Deontología y periodismo Salvador Alsius Universitat Pompeu Fabra Es bien cierto que los profesionales de la comunicación se encuentran bastante a menudo con la sensación de que sólo forman parte de un inmenso engranaje comercial. Sienten que su trabajo es una pequeña pieza de una industria en la cual las conciencias particulares no son nada más que una anécdota. Entonces, efectivamente, existe la tentación de desprenderse de cualquier preocupación deontológica. En el gran mercado de la comunicación hay muchos productos que se elaboran al margen del valor social o cultural que se les pueda atribuir. Productos que, sencillamente, se ponen en venta con el único objetivo de satisfacer las apetencias de unos empresarios que, de acuerdo con la lógica del sistema económico, no buscan nada más que la maximización del beneficio. O productos respecto a los cuales sus promotores mantienen otro tipo de expectativas de orden ideológico, político, religioso, etc. Parece bien claro que la preocupación ética es posible sólo cuando se cree que, al menos en alguna medida, el producto que se ha de elaborar y hacer llegar al público tiene alguna dimensión más que la meramente comercial o propagandística. Existe entre algunos profesionales una actitud según la cual la ética es un asunto puramente individual. Aun así, el desarrollo de las profesiones modernas implica en cierto modo un reconocimiento de las responsabilidades colectivas. Y más aún: una manera viable de definir las profesiones es precisamente el hecho de compartir una serie de valores de carácter ético en su ejercicio. Efectivamente, en una sociedad compleja como aquella en qué nos toca vivir, ni las titulaciones académicas ni las afiliaciones a entidades corporativas (como colegios o sindicatos) se nos presentan como suficientes para definir o limitar muchas de las actuales profesiones. Una manera de hacerlo es apelar precisamente a los comportamientos: es periodista quien se atiene a los estándares del periodismo; es publicitario quien actúa de acuerdo con aquello que la sociedad considera como una buena norma de conducta de la actividad publicitaria; etc. La conciencia creciente respeto al papel que juegan los medios de comunicación en la vida social, política, económica y cultural pone de relieve el debate ético sobre las actitudes éticas de los profesionales de la comunicación. El espacio deontológico se sitúa en un lugar intermedio entre el ordenamiento jurídico y el marco moral de una sociedad. Así sucede, efectivamente, en el ámbito de la comunicación, pero con la particularidad –quizás más acusada que en ningún otro campo de la actividad profesional- de que las fronteras jurídicas y éticas son poco definidas y claramente inestables. La actividad profesional en el mundo de la comunicación se produce en un contexto de cambios acelerados que hacen extraordinariamente difícil sentar un corpus deontológico de valores y de normas que sea suficientemente aceptado y respetado. No nos ha de extrañar que de todas las actividades relacionadas con la comunicación la que tiene una trayectoria más antigua y más gruesa sea el periodismo. El hecho de que entre los derechos humanos básicos figure el de difundir y de recibir información representa un apoyo importante en este sentido. La historia de la deontología periodística arranca de bastante lejos, con la popularización de una prensa de masas. Como no podría ser de otra manera, la deontología periodística nace y se desarrolla a medida que lo hacen los medios de comunicación, y de forma paralela a la definición del periodismo como una profesión reconocida. Este proceso pasa por el establecimiento de unos sistemas de formación profesional y también por la emergencia de diferentes fórmulas asociativas, como sindicatos y corporaciones de base diversa. Al mismo tiempo, la deontología se desarrolla como un reflejo de la consideración social respeto a la información: ésta es entendida en primer término como un fenómeno sociológico de primer orden, después como un elemento básico de los sistemas democráticos y, al fin y al cabo, como un derecho humano. La consideración de la información como un bien social hace que no sean sólo los periodistas los interesados en su protección, sino la sociedad en conjunto. Y esto da pie a la aparición de los códigos deontológicos y d e otros mecanismos reguladores como los consejos de prensa, los defensores de los lectores, etc., que tienen como razón de ser el control de la calidad de la información y la integridad de las formas de difundirla. El reconocimiento del derecho a la información está en la base de muchas de las actuales expresiones de la deontología profesional de los periodistas. Esta ya no tendrá que ser justificada “desde dentro”, con la correspondiente sospecha de corporativismo, sino que se fundamentará en la importancia que tiene para la sociedad que el resultado del trabajo de los informadores sea impecable desde el punto de vista