DELEGACIÓN EPISCOPAL DE FAMILIA Y VIDA DE ZARAGOZA

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DELEGACIÓN EPISCOPAL DE FAMILIA Y VIDA DE ZARAGOZA
Congreso “Ayudar a la familia hoy”
Zaragoza, 10-12 Diciembre 2010
Solemne Eucaristía de clausura del Congreso en la Basílica del Pilar
HOMILÍA
CARDENAL ENNIO ANTONELLI
Presidente del Pontificio Consejo para la Familia
Agradezco de corazón a Su Excelencia el Arzobispo
Mons. Manuel Ureña Pastor por la invitación y la acogida
calurosa. Saludo con afecto a los demás Obispos presentes,
sacerdotes, las autoridades y a todos ustedes que participan
en esta santa liturgia. La gracia y la paz de nuestro Señor
Jesucristo, por intercesión de la Virgen del Pilar, venerada
en esta esplendida basílica, esté con vosotros.
Hoy es el tercer domingo de Adviento, el domingo
Gaudete. “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir,
alégrense. El Señor está cerca” (Fil 4, 4.5). Esta es la
invitación de la antífona de entrada que da el tono a toda la
celebración.
El profeta Isaías en la primera lectura llama a alegrarse
hasta en el desierto, lugar de desolación y de muerte,
porque Dios lo transformará en una tierra de floreciente
vegetación como las colinas y las llanuras junto al mar, el
Líbano, el Carmelo y el Sarión: “¡Regocíjese el desierto y la
tierra reseca, alégrese y florezca la estepa!... Le ha sido dada
la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarión”
(Is 35, 1.2). Isaías llama a festejar a todos los oprimidos por
la desgracia, porque Dios salvador cambiará radicalmente
la condición humana. “Se abrirán los ojos de los ciegos y se
destaparán los oídos de los sordos; entonces el tullido
saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de
júbilo” (Is 35, 5-6).
Después Jesús en el Evangelio declara de ser “Aquel
que debe venir”, el Mesías, mostrando con los hechos
concretos que la profecía de Isaías comienza a realizarse:
“Id a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven,
los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los
sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es
anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea
motivo de escándalo!” (Lc 7, 22-23).
Jesús invita a observar sus milagros que están
estrictamente relacionados con su predicación. Él está
siempre en camino, infatigable, por las ciudades y pueblos
de Galilea, “proclamando la Buena Noticia del Reino y
curando todas las enfermedades y dolencias de la gente”
(Mt 4, 23). La predicación y los milagros atestiguan e inician
la nueva venida salvífica de Dios en la historia a través de
Jesús. En su Persona, Dios se hace nuestro Rey y viene a
vencer el pecado, la enfermedad, la muerte y toda forma de
mal, para dar al hombre la salvación integral, espiritual,
corpórea, social y cósmica. Su mensaje se centra sobre el
Reino de Dios, y sus milagros, nos dejan vislumbrar la
presencia del Reino; son signos transparentes, porque
manifiestan
una
fuerza
benévola
y
misericordiosa,
libradora y dispensadora de vida.
Por otra parte, se trata sólo de un inicio, de una
pequeña semilla que encontrará cumplimento solamente
en el más allá de la historia, en la eternidad. El Mesías no se
impone con la fuerza, no sana a todos los enfermos, no
elimina el sufrimiento o la muerte, no da la riqueza y el
bienestar, no realiza todos nuestros deseos. No es el Mesías
dominador, sino el Mesías siervo, manso y humilde que
carga sobre sí el peso de los pecados y el sufrimiento de los
hombres e invita a seguirlo por la vía de la cruz. Un Mesías
distinto de como los hombres y el mismo Juan Bautista
esperaban. Por esto Él exclama: “¡Y feliz aquel para quien
yo no sea motivo de escándalo!” (Mt 11, 6). Sus milagros no
obligan a creer. No bastan por ellos mismos para suscitar la
fe. Es necesaria también la atracción interior por parte del
Padre (Jn 6,44) y la rectitud de la conciencia. Sin embargo
los milagros ayudan a creer de forma razonable, en cuanto,
como reconoce el Concilio Vaticano I, son objetivamente
“signos ciertos de la divina revelación” (Dei Filius, 3; DS
3009). Lo sugiere el mismo Jesús: “Crean en las obras,
aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el
Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 38).
