FES_ X Congreso Español de Sociología

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FES_ X Congreso Español de Sociología
Grupo de Trabajo de Sociología de la Sexualidad
Laia Folguera Cots
laiafolguera@ub.edu
Universidad de Barcelona
Departamento de Sociología
El lado oculto de la violencia sexual: la masculinidad hegemónica en
entredicho.
Resumen:
La agresión sexual se piensa y se define de forma unidireccional. En nuestro
imaginario colectivo, la violencia y el acoso sexual se asimilan a las ejercidas
por los varones sobre las mujeres. Condicionamientos de control social así
como discursos sociales imperantes contribuyen a que la expresión pública de
ciertos tipos de violencia sexual sean silenciados. Mi interés en este estudio es
el de prestar atención a la normatividad social que condiciona los discursos en
torno a la violencia sexual. De ellos, el menos expresado es el que refleja el
“otro lado de la violencia sexual”. Es decir, no aquella que aparece de
inmediato en nuestro imaginario colectivo sino aquella que queda aún más, si
cabe, silenciada. Es la de las experiencias de varones heterosexuales que han
sufrido algún tipo de coacción sexual a manos de su pareja y que se sienten
desplazados del tipo ideal de masculinidad. El varón violentado por una mujer
(o por otro varón) afronta, en primera instancia, la vergüenza de hallarse en el
lado opuesto de las expectativas sobre la masculinidad hegemónica.
Palabras clave: violencia sexual silenciada, honor, control social,
oportunidades discursivas.
1
La agresión sexual se piensa y se define de forma unidireccional. En nuestro
imaginario colectivo, la violencia y el acoso sexual se asimilan a las ejercidas
por los varones sobre las mujeres. Se obvia, o no se percibe, la violencia
sexual entre personas del colectivo LGTB así como aquella que puede darse
por las mujeres hacia los varones heterosexuales. La violencia sexual está
sujeta al silencio y a la ocultación. Por ello, hay que prestar atención al entorno
de expresión lingüística en el que nos movemos y al de la creación de
imágenes sociales que influyen en la percepción de la agresión sexual y que
configuran cómo la sociedad la piensa y la define. A los cuerpos y a las
emociones se les asigna un valor en función de criterios normativos que, con
frecuencia, se introducen en la vida social a través de pautas que se legitiman
por vía externa –instancias morales o simple conocimiento ordinario–. Mi
interés en este estudio es el de prestar atención a la normatividad social que
condiciona los discursos en torno a la violencia sexual. De ellos, sin duda, el
menos expresado es el que refleja el “otro lado de la violencia sexual”. Es decir,
no aquella que aparece de inmediato en nuestro imaginario colectivo sino
aquella que queda aún más, si cabe, silenciada. Es la de las experiencias de
varones heterosexuales que han sufrido algún tipo de coacción sexual a manos
de su pareja.
Para realizar este estudio se ha hecho en primer lugar un esfuerzo
terminológico para deslindar conceptos afines pero con características distintas
(agresión, coerción, coacción, acoso o vulneración). Se analiza a nivel teórico
cómo factores de control social y, especialmente el concepto del honor,
condicionan la vivencia de ciertos tipos de violencia sexual. Poniendo especial
énfasis en reflexiones metodológicas para medir estos fenómenos, en el texto
también se apuntan las características de “casos” que forman parte del trabajo
de campo. Los varones que participan en el presente estudio son
supuestamente heterosexuales, puesto que la homosexualidad presenta
singularidades que la alejan de mis objetivos específicos y quizás de mi
conocimiento sobre sus experiencias y los significados de sus acciones. De ello
no debe desprenderse que se trata de un estudio sobre identidad masculina
que derivaría más bien al campo de la sociología del género. Esta no es mi
intención aquí.