ético. Pequeña historia de la deontología periodística (Resumen y adaptación de “La normatividad “de la deontología periodística”, capítulo 4 del libro de Salvador Alsius Ètica i periodismo (Barcelona: Pòrtic, 1998). El establecimiento de códigos deontológicos periodísticos se produce casi de forma simultánea en Europa y en los Estados Unidos. El origen y la intencionalidad de estos códigos son diversos. En unos casos, son inducidos de una manera clara por los poderes políticos establecidos; en otros casos, las corporaciones profesionales los impulsan como una manera de anticiparse a una posible regulación legal que pudiera poner en peligro la libertad de expresión. De cualquier manera, el factor común de los códigos deontológicos es la voluntad de combinar la libertad de prensa y el ejercicio responsable de la función informativa. Así lo expresa Porfirio Barroso: “Los códigos deontológicos de los mass media nacionales y supranacionales no tratan de hacer renacer un 'nuevo orden moral', artificial o impuesto y propio de otros tiempos, sino que resumen los deseos de las organizaciones profesionales de 'moralizar' en el mejor sentido de la palabra, es decir, evitar que la prensa se deje deformar su papel y su función social o la finalidad y el objetivo que tiene, o que se preste a toda clase de abusos por parte de individuos u organizaciones. Los códigos de ética profesional del periodismo son, de esta forma, la defensa y la salvaguarda del honor y la dignidad profesional de los periodistas de los mass media”. La prehistoria El código más antiguo del cual hay referencia es el de Kansas, que data del 8 de marzo de 1910. Le siguen los de otros estados americanos (Misouri, 1921; Oregon, 1922; etc.). En Europa, encontramos que el año 1918 el Sindicato Nacional de Periodistas francés adopta la “Charte des Devoirs du Journaliste”, que tiene carácter fundacional del mismo sindicato, mientras que en Suecia (país que había promulgado la primera ley sobre libertad de prensa del mundo, el 1776) se establece un código ético el año 1923. Son datos de lo que podríamos llamar “la prehistoria” de la preocupación deontológica en la profesión. La tradición liberal de la prensa en los Estados Unidos es remarcable. Recordamos que la libertad de prensa fue reconocida como un derecho desde la independencia, al final del siglo XVIII, y que la Primera Enmienda de la Constitución (según la cual tiene que prevalecer, en caso de conflicto, sobre otros derechos civiles) la arraigó fuertemente en la conciencia pública de la nación. Pero durante más de cien años esta libertad fue entendida principalmente desde el punto de vista individual, como una forma de hacer posible la expresión de nuevas ideas y de nuevas sensibilidades. Era vivida más como un ejercicio de ensanchamiento intelectual que como un fenómeno con implicaciones económicas y políticas. Hasta que las nuevas disponibilidades tecnológicas hacen posible la existencia de una auténtica comunicación de masas y la información se convierte en una mercancía con la cual se pueden hacer grandes negocios, la libertad misma no empieza a ser mirada también como una primera materia de la nueva industria de la información. Con el tiempo, las mismas empresas entienden que hace falta sentar unas bases que sirvan como unas “reglas del juego” de esta libertad, y el 27 de abril de 1923 se establece el código de la American Society of Newspaper Editors, que establece -desde el campo empresarial- lo que podríamos denominar los principales “mandatos” de la industria informativa: responsabilidad, libertad de prensa, independencia, veracidad y objetividad, imparcialidad, fair play y decencia. Estas preocupaciones empresariales tendrán años más tarde su reflejo a nivel supranacional: así, la International Federations ofAssocietions of Newspaper Managers and Publishers, fundada el 1933, afirmó en algunos de sus congresos el principio de rectificación de las noticias falsas inexactas e hizo al respecto formulaciones que fueron asumidas por las entidades asociadas. Las primeras iniciativas para dotar al periodismo de un corpus deontológico aparecen como una consecuencia de un proceso de cohesión interna de la profesión periodística. Clement Jones, en la primera parte de su estudio comparativo sobre códigos, explica que la actividad periodística fue durante muchos años eminentemente individualista: a caballo entre una profesión intelectual y un trabajo artesano, el periodismo tarda a organizarse de forma sindical y/o corporativa. En los años subsiguientes a la Primera Guerra Mundial es cuando empieza a haber en diferentes países algunos intentos de organización; de una parte, para reclamar unos derechos laborales, y de otra, para discutir los problemas comunes de la actividad de los informadores. La preocupación ideológica de los profesionales es descrita por Vázquez Montalbán cuando repasa la historia del asociacionismo profesional, no sin dejar de reconocer titubeos