REFLEXIONES PREVIAS A LA REDACCIÓN DE UN PROYECTO DOCENTE UNIVERSITARIO EN CIENCIAS SOCIALES Juan C. González Faraco Pedagogo. Universidad de Huelva Juan F. Ojeda Rivera Geógrafo. Universidad Pablo de Olavide, Sevilla Reflexiones previas a la redacción de un proyecto docente universitario en Ciencias Sociales (resumen) En un tiempo inquietante -en el que se confunden conocimiento con información y sabiduría con mero conocimiento, en el que ciencia se equipara a tecnología y democracia se interpreta como un global y equitativo reparto de vulgaridades y modas- un pedagogo y un geógrafo, que ejercen la enseñanza universitaria en Humanidades y Ciencias Ambientales, reflexionan sobre su función docente. Partiendo de ideas de B.Latour, P. Bourdieu, E. Morin, T .S. Popkewitz, H. G. Gadamer, A. García Calvo, F. Sabater o J. A. Marina, procuran navegar en el ambiguo panorama descrito intentando marcar las pautas de unos proyectos docentes universitarios en ciencias sociales. La creación de un contexto para un aprendizaje incitador de pensamientos autónomos –objetivo principal de dichos proyectos- exigirá hoy –entre otras medidas- el rechazo de la mentalidad profética de la pedagogía clásica; el establecimiento de itinerarios formativos poliédricos y trenzados en pos de una cultura profesional abierta, en la que serán imprescindibles conocimientos genéricos y fundantes; el desdeño y la superación de los viejos tics disciplinares y corporativos; y la convicción de que el papel básico de la Universidad es proporcionar la posibilidad de adquirir una mente bien ordenada y compleja, tarea nada fácil para profesores educados en la simplificación, pero apasionante si se considera que aprender es un proceso reflejo, conversacional: aprendemos enseñando y enseñamos aprendiendo. Palabras clave: Proyecto docente, ciencias sociales, humanidades En un contexto movedizo... Desde que Nietzche proclamó la muerte de Dios, es decir, de la Metafísica con su saga de absolutos, pisamos terreno movedizo. Desde entonces, la supuesta solidez del edificio kantiano, faro de la Modernidad, empezó a mostrar sus grietas y una aguda sensación de incertidumbre y finitud se iría adueñando de la filosofía, de la ciencia, de la historia (Melich, 2002). Nada sería igual en adelante. La Modernidad había querido acabar con las tinieblas de lo antiguo conduciéndonos hacia la luz de un mundo nuevo. Nos propuso otro camino de salvación que, esta vez, se valdría de las armas de la racionalidad humana, revolviéndose contra toda tiranía, inmanente o trascendente, que decidiera censurar la curiosidad e impedir a los hombres la penetración en el árbol del conocimiento. ¡Sapere aude! La educación, en esa “misión redentora”, habría de desempeñar un papel primordial: sólo mediante ella, el hombre puede llegar a ser hombre, había sentenciado Kant. Cuando se inaugura, todo sistema de pensamiento suele tener la pretensión de ofrecer una explicación total (convertirse, por tanto, en una razón metafísica) y ser una guía completa para la vida (por tanto, en un programa ético y político), sobre todo cuando nace de la exaltación revolucionaria y la fe en una dorada utopía que algún día habrá de llegar. Así aconteció con el pensamiento ilustrado y con las escuelas (a veces ideológicamente irreconciliables) que, en pleno despliegue de la Modernidad, se alimentaron con la revolución política, el auge industrial, el avance científico y el desarrollo del racionalismo positivista, creyendo ver en todo ello las luminarias de la civilización y el progreso para una humanidad que había vivido en la sombra de la caverna. Sin embargo, desde el comienzo mismo de esta euforia arrolladora –Nietzche no fue el único en advertirlo-, el pensamiento moderno mostraba ya serias y profundas contradicciones. La Modernidad nos había arrojado a una vasta llanura con algunas, aunque al parecer insuficientes y volátiles, señales para reorientarnos (el progreso, la razón, el experimento, el conocimiento objetivo, etc.), mostrándonos con el dedo una lejana utopía, más