por Planeta. González trabajó 20 años en la revista Noticias y fue su director durante los últimos ocho, hasta que dejó ese cargo en enero de 2011. Dos de los 39 capítulos que componen las 660 páginas del libro están dedicados a José Luis Cabezas. Y son los que se pueden leer, completos, a continuación: 13 José Luis Cabezas I: la tragedia interna En la madrugada del sábado 25 de enero de 1997, José Luis Cabezas salía de una fiesta en Pinamar organizada por el empresario postal Oscar Andreani. Un rato antes se había retirado su compañero de trabajo Gabriel Michi. A las 5 de la mañana, un grupo de desconocidos lo esperó frente al departamento en el que vivía sobre la avenida Bunge. Antes de que pudiera ingresar, lo rodearon, lo golpearon, lo metieron en su auto Ford Fiesta blanco y lo llevaron hasta las afueras de Pinamar. Estacionaron en un camino que conduce a la laguna La Salada Grande, frente a una cava de dos metros de profundidad. Allí lo esposaron, le dispararon dos balazos e incendiaron el vehículo con su cuerpo adentro. Las agujas del reloj Tag Heuer de José Luis marcaban poco más de las 5:30 cuando se detuvieron para siempre. El entonces editor general de la revista, Pablo Sirvén, había llegado ese fin de semana a Pinamar. Esa vez no iba a cubrir la temporada de verano, como lo había hecho otros años junto a Cabezas, sino a juntarse con su familia que ya estaba veraneando allí. Estaba contento, después de una semana de intenso trabajo. Para celebrarse a sí mismo, se llevó una reposera a la carpa de la playa y se recostó solo, con los ojos entrecerrados. Jura que en el preciso momento en que se estaba diciendo «¡qué bien que la estoy pasando!», lo vio llegar a Gabriel Michi completamente desfigurado por el dolor. Desde Mar del Plata, arribó inmediatamente Carlos Russo, el editor de Información General, que estaba en aquella ciudad celebrando el cumpleaños de su hija. Convocó de urgencia a dos de los miembros de su sección, Carlos Dutil y Carla Castelo. A ellos se sumó el periodista Leo Álvarez, quien comenzó a trabajar desinteresadamente a pesar de que ya había dejado la revista. Fue Russo y ese equipo los que se encargarían de escribir la nota de tapa de esa semana. Su trabajo estuvo signado por amenazas varias y el hallazgo de una caja de esposas policiales en la cochera del departamento donde se alojaban. En Buenos Aires, la primera en enterarse había sido Teresa Pacitti, la ex directora de Noticias que por entonces conducía Caras. Sus enviados a cubrir la temporada en Pinamar le dieron las primeras informaciones, las mismas que le transmitiría a Jorge Fontevecchia. Un segundo más tarde, Jorge lo llamó a Héctor D’Amico: «Me dicen que apareció un auto incendiado en las afueras de Pinamar que podría ser el del equipo de Noticias. Gabriel Michi está bien, pero no sabemos nada de Cabezas». Poco después, Fontevecchia se enteraría de que adentro del auto había un cuerpo calcinado y que ese cuerpo era el de José Luis. Volvió a hablar con el director de la revista: «Héctor, te pido que vos te hagas cargo de avisarle a la redacción. Quiero ser yo el que vaya a hablar personalmente con sus padres». Luego levantó el teléfono y marcó el número del editor de Fotografía, Carlos Lunghi. Le contó lo que pasó y le dijo: «Por favor, Carlitos, andate ya para Pinamar». Así, mientras Fontevecchia salía para Avellaneda a encontrarse con Norma y José Cabezas, Lunghi se subía a su auto para ir a Pinamar. Con él viajaron D’Amico y la abogada Norma Pepe. Allí se encontrarían con Sirvén y Michi. Fueron hasta las oficinas que ocupaba Noticias, como si allí pudieran hallar alguna respuesta. Fueron hasta la cava para convencerse de lo que no podían creer. Fueron hasta la comisaría para hablar, sin saberlo, con los policías que habían liberado la zona donde secuestraron a su compañero. Y fueron hasta la casa en la que él vivía para encontrarse con Cristina Robledo, la esposa de José Luis, para abrazarse y llorar. Cuando se hizo de noche, Lunghi, D’Amico y la doctora Pepe tomaron la ruta que salía de Pinamar rumbo a la comisaría de General Madariaga. Iban a retirar el cuerpo de Cabezas. La noche era cerrada y en el auto nadie hablaba. Hasta que Carlos Lunghi, que manejaba, rompió el silencio: «Un auto nos sigue desde hace rato». Aceleraron y el auto que venía detrás aceleró con ellos. No se veía una luz por ningún lado y todavía faltaban varios kilómetros para llegar a destino. «Sí, nos siguen —confirmó D’Amico—. Acelerá más, Carlos, dale». No había otro calificativo, más que miedo, para describir lo que sentían. ¿Le habría pasado lo mismo a José Luis —pensaron—, lo habrían interceptado en la ruta antes de llevarlo a la cava y matarlo? ¿Serían los mismos que los estaban siguiendo a ellos en ese momento? Cualquier hipótesis era válida, porque todavía no se sabía nada. Carlos apretó el acelerador y la aguja del velocímetro estuvo a punto de marcar los 150 kilómetros por hora. De a poco fueron perdiendo a sus seguidores. Entraron a la comisaría de Madariaga temblando. Entonces, lo primero que hicieron no fue apurar el trámite del cadáver, sino denunciar lo que les había pasado. Fue el comisario el que llegó para tranquilizarlos: «No se preocupen, era un auto nuestro, estamos vigilando a los que pasan por el lugar». Se fueron tranquilizando de a poco después de comprender que podían haber muerto en un accidente intentando escapar de sus propios miedos. Regresaron a Pinamar justo cuando el cielo de la ciudad se iluminaba con los fuegos artificiales del desfile de moda del peluquero Roberto Giordano. Con la impudicia del «aquí no ha pasado nada», algunos pretendían que la vida siguiera igual. Pero eso, definitivamente, no iba a ser posible. A diferencia de otros crímenes brutales, el de José Luis alcanzó rápido la dimensión de una verdadera tragedia nacional. Llegó a ocupar un espacio en los medios argentinos superior al de la muerte de Juan Perón, la llegada del hombre a la Luna y los mundiales de fútbol. Para la redacción de la revista fue reconfortante que tanto la sociedad como el resto de los colegas entendieron enseguida que no se trataba de un asesinato más. Se comprendió que lo que había sido golpeado era el derecho a saber lo que el poder quería ocultar. Si ese crimen terminaba impune, no sólo la redacción de Noticias iba a verse en más problemas, sino que la sociedad iba a encontrar un nuevo límite a su derecho a ser informada y a opinar. Mientras que Jorge Rodríguez, jefe de Gabinete del presidente Menem, recibía a Alfredo Yabrán en la Casa de Gobierno (en una clara señal de apoyo oficial hacia el empresario), las marchas en repudio llegaban hasta las puertas de la redacción y se repetían en todo el país. La foto de la cara de José Luis y la leyenda «No se olviden de Cabezas» fue publicada en diarios de todo el mundo y se imprimía en grandes y pequeños volantes que se repartían hasta en las localidades más alejadas. Uno de esos volantes es el que sostenía Yabrán cuando miró a los fotógrafos en el despacho del jefe de ministros en la Casa Rosada, en una imagen que reproducirían todos los medios. Los intendentes y las asociaciones vecinales llamaban para pedir autorización para que alguna calle o plaza recibiera el nombre de José Luis Cabezas. Se levantaban monumentos en su homenaje y se organizaban movilizaciones multitudinarias con niños de las escuelas y sus padres para buscar el arma asesina. Quienes creían saber algo sobre el crimen se acercaban a la redacción para aportar datos o llamaban al 0800 que la revista había habilitado para ese fin. Algunos eran enviados para desviar la investigación, otros no sumaban nada valioso. Pero hubo importantes aportes que provinieron de esa colaboración espontánea. La primera conferencia de prensa que el presidente Carlos Menem se dispuso a dar después del crimen, comenzó como si nada hubiera sucedido. Hasta que la periodista Nancy Pazos pidió un minuto de silencio que todos los