2
Precisiones terminológicas
Muchos autores se han preguntado, de una u otra forma, qué hay de sexual en
la violencia sexual. La cultura parece tener un peso extremo en todos los
ámbitos problematizables de la vida social. Hay ciertos ámbitos teóricos
imprescindibles para abordar el enfoque de la temática: identidades, valores,
representaciones sociales, sexualidad, género, emociones, cuerpo y
conocimiento ordinario. Todos ellos están articulados en torno a los conceptos
de poder, honor, diferencia y desigualdad social. Para entender el entramado
que une estos conceptos, se presta atención a las actitudes que generan
acciones, a la visibilidad de éstas y a sus procesos de ocultación, así como a
las estrategias de legitimación de las mismas. La sexualidad, entendida como
elemento inherente a la identidad de la persona, está vinculada a los sistemas
de poder.
Abordar de forma empírica conceptos sociológicos puede llegar a ser
difícil. Investigar sobre problemas que remiten al estudio de las identidades es
complejo, máxime si se consideran sus definiciones múltiples, sus
servidumbres teóricas y su cristalización en una realidad palpable. Pero no todo
lo que no se puede medir es inexistente, en especial si ese factor contribuye a
la aparición de efectos perceptibles. Vaya por delante que el concepto de
identidad remite, en mi caso, a la identidad individual; pero para mí, individual y
social no están en oposición, sino en un régimen de complementación. Cada
sociedad, cada contexto social, configura identidades a partir de rasgos
arbitrarios. Las identidades son el resultado de una construcción dinámica, de
una toma de conciencia de la mismidad, de experiencias sociales de la persona
y de factores comunicativos.
En este contexto es importante realizar unas puntualizaciones
terminológicas sobre aquellos conceptos que se repiten en nuestro vocabulario
en el ámbito de la violencia sexual por ser aquellos que reproducen las formas
de pensar y entender lo que entendemos por realidad. Definir la violencia
sexual no es tarea fácil. En ella se incluyen conceptos difíciles de delimitar pero
que pueden utilizarse aislados para analizar diferentes aspectos de la
problemática. Conceptos tales como coacción, coerción, acoso, vulneración o
agresión conforman el campo de la violencia sexual. Si atendemos a la
3
agresión sexual, tomo la definición de Raquel Osborne que la define como
“cualquier tipo de actividad sexual cometida contra el deseo de una persona, ya
sea con la utilización efectiva, o amenaza de utilización, de la fuerza, o por
imposición de la voluntad del agresor por cualquier otro medio” (Osborne, 2009:
55). Es una definición particularmente operativa en tanto que incluye la
posibilidad de distinguir entre la utilización efectiva de la fuerza y la simple
amenaza de ella. Al mismo tiempo contempla el componente de la imposición
de la voluntad por cualquier otro medio que no sea la fuerza.
Las precisiones terminológicas de las instancias institucionales siempre
son un punto de referencia obligado porque recogen aquello que queda
establecido en la agenda política, influyen en lo que la gente dice y piensa y,
por ende, repercuten en las políticas públicas que se llevan a cabo. Desde esta
posición, la Ley de igualdad de 2007 define el acoso sexual como “cualquier
comportamiento verbal o físico, de naturaleza sexual, que tenga el propósito o
produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular
cuando crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo”. El abanico de
posibilidades de acoso sexual que abre esta definición es inmenso y está lleno
de conceptos interpretables. Por otro lado, sirve también de apoyo jurídico para
la protección de mujeres que sufren o han sufrido violencia sexual.
Cuando hablamos de vulneración se entiende que nos referimos a la
trasgresión de los derechos inherentes a la condición de ciudadanía. La
referencia a la “ciudadanía” es un elemento que las actuales leyes sobre
género tienen muy en cuenta y que también se observa ya en los epígrafes de
éstas1. Por otro lado, los términos coacción y coerción son conceptos afines
porque ponen de relieve la capacidad de condicionar la conducta de alguien.
Según la RAE (Real Academia Española), la coacción es la “fuerza o violencia
que se hace a alguien para obligarlo a que diga o ejecute algo” mientras que la
coerción es la “presión ejercida sobre alguien para forzar su voluntad o su
conducta”. La coacción incorpora la fuerza o la violencia mientras que la
coerción se limita a una presión en sentido amplio. Bajo el concepto de
coerción hay que tener en cuenta unos ítems que van más allá de la agresión
física. En este sentido, hay estudios de tipo cuantitativo sobre violencia sexual
1
Muestra de ello es el “Anteproyecto de ley para una nueva ciudadanía y por la igualdad de
mujeres y hombres” de la Generalitat de Cataluña de Abril de 2010.