allá del horizonte discernible, hacia la que deberíamos encaminar el “curriculum” de nuestras vidas (libertad, individualidad, igualdad, prosperidad, felicidad, etc.). En esta paradójica trama de razón positiva y utopía imaginada, de control e indeterminación, anidaron pronto las grandezas pero también las miserias del sistema moderno, con sus inevitables aporías. A la educación y a los educadores la Modernidad les haría el magnífico obsequio de un proyecto pedagógico a la medida del ciudadano libre, pero también los pondría frente a algunos dilemas capitales: ¿es posible afirmar la Verdad, como una, segura, objetiva y predecible, alimento de la Ciencia, el Progreso y la Civilización, y al mismo tiempo la Libertad y la Igualdad de los hombres, valorados como proyectos in fieri, sujetos históricos imprevistos y autodeterminados? Quizás no hay manera de paliar el efecto aporético de este dilema central del pensamiento moderno, sin el recurso a medidas quirúrgicas, que sin duda avivarían nuevos dogmas. Si la hubiera, habría de conducirse con esta secuencia: primero, eludiendo las tentaciones positivistas, enmascaradas hoy de mil maneras –en paradigmas como el sistémico, por ejemplo- y en franca restauración en nutridos sectores académicos y profesionales; y segundo, abjurando de las divisiones tajantes y prelaciones entre distintas formas de conocimiento, y de los privilegios gremiales que algunas llevan aparejadas. Ni lo uno ni lo otro es fácil de llevar a cabo. Como Octavio Paz nos ha recordado en su iluminador ensayo Itinerario (1994), la Modernidad es el tiempo de la escisión: “La antigua imagen de la cadena del ser es perfectamente aplicable a la sociedad medieval. La Edad Moderna, desde el Renacimiento, ha sido la de la ruptura: hace ya más de quinientos años que vivimos la discordia entre las ideas y las creencias, la filosofía y la tradición, la ciencia y la fe”. Superar estas dualidades en apariencia insolubles no es tarea sencilla. No obstante, la ciencia social y la cultura actual debieran afrontarla, siguiendo el encomiable rastro de quienes ya lo han intentado desde distinta perspectiva o intencionalidad. H. G. Gadamer (1997) no ha dejado de insistir en esta necesaria fusión de horizontes en apariencia contrapuestos, poniendo de relieve las virtualidades de la interpretación hermenéutica de la filosofía, la historia o la literatura. Claude LéviStrauss (1962), en sus estudios antropológicos sobre el pensamiento salvaje, ha defendido la idea de que la ciencia y la pasión son dos formas de conocimiento que pueden complementarse dentro de un universo cognitivo solidario. Las teorías físicas del siglo XX, jugando en el terreno mismo de las ciencias positivas, han puesto relatividad, incertidumbre y caos allí donde sólo primaban, como criterios del saber supremo, la mecánica, el determinismo y la predictibilidad de los fenómenos, en lógico trasunto de la física newtoniana (Prigogine, 1997). Ahondando en este ámbito de la filosofía de la ciencia, y singularmente en la relación entre la Ciencia y las Humanidades, Bruno Latour (2001) considera que, a pesar de todo, seguimos inmersos en diversas rupturas, viviendo en la tierra de nadie de tres guerras cuyos contendientes se muestran incapaces de entrar en diálogo y persuadirse entre sí de sus respectivas posiciones: · Primera, la guerra de las dos culturas: De un lado, la científica pura, que se estima exacta cuando ha sido expurgada de cualquier subjetividad, política o emocional, y la humanístico-literaria, que cree que la humanidad, la moralidad, la subjetividad o los derechos no son válidos más que si han sido protegidos de cualquier contacto con la ciencia, la tecnología y la objetividad. Ante esta drástica escisión, Latour les argumenta a los científicos que cuanto más conectada esté una ciencia con el resto de lo colectivo, mejor será: más precisa, más verificable, más sólida, contrariando así los reflejos condicionados más comunes entre los epistemólogos. A los humanistas les propone que cuanto más no-humanos compartan