CONSUMO CON EMOCIONES Y LAS EMOCIONES EN EL CONSUMO1 Alejandro N. García Martínez Universidad de Navarra Resumen: Este trabajo propone una revisión del modo en que las emociones han sido tratadas de forma habitual en la sociología del consumo, y postula la necesidad de un tratamiento más definido y acotado de las emociones para la comprensión de las prácticas de consumo. El punto de partida es una reflexión sobre la ambivalencia de las consecuencias de la estructura y la cultura de consumo en el ser humano: el consumo se presenta como una poderosa fuerza cultural y estructural con amplio alcance y, a la vez, todas estas potencialidades descansan en los aparentemente caprichosos o cambiantes deseos, querencias y necesidades de los consumidores. Unos deseos y necesidades altamente volátiles que están profundamente anclados en –o mediados por– emociones. Sobre esa discontinuidad básica entre estructura social y el sistema de motivación individual –que ha sido el punto de partida para el desarrollo de los diversos enfoques en torno al consumo–, aquí se propone una más decidida inclusión de las emociones como enlace o elemento conector, en el análisis de las prácticas de consumo, entre la estructura social y las motivaciones individuales. Para ello, se repasa el modo en que las emociones han sido incorporadas a la reflexión sobre el consumo, y se concluye que el tratamiento que se ha hecho de ellas es insuficiente, ambiguo y precisa de una mayor sistematización. 1 Comunicación presentada al X Congreso Español de Sociología de la Federación Española de Sociología. Queda prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización expresa de su autor. Esta comunicación se enmarca dentro del proyecto de investigación “Cultura emocional e identidad” (CEMID), del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. 1. Introducción: consumo y el problema estructura–agencia El consumo es un fenómeno multifacético que ha recibido una creciente atención en las últimas décadas. Los enfoques teóricos desde los que se han abordado las prácticas de consumo son también variados, en coherencia con esa amplitud de significaciones que ofrece este tipo de prácticas. Las perspectivas más frecuentes desde las que se ha estudiado el consumo toman como punto de partida para su reflexión sociológica la propia ambivalencia del consumo: se trata de una poderosa fuerza cultural y estructural que afecta a la sociedad contemporánea en su conjunto, pero que parece, simultáneamente, descansar sobre los aparentemente caprichosos deseos subjetivos de los individuos. Esta discontinuidad entre estructura social y motivación individual, que late de forma explícita o implícita en los distintos enfoques sobre el consumo, se corresponde con la cuestión central de la reflexión sociológica sobre las relaciones entre estructura y agencia. En este sentido, la reflexión sobre el consumo no se sustrae de uno de los temas centrales –si no el principal– de la ciencia social, como lo es el problema de definir las autonomías e interrelaciones propias de, por un lado, las estructuras sociales, y, por el otro, de la agencia o libertad humana. Se trata de una cuestión central debido a la perentoria necesidad de posicionarse ante estas cuestiones para cualquier observación del hombre en sociedad. En efecto, a la hora de llevar a cabo investigaciones sociológicas de cierto alcance es preciso haberse posicionado en algún punto del continuo que va del voluntarismo más extremo al determinismo social más puro, entre subjetivismo y objetivismo. Se trata, en el fondo, de adoptar una posición de índole antropológica: podemos comprender y pensar al hombre como una realidad condicionada –en mayor o menor grado– por las estructuras sociales en las que vive, o concebirlo como un sujeto libre que actúa en virtud de intencionalidades subjetivas. Como sugiere Margaret Archer, “[…] el hecho de que nos sintamos a la vez libres y encadenados, capaces de dar forma a nuestro propio futuro y enfrentados no obstante a coacciones desmedidas y aparentemente impersonales es parte integrante de la experiencia cotidiana. […] Por consiguiente, al afrontar el problema de la estructura y la agencia los teóricos sociales no sólo abordan cuestiones técnicas cruciales para el estudio de la sociedad, sino que también encaran el problema