funcionarios debieron respetar. Algo movilizaba a esa sociedad, que de pronto levantó como nunca sus defensas y decidió ponerle límites a la impunidad. Desde Noticias siempre se trató de mostrar entereza, intentando que la tragedia no nos inmovilizara por el temor ni nos nublara la razón, de odio. Pero lo cierto es que tanto el miedo como la bronca estuvieron presentes en esos que fueron los peores días de la historia de la revista. Surgían asambleas espontáneas en plena redacción para repetir aquella pregunta sobre quién podía tener tanto odio para cometer tanta locura. Se debatían los pasos a seguir y qué hacer frente a la impunidad que transmitía el apoyo del Gobierno hacia el principal sospechoso del crimen. Al recibimiento oficial en la Casa Rosada le siguieron el respaldo del propio Presidente y de sus ministros. ¿Cómo continuar investigando si el posible asesino recibía la colaboración de un poder que antes le había permitido enriquecerse? Jorge Fontevecchia le encomendó a Héctor D’Amico que organizara un encuentro con toda la redacción. Fue un almuerzo en un hotel céntrico. Las mesas se dispusieron en forma de «O» para que todos pudiéramos vernos las caras. No hubo llantos, pero sí mucha tristeza y temor. Fontevecchia escuchaba. Algunos pidieron más protección a partir de ese día, ir a las notas acompañados por un custodio, celulares para todos e inclusive blindar las ventanas para evitar ser espiados o atacados. Nada parecía demasiado delirante en ese contexto. Sólo sabíamos que si una organización mafiosa quería volver a atentar contra uno de nosotros, y si esa organización recibía algún amparo desde el poder político, cualquier previsión podía resultar escasa. Salvo que nos dedicáramos a hacer otro tipo de periodismo y dejáramos de investigar a gente peligrosa. Teníamos la terrible sensación de que, si dependiera del Gobierno nacional, el crimen de nuestro compañero jamás iba a ser resuelto. Evitar la impunidad, pensamos en ese momento, iba a depender de la familia de José Luis, de nuestros abogados y de nosotros mismos. Y si era así, necesitábamos recomponernos rápido, ese mismo día. No podíamos darnos el lujo del abatimiento cuando la sociedad y los medios se colocaban de nuestro lado para pedir justicia. No, no hubo blindaje de ventanas ni custodios que nos protegieran en todas partes. Lo que sí hubo fue la determinación de seguir adelante, profundizando cada una de las hipótesis del crimen. Demostrarles a todos, pero en especial a los asesinos, que matar a José Luis no les serviría de nada. Y que iban a pagar por eso. No se trató de un acto de heroísmo. Fue sólo que no teníamos otra salida. Éramos como los soldados que se defienden a tiros en su trinchera. Podíamos parecer valientes, pero es que en momentos así no existe una alternativa mejor. Tuvimos que seguir haciendo el mismo periodismo de siempre para impedir que el día de mañana nos volvieran a matar. En lo personal, además, me rebelaba que unos delincuentes lograran callarnos, eso que nunca habíamos querido hacer desde que empezamos en el periodismo durante la dictadura. Sentía el mismo miedo de los 19 años cuando nos reuníamos con Jorge Fernández Díaz, Edi Zunino y Darío Gallo para hacer Retruco y nos íbamos del desaparecido bar Sacromonte, enfrente del Instituto Grafotécnico, dejando anotados nuestros números de teléfonos por si nos pasaba algo. Dieciséis años después, en ese 1997, el destino nos había vuelto a unir en Noticias. Allí nos dijimos que una cosa era la peor dictadura de la historia y otra, una banda de mafiosos con algún vínculo con el poder político. Si sobrevivimos a aquélla —nos quisimos convencer—, lo podríamos volver a hacer. Teníamos algo esencial a favor. El creador de Noticias estaba convencido de que no había que moverse un milímetro del espíritu crítico de la revista. Fontevecchia tenía 24 años cuando fue secuestrado por la dictadura y había sobrellevado otros ataques a lo largo de su carrera. Contábamos con él para lo que se venía. Y algo más: quienes formábamos parte de aquella redacción estuvimos comandados por un hombre valiente que no sólo contenía sino que ponía el cuerpo. Héctor D’Amico fue el piloto perfecto para enfrentar esa terrible tormenta perfecta. Con él fue más fácil sobrevivir. Héctor encabezaba las reuniones más importantes con las autoridades policiales, políticas y judiciales. Era su cara la que más se exponía en los medios y era él quien recibía a las fuentes que prometían informaciones relevantes. Recuerdo una noche en su oficina, reunidos con algunos editores y redactores. Una llamada anónima nos citó a un encuentro pocas horas después en un barrio marginal del conurbano bonaerense con la promesa de aportar un dato valioso para la investigación. Debíamos ir nosotros y no mandar a la policía. La voz había quedado en volver a comunicarse en media hora para escuchar nuestra respuesta y los nombres de dos periodistas que irían a la cita. ¿Qué hacer? ¿Sería una trampa o podía ser importante concurrir? Debatíamos eso, corridos por los minutos que pasaban antes de la nueva llamada, hasta que Héctor cortó por lo sano: «No se discute más, cuando vuelva a llamar díganle que voy yo solo». Nos quedamos callados cinco segundos. Maldije en silencio su coraje, que me obligó a decirle que yo lo acompañaba. Por desgracia, o por suerte, el segundo llamado anónimo nunca sucedió. Pero era un ejemplo de lo que ese hombre estaba dispuesto a hacer. El miedo y la angustia fueron nuestros mayores compañeros de entonces. Siempre mirando hacia atrás al caminar, yendo acompañados a notas que parecían peligrosas, no dando demasiados datos sobre la ubicación de cada uno al hablar por teléfono. Como modelo de defensa, algunos asumimos la pretensión de temer sólo una vez por día. Pero no siempre lo lográbamos. Porque sentíamos que la muerte nos rondaba. En agosto del ’97 recibimos otro golpe. Carlos Dutil, que había dejado la redacción poco tiempo antes, acababa de morir. Había sido autor de la recordada nota «Maldita Policía» que puso en la mira al comisario Pedro Klodczyk. Nos quedamos paralizados cuando lo supimos, entre el dolor por su pérdida y el temor de que se tratara de un nuevo crimen. Tres días antes, había llamado por teléfono desde la selva guatemalteca, en donde estaba realizando una cobertura para la revista Planeta Urbano. Habló con Carlos Russo, por entonces subeditor de la sección Información General. Le dijo: «Me llamó el socio de Klodczyk para advertirme que el tipo nos quiere matar a vos y a mí. Me dijo que nos cuidemos, que la cosa va en serio». A Dutil lo culpaba por la investigación sobre la Maldita Policía; a Russo, por una nota más reciente sobre su notable enriquecimiento personal. ¿Qué habían tenido que ver esas amenazas con la repentina muerte de Dutil? Nada. Falleció de un paro cardíaco mientras jugaba un partido de fútbol en Guatemala. Pero nuestra sensibilidad nos hacía dudar de todo. De cualquier modo, Russo y los abogados de la revista efectuaron la denuncia por las amenazas que Dutil había recibido. Durante un tiempo, el editor debió aceptar una custodia policial que, más que tranquilizarlo, lo inquietaba. Dos meses más tarde, el 10 de octubre de 1997, aparecería muerto Anthony Walsh, otro gran fotógrafo de Noticias. Ocurrió el mismo día en que Alfredo Yabrán debía presentarse a declarar en los tribunales de Dolores, como sospechoso de instigar el crimen de Cabezas. Claro que lo primero que pensamos fue que los asesinos habían regresado por nosotros. Pero esa vez se trataba de un suicidio. Alejandra Folgarait, que era la responsable de la sección Ciencia de la revista, pero por sobre todo era su inseparable compañera, lo recordó así: «Anthony había nacido cerca de Londres el 23 de enero de 1963 y desde muy joven viajó por el mundo con su cámara registrando rostros y escenas conmovedoras. Fue un fundamentalista de la paz y del vegetarianismo, su actitud ante la vida recordaba tanto a