su existencia con los humanos, más humano será un colectivo, contradiciendo así lo que han sido entrenados a creer durante años. Segunda, la guerra intracientífica entre las disciplinas que superficialmente aún presentan un aspecto similar al de la Ciencia del pasado: autónoma y separada de lo colectivo y de los extraños embrollos de la política, la “ciencia”, la tecnología, los mercados, los valores, la ética o los hechos que no pueden ser fácilmente captados por la “Ciencia” con mayúscula. En este frente bélico, los estudios sobre el conocimiento científico se han convertido en rehenes de esa gigantesca transformación de la ciencia que podríamos llamar Investigación. Mientras la Ciencia parecía disponer de certeza, frialdad, aislamiento, objetividad, distancia y necesidad, la Investigación parece manifestar todas las características opuestas: incertidumbre, apertura, vinculación al dinero y a la práctica, incapacidad de diferenciación entre lo frío y lo caliente, lo subjetivo y lo objetivo, lo humano y lo no-humano. Tercera, la guerra intrahumanística entre los modelos no-moderno y posmoderno. Todo lo que al primer modelo le parece una prueba de presencia, desarrollo, afirmación y construcción, lo considera el segundo modelo como una justificación para incrementar la ausencia, el descrédito, la negación, la deconstrucción. El posmodernismo, como su nombre indica, es el resultado de una serie de acuerdos que han definido a la modernidad. De la inconexa y resbaladiza búsqueda de la verdad absoluta, a la que ya hicimos mención, ha heredado la polémica entre poder y derecho, la radical distinción entre la ciencia y la política, el constructivismo kantiano y el impulso crítico que le acompaña, pero ha dejado de creer que sea posible llevar a cabo con éxito tan inverosímil programa. En esa decepción muestra mucho sentido común, pero no hace volver sobre sus pasos a la modernidad hasta llegar a las encrucijadas que dieron origen a este proyecto imposible. Siente la misma nostalgia que la modernidad, aunque intenta aceptar, como rasgos positivos, los abrumadores fracasos del proyecto racionalista. De ahí su apología a favor de los sofistas, su recrearse ante la realidad virtual, su labor de desprestigio de las “grandes narrativas”, su pretensión de que es bueno estar atrapado en el interior del propio punto de vista, su excesivo énfasis en la meditación, sus enloquecidos esfuerzos por escribir textos que no manifiesten riesgo alguno de apuntar a una sola presencia. Así, en oposición a los rasgos clásicos de la cultura moderna –estética de las vanguardias, desarrollo industrial y pensamientos fundadores de Darwin, Freud y Marx- y ante la imposibilidad de desarrollar sus utópicos programas, la contemporaneidad, modernidad tardía si se quiere, se está desarrollando a partir de otras categorías: resquebrajamiento de la confianza en las luces y en los grandes relatos explicativos y apertura a lo desconocido, al silencio, al hiato; dominio de las innovaciones frente a los avances y de los actores frente al planificador omnisciente, plasticidad de las escalas espaciales, con revalorización del genius loci (y a veces del localismo más ramplón) para compensar el vértigo de la globalización; inestabilidad y aplanamiento de las jerarquías cognitivas y artísticas, superadas por la participación no discriminatoria en los procesos creativos. A pesar de las cansinas fijaciones de buena parte del mundo académico, lo cierto es que las fronteras entre las distintas formas de razón se han ido adelgazando paulatina y pacientemente como consecuencia de este viaje y viraje hacia lo posmoderno. En las elaboraciones científicas más laudables, se está terminando por preferir lo verosímil a lo verdadero, lo incierto a lo seguro, lo relativo a lo unívoco y lo horizontal a lo jerárquico. Un territorio vacilante, pero también esperanzador. Mientras las certezas, útiles pero frágiles, se marchitan y envejecen -escribe Cioran (1976)-, “las dudas conservan su frescura inalterable”. Hemos llegado a la convicción