social más apremiante de la condición humana” (Archer, 1997: 10). Los fenómenos de consumo y moda, más allá de su frívola apariencia, son enclaves privilegiados para comprender los dinamismos psicosociales implicados en la convivencia humana, y un espacio fecundo para la dilucidación de la cuestión estructura–agencia. En efecto, el consumo en la sociedad contemporánea puede ser considerado como lo que Marcel Mauss denominó un “hecho social total”. Y como tal, podemos encontrar enfoques que ponen el acento en los condicionantes estructurales de la acción humana, y otras perspectivas o análisis sobre el consumo que se fijan principalmente en la expresión subjetiva y la elección individual. Así, por una parte, y como bien pusieron de relieve los primeros teóricos que abordaron el tema del consumo en los albores de la modernidad, éste constituye un modo simbólico de distinción y asimilación social, mediante el cual un individuo manifiesta y refuerza su identificación o diferenciación con un grupo social determinado. En esta categoría podrían incluirse los trabajos de Veblen, que caracteriza el consumo conspicuo de la clase ociosa como un medio social para la expresión y reafirmación de la propia posición social. A la vez, el consumo es para este autor el espacio en el que los grupos subordinados se esfuerzan, movidos por un afán de emulación, a imitar las prácticas de los grupos privilegiados y, también, sus estilos de vida (Veblen, 1991). Se producen así, a partir de estos dinamismos de emulación y reputación, unas tendencias sociales de gran alcance en el ámbito del consumo. Otros autores, como Simmel, coinciden parcialmente en el diagnóstico de esta fuerza de la distinción e igualación social como motor y explicación de gran parte de las prácticas de consumo. Pero el sociólogo berlinés resalta un segundo elemento de gran importancia: el carácter integrador o el sentido de vinculación social que anima también al consumo y las elecciones individuales (Simmel, 1939). A través de nuestras elecciones de consumo no sólo nos diferenciamos con respecto a otros grupos subordinados, sino que, simultáneamente, nos integramos e identificamos con nuestro propio grupo de pertenencia: “La moda es imitación de un modelo dado, y satisface así la necesidad de apoyarse en la sociedad; conduce al individuo por la vía que todos llevan, y crea un módulo general que reduce la conducta de cada uno a mero ejemplo de una regla. Pero no menos satisface la necesidad de distinguirse, la tendencia a la diferenciación, a cambiar y destacarse” (Simmel, 1939: 136). Esta inclusión de la dimensión integradora o relacional del consumo ha sido también retomada en los últimos años por estudios particulares y enfoques diversos que se han centrado, precisamente, en la capacidad del consumo para generar solidaridades sociales y vínculos relacionales (cfr. Muniz y O'guinn, 2001; García Ruiz, 2005). La interpretación del consumo como expresión de significados sociales y de una dinámica de diferenciación–vinculación social ha sido continuada y profundizada por una larga serie de autores y perspectivas. Así por ejemplo, en sus trabajos sobre los procesos de civilización y la circulación de modelos de conducta, Norbert Elias propone un análisis cercano al de Veblen, en el que se pone de relieve la importancia de las conductas de moda, entendidas a la vez como distinción y como asimilación social, para la comprensión de los impulsos civilizadores. En efecto, tanto en la descripción eliasiana de los cambios en el habitus hacia una mayor autocontención de los impulsos, como en los cambios en las estructuras sociales hacia un monopolio de la violencia y una diferenciación social, la distinción social y su correlato como integración o asimilación social ocupan un lugar privilegiado (Elias, 1993). Otros autores más recientes, como puede ser de forma paradigmática Pierre Bourdieu, aportan una idea de gran recurrencia en los análisis estructuralistas sobre estos fenómenos: la consideración de que el propio individuo socialmente situado es simbólicamente manipulado en sus elecciones de consumo por los grupos privilegiados. Los gustos y preferencias ante los bienes de consumo son, en realidad, gustos de clase, incorporados a la propia conciencia individual como reflejo de esa diferenciación entre