4
que encuentran en el concepto de coerción un recurso que permite establecer
con más facilidad unos ítems para estudiar tanto la violencia contra la mujer
como aquella ejercida hacia el varón.
Apuntes metodológicos
Una investigadora notable en el campo de la metodología sobre estudios de
violencia sexual fue Mary Koss, quien, en la década de los noventa, puso de
relieve la importancia de cómo se miden estos actos para generar estadísticas.
Afirma que las creencias y los imaginarios colectivos tienen una influencia
relevante en el momento de generar los datos. El grupo de investigación
dirigido por Koss expone, mediante el Sexual Experiences Survey, una
herramienta para evaluar los grados de violencia sexual entre varones
agresores y mujeres víctima de este tipo de violencia. Se trata de un intento de
transformar los datos cualitativos en medidas objetivas (Koss et al, 1982).
Debemos ser conscientes de la complejidad de una prospección en el universo
de sentimientos. El modo como se formulan las preguntas condiciona el acceso
a la información (Kong-Ming 1956). El modo en que se observa tiene un
potencial de sesgo: proyectar en lugar de descubrir. Cada persona ve su
entorno de forma particular, percibe individualmente sus experiencias vitales.
Este proceso de lectura de la propia vida, incluso en su dimensión más
práctica, está condicionado por normas sociales y culturales que se activan en
diferentes contextos de aplicación.
Descubrir sentidos es tan problemático como leer intenciones: puede ser
un ejercicio de presunción. En las Reglas del método sociológico, Durkheim
considera que los fenómenos mentales no son objeto de estudio de la
Sociología. Pensamiento e intenciones, emociones incluso, constituyen ámbitos
más propios de la psicología. Discrepo. Considero que los “fenómenos
mentales” pueden ser analizados social y culturalmente desde el momento en
que constituyen representaciones de la realidad; en la medida en que se
construyen y expresan lingüísticamente, considerando su potencial de
activación y expresión por vía normativa y socializadora. Se aprende a sentir
como se aprende a reconocer y a expresar los sentimientos. La Sociología es
apta para analizar los discursos, sus supuestos, y los condicionantes que los
hacen posibles, así como para analizar la utilidad legitimadora o posibilitadora
5
que pueden llegar a ostentar estos discursos en relación a esferas de la vida
social que tienen más que ver con la acción que con la palabra.
¿Cómo lo vive y cómo lo expresa el varón vulnerado sexualmente? De
mi trabajo de campo, aquí sólo voy a apuntar un par de casos que me parecen
significativos del tipo de violencia sexual que puede sufrir un varón. El de
Héctor (nombre falso) refleja un caso de coacción sexual por amenazas. El de
Patrick (nombre falso) responde a la expresión de una situación, muy común en
las relaciones sexuales de pareja, en la que se veía incapaz de satisfacer las
necesidades sexuales de su mujer siendo culpabilizado por ello. Héctor es un
varón de 39 años que decidió divorciarse de su mujer después de siete años de
matrimonio y con un hijo de 6 años. Ha sufrido un proceso de divorcio marcado
por las dificultades de la custodia de su hijo. Su mujer Marta (nombre falso)
obtuvo la custodia del hijo y él un régimen de visitas limitado. En nuestras
charlas, Héctor me cuenta cómo su mujer le exigía relaciones sexuales como
moneda de cambio para ver a su hijo.
En el caso de Patrick (nombre falso) vemos un ejemplo de humillación
sexual. Tiene aproximadamente 50 años. Divorciado y con una hija de 27 años,
de nacionalidad británica, vino a vivir a Barcelona cuando tenía 25 años dónde
encontró a su mujer aquejada de una desestabilización nerviosa. Ella le exigía
una actividad sexual que él no llegaba a proporcionar. Empezaron las
acusaciones mutuas en las que ella se quejaba de insatisfacción y él la
acusaba de tener un problema personal. El argumento que ella empleaba era
su falta de virilidad –si tu fueras un hombre de verdad esto no nos pasaría– con
lo cual Patrick estaba cada vez más disminuido sexualmente. Su relación se
transformó en una continua humillación sexual que revirtió en un
empeoramiento de las condiciones físicas y psicológicas del varón
entrevistado.