Ghandi como a Peter Pan. Desde su adolescencia estuvo nutrido por toneladas de genuino punk inglés. No imaginaba el futuro. Arrastraba por el mundo las melodías oscuras de Lloyd Cole y The Cure sin dejar de lado a Mahler ni a Björk. Escribía bajo el aliento poético de Virginia Wolf. Y pintaba con las acuarelas de su infancia. Es que, como los celtas, podía sentirse dueño del mundo, pero también podía dejar escurrir la felicidad entre los agujeros de lo inmediato o los fantasmas del pasado.» De tanto en tanto, Walsh nos deleitaba con tortas que había hecho con sus propias manos. Con su entreverado castellano nos decía: «Lamentablemente, no se puede vivir y fotografiar al mismo tiempo». La crónica publicada en la edición de esa semana, terminaba diciendo: «Todavía perpleja por la brutal muerte de José Luis Cabezas, la redacción de Noticias ahora asiste acongojada a la pérdida de Anthony Walsh. El dolor parece infinito». El dolor era infinito. Instantes después de que los periodistas Carlos Russo y Miguel Wiñazki regresaran del departamento de Anthony para contarnos de la tragedia, se me acercó Jorge Fernández Díaz para decirme: «Gustavo, acaba de caer en Fray Bentos un avión de Austral que venía de Posadas. No sé más, pero creo que es el vuelo que toma Oscar cada semana». Oscar era Oscar Conde, amigo de la infancia de Jorge y compañero mío del secundario en el Carlos Pellegrini. Experto en lunfardo y profesor universitario de latín y griego, viajaba periódicamente a Misiones para dar allí algunas clases y regresar enseguida en el Douglas DC-9 de esa aerolínea. Hicimos veinte llamadas en diez interminables minutos hasta que al final nos informaron: ese día, por un cambio de planes, nuestro amigo no había tomado el vuelo en el que fallecieron 74 personas. Estábamos convencidos de que el destino nos había puesto a prueba. Y dudábamos de que pudiéramos salir airosos de allí. Al principio, una psicóloga, amiga de una de las periodistas, accedió a atender a quienes lo necesitaran. La mejor terapia, sin embargo, era investigar aquel crimen. También se aceptó que agentes de la Policía Federal custodiaran el edificio y otros de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) permanecieran en las puertas de la redacción, de día y noche. Hasta que un día uno de los cadetes de la redacción informó que un agente de la SIDE le había ofrecido dinero a cambio de revelar el contenido de cada edición antes de que saliera a la calle. D’Amico llamó de inmediato a Hugo Anzorreguy, jefe del organismo de Inteligencia. Le agradeció la protección, pero le pidió que a partir de ese día sus agentes no concurrieran más a la revista. No quiso decirle la verdad para no exponer al cadete. D’Amico: Estamos agradecidos, pero no queremos seguir gastando más recursos del Estado. Anzorreguy: No creo que sea lo más conveniente. Nosotros estamos muy conformes con la seguridad que les brindamos… D’Amico: Sí, me imagino, y nosotros también. Agradézcale a sus agentes y esperemos no tener que volver a necesitarlos. Desde el punto de vista periodístico, la revista se encargó de reflejar la conmoción social, el devenir de la investigación judicial y avanzar con las informaciones y las hipótesis propias. Si bien toda la redacción trabajaba para seguir el tema, se había formado un equipo especial encabezado por Edi Zunino e integrado por periodistas y fotógrafos de las distintas áreas. Con fecha 31 de enero de 1997 se publicó la primera tapa después del crimen. Fue negra y sin texto. Ese día no encontramos las palabras para expresar lo que había sucedido y lo que sentíamos. Desde esa edición y hasta que se condenó a los asesinos, el logo de la revista incluyó una leyenda que rezaba «Cabezas: 1 semana de impunidad». El conteo avanzaba a medida que pasaba el tiempo. La última revista que llevó esa leyenda en el logo fue la del 29 de enero de 2000. Decía: «Cabezas: 36 semanas de impunidad». Habían pasado tres años exactos desde el crimen. A la semana siguiente, por única vez, la leyenda del logo fue «Cabezas: edición histórica», e incluía la sentencia con la condena a los asesinos. Como la primera tapa de aquella serie, tampoco llevó título. Sólo el rostro de José Luis mirando fijo al lector. Hubo muchas tapas sobre el tema y el seguimiento permanente edición por edición. Durante las jornadas del juicio oral la revista se editó junto al «El diario del Juicio», un suplemento con todo lo que pasaba en los tribunales de la localidad de Dolores, realizado por un equipo compuesto por Zunino y Michi desde Buenos Aires, y Fernando Amato y Christian Balbo desde Dolores. Además de los fotógrafos Carlos Remón, Federico Guastavino y Rodrigo Néspolo. De verdad, había dos hipótesis que ese equipo y la dirección de la revista manejamos con especial atención desde el principio. Una era la de la Maldita Policía, agentes y oficiales afectados por la gran purga que provocó aquella tapa que José Luis Cabezas había ilustrado con la foto del comisario Pedro Klodczyk. La otra era la de Alfredo Yabrán, cuya imagen por fin había alcanzado cierta notoriedad también gracias a las fotografías que José Luis le había sacado un año antes. Con respecto a la primera hipótesis, en aquellos meses no se estaba realizando ninguna nueva nota sobre la policía. Sobre Yabrán, sí. Cabezas y Michi volvían a cubrir la temporada de verano de Pinamar, lo que incluía registrar las principales actividades del balneario y a sus personajes célebres, uno de los cuales era el empresario. El trabajo de ese año se inició el 20 de diciembre de 1996. Dos días después, uno de los hombres más cercanos al intendente de Pinamar, Blas Altieri, le dijo a José Luis que gente de Yabrán había estado averiguando su dirección. El fotógrafo se lo contó al pasar a su compañero de trabajo, desestimando cualquier peligro concreto. En sus desplazamientos por Pinamar, Yabrán utilizaba una camioneta Land Cruiser bordó. Con ella llegó un día al balneario Bacota. Allí lo vieron Michi y Cabezas e intentaron acercarse para hablar, pero un empleado del lugar los echó. En la noche del 18 de enero de 1997, el empresario fue a cenar a la parrilla Martín Fierro de Valeria del Mar. Michi iba solo en su auto. Al descubrir la presencia de Yabrán trató de ingresar al restaurante. Dos hombres de seguridad se lo impidieron con agresividad y lo conminaron a subirse a su auto y retirarse. Faltaban siete días para que mataran a su compañero. Michi recordó lo que les había pasado el verano anterior después de que salieran publicadas en la revista las fotos tomadas por Cabezas: los dos autos que usaban en ese operativo aparecieron con los vidrios y los neumáticos destrozados. Entre las decenas de notas que cada verano provenían de Pinamar, era habitual que algunas tuvieran como protagonista al hom188 bre fuerte del lugar. Y cuando eso sucedía se intentaba conseguir una entrevista con él para conocer su opinión. En la primera semana de 1997, por ejemplo, Michi y Cabezas cubrieron la inauguración del hotel 5 estrellas de Yabrán, el Arapacis. Una construcción de 8.000 metros cuadrados con vista al mar y levantado en apenas ocho meses tras una inversión de 12 millones de dólares. En la nota contaron también sobre los futuros emprendimientos del empresario en la zona: un puerto, una ciudad satélite de Pinamar ubicada 1.500 metros al norte, y otro hotel que se llamaría Terrazas al Golf. En ningún momento lograron obtener alguna declaración del empresario. Ni siquiera se le pudieron acercar. Definitivamente, aquel verano Yabrán era uno de los protagonistas sobre los que Noticias volvía a investigar. Jamás nos imaginamos hacia dónde terminaríamos de dirigir nuestra investigación. *** José Luis Cabezas fue uno de los mejores fotógrafos que pasaron por Noticias. Era tanta la ductilidad que le imprimía a su cámara, y tanta su creatividad, que cada producción suya servía para ilustrar más de una nota. Quienes estuvieron del otro lado de su lente, lo