y contradicciones: “Se inicia precozmente a partir del congreso de periodistas de Amberes de 1894. Un año después se difundían los estatutos de una Federación Internacional y se ponía en marcha una serie de congresos anuales de profesionales. La historia de estos congresos es la de un forcejeo en el cual se mezclan intereses profesionales con empresariales: el congreso tanto defendía los derechos de las empresas ante los gobiernos que el derecho al secreto de la información o la cláusula de conciencia. (...) Durante los años treinta se vivió una interesante etapa reivindicativa dominada por la reclamación de la libertado de expresión, en plena regresión en casi todo el mundo como consecuencia de la crisis del sistema que desencadenan la agudización de la lucha de clases y el endurecimiento de las posiciones defensivas”. El contexto laboral El año 1926 es elaborado el código de ética de la Asociación Interamericana de Prensa, reunida en Washington. Este código, confirmado después en Nueva York el año 1950, apunta algunas de las cuestiones que irán madurando en la conciencia ética de los profesionales, pero tiene un redactado que, visto desde el presente, resulta algo romántico. En la misma época está fechado el código de la Society of Professional Journalists, que será revisado sucesivamente el 1973, el 1984 y el 1987 . Y el mismo año 1926 se fundó la Federación Internacional de Periodistas (disuelta tras la Segunda Guerra Mundial, y refundada el 1952), que instó a la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) la realización de una investigación a nivel mundial sobre el estado de la profesión periodística. El informe de la OIT ve la luz el año 1928 con el título “Condiciones de trabajo y de vida de los periodistas”. El documento ponía de relieve la necesidad de que los periodistas recibieran una remuneración y disfrutaran de unas condiciones de trabajo que les permitieran llevar una vida digna para poder cumplir debidamente sus funciones. Estos tintes materialistas pueden parecer, vistos ahora, la expresión de un corporativismo materialista, pero en el informe no se pierde de vista que la estabilización del oficio de periodista es condición sine qua non para un proceso de profesionalización. Del mismo modo, se ponía énfasis en la demanda de una formación adecuada de los informadores a fin de que esta actividad no se no se viera degradada por aquellos que la realizaban sin el debido sentido de las responsabilidades morales. El siguiente fragmento del “raport” es lo suficiente relevante para captar su espíritu: “Aunque el periodismo puede ser considerado como un oficio que sirve para proporcionar la subsistencia a aquellos quienes lo practican, se trata de una actividad de un cierto carácter ideal que le confiere unas características excepcionales. El periodista no es sólo un asalariado. Es, por regla general, una persona de opiniones y de convicciones, que utiliza en su trabajo. Así como en otras profesiones las opiniones políticas y las convicciones pueden quedar desvinculadas del trabajo que debe hacerse (da igual si alguien es conservador o si es radical, si se trata de hacer relojes, de cuidar enfermos o de construir puentes) las opiniones y las convicciones de un periodista tienen algo que ver con su oficio. [...] Las opiniones de un periodista están estrechamente vinculadas con la práctica de su profesión. Las personas no varían sus opiniones, del mismo modo que, en la industria, asumen cambios en el proceso de manufactura. El respeto que cada persona tiene o tendría que tener por las opiniones de los otros confiere al periodismo un incuestionable derecho a recibir la debida consideración, aunque al mismo tiempo le expone a ciertos peligros. Las convulsiones en el reino de las ideas tienen efectos desastrosos en la subsistencia de los periodistas...” Con contenidos de este signo es perfectamente explicable que este informe tuviera una influencia decisiva en la expansión de reclamaciones como la cláusula de conciencia y el secreto profesional, cuestiones que empezaron a plantearse en muchos países al cabo de muy poco tiempo. La misma Federación Internacional de Periodistas estableció un tribunal de honor en La Haya el 1931 y adoptó un código de honor profesional el 1939. El documento de la OIT es clave en la historia de la deontología periodística: por una parte reasume planteamientos que ya habían sido puestos sobre la mesa en los primeros códigos conocidos, y, desde luego, será el punto de partida de muchas de las consideraciones que se harán en tiempos posteriores tanto respeto al profesionalismo como respeto a la calidad del producto informativo. Algunas de las cuestiones planteadas -como la de la responsabilidad del informador y sus derivaciones- serán desperdigadas e impulsadas de forma universal. Otras serán objeto de polémica y debate, o -como es el caso de los tribunales de honor- puestas en entredicho precisamente debido a la dimensión