Honor, control social y oportunidades discursivas
La dimensión de poder y de control (individual y social) influyen en la violencia
sexual pero también, y creo importante decirlo, en la sexualidad en sí misma.
Poder y control van asimilados a la masculinidad hegemónica y actúan como
referentes en el momento de establecer las relaciones de género y los modelos
de conducta. Ambos van ligados al concepto del honor. En España, este
6
concepto, asimilado a la preeminencia social y a la hombría, ha condicionado
desde antaño las actitudes y las relaciones sociales. Basta recordar la
importancia del honor y de su correlato la honra en el teatro del Siglo de Oro
como aspectos de una conciencia colectiva. Así, Lope de Vega condensó en
“casos de honra” situaciones humanas de alto valor dramático concebidas
como una singularidad española. En el contexto del Siglo de Oro, sólo los
personajes de más alto rango poseían honor y honra, cualidad que se negaba
a villanos y plebeyos. El teatro de Lope puso de relieve que el honor y la honra
eran valores del conjunto social y que cuando se ponían en crisis, el mismo
individuo perdía no sólo su dimensión individual sino también social. En
Peribáñez y el Comendador de Ocaña, los avances lujuriosos del Comendador
hacía Casilda, la mujer de Peribáñez, conllevan la pérdida del honor del
marido: “Basta que el Comendador / a mi mujer solicita; / basta que el honor
me quita, / debiéndome dar honor. / […] Si en quitarme el honor piensa /
quitaréle yo la vida” (Escena 16, Acto Segundo).
El honor ha pasado de ser entendido en términos de reputación social a
tener un sentido de integridad y dignidad moral interiorizados. Pero el ideal de
masculinidad, ahora y siempre, puede convertirse en una herramienta de
manipulación que facilite la humillación y la vergüenza. De la aplicación
individual del honor, se derivan los sentimientos de vergüenza y de culpa.
Humillar y avergonzar son formas de control y de represión social y por ello
extremadamente susceptibles de convertirse en herramientas de violencia
sexual. El varón violentado por una mujer (o por otro varón) afronta, en primera
instancia, la vergüenza de hallarse en el lado opuesto de las expectativas sobre
la masculinidad hegemónica. El sentimiento de vergüenza, como afirma la
socióloga Helen Lynd, desde la perspectiva de la antropología cultural, es “a
social emotion reaffirming the emotional interdependency of persons” (Lynd
1958: 64). Este sentimiento responde en parte a un distanciamiento de las
expectativas de rol en tanto que éstas son un concepto eminentemente social.
Los supuestos de cómo deben comportarse las personas en relación a su
género afectan al aspecto emocional de sus vidas a la vez que legitiman ciertos
comportamientos considerados como deseables o debidos. Dichas
expectativas de rol evidencian formas sutiles -y en ocasiones no tan sutiles- de
control social.
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La masculinidad moderna como tipo ideal se construyó mediante
palabras e imágenes que decían al varón que debían alcanzar sus estándares
pasando la prueba de la guerra, defendiendo su honor y moldeando su carácter
de modo acorde (Mosse 2001). La imagen que la sociedad quería tener de si
misma pasaba por el estandarte de la construcción de la masculinidad bajo un
imaginario social determinado. Derivo el concepto de “imaginario social” de la
noción de imaginario grupal introducida por Didier Anzieu (1981) quien
propugna que, en toda situación de grupo, existe una representación imaginaria
subyacente que es común a varios participantes. No existe grupo sin la
existencia de un imaginario.