grupos (Bourdieu, 1998). Lo que a cada uno le gusta y elige consumir no depende tanto de sus preferencias personales supuestamente intransferibles, cuanto de la posición social que le ha tocado vivir. De esta forma, las definiciones operativas sobre el gusto o el juicio estético son, en realidad, imposiciones culturales y sutiles de los grupos dominantes para mantener su posición de privilegio. El consumo debe entenderse, pues, desde el análisis de los nuevos parámetros de estratificación social. Con la introducción de estas variables en el análisis del consumo, la relación entre consumo y posición social no es ya –como era en Veblen– una forma de ostentación. Se trata, más bien, de la relación inversa: es la posición social la que determina las pautas y el significado de las decisiones de consumo de los sujetos, especialmente de los miembros de la clase privilegiada. En esta misma línea de argumentación, para Baudrillard preguntar al sujeto por el sentido de sus decisiones es banal. El significado de sus elecciones reside en la semántica derivada de la estructura social en la que está inserto (Baudrillard, 1992). En continuidad con estas ideas de la dominación sobre las prácticas de los consumidores, también ha recibido atención preferente aquélla ejercida por las estructuras del propio sistema económico, o por parte de algunos agentes económicos especialmente poderosos. Tales son los argumentos planteados en obras como las de Ritzer (1998) o Naomi Klein (2001), en donde el consumidor se presentada como alguien que ha quedado en manos de las grandes corporaciones, del poder de las marcas, o del propio sistema deshumanizado. Frente a todos estos enfoques y autores que privilegian el componente estructural para el análisis del consumo, hay también una amplia gama de perspectivas que estudian el comportamiento de los consumidores prestando una preponderante atención a la libertad con la que escogen los productos y servicios que consumen, o la expresión de la identidad personal que queda manifestada en tales elecciones. Estos planteamientos tienden a tomar como clave explicativa del consumo a los propios consumidores y a sus decisiones libres. Así, por ejemplo, para la teoría de la elección racional, el individuo busca obtener el máximo beneficio –entendido en un sentido amplio– con sus decisiones de compra, de carácter básicamente instrumental. En otras enunciaciones más postmodernas, el consumidor encuentra en el consumo un cauce para la expresión personal, o para el juego con la propia identidad, ya sea recreándola o descubriéndola (Lipovetsky, 2002; Bauman, 2003). Al final, a falta de referentes identitarios tradicionales como la comunidad de pertenencia, la religión o la clase social (Dubar, 2000), el consumidor es un individuo aislado que se construye a sí mismo en sus opciones de consumo, por eso mismo variables o aparentemente inconsistentes. Los abundantes y tan diferentes estilos de vida contemporáneos no son sino expresión de las muy diferentes maneras de amalgamar opciones y preferencias personales en la búsqueda de sentido identitario, o, en el peor de los casos, en una expresión de juego posmoderno y nihilista... Así, por poner un ejemplo significativo, Para Z. Bauman, el consumo, y muy especialmente el de objetos de lujo, se funda en una búsqueda individual de felicidad. Representa “la satisfacción en búsqueda de necesidades” (Bauman, 2004: 177). Lo esencial es la capacidad de los objetos de satisfacer deseos de los consumidores, pues ya no se trata tanto de un “obtener y acumular posesiones” cuanto de un “experimentar placentero”, un “acumular sensaciones” (Bauman, 2004: 233). Cuanta mayor sea la libertad de elección y, sobre todo, cuanto más se la pueda ejercer sin restricciones, mayor será el lugar que se ocupe en la escala social, mayor el respeto público y la autoestima que pueden esperarse. Más se acercará el consumidor al ideal de la „buena vida‟, aunque acabe solo: “El consumo (a diferencia de la producción) es una actividad esencialmente individual, de una sola persona; a la larga, siempre solitaria. Es una actividad que se cumple saciando y despertando el deseo, aliviándolo y provocándolo: el deseo es siempre una sensación privada, difícil de comunicar” (Bauman, 2003: 53). Como puede apreciarse de este breve resumen panorámico