social que toma la información. Una confluencia de inquietudes Uno de los factores que impulsa el establecimiento de códigos de conducta, especialmente en los Estados Unidos, es la confluencia del interés de los profesionales y de las empresas en un mismo objetivo: la credibilidad de la información. La explosión de la cultura de masas que ya se adivina obliga a plantearse, junto al derecho a informar y a la libre circulación de las informaciones, las características que éstas tienen que tener para que, sin perder su valor moral, se conviertan en un valor de mercado. Evidentemente son dos cosas que no van siempre emparejadas, pero en aquella época ya ha empezado a haber empresas periodísticas que quieren sentar su prestigio y su implantación en la solvencia informativa. Los editores de diarios centran en parte sus estrategias en robustecer la credibilidad de la información escrita ante de la radiofónica (y más tarde, de la televisiva) cuando el campo de los medios audiovisuales empieza a expandirse. La National Assotiation of Broadcasters (NAB) fue fundada el 1922 como una asociación sin ánimo de lucro para “fomentar y promover el desarrollo de las artes y de las emisiones audiovisuales en todas sus formas; proteger a sus miembros de manera legítima y adecuada de las injusticias y de las demandas injustas; hacer todo el necesario para alentar y promover usos y prácticas que fortalezcan y mantengan la industria audiovisual para las finalidades que mejor sirvan al público”. Las noticias radiofónicas empezaron a tener una gran penetración en mitad de los años veinte, y esto no fue demasiado bien visto por los editores de diarios, que consideraban el desarrollo de la radio como una amenaza para su propia subsistencia. Ante esto, hacen dos cosas: por una parte inician una guerra feroz contra los nuevos medios, que culminará el año 1933 y que es amortiguada gracias a la mediación de la misma NAB; por otra parte, establecen códigos deontológicos para la prensa, como los que hemos citado anteriormente, para reforzar la sensación de que los diarios son más creíbles y solventes que la radio y la televisión. De todas maneras, los nuevos medios no tardarán en dibujar su propio marco ético. Ya en los primeros años de la radio informativa los profesionales pioneros diseñan unas orientaciones básicas, que serán ampliadas y adaptadas después con el advenimiento de la televisión. En esta línea nace el código de la Radio-Television News Directors Assotiation, mientras que la ya citada Society of Professional Journalists se preocupa también para suministrar directrices para los nuevos medios. Cómo podemos ver, los años veinte y treinta se trama en los Estados Unidos (y Europa va a la zaga, aunque con menos intensidad y con cierto desfase cronológico) todo un tejido de intereses entre empresarios y profesionales. Evidentemente, la voluntad de conseguir una información que sirva realmente para las finalidades de la sociedad se alía con el móvil de la competencia. Por su parte suya, los poderes públicos también tienen un papel ambivalente en las constantes oscilaciones de la transparencia informativa. La Primera Guerra Mundial va consolidando la conciencia de que la información es una arma propagandística y de poder, y la escalada de las tiradas de los diarios y la eclosión de los medios audiovisuales excitan todavía más las apetencias de control. Al mismo tiempo, los anunciantes adquieren un papel crucial en la industria de la comunicación, y no renuncian a ejercer los derechos de ser sus financieros, sino todo al contrario. Nos encontramos, pues, con una administración que defiende unos principios de libertad, pero que a la vez tiene una tendencia irrefrenable a controlar y a manipular los medios; unos editores atados a grandes trusts económicos pero que se dan cuenta de que su propia industria necesita mantener la calidad de la información (y, por lo tanto, un cierto grado de independencia y de objetividad) para prosperar y hacerla competitiva; unos anunciantes que por una parte ponen las propias exigencias respeto a los contenidos de los medios de comunicación y que al mismo tiempo piden que estos tengan una gran difusión a fin de optimizar la rentabilidad de sus inversiones publicitarias; y unos profesionales que en muchos casos actúan con rectas intenciones, pero que, poco o mucho, también se encuentran arrastrados por unas ínfulas competitivas y por tentaciones mercantilistas. Hacia una internacionalización de las normas El 1948 las Naciones Unidas proclaman la Declaración Universal de Derechos Humanos que incluye -no sin reticencias por parte de algunos Estados- el reconocimiento del derecho a difundir información. Esto da alas a quienes ya hacía años que predicaban que la responsabilidad de los difusores es el contrapunto imprescindible de la libertad de expresión. Las mismas Naciones Unidas promovieron un código de honor profesional a través de un proceso que se inició en la