De
 la
 agencia
 a
 la
 individuación:
 aportaciones
 desde
 los
 estudios
... ciencia
y
la
tecnología


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De
la
agencia
a
la
individuación:
aportaciones
desde
los
estudios
de
la
ciencia
y
la
tecnología
Miquel
Domènech
y
Francisco
Tirado
GESCIT
(Grup
d’estudis
Socials
de
la
Ciència
i
la
Tecnologia)
Departament
de
Psicologia
Social
Edifici
B
Universitat
Autònoma
de
Barcelona.
08193
Bellaterra
(Cerdanyola
del
Vallès)
Miquel.Domenech@uab.cat
/
FranciscoJavier.Tirado@uab.cat
1.
Introducción
Desde
hace
cierto
tiempo,
se
instaló
en
los
estudios
de
la
ciencia
y
la
tecnología
la
certeza
de
que
era
preciso
discernir
el
sentido
que
tenía
para
la
disciplina
la
noción
de
agencia.
De
hecho,
preguntarse
por
la
agencia
parece
ser
una
tarea
a
la
que
los
estudios
sobre
ciencia
y
tecnología
estaban
abocados
desde
un
principio.
Al
fin
y
al
cabo,
tal
y
como
plantea
Law
(1994),
preguntarse
acerca
de
cómo
distinguimos
entre
personas
y
máquinas
–un
problema
al
que
se
llega
tarde
o
temprano
al
adentrarse
en
los
vericuetos
de
la
reflexión
acerca
de
la
relación
entre
tecnología
y
sociedad
y
toparnos
con
los
debates
acerca
de
las
explicaciones
deterministas‐
es,
en
parte,
abrir
un
debate
sobre
la
agencia
y,
finalmente,
sobre
lo
que
entendemos
por
ser
humano.
Y,
ciertamente,
no
decimos
nada
nuevo
si
señalamos
cuánto
se
ha
insistido
en
que
el
quid
de
la
distinción
entre
un
humano
y
una
máquina
se
encuentra
en
la
asunción
de
que
el
humano
está
dotado
de
agencia,
algo
de
lo
que
las
máquinas
se
supone
que
carecen.
Definida
como
la
capacidad
de
actuar
propia
de
las
personas,
el
uso
de
la
noción
de
agencia,
históricamente,
ha
tenido
mucho
que
ver
con
el
interés
de
ciertas
aproximaciones
teóricas
en
explicar
a
los
seres
humanos
como
algo
más
que
meros
productos
de
estructuras
sociales
sobredeterminantes
o
de
componentes
genéticos
predeterminados.
En
este
sentido,
la
agencia
implica,
básicamente,
la
capacidad
de
escoger
libremente
a
partir
de
una
propiedad
que
sería
intrínsecamente
humana:
la
posibilidad
de
evaluar
los
propios
deseos,
de
catalogar
unos
como
deseables
y
otros
como
indeseables
(Taylor,
1985).
Y
esa
evaluación,
implica
escoger
a
partir
de
un
proyecto
de
existencia
concreto.
Escogemos
en
función
de
lo
que
queremos
ser.
Lo
cual,
por
otra
parte,
enlaza
también
con
otra
característica
únicamente
humana:
la
responsabilidad
respecto
de
lo
que
decidimos.
A
continuación,
analizaremos
qué
supone
explicar
conducta
humana
en
términos
agénticos.
Para
ello,
llevaremos
a
cabo
un
repaso
de
su
desarrollo
en
el
ámbito
de
la
psicología
social,
uno
de
los
contextos
disciplinares
en
los
que
la
irrupción
de
la
noción
de
agencia
fue
celebrada
con
mayor
entusiasmo.
Ello
nos
permitirá
plantear,
en
el
siguiente
apartado,
la
crítica
a
las
implicaciones
humanistas
que
tiene
el
uso
de
la
noción
de
agencia
y
la
solución
que
plantea
una
aproximación
simétrica.
Finalmente,
plantearemos
que
la
simetría
no
resulta
tampoco
un
planteamiento
completamente
satisfactorio,
por
lo
que
propondremos
la
noción
de
individuación
como
superación
de
los
problemas
detectados.
2.
La
agencia
en
el
ámbito
de
la
Psicología
Social
Entre
los
primeros
intentos
de
conceptualizar
la
agencia
desde
una
perspectiva
netamente
psicosocial
destacan
las
propuestas
de
John
Shotter
(1975).
Para
este
autor,
el
ser
humano
se
“transforma
transformando”
el
mundo,
y
se
estructura
construyendo
estructuras;
y
tales
estructuras,
por
supuesto,
le
pertenecen;
no
están
eternamente
predestinadas,
ni
desde
dentro
ni
desde
fuera
de
ningún
ámbito
cultural.
Cuatro
principios
delimitan
la
noción
de
agencia
humana:
1)
La
definición
de
persona
pasa
por
el
sentido
de
responsabilidad
sobre
nuestras
propias
acciones.
2)
La
temporalidad
de
las
acciones
sociales
es
un
medio
a
través
del
cual
la
persona
se
desarrolla
y
surge,
de
ese
modo,
la
idea
de
un
mundo
contingente,
indeterminado,
en
el
que
lo
que
ocurre
es,
en
buena
medida,
responsabilidad
nuestra.
3)
Los
seres
humanos
construyen
su
mundo
a
partir
del
natural
y,
al
utilizarlo
para
expresar
nuevas
formas
de
humanidad,
se
transforman
a
sí
mismos.
4)
El
origen
de
la
responsabilidad
sobre
nuestras
acciones
no
siempre
está
localizado
en
los
individuos,
muchas
veces
es
compartido
o
colectivo.
En
suma,
nuestro
mundo
es
un
terreno
indeterminado
en
el
que
los
seres
humanos
tienen
el
poder
de
determinarse
a
sí
mismos,
construir
leyes
y
actuar
según
ellas.
Todo
lo
anterior
permite
a
Shotter
sostener
que
la
base
de
la
investigación
en
Psicología
Social
debe
gravitar
sobre
la
responsabilidad
que
adquirimos
tenemos
sobre
nuestras
propias
acciones.