de que el conocimiento es una construcción aceptable, socialmente condicionada, que dirime, con el rigor que le es posible, las relaciones entre las cosas y las palabras. El siglo XX nos ha provisto de abundantes lecciones en las que aprender a recelar de la bondad racional del hombre y de la de sus sistemas de organización tecnocientífica. La verdad de la ciencia (junto a las otras verdades “absolutas”) ha demostrado ser, como éstas, un pálido y fugaz reflejo de lo que decían ser y prometer, y, por fin, un instrumento de limitada validez para solucionar los grandes debes de la historia humana: la igualdad, la libertad y la fraterna felicidad, santo y seña de aquella valiosa utopía, tan distante aún de su cumplimento. Éste es el punto en que nos encontramos, éste es nuestro contexto, un tiempo inquietante ante cuyo modelo de vida urge la crítica y conviene la rebeldía, raras actitudes que han ido perdiendo terreno ante la apatía, el consumo pasivo y el poder de las audiencias (Bourdieu, 2000). En este modelo social y vital hegemónico, el conocimiento se confunde con la información; la sabiduría con el mero conocimiento; la ciencia se equipara a la tecnología; y la democracia se interpreta como un global y equitativo reparto de la vulgaridad y las modas. El ocaso de las ideologías modernas, aviesamente explicado como ocaso del pensamiento, ha valido para pregonar la malevolencia de toda ideología como concepto para interpretar la historia, naturalizando así los conflictos sociales, resaltando las ventajas del avance tecnológico y proponiendo el discurso de la globalización, como nueva y “transideológica” panacea. Mientras tanto, la cultura de masas se reduce, convenientemente empaquetada, a un serial televisivo de formas arquetípicas e instrumentales, reguladas y comercializadas por un poder oligárquico. Como advertía Elias Canetti (1987), la masa, temiendo su desintegración, necesita de una dirección que le ofrezca una meta inalcanzable. ...Allanando el terreno: algunas premisas básicas para investigar y enseñar hoy en día Bien es verdad –como dice B. Latour (2001)- que en el siglo recién terminado, parece que hemos agotado metafórica y afortunadamente todos los males que escapan de la caja abierta por la torpeza de Pandora. En este siglo -nos recuerda, hablando de Auschwitz- la humanidad, quizás por vez primera en su historia, ha tratado cara a cara con el mal absoluto. Así que, si queremos recuperar la Esperanza que en el fondo de dicha caja se encontraba, necesitaremos alguna idea nueva y suficientemente alambicada. A la hora de ponernos manos a la obra en su búsqueda, deberíamos tener en cuenta y asumir –continúa el mismo Latour- las siguientes cuestiones previas: a) Habría que sustituir la totalidad del artefacto epistemológico moderno por la búsqueda de una articulación social del propio mundo. La idea de una mente aislada y singular, obsesionada por contemplar un mundo exterior, del que se halla completamente separada, y por extraer un cierto número de certidumbres de la frágil red que tejen las palabras para salvar el peligroso abismo que separa a las cosas del discurso, es una idea tan inverosímil que no puede sostenerse. No existe ningún mundo exterior, y no porque no exista mundo alguno, sino porque no hay ninguna mente interior, ningún prisionero del lenguaje que carezca de todo otro elemento en el que poder confiar como no sea el de los senderos de la lógica. Hablar con toda veracidad acerca del mundo puede ser una tarea increíblemente rara y arriesgada para una mente solitaria inmersa en el lenguaje, pero es una práctica muy común para las sociedades densamente vascularizadas y compuestas por cuerpos, instrumentos, personal científico e instituciones. Hablamos con veracidad porque el propio mundo está articulado, y no al revés. b) Habría que buscar el espacio en el que las ciencias puedan desarrollarse sin verse secuestradas, aumentando el suministro de sus referencias circulantes. Las disciplinas científicas han nacido libres, pero hoy están enclaustradas en