saben bien. En julio de 1996 debía ilustrar una entrevista realizada a Ernesto Sabato. El escritor no quería saber nada con ir al estudio fotográfico de la revista para posar. José Luis le dijo que se conformaba con sacarle unas fotos en alguna plaza. Quedaron en verse una tarde en Plaza Lavalle. Sabato llegó dos horas después de lo previsto y con poco tiempo que perder. Cuando vio que Cabezas lo esperaba con un telón de fondo en el que se había pintado un sol y una playa de estilo naif, estuvo a punto de dar media vuelta e irse. Nunca supimos cómo lo convenció de posar sentado sobre un banquito, delante de ese fondo insólito y en medio de una plaza convulsionada por la presencia del célebre escritor. A Nequi Galotti, la esposa de Bartolomé Mitre, el director del diario La Nación, la vistió con un deshabillé sexy y la convenció de subirse a una pila de cajones rotos. A Jorge Lanata lo fotografió sentado en cuclillas arriba de su escritorio. A Mario Firmenich lo hizo sonreír, que nunca fue poco, y cuando el ex guerrillero le dijo que su hobby era la carpintería, logró fotografiarlo con un serrucho cortando madera. A Graciela Fernández Meijide la disfrazó, literalmente, de una maleva con look gardeliano y, tras cartón, de una dama patricia neoclásica. Roberto Devorik, además de ser reconocido como el amigo argentino de la princesa Diana, es un diseñador refinado y exquisito. No salía de su asombro cuando José Luis lo llevó hasta una estación de trenes abandonada para fotografiarlo en una habitación semidestruida. El recurso de los trenes lo usó también para fotografiar, en 1995, a la fórmula presidencial Octavio Bordón-Carlos «Chacho» Álvarez. Lo sorprendente era ver a los políticos trepar de vagón en vagón siguiendo mansamente las instrucciones del fotógrafo. Álvarez, todo transpirado, le dijo a Bordón por lo bajo: «Viéndolo trabajar a él, uno no se puede negar a nada». José Luis lo escuchó y le respondió: «Es que yo soy yo, no mi sueldo». En septiembre de 1995 viajó a Canadá para una entrevista con Mario Bunge. El filósofo contaría luego que entablaron una relación especial y que le causaba simpatía que lo llamara «Patrón» cada vez que le indicaba alguna pose determinada. También recordó que el fotógrafo le decía que se sentía un afortunado: «Hago lo que me gusta y además me pagan». Y haciendo eso que sabía y le gustaba fotografió también a Raúl Alfonsín, María Kodama, Enrique Nosiglia, Ramón Hernández, Oscar Andreani, Eleonora Cassano, Mario Pergolini, Luis Moreno Ocampo, Menem Junior, Cecilia Roth, Eduardo Duhalde, Gerardo Sofovich, Esther Goris, Miguel Ángel Solá, Les Luthiers y Mirtha Legrand, entre muchísimos protagonistas más de la actualidad. Un día, tras la renuncia de Domingo Cavallo en julio de 1996, llegamos juntos a las nuevas oficinas del ex ministro de Economía para realizarle una entrevista. Cuando nos hicieron pasar para que lo esperáramos unos minutos, vimos la desolación de una habitación vacía recién pintada de blanco y con un matafuego en el piso como única decoración. «Estamos en problemas, José Luis —le dije—, no sé cómo te las vas a arreglar para sacar una buena foto de esto.» «Está perfecto —me respondió—, vos no te hagas problemas.» Así fue, colocó el matafuego petiso y rojo en una de las esquinas de la habitación y le dijo a Cavallo que se parara en la otra. Ahí lo fotografió. Tenía razón: no había otra imagen que reflejara mejor la soledad política de aquel hombre, recién echado del Gobierno y pronto a enfrentarse a los incendios judiciales que lo esperaban en Tribunales. Ése era José Luis. Inquieto, creativo, optimista. Un buen tipo. Un hombre común, bien simple, que amaba a su familia y soñaba un futuro compartido con su esposa Cristina y su hija Candela, y con sus otros dos hijos de un primer matrimonio, Juan y María. También era un gran fotógrafo, que había comenzado trabajando en una plaza y que en 1989 ingresó como reportero en Noticias, donde demostró la diferencia que hay entre hacer de fotógrafo y amar la fotografía. Había nacido en Wilde, provincia de Buenos Aires, el 28 de noviembre de 1961. Lo extrañamos tanto. 14 José Luis Cabezas II: una trama impúdica Tras el crimen de José Luis, la Argentina era una coctelera de trascendidos, mentiras y pistas inconclusas. Desde el poder político y desde las estructuras policiales y yabranistas se lanzaron todo tipo de versiones disparatadas que pretendían retrasar la investigación. Durante semanas se puso la mira en una mujer llamada Margarita Di Tullio, conocida como «Pepita la Pistolera », que regenteaba un prostíbulo en Mar del Plata. El periodista Miguel Bonasso escribió un libro, Don Alfredo, en el que sostenía que había sido la CIA la asesina de Cabezas para inculparlo a Yabrán y quedarse con sus negocios. Se llegó a decir que Cabezas había caído en medio de una interna de policías corruptos de la costa bonaerense y hasta que había intentado extorsionar a alguien que lo mandó matar. Desde el Gobierno nacional se dejaba trascender como cierta la culpabilidad de los «Pepitos». Una primera autopsia realizada por el Servicio de Investigaciones Técnicas de la Policía bonaerense (SEIT) aseguraba que el cuerpo de Cabezas tenía un solo disparo. Recién cuatro meses después, los peritos de la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires descubrieron que, en realidad, había dos orificios de entrada. Un mitómano llamado Carlos Redruello llevaba la investigación hacia un lado y hacia el otro, y recibía dinero por la gestión. Estar una vez «del otro lado del mostrador» y ver con qué facilidad los periodistas, aun con la mejor voluntad, cometemos errores más y menos groseros, nos obligaba a pensar en la importancia profesional del chequeo de la información. En la necesidad de permitirnos dudar, y con ello incitar al lector a que haga lo mismo cuando no se sabe con exactitud lo que pasa. Por ingenuidad, desidia o conveniencia, muchos caen en la tentación de aceptar por cierta la voz del poder de turno. Aquel crimen nos cambió la vida para siempre, la profesional y la personal. Nos hizo ver, por ejemplo, que el off the record, esa ley autoimpuesta por el periodista para proteger sus fuentes y no revelárselas al lector, podía tener excepciones. En la tarde del 16 de junio de 1999, una llamada interrumpió el trabajo del director de la revista, Héctor D’Amico. Hacía dos años y medio que habían matado a Cabezas y la verdadera arma asesina seguía sin aparecer. Era el gobernador Eduardo Duhalde y quería verlo. Urgente. Una hora después, D’Amico estaba en las oficinas porteñas del comité de la campaña presidencial del entonces gobernador. Héctor todavía recuerda el halo de misterio que invadía esa habitación y a un Duhalde que parecía agotado y le confesaba que si perdía las elecciones presidenciales, ganaba «una vida». Ésta es la reconstrucción de aquella charla a solas: Duhalde: Tengo una información muy delicada. Y muy difícil de contar a la gente sin que alguien piense que quiero utilizarla políticamente… D’Amico: Lo escucho. Duhalde: Un informante se acercó a nosotros y nos dijo que Prellezo (el policía acusado por el crimen de Cabezas) le pidió que desenterrara un revólver del fondo de una propiedad que él tiene. Este informante no le hizo caso y vino a vernos. El hombre nos pide 300 mil dólares, una barbaridad. A lo sumo 100 mil… estamos negociando. D’Amico: ¿Y usted le cree? Duhalde: Le tengo que creer, es una persona muy allegada a Prellezo. Un abogado es. D’Amico: ¿El abogado de Prellezo? Duhalde: Algo así. El arma está enterrada, ¿usted sabe dónde se pueden conseguir esos detectores de metales? Imagínese que hay que moverse con mucho cuidado, no tienen que quedar dudas. D’Amico (Sorprendido): Más que a mí, un aparato así debería pedírselo a su amigo Hugo Anzorreguy. Pero dígame… Duhalde: En realidad quería consultarle si usted podría ser testigo cuando eso se desentierre. No sé si habría que llevar cámaras de tevé… D’Amico: Mire, después de lo que pasó con los «Pepitos», con Redruello y con las autopsias, deberían estar ahí los diez periodistas más creíbles de la Argentina. Eso sí, más vale que el revólver sea el revólver… ¿De qué tiempos habla usted? Duhalde: La semana que viene, digamos. Nosotros ya le estamos avisando al juez. Yo lo llamo por cualquier novedad… Una semana después habían pasado, o dejado de pasar, dos cosas: Duhalde no llamó a Noticias y, lo que era más preocupante, tampoco había avisado a la Justicia lo que estaba negociando. Por fin, D’Amico pudo ubicarlo por teléfono. La respuesta del gobernador fue: «¡Ah, no! Eso se complicó. Este hombre no quiere bajarse de lo que pide, pero estamos trabajando. Ya le dije que le iba a avisar». El 6 de septiembre, de nuevo fue D’Amico quien llamó para pedir información. «Esto parece serio —le dijo Duhalde—, no es sólo lo del revólver. Hay otras cosas, pero no son para hablarlas por teléfono». Arreglaron un encuentro para el día siguiente en la quinta Don Tomás, la residencia privada del gobernador en el barrio de San Vicente. Esa vez, D’Amico nos pidió a Edi Zunino (por entonces jefe de la sección Política) y a mí, como editor general de Noticias, que lo acompañáramos. Suponía que iba a necesitar testigos para lo que iba a oír. El gobernador nos esperaba con un jean gastado y cara de sueño. Pidió café para todos y ordenó que nos dejaran solos. D’Amico: Hace tiempo usted me habló de un revólver enterrado y, como temo que puedo haber entendido algo mal, me gustaría que Edi y Gustavo escuchen la historia. Duhalde: Sí, el que nos trajo el dato fue abogado de Alfredo Yabrán. Dice que es la última persona que habló con él antes del suicidio… D’Amico: Pero… ¿y el arma? Duhalde: Está enterrada en una propiedad del detenido… González: ¿De Prellezo? Duhalde: Sí, la tengo custodiada por la policía, que no sabe qué cosa está custodiando… D’Amico: ¿Y el juez? Duhalde: El juez no sabe nada. Pero no es sólo un arma, son tres o más, entre ellas un revólver con la mira pintada de rojo. Pero este hombre me dice, además, que otro detenido, el de mayor confianza de Yabrán… ¿me entienden? D’Amico: ¿Gregorio Ríos? Duhalde: Sí, dice que Ríos tenía tres cuentas bancarias en el exterior por donde pasó mucho dinero. Dos en Suiza y otra en los Estados Unidos. En una hubo como 10 millones de dólares. Parece que Ríos era algo más que un custodio… Pero yo, hasta el 24 de octubre estoy atado de pies y manos. ¿Quién me va a creer que esto no es un golpe de efecto político? Ya tuve la mala suerte de que a la cámara fotográfica de Cabezas la encontraran con ayuda de un rabdomante y no con estudiantes, como quería yo. D’Amico: El tema ése de las cuentas… Duhalde: Me dicen que vamos a tener datos la semana que viene. González: ¿Cómo va a conseguir esos datos sin orden judicial? Duhalde: Por canales informales se pueden conseguir esos datos, sobre todo los de los Estados Unidos. Con Suiza es más complicado. D’Amico: ¿Tiene miedo? Duhalde: Por mí no, por mi familia… D’Amico: ¿Usted los está investigando a ellos, los Yabrán? Duhalde: No, yo no tengo aparato de Inteligencia. Pero la SIDE me informa. En este tema le tengo mucha confianza a Hugo Anzorreguy. Incluso estoy pensando en mudarme a la Capital. Zunino: ¿No tiene lista la nueva casa de Lomas de Zamora? Duhalde: Uno está muy expuesto fuera del centro. D’Amico: Usted me había dicho que su informante pedía mucho dinero, ¿cobró? Duhalde: Ya le dimos 50 mil dólares. Y si aparece lo de las cuentas bancarias le daremos 100 mil más. D’Amico: Hay un problema, gobernador… Duhalde: ¿Cuál? D’Amico: Que usted dice que no puede hacer nada hasta el 24 de octubre, está atando todo a sus tiempos electorales. Pero nosotros ahora lo sabemos. Duhalde: ¿Y qué quieren que haga? ¿Quién me va a creer? Yo con esto no quiero hacer campaña. El 25 de octubre, gane quien gane, va a haber más gente con ganas de hablar. Porque Yabrán tenía muchas relaciones por el lado de la Alianza. De los radicales digo, no del Frepaso. D’Amico: ¿Su fuente querrá contar esto en público? Duhalde: Yo creo que por plata este hombre habla hasta por cadena nacional. D’Amico: ¿Y por qué no aparece él, entonces? Que vaya a Dolores y declare todo lo que sabe… Duhalde: No, hay que esperar. Además, va a estar un mes en Cuba, tiene negocios allá. Incluso, creo que se va a ir a vivir a la isla apenas se sepa todo… Hay que ser cuidadosos, porque aparte hay mucha plata del otro lado. En cierto momento de la charla, Duhalde cortó por la mitad una frase para decir que aún no era tiempo de ir a la Justicia. Se quedó callado por un segundo y agregó: «La otra que nos queda es ir nosotros mismos al lugar…» Uno de los tres le preguntó «¿para qué?» Entonces el gobernador hizo un gesto con sus manos, como tomando una pala y empezando a cavar sobre un suelo imaginario. «Qué sé yo —completó—, es una idea.» Nos quedamos mudos por unos instantes. Duhalde nos habrá visto las caras de estupor porque encaminó la conversación hacia otro tema no menos sorprendente. Lo que sigue tiene que ser leído como parte de la campaña presidencial en la que Duhalde y Fernando de la Rúa peleaban voto a voto en las encuestas previas. ¿Sería mentira lo que estábamos por escuchar? ¿Sería una farsa lo que acabábamos de oír? ¿Mezclaba verdades y mentiras según su propia conveniencia política? Lo cierto es que uno de los políticos más importantes del país, futuro presidente de la Nación, nos continuaba asombrando. Duhalde: Este informante conoce todas las conexiones de esta mafia. Me aseguró que en su estudio, en su propia computadora, se armaron las preguntas que le hizo el radical Enrique Mathov a Yabrán en el Congreso, cuando lo citó la comisión antimafia. D’Amico: Ahí preguntaron todos, Miguel Ángel Toma también. Duhalde: Yo les digo lo que me dice este señor. Me dijo, además, que un militar muy vinculado a De la Rúa, pariente de él (se refería a su cuñado, el contraalmirante Basilio Pertiné), le quiso comprar estas armas que están enterradas. González: ¿Cómo que comprarlas? ¿Para qué? ¿Cómo se enteró? Duhalde: No sé, se ve que este hombre las anduvo ofreciendo por todos lados. Pero el tema es que hay mucha plata del otro lado. Llegué a pensar en informar de todo esto a la Justicia, desenterrar las armas, poner otras en ese lugar y ofrecérselas a ese militar. Después, detenerlo y preguntarle para qué carajo las quiere. Zunino: Parece una película. Pero, siguiendo con el revólver, ¿por qué lo va a dejar ahí enterrado? Duhalde: Miren, yo descuento que ustedes quieren saber la verdad porque eran compañeros de Cabezas y no por razones… editoriales, digamos. Acá, encontrar el arma es lo más sencillo. Sólo se trata de ir a buscarla. Pero quiero que las cosas se hagan bien, para ayudar y no para complicar todo. Zunino: Lo mejor es volcar todo en la causa. Duhalde: Bueno, pero hay que esperar. Ahora, si me disculpan, tengo que irme a un acto. D’Amico: ¿Cuándo va a tener novedades? Duhalde: La semana que viene ya tendría datos de la cuenta de Ríos en los Estados Unidos. En cuanto sepa algo, los llamo. Eran poco más de las 11 de ese 7 de septiembre de 1999. Durante las semanas siguientes, Duhalde no llamó. Fuimos nosotros los que requeríamos novedades periódicas a sus colaboradores, quienes nos repetían: «Dice el gobernador que cuando tenga informaciones se comunica». Le contamos lo que nos había dicho a Cristina Robledo, la viuda de José Luis, y a sus padres. Y empezamos a evaluar la posibilidad de romper el off the record y llevar lo que decía Duhalde a la Justicia. Octubre aceleró todo. La fiscal del caso, Analía Ávalos, elevó a la Cámara de Dolores su acusación contra los diez detenidos por el crimen. La Cámara, por su parte, abrió la etapa de presentación de pruebas, cuyo plazo vencía el 14 de ese mes. Junto a nuestros abogados y los de la familia Cabezas tomamos la decisión de contar lo que sabíamos a la Justicia antes de que venciera ese