En
nuestra
vida
cotidiana
distinguimos
entre
aquello
de
lo
que
somos
responsables
como
individuos
y
lo
que
ocurre
y
está
más
allá
de
nuestra
actividad
y
alcance.
El
sentido
de
responsabilidad
debe
ser
el
zócalo
mismo
de
la
actividad
científica.
Si
al
actuar
queremos
que
los
demás
digan
que
actuamos
no
sólo
de
forma
inteligente
y
comprensible,
sino,
además,
de
manera
responsable,
debemos
hacer
comprensibles
las
acciones,
ejecutarlas
en
términos
reconocibles
por
otras
personas
y
comprender
la
forma
en
que
están
relacionadas
con
las
necesidades
e
intereses
de
los
demás.
Debemos
esforzarnos
en
mostrar
autoconocimiento
y
conocimiento
social,
en
definitiva,
competencia.
Efectivamente,
la
actividad
autoconsciente
del
ser
humano
tiene
una
naturaleza
eminentemente
social:
sólo
puedo
ser
un
sí
mismo
en
relación
con
los
demás.
La
Psicología
Social,
dirá
Shotter,
no
debe
olvidar
que
los
seres
humanos
actúan
según
creencias,
intereses,
normas,
etc.,
pero,
lo
que
es
más
importante,
que
actúan
siendo
conscientes
de
que
son
conscientes
de
lo
que
están
haciendo.
O
sea,
son
capaces
de
controlar
su
autocontrol
y
de
criticar
la
consideración
que
tienen
de
sí
mismos.
En
ese
sentido,
Shotter
plantea
que
la
Psicología
Social
es,
en
realidad,
una
ciencia
política
(Shotter,
1993):
puesto
que
el
ser
humano
es
capaz
de
controlar
su
autocontrol,
tiene
habilidad
para
negociar
con
las
alternativas
posibles
a
los
cursos
de
acción
que
se
despliegan
a
su
alcance.
Como
decíamos
hace
un
instante,
Shotter
plantea
que
hay
que
distinguir
entre
lo
realizado
por
el
ser
humano
y
lo
natural.
El
mundo
institucional
tiene
realidad
objetiva,
posee
una
historia
previa
al
individuo
particular,
pero
requiere
de
su
acción
para
reproducirse
y
mantenerse.
El
ser
humano
es
fundamental
en
ese
proceso.
La
responsabilidad
sobre
sus
propias
acciones
le
confiere
a
la
estructura
de
la
conducta
el
aspecto
de
algo
ejecutado
por
el
ser
humano
y
permite
la
interpretación
en
términos
de
sus
significados,
además,
dada
su
conexión
con
intereses
y
objetivos
compartidos
se
configura
también
un
carácter
de
construcción
que
no
debe
negligir.
El
mundo
que
nos
rodea
es
un
terreno
indeterminado.
Para
que
exista
una
acción
humana
auténtica,
el
carácter
del
mundo
no
puede
ser
determinado
completamente
puesto
que
no
admitiría
la
novedad
de
tal
acción.
Al
actuar
hacemos
que
algo
tome
una
forma
diferente
de
la
que
hubiera
exhibido
de
no
existir
la
acción,
así
se
determina
poco
a
poco
el
mundo.
Las
posibilidades
son
superiores
a
las
realidades,
las
cosas
son
ambiguas,
mas
el
ser
humano
es
capaz
de
calcular
y
moverse
en
esa
incertidumbre.
En
nuestros
actos
presentamos
pensamientos,
sentimientos,
estados
de
ánimo,
creencias
e
intenciones.
Trazamos
trayectorias
temporales
en
conjuntos
de
contingencias.
Así
surge
nuestra
historia.
A
través
de
la
estructuración
de
ésta
aparecen
opciones
para
el
futuro.
Pero
actuar
de
forma
responsable
e
inteligible
exige
que
el
modo
en
que
lo
estructuraremos
se
negocie
con
los
demás.
Resulta
importante
recordar
que
Shotter
aclara
que
no
defiende
una
noción
de
ser
humano
clásica
en
la
que
el
pensamiento
o
la
razón
guían
la
acción.
Al
margen
de
que
las
acciones
vayan
precedidas
de
reflexión
o
no,
la
verdadera
selección
de
alternativas
o
posibilidades
es
intrínseca
a
la
ejecución
de
las
acciones
humanas.
La
acción
es
siempre
previa
al
pensamiento
o
racionalización.
Un
buen
ejemplo
lo
constituye
el
hecho
de
que
hablamos
de
manera
gramatical
sin
que
pensemos,
antes
de
enunciar,
en
las
reglas
gramáticas.
Lo
que
caracteriza
al
ser
humano
como
inteligente
y
no
meramente
instintivo
es
que
puede
proyectarse
en
el
tiempo.
La
agencia
reside
ahí
precisamente.
Así,
en
vez
de
limitarnos
a
actuar
como
lo
exigen
las
circunstancias
podemos
hacerlo
según
esa
proyección.
Los
estímulos
de
un
entorno
y
las
respuestas
de
un
agente
no
pueden
ajustarse
sin
más
entre
sí
y
determinarse.
La
acción
del
ser
humano
está
mediada
por
diversas
proyecciones.
La
acción
presente
conecta
en
cada
acto
con
la
experiencia
pasada
y
las
consecuencias
futuras.
Se
actúa
sin
el
soporte
del
entorno
pero
de
manera
apropiada
al
mismo.
El
ser
humano
es
activo,
pero
también
retrospectivo
y
prospectivo.
En
ese
eje,
fruto
de
la
interacción
y
la
negociación,
se
dibuja
paulatinamente
y
se
establece
la
agencia.
Shotter
(1987)
recurre
al
lenguaje,
básicamente
a
través
de
los
formatos
conversacionales,
para
analizar
tales
procesos
y
mostrar
la
emergencia
de
la
condición
agentiva
del
ser
humano.
La
importancia
concedida
al
lenguaje
se
expresa
en
todos
los
desarrollos
teóricos
que
van
apareciendo
a
lo
largo
de
los
años
ochenta,
que
al
enfatizar
la
importancia
del
lenguaje
ordinario
señalan
la
pertinencia
de
tomar
en
consideración
las
intenciones
como
elemento
extraordinariamente
relevante
en
la
explicación
corriente
de
la
conducta:
la
manera
en
que
las
personas
explican
sus
propios
comportamientos
y
los
comportamientos
de
los
demás,
incide
sobre
la
propia
conformación
de
esos
comportamientos.