Conferencia sobre Libertad en la Información celebrada el 1948. Esta conferencia reconocía que “la tarea de hacer un proyecto de código deontológico internacional de honor para los periodistas y demás personal de la información exige, como principal condición, la discusión previa en las organizaciones profesionales de periodistas en activo... y que todos y cada uno de los códigos de honor tendrán que ser suficientemente amplios para incluir todos los medios de comunicación con todas sus actividades”. A partir de aquí se abrió efectivamente, un intenso proceso de recogida de datos y de opiniones que desembocó en la redacción de un proyecto que, tras ser revisado por medio millar de empresas informativas y organizaciones profesionales, fue sometido, en marzo de 1952, al Consejo Económico y Social de la ONU. El código no llegó a aprobarse nunca, posiblemente porque existía un desajuste de pareceres entre los sectores profesionales y empresariales que lo habían redactado y los gobiernos de los Estados adscritos a las Naciones Unidas, que son los que, finalmente, le hubiesen tenido que dar el visto bueno. En los años siguientes hay múltiples iniciativas en varios países, y se van perfilando unas organizaciones profesionales de carácter supranacional que se preocuparán prioritariamente de la ética informativa, pero lo harán poniendo un énfasis especial en diferentes aspectos en función de su inspiración ideológica y de las áreas geográficas de implantación. La más implantada de estas organizaciones es la Federación Internacional de Periodistas (FIP), refundada el año 1952. En su segundo congreso, celebrado en Burdeos el año 1954, fue adoptada una declaración muy importante donde se establece una relación de líneas de conducta profesional no deseables: la obtención de la información con métodos incorrectos, la ruptura del secreto profesional, la aceptación de remuneraciones que no provengan de la empresa informativa para la que se trabaja, el falseamiento de la información, etc. El artículo octavo y último de esta declaración exhorta a cumplir los principios que contiene y acaba diciendo textualmente: “Dentro de la ley general de cada país, el periodista reconoce, en materias profesionales, sólo la jurisdicción de sus colegas; excluye cualquier tipo de interferencia por parte del gobierno o de otras”. Esta forma de plantear la cuestión de los veredictos deontológicos hoy en día se considera completamente obsoleta. No son los propios profesionales quienes tienen que juzgar a sus iguales. Esto o es competencia de los jueces o, cuando se trata de instancias de autorregulación, tienen que ser personas representativas de la sociedad a cuyo servicio está la tarea informativa. El noviembre de 1971 seis sindicatos de países de la Comunidad Europea adoptaron en Munich la Declaración de Deberes y Derechos de los Periodistas. Este documento recupera muchas de las cuestiones planteadas en Burdeos (en algunos aspectos de manera textual, como por ejemplo el de la jurisdicción profesional) , pero incorpora algunas cuestiones respeto a la privacidad, la independencia respeto a los anunciantes, el acceso a las fuentes de información y el derecho a no ser obligado a hacer actuaciones profesionales o expresar opiniones que estén en contradicción con las propias convicciones o la propia conciencia. Los principios recogidos en las declaraciones de Burdeos y de Munich son la base de la mayoría de códigos de deontología profesional adoptados por las organizaciones de periodistas que tienen mayor peso en los países de régimen democrático. La ideologización de los postulados éticos Paralelamente a todo esto, funcionaba también la Organización Internacional de Periodistas (OIP), fundada el 1946 y actualmente casi desaparecida. A diferencia de la FIP, la OIP tenía una implantación especial en el área geopolítica de la Europa oriental, en los países de influencia soviética y en sectores profesionales de ideologías de izquierda. Esta organización velaba también por la deontología profesional, pero, por razones obvias, no ponía nunca el acento en la defensa de la libertad de prensa, considerada un emblema del liberalismo capitalista, sino más bien en la proyección que la actitud honesta de los informadores puede tener en la justicia social. En su segunda reunión, celebrada en Baden en octubre de 1960, hacía un llamamiento a la ética profesional en términos de combatividad personal: “Estamos convencidos de que la ética profesional implica, en la época presente, el deber de cada periodista de no tolerar la distorsión de la verdad y de adoptar una posición contra todos los intentos de falsificación de la información y la calumnia. Cada periodista tendría que ser cuidadoso con la responsabilidad que tiene contraída. Todos los periodistas tienen que salvaguardar la ética profesional y la moralidad. Es nuestro deber procurar que las futuras generaciones de periodistas crezcan con un sentido de la responsabilidad