La heroicidad es el objetivo máximo de cumplimiento del tipo ideal de
masculinidad. El verdadero macho persigue el reconocimiento social. Y es que
el héroe es un “varón que produce y reproduce, que está en la cima de lo
socialmente prescrito, y que por ello espera recibir los parabienes sociales que
reconozcan sus logros” (Guasch; 2006: 45). El Nacionalismo enarbolado por el
lema “Todo por la Patria” de la España franquista y del órgano militar que
representa a la perfección el ideal de masculinidad hegemónica ha sido
substituido por una necesidad de imagen de progreso y modernidad que pasa
por la igualdad efectiva entre varones y mujeres y que por ende demanda una
imagen social del varón acorde con ello.
Steve Garlick (2003) hace hincapié en la dimensión histórica de los
constructos, o lo que es lo mismo, la existencia de transformaciones en la
fijación de sus contenidos: “Muerte, sacrificio y honor” asociados a la
masculinidad han derivado a conceptos ideales relacionados con la imagen de
igualdad, honestidad y respeto mutuo. Con esta observación, se comprueba la
confusión entre los nuevos papeles y las normas tradicionales con una serie de
expectativas de conducta heredadas de antaño. La incertidumbre en torno a la
identidad masculina puede responder a la existencia actual de diferentes
modelos de representación social del varón que suscitan modos de
experimentar el género así como de expectativas contrastadas de concebir y
valorar las relaciones sexuales. Los imaginarios sociales crean constructos
susceptibles de expandirse en la sociedad. Dichos constructos se integran y se
asimilan en los imaginarios sociales. La complejidad de la realidad social
8
establece expectativas cambiantes sobre lo que “debe ser” un varón y una
mujer.
El contexto comunicativo permite la perpetuación y legitimación de tales
expectativas. Los discursos producen valores que guían y legitiman
comportamientos; éstos a su vez, generan reacciones. Si se describe el
discurso como práctica social, se está sugiriendo una relación dialéctica entre
un suceso discursivo particular y las situaciones, instituciones y estructuras
sociales que lo enmarcan. Si nos adentramos en esta relación dialéctica, el
discurso particular es indicativo de cómo el individuo siente o experimenta las
consecuencias del discurso social. Este último actúa como elemento de
coerción y de control social, genera actitudes y despierta prejuicios. El discurso
particular, si se trata de un individuo que no encuentra un entorno con el que
pueda identificarse, se manifestará como una opresión o amenaza personal. En
el caso del varón, sentirá una alteración de las pautas “normales” de
interacción entre géneros.
En el momento actual estamos asistiendo a la confusión que genera
entre los varones el cambio de los viejos arquetipos masculinos: “ya no se sabe
ejercer con propiedad los papeles de padre, marido ni amante” (Gil Calvo,
1997: 39). Sin embargo, algunos arquetipos persisten o no han desaparecido
todavía. El honor, unido a otros tipos de control social, contribuye a silenciar el
discurso individual y, aún más, si lo que está en juego es la sexualidad
entendida como referente de la masculinidad hegemónica. Concluyamos que
estos discursos individuales tienen dificultades en expresarse o en encontrar
los cauces para conferir a su propia vivencia una dimensión social. De aquí que
me parece significativo señalar la existencia de las asociaciones de varones
como nuevo movimiento social, porque son significativas de la necesidad de
encontrar una herramienta de expresión a nivel social. Me refiero a las
Asociaciones de Hombres Igualitarios, Asociaciones por la Custodia
Compartida o Asociaciones de Hombres Maltratados. Estas Asociaciones se
convierten en un espacio tangible de oportunidades discursivas.
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A modo de conclusión
La fragilidad de la victima es determinante para establecer la definición del acto
violento, ya sea éste ejercido hacia ancianos, niños, discapacitados o mujeres.
En el caso del varón vulnerado por su pareja, este presupuesto incide en la
minusvaloración de la violencia sufrida en tanto que se parte del presupuesto
de la mayor fuerza física del varón y se obvian otros tipos de violencia que
inciden en el desequilibrio psíquico y social de la persona. En este caso,
atender únicamente a presupuestos biologicistas, provoca desviaciones en el
juicio social del acto violento ejercido. Desde el punto de vista metodológico,
atender en primer lugar a la victima, es decir al receptor del acto violento,
supone condicionar la definición de éste a unos campos predeterminados por el
contexto social.