de algunas perspectivas generales en torno al consumo, la cuestión estructura–agencia late de fondo en los análisis de estos fenómenos, y determina las posiciones particulares que adoptan los diversos autores. Pero, ¿qué categorías se emplean habitualmente que puedan enlazar esos dos aspectos tan cruciales de los condicionamientos estructurales y la motivación individual? Un posible conector entre estructura y agencia (o, dicho en otros términos, entre los condicionamientos estructurales y la motivación individual que entran en juego en las prácticas de consumo) podría ser el de las emociones. Como se va a repasar a continuación, las emociones reúnen en sí, precisamente, aspectos cognitivos, culturales y estructurales que se combinan con disposiciones individuales. Por ello parecen un enclave privilegiado y una categoría especialmente relevante para el análisis del consumo. Sin embargo, el uso que se ha hecho de las emociones y su categorización en los análisis de los fenómenos de consumo resulta frecuentemente superficial y poco diferenciado. A continuación se hará un repaso del concepto y de las características de las emociones, para posteriormente señalar sus usos más habituales en los estudios de consumo. 2. Las emociones como conector entre estructura social y motivación individual El estudio de las emociones desde una perspectiva sociológica ha tenido en las últimas décadas un creciente interés. Como ha señalado Bericat (2000), en las ciencias sociales la incorporación de los afectos al análisis sociocultural se ha llevado a cabo desde tres planos: en primer lugar, a través del análisis sociológico de la emoción –tal y como ha hecho Kemper (Kemper, 1978, 1990)–; en segundo lugar, con una creciente presencia de las emociones en los estudios sociales –por ejemplo, en los trabajos desarrollados por Hochschild (1979, 1983)–; y, finalmente, a través de la revisión de las categorías centrales de la teoría sociológica desde este redescubrimiento de las emociones (Scheff, 1990, 1997). A partir de este renovado interés por las emociones, se ha puesto de relieve que éstas constituyen un anclaje especialmente revelador de las dos instancias que constituyen la ambivalencia básica del consumo: la estructura social y el sistema de motivaciones individuales (Illouz 2009). Esto es debido a la propia naturaleza de las emociones, que incluyen tanto aspectos culturales y cognitivos, como evaluativos, cambios fisiológicos y, en última instancia, generan disposiciones prácticas. Esta imbricación entre estructura social y sistema disposicional es un punto de encuentro, aunque con matices, entre las distintas disciplinas que tratan las emociones. Así, desde la psicología clínica, se admite que una emoción puede estar fundada en una situación o experiencia, en un pensamiento o en una imagen; además, se experimenta con una sensación de agrado o desagrado (valencia afectiva) que tiene también manifestaciones conductuales (huida, aproximación…) y fisiológicas (cfr. Remplein, 1974; A.A.V.V., 1999). Esta caracterización desde la medicina es altamente convergente con la que se realiza habitualmente desde la sociología de las emociones, como la que propone Elster: se apoyan en antecedentes cognitivos, inducen cambios fisiológicos, van acompañadas de placer o dolor, se dirigen a un objeto intencional y, por tanto, implican tendencias operativas a realizar determinadas acciones (Elster, 2002: 299 y ss.). También desde la perspectiva filosófica se ha recalcado la estimación o juicio que lleva consigo la emoción, así como su carácter disposicional (cfr. Tomás De Aquino, 1964; Aristóteles, 2003). Si se tiene presente, además, que la inculturación y la interiorización de las estructuras sociales en nuestra personalidad no es un proceso pasivo (Shore, 1996; Archer, 2003), y los contenidos culturales tienen un cierto margen de interpretación y recreación individual (Spiro, 1997; Swindler, 2001), resulta que esos componentes cognitivos, culturales y evaluativos de las emociones constituyen ya un muy interesante punto de encuentro entre estructura y agencia, y además en un doble sentido: a) como contenido emocional, y b) como motivación para la acción. En relación con su contenido, las emociones reúnen elementos culturales a los que se les añade un juicio: Solomon afirma que las