En
este
sentido,
toda
acción
es
generadora
de
significados
e
implica,
por
tanto,
la
caracterización
del
agente
como
alguien
necesariamente
inmerso
en
actividades
de
construcción
y
desciframiento
de
significados.
Por
otra
parte,
cabe
reseñar
que,
en
concordancia
con
este
planteamiento,
las
cuestiones
de
la
intersubjetividad
y
del
carácter
social
de
los
significados
son
aspectos
que
se
desprenden
necesariamente
de
los
presupuestos
fundamentales.
Es
precisamente
este
carácter
semiológico
lo
que
conduce
a
cierta
Psicología
Social,
aquella
surgida
al
amparo
de
la
Teoría
de
la
Acción,
a
focalizar
su
atención
en
la
explicación
de
las
acciones
humanas
(Gauld
y
Shotter,
1977;
Brenner,
1980;
Von
Cranach
y
Harré,
1982;
Harré,
Clark
y
De
Carlo,
1985),
abandonando
la
vieja
tarea,
de
inspiración
positivista,
de
"descubrir"
las
leyes
de
la
conducta.
Subyace,
en
todas
estas
explicaciones,
un
interés
por
desmarcarse
de
las
Ciencias
Naturales,
cuyos
métodos
para
estudiar
lo
no‐humano,
se
decía,
no
son
considerados
válidos
en
el
ámbito
de
las
Ciencias
Humanas
y
Sociales.
Para
los
autores
mencionados,
la
utilización
de
métodos
paramétricos
propicia
una
situación
en
la
que
el
actor
pasa
a
ser
un
simple
reactor,
la
acción
se
convierte
en
simple
respuesta
mecánica,
la
complejidad
situacional
de
la
interacción
social
es
interpretada
como
un
juego
de
determinismos
en
el
que
intervienen
algunas
variables
y,
por
último,
la
amplitud
y
complejidad
del
ambiente
natural
deviene
en
artificialismo
de
laboratorio.
3.
La
agencia
y
los
estudios
de
la
ciencia
Tal
y
como
señala
Pickering
(1994),
al
entender
la
agencia
como
algo
exclusivamente
concerniente
a
los
humanos,
tanto
la
psicología,
como
el
conjunto
de
las
ciencias
sociales,
se
han
convertido
en
piezas
fundamentales
del
dispositivo
humanista
moderno.
Así,
la
sociología
de
la
ciencia
tradicional,
como
la
sociología
tradicional
en
general,
es
humanista
al
identificar
a
los
científicos
humanos
como
la
sede
central
de
la
agencia.
Sin
embargo,
en
los
estudios
de
la
ciencia
y
la
tecnología
es
posible
encontrar
una
manera
de
salvar
tal
inconveniente.
Se
trata
de
practicar
una
perspectiva
simétrica
y
aplicar
la
semiótica
también
a
lo
no‐humano.
De
hecho,
la
semiótica
es,
en
sí
misma,
una
disciplina
simétrica.
En
los
textos,
los
agentes
de
diversa
índole
material
están
continuamente
apareciendo
y
desapareciendo,
intercambiándose
propiedades
los
unos
con
los
otros.
Se
entiende,
pues,
que
no
se
haga
referencia
a
ellos
en
términos
de
actores
sino
de
actantes,
palabra
que
no
connota
la
naturaleza
del
agente:
"Los
actantes
son
los
seres
o
las
cosas
que,
por
cualquier
razón
y
de
una
manera
u
otra
‐incluso
a
título
de
simples
figurantes
y
del
modo
más
pasivo‐
participan
en
el
proceso"
(Greimas
&
Courtès,
1973:23)
En
este
sentido,
la
semiótica
supone,
antes
que
nada,
una
caja
de
herramientas
que
permite
acometer
el
estudio
de
como
se
construye
el
significado:
“pero
la
palabra
'significado'
debe
ser
tomada
en
su
interpretación
original
notextual
y
nolingüística;
cómo
se
construye
una
trayectoria
privilegiada,
a
partir
de
un
número
indefinido
de
posibilidades;
en
este
sentido,
la
semiótica
es
el
estudio
de
la
construcción
de
orden
o
de
la
construcción
de
caminos
y
puede
aplicarse
a
dispositivos,
máquinas,
cuerpos
y
lenguajes
de
programación
así
como
a
textos..."
(Akrich
&
Latour,
1992:259)
Así
pues,
la
semiótica
impone
una
simetría
exacta
entre
las
esferas
humana
y
material.
Semióticamente,
no
hay
diferencia
entre
agentes
humanos
y
agentes
no‐
humanos:
la
agencia
humana
y
la
agencia
no‐humana
devienen
continuamente
la
una
en
la
otra.
Tal
posición
ha
levantado,
por
supuesto,
no
poca
controversia.
Especialmente
virulenta
ha
sido
la
reacción
dentro
de
los
mismos
estudios
de
la
ciencia
y
la
tecnología.
Quizás
sean
Collins
y
Yearley
(1992)
los
que
más
claramente
han
salido
al
paso
de
la
propuesta
simétrica,
defendiendo
la
prioridad
al
sujeto
humano.
El
reparto
de
agencia,
según
estos
autores,
no
puede
estar
equilibrado.
De
hecho,
su
propuesta
no
puede
ser
calificada
más
que
de
abusiva:
toda
la
agencia
para
los
seres
humanos,
nada
para
el
mundo
material.
De
lo
contrario,
según
su
argumento,
se
produce
una
vuelta
atrás
en
la
manera
de
analizar
las
prácticas
de
los
científicos:
"Si
los
no
humanos
son
actantes,
entonces
necesitamos
una
manera
de
determinar
su
poder.
Esto
es
lo
propio
de
científicos
y
tecnólogos;
estamos
volviendo
directamente
a
esas
convencionales
y
prosaicas
explicaciones
sobre
el
mundo
que
hacen
los
científicos
y
de
las
que
nos
habíamos
librado
en
los
setenta."