cenáculos de poder y encadenadas por un doble vínculo: el de ser unas entidades absolutamente desconectadas y el de poseer una absoluta certidumbre respecto a lo que digan sus palabras para definir el mundo exterior. El que este doble mandato haya podido pasar por una cuestión de sentido común, so pretexto de que servía para combatir el “relativismo”, es algo que parecerá excéntrico en unos pocos años, una vez que el suministro de las referencias circulantes haya llegado a todos los domicilios, tal como ahora llega hasta ellos el gas, el agua y la electricidad. Ya hay científicos que parten hoy de la convicción de que sus respectivas ciencias son relativas y no pueden llegar a la verdad absoluta. Ciencia y tecnología no pueden seguir quedando fuera de los procesos democráticos: “Nuevas autopistas, plantas incineradoras de residuos, fábricas químicas, nucleares o biotécnicas e institutos de investigación encuentran hoy la resistencia de los grupos de población afectados en las sociedades avanzadas. Eso y no regocijarse –como en la temprana industrialización- por el progreso científico y técnico parece lo predecible”, dice U. Beck (1998), efectuando un diagnóstico de la sociedad contemporánea. c) Habría que construir y desarrollar el colectivo que nos ensamble a humanos y no humanos. La afirmación de “una naturaleza” objetiva situada frente a una “cultura” es algo completamente diferente a una articulación de humanos y no-humanos. Si los no-humanos han de quedar ensamblados en un colectivo, tendrá que ser en el mismo colectivo, y formando parte de las mismas instituciones en las que están integrados los humanos. El destino de los humanos y los nohumanos es algo que ambos tienen que compartir, ya que han resultado unidos a causa de la actividad de las ciencias. La propia palabra “colectivo” encuentra, al fin, su pleno significado: es lo que nos reúne a todos en la nueva “cosmopolítica” (política y cosmos diferentes y superadores del ámbito de la política moderna de la naturaleza y la sociedad): “…El deseo de retorno a la naturaleza depende del deseo de huida de la naturaleza…como la naturaleza a la que uno anhela retornar es sobre todo un objeto de deseo más que un ‘ahí fuera’ indeterminado al que uno está infelizmente condenado, tiene que haber sido delineada culturalmente y dotada de valor. Hacia lo que deseamos escapar no es la ‘naturaleza’, sino un concepto idealizado de la misma, y ese concepto necesariamente tiene que ser un producto de la experiencia y de la historia del hombre: su cultura.”, argumenta Yi-Fu Tuan (2003). O como suele afirmar Manuel Castells: vivimos ya en un mundo puramente social, en el que la naturaleza es uno de los mayores inventos culturales. d) Habría que intentar no tener amo Hemos pasado del Dios creador a la naturaleza sin Dios, de ahí al homo faber y más tarde a las estructuras que enmarcan y gobiernan nuestra acción, a los ámbitos discursivos que nos hacen hablar, pero aún no hemos intentado no tener amo en absoluto. ¿Por qué sustituimos siempre a un amo por otro? Porque no acabamos de reconocer que estar al mando o dominar no es una propiedad de los humanos ni de los no-humanos, ni siquiera es una propiedad de Dios. El edicto de expulsión de la teología, tan importante para la puesta en escena de las categorías modernas, no deberá ser revocado y compensado ahora mediante una vuelta a la noción de Dios creador, sino, al contrario, mediante la comprensión de que no existe ningún amo. El hecho de que también la religión haya sido utilizada por los modernos como un aceite con el que lubricar su máquina de guerra política, el hecho de que la teología se haya deshonrado a sí misma al prestarse a desempeñar un papel en el acuerdo moderno unido al hecho de que se haya traicionado a sí misma hasta el punto de hablar de una naturaleza “ahí fuera”, de un alma “ahí dentro” y de una sociedad “ahí abajo”, es algo que se convertirá en motivo de asombro para las próximas generaciones. Con tal bagaje, Latour, desde el plano de la sociología del conocimiento, no