y de la imparcialidad y también con celo para conseguir la paz al mundo, la felicidad y el progreso de todos los pueblos”. Estas intenciones se tradujeron en una progresiva implantación de la OIP en países del Tercer Mundo y también en un entronque con algunas actuaciones de la UNESCO. Así, la OIP trabaja mucho en paralelo con la Federación Latinoamericana de la Periodistas (FELAP) , que fue fundada el 1976 en México y que ha tenido hasta hace poco una considerable implantación en el ámbito geográfico que le es propio. La FELAP tiene establecida una declaración de principios según la cual la libertad de prensa es concebida como el derecho de los pueblos a ser informados de una manera apropiada y sin otras restricciones que aquellas que sean para el mayor interés de los mismos pueblos. En consecuencia, se plantea la necesidad de luchar “para cambiar el sistema de propiedad de los medios en el sentido de sustraerla de las clases dominantes que sirven los intereses imperialistas y subyugan al pueblo latinoamericano”. La OIP desconfiaba de los códigos deontológicos nacidos en el marco de los países dónde predominaba una visión liberal de la información, y procuraba promover y divulgar códigos de carácter internacional dónde prevalecieran los grandes principios morales (justicia, paz...) por delante de cuestiones como la libertad de prensa o la objetividad informativa, que era vista como una falacia generada desde el poder político y económico para establecer unos más eficaces sistemas de control. El 1978 la UNESCO, recogiendo el testigo de la ONU, promulgó una Declaración sobre los Medios de comunicación en la cual se instaba a las organizaciones profesionales y las personas que trabajan en la preparación profesional de los periodistas y otros agentes de los medios de comunicación a trazar y asegurar la aplicación de sus códigos de ética. Esta declaración la UNESCO la hizo cuando estaba llevando a término sus trabajos la Comisión McBride, que culminaría sus esfuerzos el 1980 con la publicación del famoso informe sobre el nuevo orden mundial de la información. En este informe, la Comisión se hacía cargo de la cuestión recomendando que los códigos de ética a nivel nacional y regional fueran “preparados y adoptados por los mismos profesionales, sin interferencias gubernamentales”. Además, la Comisión McBride incluyó el tema de los códigos en su inventario de cuestiones para un futuro estudio: “Los estudios tienen que tratar de identificar, si es posible, los principios generalmente reconocidos por la profesión periodística y los que tengan en cuenta el interés público. Pueden añadirse también consideraciones de las mismas organizaciones de periodistas para la concepción de un código internacional de ética”. Algunos elementos fundamentales para este código pueden encontrarse en la Declaración de la UNESCO sobre Medios de comunicación, así como en los conceptos comunes de la mayoría de los códigos nacionales y regionales existentes. Tres años después del Informe McBride, y cinco después de la adopción de la Declaración de la UNESCO, un grupo de trabajo en el que figuraban representantes de la OIP y de la FELAP promulgó unos Principios Internacionales de Ética Profesional en el Periodismo, que están en la línea apuntada por anteriores declaraciones y documentos y que, desde el punto de vista político, se sitúa próxima a la posición del Movimiento de los No-alineados (aun cuando elude términos como “imperialismo” o “sionismo”) . Estos principios toman como punto de partida el derecho de los individuos y de los pueblos a recibir una imagen objetiva de la realidad mediante una información precisa y global, así como a expresarse libremente a través de diversos medios de cultura y de comunicación. Al desplazar el concepto da objetividad hacia la realidad circundante que la información tiene que reflejar y no centrarlo en la información misma, no dan lugar a incorporar los parámetros y los indicadores clásicos de la asepsia informativa (como por ejemplo separación de hechos y opiniones), sino que más bien centran la ética en la responsabilidad social del periodista entendida como una actitud activa y no acomodaticia a los dictados de la industria de la comunicación. Todos estos intentos de generar un bagaje deontológico de carácter supranacional han sido siempre rodeados, como se puede apreciar, de nieblas ideológicas y políticas. Esto deja bien claro que se hace muy difícil hablar de ética cuando los marcos referenciales son tan complejos como el que nos ocupa. Un repaso al proceso histórico que ha ido forjando las doctrinas deontológicas actualmente predominantes respeto a la tarea de los periodistas nos podría dar como balance las siguientes constataciones: * Las primeras formalizaciones de la ética periodística en códigos estructurados tienen como factor común la voluntad de compatibilizar la libertad de expresión con el ejercicio responsable de la profesión. * En la expresión