(Collins
y
Yearley,
1992:
322)
Para
Collins
y
Yearley,
un
vocabulario
no
dualista,
una
metodología
no
dualista
y
un
tratamiento
simétrico
de
los
actores
humanos
y
los
actantes
no
humanos,
lo
único
que
hace
es
oscurecer
las
acciones
de
los
científicos
y
generar
un
uso
del
material
empírico
prosaico
y
reaccionario,
puesto
que
este
tipo
de
vocabulario
nos
devuelve
directamente
a
la
vieja
supremacía
de
la
voz
del
científico
y
al
clásico
poder
de
la
acción
de
la
tecnología,
invalidando
toda
explicación
social
y,
por
tanto,
toda
posibilidad
de
acción
política
o
de
propuesta
de
cambio
real,
de
cambio
ajeno
o
libre
de
la
marca
de
la
palabra
que
dicta
la
ciencia.
Ha
habido,
también,
posiciones
intermedias.
Ese
es
el
caso
de
Pickering
(1994,
1995).
Este
autor
está
dispuesto
a
asumir
la
existencia
de
una
agencia
material,
pero
bajo
ciertas
condiciones.
Ciertamente,
subscribe
el
principio
básico
de
la
perspectiva
del
actor‐red:
la
ruta
más
directa
hacia
un
análisis
posthumanista
de
la
práctica
es
reconocer
un
rol
a
la
agencia
no‐humana
‐o
material‐
en
la
ciencia.
La
ciencia
y
la
tecnología
son
contextos
en
los
cuales
los
agentes
humanos,
de
forma
notable,
no
lo
dirigen
todo.
No
obstante,
subraya
este
autor,
reconocer
un
papel
a
la
agencia
material
no
debe
suponer
una
visión
de
la
ciencia
desde
el
determinismo
tecnológico
o
en
los
términos
que
critican
Collins
y
Yearley
(1992).
Ello
le
lleva
a
apuntar
que
la
trayectoria
de
la
emergencia
material
no
tiene
su
propia
dinámica
pura
y
autónoma.
Según
Pickering,
ha
de
quedar
claro
que
la
agencia
material
no
se
impone
sobre
la
de
los
científicos.
En
este
sentido,
los
científicos
nunca
captarían
la
esencia
pura
de
la
agencia
material.
Más
bien,
ésta
emergería
a
través
de
una
dinámica
inherentemente
impura
a
través
de
la
cual
sería
absorbida
hacia
la
esfera
humana.
O
dicho
de
otra
manera,
agencia
humana
y
agencia
material
se
presentarían
siempre
enmarañadas
en
el
mismo
proceso
de
resistencias
y
acomodaciones
en
el
se
ven
envueltos
los
científicos
al
llevar
a
cabo
su
práctica
científica.
Por
otro
lado,
Pickering
señala
también
que
la
relación
entre
los
dos
tipos
de
agencia
no
puede
ser
simétrica.
Y
ello
es
así
debido,
principalmente,
al
hecho
de
que
la
agencia
humana
contempla
las
intenciones.
En
eso
radicaría,
precisamente,
la
principal
diferencia
entre
humanos
y
no
humanos.
La
conducta
de
las
personas
estaría
motivada
por
esas
intenciones,
la
de
quarks,
microbios
y
máquinas
no.
Así,
para
Pickering
no
es
posible
comprender
la
práctica
científica
sin
referirse
a
las
intenciones
de
los
científicos,
si
bien
no
cree
necesario
discernir
acerca
de
las
intenciones
de
las
cosas.
La
agencia
humana
adquiere,
a
través
de
esta
dimensión
intencional,
una
estructura
temporal
de
la
que
carecen
los
actores
no
humanos.
Para
este
autor,
a
diferencia
de
la
agencia
no
humana,
la
agencia
humana
siempre
podrá
mantener
o
sostener
en
el
tiempo
una
intención
más
o
menos
coherente
y
más
o
menos
duradera.
Ahora
bien,
ese
enfoque
rompe
la
simetría.
Si
se
quiere
seguir
manteniendo
una
postura
simétrica
respecto
de
la
agencia,
es
preciso
un
planteamiento
que
evite
cualquier
referencia
a
las
intenciones.
Es
preciso
romper
con
esa
identificación
que
señalábamos
más
arriba
entre
agente,
acción
e
intención.
Es
preciso,
en
definitiva,
evitar
dotar
de
antemano
a
cualquier
agente
de
unas
características
dadas.
En
este
sentido,
Law
habla
de
materialismo
relacional,
para
señalar
que
las
características
materiales
de
un
agente
son
un
efecto
relacional:
“La
agencia
y
el
tamaño
(tanto
para
las
máquinas,
las
entidades
sociales
o
cualquier
otro
objeto
al
que
uno
pueda
señalar)
son
efectos
inciertos
generados
por
una
red
y
su
modo
de
interacción.
Son
constituidos
como
objetos
en
la
medida,
pero
sólo
en
la
medida,
en
que
la
red
se
mantenga
en
su
sitio.
Pero
los
componentes
de
la
red
no
tienen,
por
así
decirlo,
una
tendencia
natural
a
desempeñar
los
papeles
a
los
que
se
les
ha
emplazado”
(Law,
1994:
103)
En
este
sentido,
para
Law,
la
agencia,
si
algo
es,
es
un
logro
precario,
un
arreglo
generado
en
una
red
de
materiales
heterogéneos,
por
lo
que
un
agente
es
asimismo
un
híbrido
de
diferentes
materiales,
un
proceso
de
ordenamiento
que
damos
en
llamar
‘persona’
(Law,
1994)1
Veamos
con
un
ejemplo
a
qué
nos
estamos
refiriendo
al
hablar
de
agentes
híbridos.
Concretamente,
nos
referiremos
al
caso
del
debate
acerca
del
control
de
las
armas
en
Estados
Unidos,
una
controversia
que
ha
merecido
cierta
atención
por
parte
de
los
científicos
sociales
interesados
en
el
estudio
de
la
tecnología
(Grint
y
Woolgar,
1997;
Kling,
1992;
Latour,
1999).