emociones son “similares a las creencias”, puesto que “las emociones son juicios, juicios normativos y a menudo juicios morales” (Solomon, 1992: 328). En la misma línea de pensamiento, Naussbaum concluye que las emociones “comportan juicios relativos a cosas importantes, evaluaciones en las que, atribuyendo a un objeto externo relevancia para nuestro bienestar, reconocemos nuestra naturaleza necesitada e incompleta frente a porciones del mundo que no controlamos plenamente” (Naussbaum, 2008: 41). Esta última aportación apunta también a ese correlato disposicional y operativo (motivación para la acción) que llevan consigo las emociones. De hecho, una gran parte de la aportación desde la sociología de las emociones ha consistido en poner de relieve los aspectos cognitivos de las emociones tanto como los tendenciales o promotores de la acción práctica (Rodríguez Salazar, 2008). El concepto de emoción, pues, presenta, simultáneamente, una capacidad desencadenante de la acción y, a la vez, está definida –al menos parcialmente y en lo que afecta a sus componentes cognitivos– por las estructuras sociales condicionantes (Ortony et al., 1996). Como puede apreciarse, esta doble condición de motivación para la acción y reflejo de la estructura social y la cultura hace de las emociones un concepto heurístico de gran importancia para el análisis de las prácticas de consumo. Sin embargo, el uso que se ha hecho de este concepto en los enfoques teóricos sobre consumo y en las investigaciones aplicadas presenta importantes limitaciones y divergencias, que se resumen a continuación. 3. El tratamiento de las emociones en las investigaciones de consumo Los afectos y emociones se han incluido en las reflexiones sobre el consumo casi desde el comienzo de su análisis sociológico. Durante un tiempo de manera indirecta o implícita, como cuando Veblen alude al afán de emulación. Pero, especialmente en las últimas tres décadas, la carga afectiva implicada en las diferentes prácticas de consumo y, en última instancia, la estructura motivacional subyacente, han tenido una presencia mucho más explícita y temática. No obstante, el uso que se ha hecho de las emociones, así como los intentos de clasificación y aplicación presentan importantes dificultades. En términos generales, puede decirse que el empleo del concepto de emoción tal y como lo hemos descrito ha sido escaso, y a menudo equívoco. Con demasiada frecuencia se ha preferido sustituirlo por otros conceptos. Uno de los más usados y habituales es el de “deseo” (“desire”), tal y como aparece paradigmáticamente en los estudios de Colin Campbell (1992), Bocock (1993), o más recientemente Belk (2003). Sin embargo, desde un punto de vista operativo y comprensivo, el concepto de “deseo” es mucho más limitado que el concepto de emoción, como muy acertadamente ha señalado Eva Illouz en un reciente trabajo (2009: 381-382). Al menos en tres aspectos: a) en primer lugar, porque el concepto de deseo es indiferenciado, y no distingue los diversos modos y gradaciones en que los diferentes bienes son “deseados”; b) por otra parte, aunque suele haber acuerdo en que el deseo es en parte socialmente configurado, no se ha definido ni especificado en qué modo lo es, es decir, el modo efectivo en que la estructura contribuye a constituir el deseo individual; c) finalmente, este concepto presenta la dificultad habitual de que, según qué autores, lleva consigo demasiada o demasiada poca carga agencial. Así, para algunos el deseo es básicamente inconsciente, creado por algunas estructuras y grupos de poder, y actúa como mecanismo oculto de dominación. Con ello se mantiene, precisamente a través del deseo, la ilusión entre los consumidores de una libertad y autonomía subjetiva en realidad inexistente (cfr., por ejemplo, Deleuze y Guattari, 1997). En otros autores, el deseo es considerado como una expresión libérrima de la propia individualidad, que es celebrada por su misma persecución de placer (cfr., por ejemplo, Lipovetsky, 1994). Más allá del hecho de que la incorporación explícita y temática de las emociones a la investigación sobre el consumo haya sido principalmente a través de su conceptualización como “deseo”, con las limitaciones que acaban de mencionarse, son abundantes las investigaciones aplicadas que en los últimos años han tratado