parece tener dudas de que, merced al movimiento hacia delante de la flecha del tiempo, en el futuro se podrán hacer las cosas mejor que en la modernidad. Existe un futuro, que difiere del pasado, pero allí donde antes era cuestión de cientos y de miles, ahora ha de procurarse acomodo a millones y a miles de millones de personas, por supuesto, pero también miles de millones de animales, de estrellas, de priones, de vacas, de robots, de procesadores informáticos y de unidades elementales de información. Las únicas características que seguían haciendo que el tiempo se moviera hacia adelante en la modernidad y que la dejaron suspendida en el posmodernismo eran las definiciones de objeto, de sujeto y de política, definiciones que ahora han sido reorganizadas. El hecho de que se haya constatado la existencia de una década en la que la gente creyó que la historia había llegado a su final simplemente porque a un concepto etnocéntrico –o mejor, a un concepto centrado en la epistemología- le había llegado el momento de cerrar su propio paréntesis, será algo que se presente como la mayor y esperemos que última irrupción de un exótico culto a la modernidad al que nunca le ha faltado arrogancia. Crítica de la razón académica o cómo afrontar un proyecto docente en Ciencias Sociales Plantearse un proyecto docente, que es siempre un acto de fe en el futuro, eludiendo reverencias y principios absolutos, sobre las movedizas tierras del contexto y las premisas anteriores, tiene algo de aventura estimulante pero también de camino a ciegas. Si a las inquietantes circunstancias de la cultura y la sociedad, se añaden los erráticos movimientos y veleidades de las instituciones y los currículos universitarios, amén de los propias y casi crónicas situaciones críticas de las ciencias sociales, la idea de elaborar un proyecto docente universitario en este ámbito como algo acabado e inamovible es imposible, a la vez que desaconsejable. Sin embargo, después de lo dicho en apartados anteriores, lo más importante es que hoy tal pretensión también resultaría una afrenta para el conocimiento científico y para la libertad de pensamiento de la comunidad educativa, en la que nosotros nos incluimos como dos agentes más. Convirtamos en una ventaja este panorama ambiguo, crítico y hasta dialéctico, en el que reina una cierta anarquía epistemológica, como le gustaría decir a Paul Feyerabend (1981), para construir, más que un texto, un contexto para el aprendizaje, que incite al pensamiento y a la acción pedagógica autónomos. Nuestros estudiantes, en esta etapa de su formación, debieran verse sujetos activos, creadores de cultura en un medio complejo y adverso, que probable y desdichadamente les reserva un papel de hacendosos subalternos, aptos para normalizar y regular la vida ajena con la ayuda de un instrumental técnico en el que la Universidad debe adiestrarlos. Un proyecto docente actual, en unas facultades humanísticas como las nuestras, debe ser algo más que un compendio curricular en el que nada falte, sumido en un alambicado diagrama de minuciosas conexiones al gusto de los beatos de las nuevas tecnologías. En él debería encontrarse algo más que el relato más o menos detallado de los procesos educativos que conciernen a una determinada materia universitaria, con su espesa fundamentación epistemológica, su contexto institucional idealizado, su impedimenta técnica y demás requisitos convencionales. Más que todo eso, en un proyecto docente universitario debiera encontrarse el reflejo palpable de una filosofía y de una personalidad, las de quien lo ha elaborado (con su circunstancia y su peripecia vital); porque un proyecto es, sin duda, una proyección en el sentido que los psicoanalistas utilizan el término. Por mucho que se quiera disimular, objetivar o aminorar la entidad de esta dimensión proyectiva, su presencia y su influencia son inevitables e incluso deseables. El rigor científico -y hay demasiados ejemplos- no puede ser simplemente el resultado de agudas combinaciones numéricas o del eficaz empleo de este