Al
calor
de
la
discusión
sobre
si
debería
estar
o
no
más
restringido
el
acceso
a
las
armas
de
fuego,
siempre
se
acaba
planteando
una
pregunta
que
atañe
a
la
cuestión
de
la
agencia:
“¿Quién
mata;
las
armas
o
las
personas?”.
1
La
lógica
del
materialismo
relacional
desemboca
en
afirmar
que
los
elementos
no
existen
por
ellos
mismos,
más
bien,
están
constituidos
en
las
redes
de
las
que
forman
parte.
Tal
planteamiento,
llevado
hasta
sus
últimas
consecuencias,
puede
llegar
a
resultar
ciertamente
provocador:
“Objetos,
entidades,
actores,
procesos
‐todos
son
efectos
semióticos:
nodos
de
una
red
que
no
son
más
que
conjuntos
de
relaciones;
o
conjuntos
de
relaciones
entre
relaciones.
Empújese
la
lógica
un
paso
más
allá:
los
materiales
están
constituidos
interactivamente;
fuera
de
sus
interacciones
no
tienen
existencia,
no
tienen
realidad.
Maquinas,
gente,
instituciones
sociales,
el
mundo
natural,
lo
divino
‐todo
es
un
efecto
o
un
producto".
(Law
y
Mol,
1995:
277).
Kling
(1992)
plantea
que
el
escepticismo
subyacente
a
los
argumentos
construccionistas
parece
llevar
a
reducir
los
sistemas
sociotécnicos
a
meras
relaciones
sociales,
con
lo
que
acaban
dando
la
razón
a
los
miembros
de
la
NRA
(National
Rifle
Association)
que
mantienen,
para
apoyar
la
libre
compra‐venta
de
armas,
que
son
las
personas
las
que
matan,
no
las
armas.
Grint
y
Woolgar
(1997)
se
muestran
críticos
con
este
tipo
de
interpretación
de
los
argumentos
construccionistas,
basada
en
la
asunción
de
que
las
tecnologías
tienen
capacidades
específicas
que
constituyen
una
especie
de
núcleo
técnico
que
puede
estar
más
o
menos
envuelto
en
factores
sociales
y
culturales,
pero
que
está
siempre
ahí,
en
la
base
de
cualquier
explicación
acerca
de
los
efectos
de
las
tecnologías.
Tal
y
como
lo
plantean
Grint
y
Woolgar,
a
pesar
de
que
se
tienda
a
reducir
el
problema
a
dos
posturas
posibles
‐‐la
realista,
que
consiste
en
mantener
que
cualquier
tecnología
no
sirve
para
cualquier
cosa
y
que,
por
tanto,
las
armas
sólo
sirven
para
matar,
y
la
construccionista,
que
cuestiona
la
autonomía
de
la
tecnología
y
subraya
la
necesidad
de
atender
a
los
factores
sociales
que
explican
el
uso
de
armas‐‐
es
posible
también
argumentar
que
el
uso
de
armas
es
tanto
un
proceso
social
como
tecnológico.
Para
ello,
tal
y
como
señala
Latour
(1999),
es
preciso
descartar
tanto
que
sea
el
arma
el
actor
protagonista
como
que
lo
sea
una
persona.
Hay
que
pensar
en
otro
tipo
de
entidad,
un
ciudadano‐pistola
o
una
pistola‐ciudadano.
En
esta
explicación,
no
hay
ningún
núcleo
técnico
invariable
ni
ninguna
característica
humana
determinante.
Las
personas
cambian
con
una
pistola
en
la
mano,
a
la
vez
que
las
pistolas
son
diferentes
cuando
alguien
las
sostiene.
El
idéntico
error
de
las
dos
posibles
explicaciones
deterministas
consiste
en
partir
de
esencias,
bien
las
de
los
sujetos,
bien
las
de
los
objetos.
Sin
embargo,
la
solución
simétrica
nos
invita
a
considerar
la
posibilidad
de
no
priorizar
ninguna
de
las
partes:
“’Es
evidente’,
podríamos
decir,
‘que
un
objeto
tecnológico
debe
estar
en
manos
de
un
sujeto
humano,
de
un
agente
capaz
de
concebir
propósitos,
y
que
es
él
quien
debe
ponerlo
en
marcha’.
Pero
el
argumento
que
estoy
planteando
es
simétrico:
lo
que
es
cierto
del
‘objeto’
es
aún
más
cierto
si
lo
aplicamos
al
‘sujeto’.
No
hay
ningún
sentido
en
el
que
pueda
decirse
que
los
humanos
existen
sin
necesidad
de
entrar
en
relación
con
aquello
que
les
autoriza
a
existir
y
les
permite
hacerlo
(es
decir,
les
capacita
para
actuar).
Una
pistola
olvidada
es
un
simple
trozo
de
materia,
pero,
¿qué
sería
un
pistolero
abandonado?
Un
humano,
sí
(una
pistola
es
sólo
un
artefacto
entre
otros
muchos),
pero
no
un
soldado,
y
desde
luego
no
uno
de
esos
legalistas
estadounidenses
de
la
NRA.
Es
posible
que
la
acción
propositiva
y
la
intencionalidad
no
sean
propiedades
de
los
objetos,
pero
tampoco
son
propiedades
de
los
humanos.
Son
propiedades
de
las
instituciones,
de
los
aparatos,
de
lo
que
Foucault
llamaba
dispositivos.
(...)Los
Boeing
747
no
vuelan,
son
las
compañías
aéreas
las
que
vuelan”
(Latour,
1999:
230).
Es
decir,
para
Latour,
la
acción
no
es
una
propiedad
atribuible
a
los
humanos,
sino
a
asociaciones
de
actantes2.
¿Qué
resulta
de
ello?
Contrariamente
a
lo
que
2
Nótese
que
una
asociación
de
actantes
sería
algo
muy
parecido
a
lo
que
Deleuze
y
Guattari
(1988)
llaman
agenciamiento.
Para
una
revisión
en
profundidad
de
las
implicaciones
que
tiene
una
aproximación
al
sujeto
en
estos
términos,
ver
Rose
(1998),
que,
a
partir
de
una
concepción
materialmente
heterogénea
de
la
subjetividad,
elabora
una
contundente
crítica
a
la
priorización
algunos
creen,
nada
que
tenga
que
ver
con
extender
la
subjetividad
a
las
cosas
ni
con
tratar
a
los
humanos
como
objetos
ni,
por
supuesto,
con
confundir
las
máquinas
con
los
agentes
sociales.