y en el contenido de las formulaciones deontológicas de la primera mitad del siglo XX se encuentran todavía muchos reflejos de actitudes corporativas o gremiales. * Uno de los factores que alimenta la formulación de códigos de conducta, sobre todo aquellos que nacen en el seno de las empresas, es la confluencia del interés de los empresarios y de los profesionales en un mismo objetivo: la credibilidad de la información. Este hecho es especialmente remarcable cuando aparecen las primeras “networks” americanas, que quieren certificar que la información audiovisual puede ser tan solvente como la de la prensa. * El reconocimiento del derecho del público a recibir una información veraz y completa -reconocido entre los derechos humanos en la Declaración Universal de la ONU e incorporado pocos años después a varias constituciones de estados democráticos- permitió asentar la deontología sobre una base sólida y subrayar la responsabilidad profesional sin miedo a que pueda ser interpretada como una forma encubierta de censura o de autocensura. * El fortalecimiento de las organizaciones profesionales y sindicales de los periodistas -a nivel nacional y a nivel supranacional- ha contribuido sin duda a ir estableciendo unos criterios éticos compartidos por profesionales de todas partes. * A pesar de todo, la ética es indisociable de la política y no hay duda de que las diferentes plasmaciones de las doctrinas éticas en manifiestos y en códigos no ha dejado de estar teñida de elementos ideológicos. En función del contexto social y político en que han sido producidos se ha puesto más énfasis en la libertad de expresión o en otros principios como la justicia o la responsabilidad. A estos puntos se puede añadir el hecho de que cada vez ha sido más reconocida la voz que debe ser otorgada a la sociedad a la hora de perfilar los comportamientos deontológicos de los medios y de sus profesionales. De esto se deriva la importancia que tiene, cuando se habla de ética de la información, tomar en consideración cuál es el papel del público, de los ciudadanos que son en definitiva los destinatarios y la razón de ser de toda práctica informativa. El público, efectivamente, podría romper el círculo vicioso de la lógica del mercado. Pero, ¿quién es el público?, ¿sabe lo que quiere y lo que no quiere?, ¿tiene alguna manera de hacerlo llegar a quienes manufacturan la información? El papel del público Se suele decir que los medios de comunicación son el perro que vigila al poder. Pero, ¿quién vigila al vigilante? Parece claro que si sólo lo hacen instancias derivadas del mismo poder, algo no funcionará. Tampoco puede admitirse que toda la responsabilidad recaiga en las empresas y en los profesionales, sujetos cómo pueden estar a tentaciones de comportarse arbitrariamente o corporativamente. En una sociedad democrática, la respuesta a esta delicada pregunta sólo puede ser una: el público. La comunicación (y muy especialmente la información periodística) es la savia de la vida democrática. Si partimos de esta convicción y nos la tomamos seriamente, no podemos más que concluir que es a los ciudadanos a quienes atañe velar para que los contenidos de los medios de comunicación cumplan unas condiciones suficientes de calidad en todos los sentidos: que la información no sea des-información y que el resto de contenidos (los formativos, los de entretenimiento, la publicidad, etc.) se ajusten a aquello que les conviene. El problema es cómo ha de ejercer el ciudadano este papel. Una primera respuesta –bastante simplista- es que los mecanismos del mercado ya sirven porque el ciudadano deje sentir su voz. Es la respuesta neoliberal -a qué ya hemos aludido en otros momentos- según la cual el público sabe perfectamente qué le conviene y qué no, de forma que hará subsistir aquellos medios de comunicación que le proporcionen contenidos deseables y obligará a que los otros desaparezcan. Pero no podemos olvidar el contexto político y económico en que operan los medios de comunicación y las condiciones en que se producen sus contenidos. Sería una quimera pensar que el mercado, por sí mismo, puede cumplir toda la regulación necesaria porque los medios proporcionen todo aquello que la sociedad les reclama. Precisamente es si se toma el contenido de los medios como una pura mercancía cuando su elaboración está sujeta a una serie de condicionamientos que prostituyen su función social. Esto resulta especialmente relevante si nos referimos a la tarea periodística. Cuando se habla del periodismo, dentro de todo, parece que puede haber ciertas pautas para objetivar cuales son los intereses sociales. Pero esto queda mucho más desvanecido si nos referimos a otros contenidos mediáticos, donde todo aparece todavia mucho más mezclado Hay un argumento clásico que siempre aparece cuando se discute qué quiere y que no quiere el público. Es aquel que consiste a decir que, por más que verbalmente la gente afirme que quiere unos determinados