plazo. Lo hicimos el miércoles 6 de octubre. Antes, se hizo un intento final para lograr que fuera el candidato presidencial del peronismo quien se presentara ante los Tribunales. Hubo una última comunicación telefónica con él: Noticias: Nosotros no podemos esperar más, el último día para presentar las pruebas del caso es el jueves de la semana que viene. Duhalde: Ya les dije, quédense tranquilos que yo me voy a ocupar. Mis abogados están trabajando en el tema. Pero entiendan que la campaña me quita muchas horas por día. Noticias: ¿Y por qué sus abogados no se contactan con los de la familia Cabezas para llevar todo a Dolores hoy mismo? Duhalde: Yo me voy a ocupar… Noticias: ¿De las cuentas de Ríos en el exterior tuvo alguna novedad? Duhalde: No, ninguna novedad. No tuve tiempo. ¿Hace falta que les cuente que no tuve tiempo para nada? Me estoy yendo ahora mismo a un acto. Ya les dije que me voy a ocupar. Ese día, comprendimos definitivamente que Eduardo Duhalde no iba a hacer más de lo que había hecho, y que no estaba dispuesto a ir a la Justicia a contar lo que sabía. Oscar Pellicori, abogado de Noticias y de Candela Cabezas, se comunicó con el juez de la causa, José Luis Macchi, para comprobar si el gobernador se había comunicado con él en los últimos días. Después de cortar con el magistrado, nos contó: «Le pregunté concretamente si estaba al tanto del tema del revólver y le anticipé algo, casi se cae de culo. Nos pidió que esta misma noche vayamos al juzgado a declarar para dejar constancia de todo lo que sabemos». Primero fuimos a los Tribunales y luego decidimos romper el off the record para revelar esa información que nos venía quemando. Pocas horas antes del cierre de esa edición, Edi Zunino llamó a Carlos Ben, el histórico vocero de Duhalde: Zunino: Vamos a ir con la nota… Carlos: De qué nota me hablás, Edi. Zunino: Vamos a contar que el gobernador tiene información sobre dónde está enterrada el arma que mató a José Luis. Carlos: Ustedes están locos. Cuando se publicó la historia, los periodistas se le fueron encima a Duhalde y le preguntaron qué más sabía acerca del revólver. El candidato, con absoluta calma, como quien aclara un tema menor, respondió: «La gente de Noticias se apresuró. Había una pista y un informante, eso es así, pero al final no se pudo confirmar nada». El del arma es quizás el gran misterio que sobrevivió al juicio en el que los criminales fueron condenados. Se habló siempre de la existencia de dos armas calibre 32. Una de ellas apareció en la casa de Luis Martínez Maidana, un personaje al que se vinculaba con aquel grupo relacionado con la prostitución en Mar del Plata y comandado por «Pepita la Pistolera». La de los «Pepitos» fue la primera hipótesis que surgió desde la Casa de Gobierno para explicar el asesinato de José Luis vinculado con un supuesto intento de extorsión del fotógrafo. La hipótesis se cayó pronto, pero la historia del arma aparecida en la casa de Martínez Maidana como uno de los revólveres usados en la escena del crimen, llegó increíblemente hasta el último día del juicio oral. Sin embargo, el revólver que según los mismos «Horneros» usó el policía Prellezo para terminar con la vida de Cabezas, fue otro: lo recordaban por tener un punto rojo en la mira, como el que mencionó Duhalde en aquella charla reservada en la quinta de San Vicente. Esa arma nunca apareció. Hasta hoy creemos que se trataba del revólver del que hablaba el gobernador. Pero éste jamás fue llamado a declarar por la Justicia. *** Entre los ciudadanos comunes que se acercaron a aportar información relevante para la investigación, hubo uno que fue central, Ricardo Manselle, uno de los dueños del restaurante Mc Papa’s, un local de comidas rápidas ubicado en Martínez. Manselle apareció en la redacción a fines de mayo de 1997, a cuatro meses del crimen, con un dato fundamental: aseguró que semanas después del asesinato, presenció tres encuentros extraños en su negocio, ubicado justo frente a las oficinas de Gregorio Ríos, uno de los jefes de la custodia de Yabrán. Juró haber visto a Ríos con Gustavo Prellezo (quien terminaría siendo el asesino material de José Luis), luego con el policía Aníbal Luna (otro de los involucrados) y más tarde con el propio Yabrán. Le pedimos que fuera a declarar a la Fiscalía de Dolores. Tenía miedo, pero lo hizo, bajo identidad reservada. Semanas más tarde, sus dos socios y una empleada lo desmintieron en parte. Sólo aceptaron haber visto en el lugar, y por separado, a Ríos y a Yabrán. Manselle sospechó enseguida que habían sido comprados. Meses después, con la ayuda del noticiero de televisión 24 Horas, Manselle realizó una cámara oculta con quien era el apoderado legal del restaurante. Allí se escuchaba claramente cómo le ofrecían 60.000 dólares para cambiar su declaración judicial. «Vos tenés que decir que fuiste presionado por la Policía y por Noticias», le dicen en el video. A cambio, le prometían salir de la «lista negra» de Alfredo Yabrán. Su declaración fue clave para el juez José Luis Macchi. Porque de esa forma apareció en el expediente la primera referencia a encuentros personales entre los sospechosos, cuya relación hasta entonces sólo constaba en los cruces telefónicos desnudados por el sistema informático Excalibur. Manselle fue uno de los testigos más perseguidos después de su declaración reservada. Los imputados le iniciaron juicio por falso testimonio y fue castigado a través de los medios por los amigos de Yabrán una vez que se supo su identidad. Por las amenazas que recibía debió aceptar custodia policial permanente. Uno de sus custodios, el cabo Oscar Villalba, fue asesinado justo el día en que se cumplía un año de su denuncia. Otros testigos sufrieron persecuciones tras aportar información valiosa: • Francisco Cáceres, un empleado de la agencia de seguridad Bridees, declaró que Roberto Naya —un ex represor, directivo de esa empresa y vinculado laboralmente con Alfredo Yabrán— le había contado que «Cabezas embromó a Yabrán con las fotos y él se las cobra». Luego de testimoniar, fue despedido. • Beatriz Domeneghini, pareja del custodio yabranista Omar Cabral, se presentó un día en la redacción para entregar un organigrama de la estructura de seguridad que rodeaba al empresario. También dijo que en un estudio de abogados de la calle Uruguay se armaban las declaraciones judiciales de los custodios y se las hacían estudiar de memoria para que no se contradijeran. Cuando se presentó en el juzgado de Dolores —conducida por Cabral— acusó a la revista de haberla presionado, aunque reconoció sus dichos. • Omar Pareda, casero del comisario de Pinamar Alberto Gómez, narró reuniones de su ex jefe con Gregorio Ríos. También fue amenazado. Cuando a fines de junio de 1997 el presidente Menem le ordenó a su jefe de Gabinete, Jorge Rodríguez, que recibiera en la Casa Rosada a Yabrán, supimos que el mensaje que se quería transmitir a los investigadores (o que objetivamente se transmitía como señal política) era que ese hombre estaba siendo apoyado desde el Gobierno. Y en la práctica, algo cambió durante varios días. El apellido Yabrán dejó de ser mencionado desde las pesquisas judiciales, apareciendo otros sospechosos, algunos insólitos. Por eso, fue muy importante que entonces se concluyera con una pista iniciada dos meses atrás. Todo había empezado cuando el prestigioso criminalista Elías Neuman dictaba una conferencia en la Universidad de Tandil. En un aparte del encuentro, un abogado se le acercó para contarle que una clienta suya le había entregado una tarjeta en custodia, asustada por lo que podría significar. Era una tarjeta blanca, impresa con el nombre Alfredo Yabrán, y sobre la cual aparecía escrita de puño y letra la siguiente frase: «Muy feliz cumple!!! Si no te sirve de adorno es para que se lo rompas en la cabeza a algún fotógrafo indiscreto». La mujer que podía aportar esa tarjeta a la causa no era la destinataria del mensaje, sino una ex pareja