de incorporar los aspectos emocionales y afectivos. Muy especialmente, los abundantes estudios realizados desde la perspectiva del marketing aplicado han tratado desde diversos ángulos la importancia de las emociones en los comportamientos de los consumidores. Sin embargo, también aquí nos encontramos con limitaciones y sesgos variados, que van desde la misma categorización de las emociones a usos parciales o compartimentalizados que no alcanzan, por tanto, a incluir su complejidad e importancia sobre las prácticas de consumo. En relación con el problema de categorización, puede afirmarse que la discusión sobre la existencia de emociones básicas dista mucho de estar concluida. Las propuestas de tipologías de emociones son muy abundantes, y puede advertirse una controvertida polémica en torno a la cuestión de la existencia o no de unas emociones básicas: tanto en la pregunta acerca de si existen o no unas emociones básicas (Ortony y Turner, 1990; Ekman, 1992, 1999), como de la relación de afectos o emociones secundarias que quedarían englobadas en esas categorizaciones de primer nivel (Plutchik, 1980; Tomkins, 1984; Izard, 1992). Intentos eclécticos más recientes han procurado elaborar una relación de emociones convergente con las distintas perspectivas que pueda ser sintética y aceptable para muchos (cfr., por ejemplo, Laros y Steenkamp, 2005), pero por el momento sigue sin existir un consenso al respecto. Tampoco en la investigación aplicada llevada a cabo en áreas más concretas, como pueden ser algunos estudios sectoriales de consumo, parece haberse alcanzado un punto de encuentro para el estudio de las emociones, en relación con su contenido y categorización (Mehrabian y Russell, 1974; Havlena y Holbrook, 1986; Frijda et al., 1989; Darden y Babin, 1994); o más recientemente (Richins, 1997; Bagozzi et al., 1999; Ruth et al., 2002). En lo que se refiere al contenido de los estudios aplicados sobre consumo, la inclusión y el tratamiento de las emociones presenta igualmente diversas carencias. La primera de ellas es que muchos investigadores tienden a focalizar su atención en sólo uno o algunos aspectos de las emociones, pero no las consideran en toda su complejidad. Habitualmente, esto lleva consigo también una confusión terminológica que manifiesta una incomprensión profunda de la naturaleza de las emociones. Así, muchas investigaciones se han centrado en la mera “valencia” afectiva (de agrado o desagrado, placentera o desagradable, positiva o negativa) que aflora en determinados escenarios de consumo o ante ciertas prácticas (Heyman et al., 2004; Isen et al., 2004; Desmet y Schifferstein, 2008). Otros han concentrado su atención en la respuesta emocional tras el acto de compra o consumo, y las repercusiones de esta respuesta para la satisfacción post–compra o el comportamiento asociado (Smith et al., 1999; Phillips y Baumgartner, 2002; Mccoll-Kennedy et al., 2009). También ha interesado especialmente la respuesta emocional ante la publicidad, y la repercusión de tal respuesta en las opciones de compra (Edell y Burke, 1987; Holbrook y Batra, 1987; Olney et al., 1991). Otra gran línea de investigación ha sido la influencia del entorno o contexto en los actos de consumo, como por ejemplo la disposición o distribución de los productos en los centros comerciales y otros elementos ambientales como la música o los colores (Babin y Darden, 1995; Wakefield y Baker, 1998; Machleit y Eroglu, 2000). En cualquier caso, en todas estas perspectivas de estudio llaman la atención dos cuestiones interrelacionadas: a) que hay una gran divergencia en el contenido de las emociones según el tipo de investigación que se lleve a cabo. Incluso dentro de los estudios aplicados al mismo campo se usan con frecuencia diferentes escalas y estrategias de medición de las emociones, que hacen muy difícil una comparación efectiva de sus resultados (cfr. Laros y Steenkamp, 2005: 1438-1439); b) que, a pesar de que se han ofrecido argumentos conceptuales diversos para incluir las dimensiones en la comprensión de las decisiones de compra y los comportamientos de los consumidores en diversos contextos específicos, la investigación empírica que se ha realizado sobre esas ideas es muy limitada, con algunas excepciones (Pham, 1998; Yeung y Wyer, 2004; Tsai, 2005), o, más recientemente, (Kwortnik y Ross, 2007). Todo ello es revelador de una carencia de sistematización y coherencia en la caracterización y uso de las emociones en las investigaciones de consumo. Su inclusión cabal y estandarizada como elemento central en los diversos estudios es todavía una cuestión pendiente en esta área de investigación sociológica. 