Estas obras de la potencia salvífica y de amor
misericordioso no se circunscriben al tiempo breve de la
vida pública de Jesús, sino que están destinadas a continuar
de igual modo después de su muerte y resurrección, como
signos que Jesús está vivo en la gloria del Padre y
permanece con nosotros en la historia como nuestro Señor y
Salvador. “Les aseguro que el que cree en mí hará también
las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al
Padre” (Jn 14, 12). De hecho en toda época, desde los inicios
de la Iglesia hasta nuestros días, continúan dándose en
nombre de Jesús “curaciones, signos y prodigios” (Hechos,
4, 30). Uno de los más impresionantes, “el milagro de los
milagros”, ocurrió precisamente aquí en Aragón el 29 de
marzo de 1640 (mil seis ciento cuarenta) a través de la
intercesión de Nuestra Señora La Virgen del Pilar, venerada
desde siglos en esta Basílica: en el pueblecito de Calanda, a
un joven campesino se le restituyó instantáneamente la
pierna derecha amputada dos años antes y sepultada en el
cementerio del Hospital Real de Nuestra Señora de Gracia.
Agradezcamos a Dios por estos signos que nos ayudan
a creer y contribuyen a hacer razonable nuestra fe. Pero aún
más,
debemos
agradecerle
el
don
de
los
santos
innumerables, extraordinarios y ordinarios que Él suscita
en la Iglesia. Los cristianos santos son signos de la presencia
de Cristo más persuasivos que los milagros. En los santos,
afirma el Concilio Vaticano II, “Dios manifiesta a los
hombres en forma viva su presencia y su rostro” (LG, 50).
La belleza del amor cristiano es un reflejo de la belleza de
Dios mismo, que es amor. Jesucristo ha querido a la Iglesia
como luz del mundo, ciudad sobre el monte, luz sobre el
candelabro, sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-14), como su
cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 27), como su expresión visible, para
continuar manifestando su presencia en la historia y atraer
hacia sí a los hombres y prepararlos para la salvación
eterna, también a aquellos que durante su existencia terrena
no han llegado a la plena adhesión. Ha querido la Iglesia,
como sacramento universal de salvación, para cooperar con
Él en la salvación de todos los hombres. Y nosotros los
creyentes cooperamos con Él en la medida en la cual
acogemos en la fe su amor gratuito y misericordioso, lo
hacemos nuestro y lo manifestamos en el amor recíproco y
hacia todos, mediante la relación con los demás, en los
acontecimientos, en el sufrimiento y en la alegría. En cada
cristiano que ama es Cristo mismo el que ama porque
ninguno es capaz de amor por sí solo sin la gracia del
Espíritu Santo que es don de Cristo.
Los hombres no podrían creer en Cristo y no podrían
tomar en serio su Evangelio si no encontrasen los signos de
su presencia. Especialmente hoy tienen necesidad de
encontrarlo y de cualquier forma verlo. “Los hombres de
nuestro tiempo –observa Juan Pablo II- quizás no siempre
conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ver” (NMI,
16).
Se puede ver a Cristo en los milagros; pero más aun se
lo puede ver en los santos, no sólo en aquellos heroicos y
extraordinarios, sino también en aquellos ordinarios que
tiende a la santidad como “alto grado de la vida cristiana
ordinaria” (NMI, 31) y no se contentan con “una vida
mediocre, vivida según una ética minimalista y una
religiosidad superficial” (ibid.). Hoy más que nunca se
precisan falta cristianos ejemplares, de familias cristianas
unidas,
de
comunidades
eclesiales
fervorosas.
Para
solventar la crisis de la familia, que es una crisis del
matrimonio, de la natalidad y de la educación, que se
traduce en una disgregación y cansancio de la sociedad, la
misión pastoral más importante es formar en cada
parroquia núcleos de familias que sean evangelio vivido.
Para evangelizar nuestro mundo secularizado y los pueblos
que ignoran nuestra fe, es más necesaria la autenticidad de
la vida cristiana que el número de los cristianos. Es a través
de los pocos, que muchos vienen interpelados y pueden
orientarse a la vida eterna, aunque si en esta tierra no
alcanzan a inserirse plenamente en la Iglesia. Lo que cuenta
más es que existan hogueras encendidas que iluminen y
caliente la noche.
Que la Pilarica nos acompañe en este tiempo de
Adviento y nos conduzca a acoger a su Hijo, ya inminente,
en nuestro corazón para nacer de nuevo a la vida de Dios.
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