No,
se
trata
de
algo
menos
radical,
pero
que
la
asimetría
humanista
impedía:
evitar
por
completo
el
uso
de
la
distinción
entre
el
sujeto
y
el
objeto
con
el
fin
de
poder
hablar
del
pliegue
que
implica
mutuamente
a
humanos
y
no
humanos
(Latour,
1999)
En
cualquier
caso,
el
postulado
de
heterogeneidad
abre
la
puerta
a
pensar
la
agencia
como
resultado
de
entramados
materialmente
híbridos
y
está
dando
lugar
a
nuevas
formas
de
pensar
la
acción
humana
que
se
alejan
de
los
presupuestos
humanistas
que
encorsetaban
su
concepción.
Como
ejemplo
de
ello,
Michael
(2000)
propone
la
noción
de
co‐agencia
para
referirse
al
tipo
de
agencia
que
surge
de
esas
imbricaciones
entre
humanos
y
no‐humanos.
Hablar
de
co‐agencia
implica
dejar
de
buscar
“intenciones”
o
cualesquiera
otros
rasgos
propios
de
agentes
singulares.
La
co‐agencia
refiere
a
entidades
híbridas,
es
decir,
a
agencias
distribuidas,
pluralizadas,
contingentes:
“Así,
todos
los
componentes
de
un
híbrido
contribuyen
a
su
agencia,
al
igual
que
otras
entidades
más
o
menos
asociadas
con
el
híbrido”
(Michael,
2000:
42).
4.
De
la
agencia
a
los
modos
de
individuación
Como
ha
señalado
en
diversas
ocasiones
Latour
(2005),
pensar
la
agencia
en
el
interior
de
redes
de
asociaciones
heterogéneas
nos
pone
frente
a
un
interrogante
adyacente:
la
experiencia
del
advenimiento
de
las
cosas.
Las
asociaciones
tienen
que
ver
con
esos
ángulos
mínimos
a
partir
de
los
cuales
se
provoca
una
minúscula
diferencia
que
acierta
a
introducir
la
novedad
en
un
estado
de
cosas
pre‐existente,
y
que
no
puede
reducirse
al
nexo
causal
sin
forzarlo
o
convertirlo
en
deudor
de
una
categoría
metafísica
y
trascendental.
En
otras
palabras,
hace
referencia
al
acontecimiento
y
a
la
forma
que
le
damos.
La
simetría
denuncia
lo
que
Whitehead
(1927/
1985)
denomina
principio
de
localización
simple
(cosas
claras,
nítidas
y
bien
definidas
ocupan
lugares
claros,
nítidos
y
bien
definidos
en
el
espacio
y
el
tiempo)
como
entidad
hegemónica
en
el
pensamiento
social
institucionalizado.
Tal
principio
lleva
a
pensar
el
movimiento
como
simple
desplazamiento
de
cosas
definidas
y
definitivas
de
un
lugar
definido
y
definitivo
a
otro.
Negando,
así,
la
posibilidad
de
que
el
movimiento
sea
transformación,
deformación
y
reformación.
Para
Whitehead,
el
movimiento
está
en
el
carácter
heterogéneo
e
inacabado
de
las
relaciones
mutuas,
el
movimiento
es
simplemente
la
acción
de
estar
"entre".
De
ahí,
que
en
el
vocabulario
simétrico
movimiento
y
creación
se
confundan.
La
pregunta
que
resuena
en
Whitehead
no
es
tanto
¿qué
es
el
movimiento?,
sino,
más
bien,
¿qué
es
el
acontecimiento?
de
lo
discursivo
en
la
psicología:
“Centrarse
en
el
lenguaje
y
la
narrativa,
en
la
subjectivación
como
materia
de
las
historias
que
nos
contamos
sobre
nosotros
mismos,
es,
en
el
mejor
de
los
casos,
parcial,
en
el
peor,
equivocado.
La
subjetivación
no
va
a
entenderse
por
localizarla
en
un
universo
de
significado
o
en
un
contexto
interaccional
de
narrativas,
sino
en
un
complejo
de
aparatos,
prácticas,
maquinaciones,
y
ensamblajes
en
los
cuales
el
ser
humano
ha
sido
fabricado,
y
que
presuponen
y
nos
imponen
cierto
tipo
de
relaciones
con
nosotros
mismos”
(Rose,
1998:
10)
(Deleuze,
1989)
y
coincide
con
el
problema
que
emerge
en
un
planteamiento
simétrico.
Se
trata,
ni
más
ni
menos,
de
atrapar
el
devenir
en
nuestras
explicaciones.
Las
conexiones
que
establecemos
y
con
las
cosas
que
nos
rodean
se
dan
por
todas
partes,
de
cualquier
manera
y
en
todo
momento;
y
tal
conexión
ineluctablemente
nos
transforma,
y
vuelve
a
retransformar,
en
un
proceso
agónico
sin
principio
ni
final.
Somos
traducidos
sin
descanso,
traducimos
incesantemente.
Y
el
devenir
de
esas
marañas
de
conexiones
y
entidades
heterogéneas
en
las
que
somos
traducidos
tiende
de
manera
casi
inevitable
hacia
un
resultado
o
efecto
‐un
estado
acabado
o
un
objeto‐,
pero
que
es
al
mismo
tiempo
un
resultado
incierto
y
provisional.
De
ese
hic
et
nunc,
de
tales
determinaciones
surgirá,
al
mismo
tiempo,
la
capacidad
de
acción.
Es
decir,
del
“qué”
que
establece
un
aquí
y
ahora
preciso
surge
la
agencia,
que
no
es
más
que
el
reverso
de
un
determinado
conjunto
de
determinaciones.
Por
tanto,
el
mencionado
“qué”
constituye
el
punto
de
partida
que
debemos
explicar,
la
singularidad
que
pone
en
marcha
nuestra
realidad
cotidiana.