suya. Noticias se enteró gracias a la gestión del periodista Eduardo Aliverti, quien fue el que hizo de intermediario entre Neuman y Héctor D’Amico. Finalmente, el viernes 25 de julio de 1997, en el mismo momento en el que una multitud se reunía frente al Congreso para reclamar justicia a seis meses del crimen, tres compañeros del fotógrafo viajaban a la costa atlántica para conseguir la tarjeta. Lo que obtuvieron fue una copia del original que sirvió para hacer una pericia caligráfica comparativa con la que en 1992 había recibido la entonces directora de la revista, Teresa Pacitti, meses después de publicada la primera nota: «Quiera Dios que las Pascuas sirvan para aflojar nuestros preconceptos y para acercar nuestras maneras de sentir y/o percibir. Felices Pascuas!!! el amigo invicible (sic)». Los peritajes demostraron que, además de la coincidencia de los tres signos de admiración en ambas tarjetas, era letra manuscrita por la misma persona: Alfredo Yabrán. Pero ¿a quién le había mandado aquel presente con una tarjeta que ratificaba una vez más su odio hacia los fotógrafos? Se trataba del sindicalista Oscar Lescano, quien aún hoy sigue presidiendo el Sindicato de Luz y Fuerza. Yabrán y Lescano eran bastante amigos. Por eso el empresario decidió mandarle esa tarjeta junto con una cigarrera cilíndrica de medio metro de altura. Fue después de que un fotógrafo de Noticias interceptara a Lescano en la ciudad de Marbella caminando al lado de una joven, cuando se suponía que debía estar participando en el Congreso Anual de la Organización Internacional del Trabajo, en Ginebra. A veces el azar se encarga de armar tramas imposibles: «Marbella » también era el nombre del balneario de Pinamar en el que Cabezas obtuvo la célebre foto de Yabrán. Otro testimonio fundamental para determinar la culpabilidad de Yabrán fue el de la policía Silvia Belawsky, la ex esposa de Gustavo Prellezo. Estaba en prisión acusada de ser partícipe secundario del crimen. Había rastreado información y antecedentes de Cabezas en los archivos de la Policía. Desde su celda, aceptó contarle a la revista lo que sabía. Algunos pasajes de ese diálogo con los periodistas Marisa Grinstein y Christian Balbo resultan conmocionantes, aun a la distancia: Noticias: ¿Por qué pidió los datos de Cabezas? Belawsky: Mi ex marido me dijo que le aportara esos datos. Me escribió en un papel el apellido Cabezas y un nombre que no recuerdo. Pero yo no le conseguí nada. Noticias: ¿Por qué? Belawsky: Pedí los datos, pero no me los dieron… Nunca sospeché lo que iba a pasar. Para mí, José Luis Cabezas era una persona cualquiera, un desconocido. Noticias: ¿Cuándo comenzó a sospechar que su marido estaba involucrado en el crimen? Belawsky: Y… cuando vi que el chico muerto se llamaba Cabezas. La pesadilla empezó ahí. Noticias: ¿Prellezo le contó que Yabrán quería eliminar a Cabezas? Belawsky: Estábamos en casa, mirando la tele. Estamos hablando de febrero de 1997. Estaban dando un noticiero que hablaba del asesinato. Yo pasé en ese momento y le pregunté cuál era la verdad. Ya le venía preguntando por esta historia hacía bastante tiempo, le hacía planteos, cuestionamientos. Él se me quedaba mirando y no me contestaba. Ese día tuvimos una discusión muy fuerte. Entonces me dijo que como yo ya sabía, él y Ríos trabajaban para Yabrán, que Yabrán estaba detrás de todo, y que esto se había producido por las fotografías y las persecuciones que Cabezas le hacía. Noticias: ¿Fue una discusión fuerte, se gritaron? Belawsky: (Sonríe) ¿Gritar? Gustavo nunca gritaba. Es un hombre frío. Pero me amenazó. Me dijo que no se me ocurriera abrir la boca. Yo me arrodillé frente a una mesita ratona, apoyé la cabeza ahí y me puse a llorar. No podía parar. No podía creer lo que escuchaba. Noticias: ¿Prellezo le dijo que él había participado del crimen? Belawsky: No, me dijo que Yabrán estaba detrás. Nada más. Y yo no le pregunté nada. No quería escuchar más. Tenía miedo. ¿No es normal que tuviera miedo? Noticias: ¿Cómo siguió la relación después de ese episodio? Belawsky: Yo tenía miedo. Él siempre me decía que me callara la boca. Las presiones que recibí son muy fuertes. Me amenazaban por teléfono. Me decían que iba a sufrir mucho si hablaba. Incluso me amenazaron acá, estando presa… pero de eso no voy a hablar. Noticias: ¿Cuándo su marido nombró por primera vez a Yabrán? Belawsky: Fue en 1995, en enero. Yo había ido a Pinamar con nuestra hija y él estaba ahí. Pero no nos veíamos nunca, él venía de trabajar a la mañana. Entonces, Gustavo se justificó diciendo que estaba haciendo unos adicionales para Yabrán, que para mí era un empresario más. Yabrán le mandaba tarjetas navideñas y regalos. Había una que tenía el remitente de Esther Rinaldi (N. del A: la secretaria de Alfredo Yabrán), pero cuando la abrí estaba firmada por Yabrán. El policía Gustavo Prellezo fue la punta de una madeja detrás de la cual apareció el resto de una banda de marginales, policías y un ex militar, que actuaban bajo la sombra de ese hombre que cuando joven repartía helados con un carro de madera en su Larroque natal y que llegó a ser uno de los empresarios más poderosos y oscuros de la Argentina. Los vínculos entre Prellezo y Yabrán fueron reconocidos por el mismo policía, cercado por varios testimonios (como el de la propia secretaria, Esther Rinaldi) y por el entrecruzamiento de llamadas telefónicas con Gregorio Ríos, su jefe de custodios, que así lo demostraban, incluso las que tuvieron lugar en la misma madrugada del crimen. También los peritos psiquiátricos que lo entrevistaron debieron reconocer que Prellezo se había quebrado y les confesó que Yabrán era el cerebro del asesinato. Su vecina de City Bell, Alicia Beatriz Rivera, confirmó que vio en la casa de Prellezo a la banda de Los Horneros y a Gregorio Ríos, el custodio de Yabrán. Como tenía miedo de ir a la Justicia y era lectora de Noticias, llamó primero al teléfono 0800 que la revista había habilitado para recibir datos sobre el crimen. Éste fue su testimonio reservado: «Hola, tengo algo para contarles. Cuando abrí la revista vi los rostros de esa gente y me doy cuenta de que son las personas que yo vi en la casa de Prellezo. Me siento responsable de decir lo que sé. A Ríos lo recuerdo bien además porque cuando lo vi, frente a mí, me dio temor. Yo estaba regando en mi casa y sentí que él estaba invadiendo mi propiedad. Me dio temor, dejé de regar y me retiré. Y Braga me hizo acordar a un alumno mío que tenía sus características, un chico bonachón». Luego se animó a repetir y ampliar su testimonio durante el juicio oral. La movilización que generó la indignación colectiva por aquella muerte fue la que permitió reconstruir lo que había sucedido y el contexto en el cual las autoridades políticas, policiales y judiciales desarrollaron la investigación. Sabían que estaban siendo observados por todo el periodismo y por la sociedad. Esa vez, la impunidad no era una alternativa posible. Por fin, la misma banda de «Los Horneros» reconoció que había sido llevada a Pinamar por Prellezo para «apretar» a José Luis Cabezas y que fue él quien le disparó después de que todos intervinieron en su secuestro. También confesaron haberse contactado con los policías de Pinamar que habían liberado la zona y que colaboraron en «marcar» a su víctima. *** El 20 de mayo de 1998, cercado por una causa judicial que avanzaba presionada por una sociedad que exigía que por una vez se hiciera Justicia, Alfredo Yabrán decidió suicidarse. Tenía 53 años y una fortuna estimada en 600 millones de dólares. Murió poco después del mediodía en la estancia San Ignacio, de su propiedad, situada a 30 kilómetros de Gualeguaychú. Una buena parte de la sociedad jamás creyó que un hombre capaz de manejar tanto poder optara por quitarse la vida. De tanto en tanto aparecen fotos de personas parecidas a él tomadas por fotógrafos espontáneos en alguna parte del mundo. También se reciben cartas con supuesta