A nivel metodológico, es legítimo preguntarnos hasta qué punto las
características de la víctima han de incidir en la calificación del acto violento.
Siendo conscientes de este hecho y de la importancia de definir de forma
rigurosa, podemos analizar algunas de las disfunciones que pueden darse en el
estudio de la violencia sexual. Partir de unos presupuestos preestablecidos
crea unas disfunciones conceptuales que inciden negativamente en la
consideración del varón heterosexual como víctima de violencia sexual.
Contribuye también a silenciar la violencia ejercida entre y hacia otros
colectivos sociales.
El vínculo entre el individuo y el entorno en el que se mueve viene
marcado por su propia identidad, o lo que es lo mismo, por un entramado de
expectativas cimentado en definiciones propias y ajenas respecto a quién es
socialmente cada cual, en un contexto de interacción determinado. De ello se
desprende que “nuestra sociedad organiza la interacción social, sexual y
afectiva entre varones y mujeres” (Guasch y Viñuales, 2003: 12). Patrones
establecidos de antemano y socialmente aceptados conforman un imaginario
social que no favorece al varón vulnerado sexualmente. Cuando algunos
estudios apuntan a la existencia de una violencia sexual hacia el varón2,
aunque no se descartan agresiones de tipo físico, adquieren relevancia otros
2
Koss, M. P., Gidycz, C. A., & Wisniewski, N. (1987); Struckman-Johnson & StruckmanJohnson, 1998; Fiebert & Tucci, 1998; O’Sullivan, L. F., Byers, E. S., & Finkelman, L. (1998);
Emmers-Sommer & Allen, 1999; Jackson, Susan M., Fiona Cram y Fred W. Seymour (2000),
entre otros.
10
tipos de maltrato que fundamentalmente son atentatorios al honor y a la
emotividad masculina y que revierten directamente en una alteración del
ejercicio de la sexualidad. Percepciones, miedos, inseguridades,
aprehensiones, sentimientos, formas de reproducción de contextos sociales
son difícilmente medibles pero su existencia emerge con el discurso. Reafirmo
la premisa inicial: aquello soterrado, silenciado o difícilmente cuantificable, ha
de ser tenido en cuenta ya que encubre violencia y desestabilización
psicológica. La violencia está teñida de significados y el conflicto ya no es sólo
físico, sino de viabilidad y de legitimidad.
Para atender a los procesos de legitimación social, el conocimiento
ordinario es un factor clave: permite observar y deducir tanto a nivel exógeno
como endógeno. Las representaciones sociales del entorno y de los sujetos
que lo habitan nos ayudan a comprender la formación de las actitudes sociales
hacia las mujeres y hacia los varones. Esas representaciones contribuyen a la
difusión de valores sociales, transformándolos en conocimiento de las formas
en que se produce y reproduce el orden social. Conocimiento implica
fundamentalmente dos fases: en la primera, se reciben los datos del mundo
exterior y se adquiere una experiencia sensorial. En la segunda, el
conocimiento se interioriza y pueden tener cabida las representaciones
sociales. La calificación de “conocimiento ordinario” dista de ser peyorativa:
permite diferenciarlo del conocimiento especulativo o filosófico, susceptible de
trascender la mera experiencia y el principio de autoridad (Beltrán 1991: 23-31),
y presenta un potencial polisémico menor que su sinónimo sociológico (sentido
común).
Reconsiderando la noción de vulnerabilidad no sólo en el ámbito físico,
se perfila la necesidad de precisar qué es lo que permite definir una vida o una
situación como precaria. En este sentido, creo que son aplicables a este lado
oculto de la violencia sexual los posicionamientos de Judith Butler quien afirma
que “si queremos ampliar las reivindicaciones sociales y políticas respecto a los
derechos a la protección, […] tenemos que apoyarnos en una nueva ontología
corporal que implique repensar la precariedad, la vulnerabilidad, la
interdependencia, la persistencia corporal, el deseo, el trabajo y las
reivindicaciones respecto al lenguaje y a la pertenencia social” (Butler; 2010:
15).
11
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13
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