Hasta
que
Quine
(1987)
publicó
Quiddities,
Garfinkel,
el
mayor
maestro
de
la
vida
anodina
que
han
tenido
las
Ciencias
Sociales,
hablaba
de
quiddity
para
referirse
a
ese
“qué”,
concreto
y
particular,
que
aparece
e
interviene
en
la
organización
y
producción
de
orden
e
inteligibilidad
en
nuestras
actividades
cotidianas.
Ese
“qué”
que
arranca
la
producción
actual
y
ordenada
de
nuestro
registro
interaccional.
Desgraciadamente,
Quine
puso
de
manifiesto
que
el
concepto
tenía
que
ver
con
esencias
o
cuasi‐esencias,
con
la
provisión
genérica
de
propiedades
correctamente
formuladas
para
ciertas
clases
de
cosas
o
relaciones
que
permiten
explicar
la
producción
de
orden
de
manera
estable
y
universal.
Obviamente,
el
interés
de
Garfinkel
se
halla
en
la
antípoda
de
tal
proyecto
y
rechazó
el
concepto.
“Los
estudios
etnometodológicos
no
estaban
buscando
quiddities.
Buscaban
haecceidades,
exactamente
la
pura
determinación:
exactamente
el
aquí,
exactamente
el
ahora,
lo
que
precisamente
está
más
a
mano,
quién
justamente
está
aquí,
el
tiempo
preciso
que
esta
reunión
nuestra
tiene,
lo
que
nuestra
reunión
local
puede
hacer
en
el
tiempo
exacto
que
necesitamos...”
(Garfinkel
and
Wieder,
1992:
203).
Haecceidad
sustituye
a
quiddity.
El
énfasis
se
pone
en
el
fenómeno
de
orden
producido
localmente,
de
manera
natural
y
descriptible,
con
cierto
significado,
lógica
y
razón.
Algunos
ejemplos
de
haecceidad
son
los
productores
de
significado
pronominales
o
indexicales,
por
ejemplo
“aquí”
o
“este
lugar”.
Términos
que
pueden
utilizarse
sin
determinar
la
representación
de
un
lugar
que
les
proporcione
un
nombre
o
imagen
singular.
En
otras
palabras,
términos
que
no
detentan
deuda
alguna
con
el
esencialismo.
No
obstante,
son
los
trabajos
de
Deleuze
y
Guattari
(1988)
los
que
convierten
el
concepto
de
haecceidad
en
una
verdadera
herramienta
de
análisis
que
permite
redimensionar
la
temática
de
la
agencia.
La
noción
designa
la
producción
de
singularidades
de
lo
real.
Los
autores,
de
hecho,
se
hacen
eco
del
análisis
que
realizó
Heidegger
de
la
obra
de
Duns
Scoto.
Este
escolástico
denominó
haeccitas
a
la
característica
que
las
cosas
tienen
de
ser
esto‐que‐ahora‐está‐aquí.
Lo
que
determina
que
un
punto
sea
singular
en
el
tiempo
y
el
espacio.
La
singularidad
de
lo
real
es
un
camino
para
que
Heidegger
dinamite
el
pensamiento
hegeliano.
Para
Hegel
el
singular
constituía
una
pura
nada,
no
aportaba
sustancia
alguna
al
pensamiento
y
sólo
recibía
significación
cuando
era
trasladado
al
medio
homogéneo
de
los
conceptos,
o
sea,
a
un
medio
universal.
En
Heidegger
la
forma
de
la
individualidad,
haecceitas,
saca
siempre
a
la
luz
una
determinación
originaria
de
la
realidad
existente.
El
concepto
proporciona
movilidad,
libertad,
desborda
todo
universalismo,
incluido
el
histórico
y
recupera
el
placer
que
produce
la
sorpresa
de
lo
producido,
de
lo
mostrado,
de
lo
abierto
in
situ
por
el
mundo.
Tanto
en
la
obra
de
Deleuze
y
Guattari
como
en
la
de
Garfinkel
se
mantiene
ese
interés
por
la
libertad
que
otorga
el
misterio
de
lo
singular.
Y
se
piensa
que
la
producción
de
éste
obedece
a
una
lógica
propia,
local,
particular
e
incorporada
en
la
mismísima
singularidad.
Describir
la
singularidad
es
describir
su
producción.
Estamos
ante
una
pasión
y
una
lógica
del
acontecer.
¿Qué
es
la
individualidad
de
un
acontecimiento?
Su
haecceidad.
“A
veces
se
escribe
ecceite,
derivando
la
palabra
de
ecce,
‘he
aquí’.
Es
un
error,
puesto
que
Duns
Scoto
ha
creado
la
palabra
y
el
concepto
a
partir
de
Haec,
‘esta
cosa’.”
(Deleuze
y
Guattari,
1988:
310).
Haecceidad
designa
modos
de
individuación
que
no
pasan
por
la
persona,
el
sujeto,
la
cosa,
la
sustancia
o
el
cuerpo.
Una
estación,
una
primavera,
una
canción...
poseen
su
propia
individualidad,
no
se
confunde
con
nada
y
no
pasa
por
la
fundamentación
de
una
cosa
o
sujeto.
En
tales
modos
de
individuación
todo
es
relación
de
movimiento
y
de
reposo
entre
sus
partes,
poder
de
afectar
y
de
ser
afectado.
“Usted
no
definirá
un
cuerpo
(o
un
alma)
por
su
forma
ni
por
sus
órganos
o
funciones;
y
tampoco
lo
definirá
como
una
sustancia
o
un
sujeto”
(Deleuze,
2001:
166)
¿Cómo
definirlo,
pues?
Por
sus
modos.
Los
modos
de
individuación
establecen
una
etología
de
las
fuerzas
que
componen
movimientos
y
reposos,
velocidades
y
lentitudes.
Una
haecceidad
no
es
más
que
una
composición
material
de
afectos
y
relaciones
de
fuerza.
Frente
a
las
clásicas
génesis
históricas
de
los
individuos
y
los
grupos,
los
modos
de
individuación
proponen
una
cartografía
geográfica
de
intensidades.:
“Una
cosa,
un
animal,
una
persona,
no
se
definen
más
que
por
movimientos
y
reposos,
velocidades
y
lentitudes
(longitud),
y
por
afectos,
intensidades
(latitud)”
(Deleuze
y
Guattari,
1988:
316).
