Doña Vicky ¡Ahhhh!, que Palemón, cómo se le ocurre querer cargar los huevos en la cabeza, dijo la noche de su velorio uno de sus amigos de cantina que siempre albureaba. No se conformó con los que llevaba entre las piernas. respondió otro que siempre acompañó al difunto en las fechorías de mujeres. Palemón no tenía pensado dejar a dos hijas y tres hijos por irse al cielo. El carro en que viajaba, saliendo de la última curva antes de llegar al pueblo de Teposcolula se volcó, y una caja de madera que tenía tres mil quinientos once huevos de guajolota le destrozó el cráneo. Entre las niñas que se quedaron estaba una que se llamaba Refugio pero casi todos la conocían como Virginia y por eso siempre le dijeron Vicky; aunque su madre y sus hermanos le gritaron toda la vida: ¡Virgiñaaa!. Refugio era la mayor de los cinco hermanos de un mismo padre, porque después aunque siguió siendo la mayor, lo fue de siete, pues su mamá parió dos hermanas más de otro marido. Desempeñó actividades de madre de una marimba de muchitos. De marido de su madre, enferma por los golpes de la vida y el accidente que la dejó viuda y a sus hijos huérfanos. A ella le quitaron su nombre de pila desde los primeros años y, sin que nunca se supiera porque, le comenzaron a llamar Virginia. La escuela la perdió tiempo después del nombre, antes de terminar el sexto año de primaria; todo por el pleito entre sus obligaciones a los once años: andar en la venta de chiles, tomates y cebollas; ir bien en la lectura y cuidar a sus hermanos, que tenían la puta maña de dar mucha guerra. Los lunes, cuando Refugio ya era Virginia y no iba a Chicahuaxtla, amarraba junto a la puerta de su casa de madera trenzada, al flaco de su hermano, quien desde entonces era el más mulita decía. Luego corría, sin peinarse los cabellos, a la escuela. Marchaba por toda la orilla del río, aprisa, sin la menor oportunidad de poder disfrutar el olor de los ocotes o el de las lenguas de vaca, y menos saborear el aroma dulzón de los capulines. Nunca le alcanzaba el tiempo para disfrutar la frescura del rocío, que caía de los ahuehuetes con el empujón del viento y escurría por sus brazos desnudos, mojando su gastado y sucio mandil. Después de un recorrido acompañada del gorjeo de los petirrojos y el murmullo del agua resbalando entre las piedras, nada representaba para ella que la maestra le volviera a lastimar, señalándola como india piojosa y greñuda. Virginia, a quien las pocas amistades que tuvo en la escuela le comenzaron a decir Vicky, supo del odio y el desprecio por los gritos que le pegaron en todo el cuerpo sus compañeros y compañeras; los golpes que siempre recibió de la maestra Yolanda Blanco, porque ésta, no aceptaba que una niña como Vicky pudiera pasar todas las pruebas. Seguro alguna copia se da, ¡es tan mañosa! Pero sobre todo, Vicky aprendió el dolor en su casa. Porque a cada regreso de la escuela con los libros barrigones de historias patrias, el alma llena de ilusiones junto a su cuerpo y corazón mallugados por las ofensas del día: miraba a su desnutrido hermano durmiendo amarrado a la puerta: con la cara, manos y todo el cuerpo llenos de caca. Sus cachetes con marcas de haber llorado, surcos por donde se arrastraron tantas lágrimas que la llamaban y nunca alcanzaron a verla. Por eso dejo el colegio, pues siempre se olvidaba de los libros cuando miraba así a sus hermanos. Y aunque los limpiaba con agua y el cariño de hermana, la visión no se le quitaba. Pese a que Vicky se dedicó a trabajar como burro, siempre tuvo problemas para dar comida y educación a los muchitos, sobre todo a ese flaco que nunca tomaba otra cosa que no fuera leche y que jamás lograron engañar para que tomara café; aunque le dijeran, ella y su padrino de bautizo: ¡Bebe hijo!, es leche negra, ordeñamos una vaca medio prieta. Pasado el tiempo, Vicky gano el respeto de propios y extraños. Se volvió mujer muy entendida: dulce con sus hermanos y brava con los cabrones. Es cierto, jamás estudio profesión alguna, pero ella dijo siempre: Si la vida es l’unica que nos enseña a ser padres, la esperencia es la niversidad que nos titula. Vicky tuvo de obsesión un sueño, que se le metió en la cabeza desde el día que ya no fue a la escuela. O’nque sea uno de mis hijos será maestro. Ya de vieja, Vicky vivió de la venta de dulces en una escuela donde cuidaba a todos los pequeñines, para que ningún maestro los mal mirara y menos cortara sus alas con las que habrían de volar la vida. Trabajaba cantidad pero nunca tenía dinero. La ganancia de todos los días, se iba en fiar dulces a niños que dejaban empeñada la sonrisa y la promesa: Luego le pagamos Doña Vicky. El día que sólo le quedaba un hijo, El Trompudo, en la escuela ”Ricardo Flores Magón” donde era presidenta del Comité de Padres de Familia, los niños de los dos turnos de la primaria, los padres de familia y los maestros le pidieron que siguiera de algo en la institución, pues todos aseguraban que Doña Vicky, aunque anduviera por el mundo sin estudios: quien sabe como le hacia pero siempre ayudaba a resolver problemas. Se le miraba gritando hasta con las manos en las asambleas de maestros, para exigirles mejor enseñanza y menos faltas. Doña Vicky andaba con su regordeta figura en los tequios y las manifestaciones. Organizaba las fiestas patrias, las del día del niño, del maestro y hasta el de las madres, que no debiera. Y nunca dejó de exigir a los padres borrachos y desobligados: P’ que dejen la pedera y atiendan un poco a sus muchitos expresaba cuando protestaban qué se metiera donde no le importaba. Muchos se acostumbraron a ver a Doña Vicky exigiendo, a funcionarios y autoridades de varias dependencias, mobiliario, libros, pizarrones y etcétera para la escuela; ir y venir a tocar con impaciencia las oficinas para pelear en todas: becas, desayunos, servicio médico y demás para sus niños. Quizá por ello la festejaban el 15 de mayo como a ninguno: los niños robaban las flores del jardín escolar y se las regalaban junto con su travesura; los maestros cooperaban para agasajarla y todas las mamás le daban un abrazo. Ese día Doña Vicky lloraba y perdonaba en su interior a todos sus compañeros que la ofendieron, a la desgracia que la dejó huérfana y a su maestra que la corrió del sexto año de primaria y de la vida. Recuerda con tristeza los años cuando no sabía que se llamaba Refugio y que la Virgiña, como le gritaban, tenía piojos y una maraña de cabello. Luego, mientras bebía la sal de sus gordas lágrimas, con el pecho inflamado de orgullosa fuerza y energía explicaba a los niños: Mientras viva, por muy inditos que seamos, ningún maestro los tratará mal y nadie dejará la escuela. Hace algunos años murió una de las hermanas y mi abuela. Quedaron con Doña Vicky seis hermanos sin madre. Ahora que te cuento toda esta historia, hija mía, espero comprendas, porque de vez en cuando me da por gritarte: ¡Virgiñaaaaa! O decirte jugando, como le dijo muchas veces tu tío José a tu abuela: Refugio Cuevas Escondite. Aunque ahora que es la fecha del fallecimiento de tu abuela y te pido, vayas al homenaje que año con año organizan profesionistas, ex estudiantes de la escuela que te platico, tu insistas: Papá, voy si entiende que no soy Refugio ni Virgiña y me llamas Virginia o Vicky simplemente