información precisa sobre el lugar en el que se esconde y cómo es su nueva vida. Hasta una línea de ropa tomó la leyenda «Yabrán no ha muerto» para su marca. Pero el cadáver de Yabrán fue reconocido por el enviado del diario Perfil, Hernán Brienza, que había logrado colarse en una autopsia que confirmó la identidad del empresario (también estuvo allí el periodista Facundo Pastor). La viuda y los tres hijos de Alfredo Yabrán pasan sus días entre sus propiedades de la Argentina y Uruguay. Heredaron el mismo secretismo del empresario para hacer negocios y mostrarse. Recién en el verano de 2010 Noticias los pudo ver a la luz del día en su residencia de Punta del Este, pese al accionar siempre amenazante de su guardia de seguridad. La sentencia que el 2 de febrero de 2000 dictó la Cámara de Apelaciones de Dolores, encontró y condenó a los siguientes responsables del crimen: • Gregorio Ríos, jefe de custodios de Alfredo Yabrán, fue sentenciado a prisión perpetua como instigador del crimen. • El ex policía Gustavo Prellezo fue condenado a cadena perpetua tras comprobarse que hizo los disparos que mataron a José Luis. • Los ex policías de Pinamar, Aníbal Luna y Sergio Camaratta, fueron condenados a reclusión perpetua. Ambos colaboraron en liberar la zona para que la banda pudiera secuestrarlo. • Horacio Braga, José Auge, Sergio González y Héctor Retana, conocidos como «la banda de Los Horneros» por vivir todos en el barrio bonaerense de Los Hornos, fueron condenados a prisión perpetua. Los cuatro intervinieron en el secuestro y posterior asesinato. En diciembre de 2002 también fue condenado a prisión perpetua el comisario de Pinamar, Alberto Gómez, responsable de liberar la zona de operaciones de los delincuentes. En el año 2003 el Tribunal de Casación de la provincia redujo las condenas. «Los Horneros» fueron sentenciados entonces a penas de entre 18 y 20 años. Gracias a la ley, luego derogada, que contemplaba que por cada año de prisión sin condena efectiva se contabilizaran dos años, los asesinos fueron recibiendo uno por uno ese beneficio, salvo Retana, que murió en prisión. También se atenuaron las penas de Ríos, Camaratta y Luna. Este último pagó cerca de 15.000 dólares para quedar libre. Después le siguieron los demás. La Corte Suprema revocaría en diciembre de 2009 la sentencia de Casación, pero el paso de los años y la ineficiencia judicial harían que los culpables permanecieran presos menos tiempo del que el dictamen original exigía. Hasta el autor material de los disparos, Prellezo, recuperó su libertad el 1º de octubre de 2010 mucho antes de cumplir su condena. Las razones: sufría de dolores musculares y la humedad de la cárcel no lo beneficiaba. Eso sí, al aplicársele el arresto domiciliario se le encomendó a su nueva esposa que vigilara su cumplimiento. Así, su cadena perpetua quedó convertida en 13 años de prisión. La última vez que vi a Gladys Cabezas, la hermana de José Luis, fue en el velatorio de su padre, José. Fue el sábado 18 de diciembre de 2010. Yo estaba acompañado por quien había sido el jefe de su hermano, Carlos Lunghi. Gladys parecía tan dolorida por la muerte de su padre como por saber que los asesinos de su hermano recuperaban su libertad antes de cumplir la condena: «Es que mi viejo no se murió hoy. Se murió el día que mataron a José Luis. Y los que mataron a los dos y destruyeron a mi familia ahora están sueltos». Durante la dictadura militar desaparecieron miles y miles de personas y un centenar de periodistas. Cuando se recuperó la democracia, en diciembre de 1983, se creyó que el uso de la violencia para acallar voces había llegado a su fin. El 25 de enero de 1997 descubrimos que el pasado siempre puede regresar. Pero esa vez, a diferencia de lo que había sucedido durante los años del Proceso Militar, la sociedad y los medios de comunicación reaccionaron rápidamente y sin fisuras. Entre tanto dolor, un consuelo para la familia de José Luis Cabezas y para sus amigos y compañeros de trabajo. Y una vacuna necesaria con la que la sociedad se protegió de nuevos hechos de violencia. Algo de eso escribió por aquellos días un testigo privilegiado de los años en que los medios y la sociedad miraban hacia otro lado. Fue Robert Cox, el legendario director del Buenos Aires Herald durante la dictadura, y lo hizo en la edición del 31 de enero de aquel año: «Tuve una extraña sensación cuando un amigo me telefoneó a Estados Unidos con la noticia del macabro asesinato de José Luis Cabezas. Me recordó inmediatamente que el descenso a los infiernos de la Argentina de comienzos de los 70 comenzó con la aparición de cuerpos calcinados. El horrendo crimen de Cabezas parece haber sido armado con la intención de aterrorizar a la prensa. Pero no debería funcionar en 1997. La respuesta de la sociedad argentina tiene que ser exactamente la opuesta de la que fue a partir de 1974. No debe volverse a utilizar esa expresión obscena de “por algo será”. Las campanas que doblan por José Luis Cabezas también doblan por todos nosotros». Jacobo Timerman, el creador de Primera Plana y del diario La Opinión, lo dejó escrito así: «Es emocionante ver la solidaridad que hay con la revista Noticias en este momento. Hoy somos todos periodistas de Noticias, todo argentino honesto es un miembro más de esa redacción. Durante el primer año del Proceso, el único de esa época terrible en que estuve libre, desaparecieron más de cien periodistas. Ya antes de la dictadura, la Triple A había asesinado a varios periodistas de La Opinión, y a uno de ellos, Money, lo quemaron después de matarlo. Pero nadie llamaba al diario, sólo los familiares pedían que hiciéramos algo». En la misma primera edición después del asesinato, James Neilson, el histórico columnista de la revista y sucesor de Cox en la dirección del Buenos Aires Herald en plena dictadura, demostró el poder premonitorio que puede tener el análisis político para apuntar hacia quien luego la investigación encontraría responsable de ser el autor intelectual del crimen: «Hace un año, Cabezas logró la hazaña de fotografiar al magnate postal Alfredo Yabrán, hombre cuyo afán de defender su intimidad contra el asedio periodístico es tan notorio como lo es su voluntad de hacer crecer el imperio empresario que, según parece, tendrá su epicentro en Pinamar. En su condición de fotógrafo de Noticias, Cabezas hizo muchísimo por dar a conocer a la nueva clase que se ha ido consolidando con el menemismo. Su labor le supuso una infinidad de “amigos”, pero también, sin duda, le ganó algunos enemigos peligrosísimos». Al conmemorarse en enero de 2010 un nuevo aniversario de su muerte, la página editorial de Noticias se tituló «¿Cuándo murió Cabezas?», partiendo del supuesto de que no fue el 25 de enero de 1997. La sensación que siempre tuvimos y seguimos teniendo es que a José Luis (como podría haber sido a cualquiera de los miembros de aquella redacción) lo empezaron a transformar en víctima el día en que el poder político y la mayoría de los medios de comunicación decidieron mirar hacia otro lado ante el sistema mafioso que crecía, comandado por Alfredo Yabrán. En ese texto, se recordó un pasaje de una columna firmada por Jorge Fontevecchia en febrero de 1997, al cumplirse un mes del crimen: «La máquina de investigación de Noticias la componen alrededor de 50 periodistas. Un diario de los grandes cuenta con más de 200. Es legítimo preguntarse: ¿por qué una redacción de 50 personas descubre, recurrentemente y a lo largo de tantos años, informaciones graves que siempre se le escapan a una redacción que la cuadruplica en tamaño? (…) No se olviden de Cabezas. Pero no se olviden de por qué lo asesinaron. No se olviden de reclamarles a los diarios coraje para comprometerse con los temas difíciles en el momento que ocurren y no después. No se olviden de que los gobernantes deben ser eficientes sin hacer trampas. No se olviden de que la corrupción genera mafias. Entonces sí, Cabezas no será olvidado».