“Las
haecceidades
son
meramente
grados
de
potencia
que
se
componen,
a
los
que
se
corresponden
un
poder
de
afecta
y
de
ser
afectado,
afectos
activos
o
pasivos,
intensidades”
(Deleuze,
1980:
111).
Deleuze
distingue
dos
planos
en
los
modos
de
individuación:
el
de
la
composición
de
partes
y
el
de
la
variación
de
potencia.
Toda
entidad,
humana
o
no,
consiste
en
una
relación
fluctuante
entre
una
extensión
de
partes
y
una
intensión
de
potencia.
Tales
coordenadas
permiten
considerar
cualquier
entidad
como
resultado
de
un
diagrama
de
fuerzas
ejercidas
efectivamente
sobre
ella.
La
singularidad
de
esa
relación
determina
una
individuación
concreta.
Tal
relación
actualiza
una
composición
de
movimientos
que
difieren
por
sus
velocidades
y
sus
lentitudes.
Todas
las
entidades
expresan
variaciones
cuantitativas
y
móviles
de
relaciones.
Por
tanto,
la
individuación
se
compone,
al
mismo
tiempo,
de
una
cinética
y
un
grado
de
potencia.
Los
modos
de
individuación
no
se
vinculan
a
la
unidad
de
una
forma
concreta
o
a
la
identidad
de
un
sustrato.
Tienen
un
carácter
local,
provisional,
y
sus
existencia
debe
conceptualizarse
como
acto
y
no
como
ser.
Al
igual
que
ocurría
con
la
perspectiva
simétrica,
la
haecceidad
hace
caducar
la
distinción
entre
lo
material,
lo
vital,
lo
técnico
o
lo
cultural.
Una
cualidad,
una
variación
atmosférica,
un
flujo,
una
hora…
son
entidades
con
sus
propios
modos
de
individuación.
“Un
cuerpo
puede
ser
cualquier
cosa,
puede
ser
un
animal,
puede
ser
un
cuerpo
sonoro,
puede
ser
un
alma
o
una
idea,
puede
ser
un
corpus
lingüístico,
puede
ser
un
cuerpo
social,
una
colectividad”
(Deleuze,
2001:
171).
Conviene
también
aclarar
que
los
modos
de
individuación
constituyen
transformaciones
que
determinan
a
las
entidades
como
absolutos
devenires
y
nunca
como
formas
completamente
delimitadas
o
acabadas.
De
hecho,
los
modos
de
individuación
preceden
en
derecho
a
la
diferenciación
o
diferencias.
Las
últimas
son
siempre
resultado
de
los
primeros.
Por
tanto,
constituyen
una
suerte
de
zócalo
preindividual.
En
ese
sentido,
son
el
verdadero
objeto
de
análisis
de
la
ciencia.
Sus
variaciones,
sus
mecanismos
de
activación
o
cierre,
su
estabilización,
etc.,
constituyen
el
movimiento
natural
de
nuestra
realidad,
la
constitución
al
unísono
del
complejo
determinación‐capacidad
de
acción.
“Ya
no
hay
formas,
sino
solamente
relaciones
de
velocidad
entre
partículas
ínfimas
de
una
materia
no
formada.
Ya
no
hay
sujetos,
sino
solamente
estados
afectivos
individuantes
de
la
fuerza
anónima”
(Deleuze,
2001:
172).
Los
modos
de
individuación
redimensionan
la
problemática
de
la
agencia
y
transforman
la
agenda
de
las
ciencias
sociales.
La
primera
pierde
relevancia
en
favor
del
análisis
de
las
haeccidades
en
cuyo
interior
adquiere
sentido
y
operatividad.
Además,
su
examen
se
torna
indesligable
de
las
determinaciones
que
delimita
el
modo
de
individuación.
De
hecho,
ésas,
y
no
otras
características,
constituyen
la
materia
o
esencia
de
la
agencia.
Dicho
de
otro
modo:
ésta
se
define
como
la
mera
variación
de
potencia
que
surge
de
la
composición
material
de
ciertas
partes
e
intensidades.
Tal
perspectiva
la
acerca
al
proyecto
que
Simondon
(1964)
denominó
“pensamiento
de
la
individuación
intensiva
y
diferencial”.
El
autor
recuerda
que
el
proyecto
de
analizar
y
explicar
la
génesis
del
individuo,
sujeto
o
subjetividad,
tropieza
sistemáticamente
con
el
problema
que
plantea
el
esquema
hilemórfico,
que
diferencia
entre
materia
y
forma,
o
con
cualquiera
de
sus
versiones
actuales:
significante‐significado,
estructura‐actor,
instituido‐
instituyente,
etc.
Semejante
esquema
es
incapaz
de
concebir
el
devenir
concreto
de
una
individuación
porque
pretende
explicar
al
individuo
a
partir
de
una
relación
de
exterioridad
o
previa
a
la
propia
operación
de
la
individuación.
Simondon
plantea
dos
críticas
al
esquema
hilemórfico.
En
primer
lugar,
presuponer
un
principio
de
individuación
abstracto,
anterior
o
exterior
al
individuo
o
sujeto
del
que
se
pretende
informar.
En
segundo
lugar,
concebir
al
individuo
como
uno,
indivisible,
idéntico
y
unitario,
una
entidad
que
una
vez
generada
mantendrá
sus
bases
o
algunos
de
sus
rasgos
esenciales
a
través
de
cualquier
tipo
de
relación
y
contexto.
El
hilemorfismo
es
sustituido
por
una
teoría
de
la
modulación
que
piensa
la
toma
de
forma
como
interacción
de
diversas
fuerzas
o
materiales.
Simondon
arguye
que
lo
que
denominamos
individuo
o
sujeto
no
es
más
que
el
efecto
de
un
proceso
de
individuación
en
el
que
se
pone
en
juego
un
campo
preindividual
de
relaciones.
Por
tanto,
ésta
es
siempre
primera
y
constituyente
y
no
puede
separarse
al
individuo
del
medio
que
lo
individualiza.
El
abandono
del
mencionado
esquema
y
la
aproximación
a
esa
etología
de
fuerzas
y
relaciones
constituye
un
reto
para
las
ciencias
sociales.
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