4. Propuesta, a modo de conclusión Una adecuada conceptualización de las emociones las define como un elemento conector entre estructura social, cultura y motivación individual. La emoción incluye: a) una dimensión cognitiva y evaluativa; b) una valencia afectiva o sentimiento (de agrado o desagrado); c) una reacción fisiológica; d) una disposición operativa. Por su inclusión de todas estas dimensiones, gozan de una capacidad heurística privilegiada para el análisis de las prácticas de consumo y la sociedad del consumo, que descansan, precisamente, en la intersección entre estructuras condicionantes y motivaciones subjetivas. Sin embargo, el uso que se ha hecho del concepto de emoción es limitado, a menudo ha sido sustituido por conceptos sucedáneos que tienen menor capacidad explicativa, y la categorización que se ha empleado en la investigación aplicada dista mucho de ser homogénea y unitaria. Los estudios aplicados que se han llevado a cabo no suelen contemplar todas las dimensiones implicadas en las emociones; por el contrario, suelen centrase en el afecto o sentimiento generado, o en las consecuencias de esos estados afectivos en las decisiones de compra o en la relación de post–venta. Una adecuada conceptualización de las emociones podría ser sumamente provechosa para el análisis de las prácticas de consumo, desde una doble perspectiva. Por un lado, y siguiendo las distinción realizada por Naussbaum entre background emotions y situational emotions (Naussbaum, 2001), podría dar cuenta de la estructura misma del consumo en las sociedades contemporáneas, donde determinadas emociones de fondo están en la base del consumo moderno (cfr. Illouz, 2009). Por otra parte, puede ayudar a comprender las prácticas concretas de consumo y la importancia de los factores contextuales o ambientales en ellas. A la vez, permite estudiar el fenómeno del consumo desde una perspectiva que aúne en un mismo marco comprensivo los condicionamientos estructurales y las motivaciones individuales. Además, como concepto, presenta importantes ventajas, como las que propone la propia Illouz (cfr. Illouz, 2009: 383-386): a) Dado que la cultura del consumo implica imágenes, apelación afectiva y también resonancias corporales (Thompson y Hirschman, 1995), las emociones afloran como una categoría analítica de gran interés, en tanto que incluyen, precisamente, tanto los elementos culturales como los aspectos corporales asociados. b) Como concepto, el de emoción es mucho más preciso que el más usado de “deseo”, pues puede diferenciar y dar cuenta con mayor concreción del tipo de incentivos positivos o negativos para determinadas prácticas de consumo, e incluso cómo afectos contradictorios conforman en última instancia la decisión final del consumidor. c) La utilización de las emociones a las investigaciones de consumo como uno de sus elementos centrales puede también dar solución a muchos de los problemas relativos a la agencia de los consumidores. Al contener elementos cognitivos y evaluativos, aunque incorporados en nuestro cuerpo (Crossley, 1998) o de forma no plenamente consciente (Naussbaum, 2001: 126), sirve de conector entre las condiciones estructurales o culturales y las elecciones agenciales de los individuos. d) Finalmente, una adecuada articulación de las dimensiones de las emociones contribuyen sensiblemente a entender los mecanismos de priorización de los individuos (Shiv y Fedorikhin, 1999), y también la disposición o urgencia con la que a menudo se caracterizan las prácticas de consumo. Por todas estas razones, puede concluirse que parece conveniente revalorizar el uso de las emociones para el análisis del consumo, a través tanto de una descripción adecuada de sus diversas dimensiones y elementos constitutivos como del logro de una categorización suficientemente estandarizada. Referencias citadas A.A.V.V. (1999) Diccionario Espasa de Medicina, Madrid, Espasa Calpe. Archer, Margaret S. 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