contenidos, con sus pautas de consumo está demostrando todo el contrario. Condena la violencia, pero consume programas violentos; maldice los contenidos morbosos, pero presta su audiencia masiva a los “reality-show” convencionales, etc. Se quiere ver aquí una contradicción aparente, una contradicción que sirve para justificar la necesidad de "dar al público" aquello que realmente reclama. Está por ver si existe o no una demanda de información de calidad o de otros contenidos “exquisitos”. Pero en cualquier caso es discutible que se niegue la posibilidad de que exista a partir de este argumento, porque la oferta y la demanda son un pescado que se muerde la cola. ¿Cómo tendría que operarse para dar al público el protagonismo que le corresponde? No hay, sin duda, una respuesta única y clara. Mientras no se encuentren mecanismos claros, hace falta contar con un sumatorio de procedimientos que no se excluyen mutuamente y entre los cuales se pueden enumerar los siguientes: * Las audiencias. El hecho que sea peligroso dejar todas las decisiones en manos de los audímetros no quiere decir que las respuestas del público en tanto que consumidores de productos mediáticos hayan de ignorarse. De hecho, la industria mediática tiene una altísima preocupación por conocer la respuesta de su mercado en términos de estricto consumo. En el caso de la televisión, la obsesión por los índices de audiencia es casi patológica. Pero aún así hace falta confiar que el público, cada vez más, sancione con este veredicto aquello que le parece de calidad y aquello que no. Negar esto del todo sería excesivamente pesimista. * La crítica. La crítica de los profesionales que la ejercen como género en otras medios, pero también la crítica que el público expresa a través de varios conductos: cartas a los directores de los diarios, llamadas telefónicas a las emisoras, etc. También, desde hace algún tiempo, a través de los blogs y de las redes sociales.Nunca se pueden dar como representativas actuaciones aisladas en este sentido, pero algunas pueden considerarse, cuando menos, significativas. * Los estudios de opinión. Como en todos los ámbitos sociales, las encuestas que miden la opinión pública son dignas de ser tenidas en cuenta. Pueden tener todos los sesgos y todos los márgenes de error que se quiera, pero en este campo tienen una ventaja. Todos reconocemos que nuestro consumo audiovisual se deja llevar a menudo por el atractivo del espectáculo o del morbo fácil. Quizás no somos capaces de apagar la televisión o de cambiar de canal si quedamos “enganchados” a un programa horripilante. Pero posiblemente en una situación más distanciada, a la hora de responder a una encuesta, quizás seremos más proclives a decir qué nos parece bien y qué no. * Las asociaciones de telespectadores. En algunos países anglosajones (en Gran Bretaña especialmente) habían tenido un cierto prestigio y predicamento los denominados “clubes de lectores”. Esto aquí no ha llegado a existir nunca. Pero sí que ha empezado a haber algunas asociaciones –justo es decir que a menudo teñidas de coloraciones moralistas muy marcadas- que se han preocupado de hacer un seguimiento del contenido de los medios de comunicación. Cada vez se ve como una figura más habitual la de las asociaciones de consumidores. Si las hay que se preocupan por la caducidad de los yogures o el precio de la gasolina, no tendría que parecer extraño que todavía hubiera más que se preocuparan por una cosa que afecta tanto la sociedad como es la calidad de los productos audiovisuales. * Los consejos de la información y de la comunicación. Este es uno de los instrumentos de autorregulación de los cuales se oye hablar más últimamente. Básicamente consisten en organismos en los cuales hay algún tipo de participación democrática y a través de los cuales se hace un seguimiento crítico de la actuación de los medios de comunicación. El punto débil que tienen es que se hace muy difícil articular una auténtica representación popular. Si se parte del sufragio universal, la representatividad hace falta buscarla a través de los parlamentos electos, con lo cual existe una intervención política no siempre deseable (¡en la medida que una de las cosas que tienen que limitar estos organismos es precisamente un excesivo intervencionismo de los políticos en el mundo mediático!). Y si se busca una representación directa de los ciudadanos, es prácticamente imposible encontrar fórmulas que garanticen una representatividad auténtica y que no pueda ser tildada de arbitraria, de politizada, etc. Un ex-decano del Colegio de Periodistas de Catalunya solía decir que, por desgracia, no se habían visto nunca manifestaciones de ciudadanos reclamando una mayor ética informativa. De esta manera aludía a la aparentemente escasa sensibilización ciudadana con respecto a los contenidos mediáticos. Pero, aún así, no deja de ser cierto que hay algunos indicios de que esta sensibilización se va produciendo.