o aquel método. Decía en cierta ocasión el Dr. Severo Ochoa, al comparar la primacía científica de los Estados Unidos de América y el gran potencial literario de España, que tal desigualdad no se debía tanto a modos de ser o de pensar diferentes, como a que para investigar en bioquímica se necesita un laboratorio de diez millones de dólares y para escribir una novela no más que papel y lápiz. Pero -y lo afirmaba con rotundidad- no hay diferencia alguna en cuanto al rigor intelectual que se precisa para hacer bien ambas actividades. En efecto, lo que importa es el trabajo bien hecho y la humildad de admitir, siguiendo la máxima socrática, nuestra ignorancia y la provisionalidad de lo que creemos saber, y reconocer que el conocimiento, como la realidad misma, es un complejo entramado de ilimitadas posibilidades que hay que recorrer con tesón y sutileza. Y admitir, sin miedo, el error. Y abominar de idolatrías metodológicas y modas intelectuales, por mucho que gocen del favor de la mayoría o del amparo de los más influyentes. No hay que tener miedo a la libertad de equivocarse, ni al eclecticismo bien entendido, lo que en absoluto significa que todo valga o que todo sea relativo. Compartimos con otros profesores universitarios de mucho más fuste que nosotros (Davini, 1995; Popkewitz, 1997, Savater, 1997; Morin, 1998, entre otros) la idea de que, quizás siempre pero hoy más que nunca, la formación universitaria ha de seguir –cuando pueda y la burocracia se lo permita- rutas flexibles, polivalentes y ambiciosas, no limitándose a programar futuros específicos de enseñantes y profesionales muy especializados y atractivos para el mercado actual. Para empezar –esta razón debería tomarse como una cautela previa-, en una sociedad como la actual, el futuro, expresa y perfectamente definido, no es, la mayor parte de las veces, tanto el correcto horizonte de la planificación y la actividad ordenada, como una estratagema para gobernar el presente y controlar el mundo de la vida. El profesor Agustín García Calvo (1989), en una brillante charla, precisamente titulada "Enseñanza y futuro", hacía una incisiva crítica a esa manía de nuestra sociedad por justificar siempre el presente con hechos futuros, esa manía que nos hace pasar la vida en expectativa, siguiendo la estela, ininterrumpida e inacabable, de un serial de metas que van dirigiendo la biografía de cada persona. El rechazo de esta mentalidad “profética”, tan asidua en la epistemología científica tradicional, como nos recuerda Thomas S. Popkewitz (1997), nos puede permitir no caer en la petulancia de la absoluta previsión, ni en la obsesión por la eficiencia teleológica, ni en la programación exhaustiva de un porvenir profesional sólo probable y deseablemente abierto. Si el siglo y el milenio que acaban de comenzar andan entre grandes temores y desazones, escasas inquietudes y menguadas esperanzas, el campo educativo está marcado por una crónica reforma global del sistema de enseñanza, y en lo pedagógico, por la falta de un patrón comúnmente aceptado. Aunque sólo fuera por atenerse a esta coyuntura, sería una vana osadía contemplar la formación de los estudiantes universitarios de ciencias sociales y humanísticas -futuros transmisores de una cultura en construcción que corre hacia espacios de mestizaje, pluralidad y complejidad- como una obra monocorde y conclusa. Habría, más bien, que concebirla como parte -que no fragmento- de un itinerario formativo largo, poliédrico y trenzado en pos de una cultura profesional sólida pero abierta, en la que son imprescindibles conocimientos genéricos, fundamentales -y fundamentantes. Es en este acogedor marco intelectual en el que deberíamos movernos con comodidad y libertad, como lo hace Edgar Morin (2000, cit. a Levy, Roux, Lacoste y Allix) al definir, por ejemplo, a la Geografía como “una ciencia compleja por principio, puesto que cubre la física terrestre, la biosfera y las implantaciones humanas, que fue marginada por las disciplinas modernas triunfantes y privada de pensamiento organizador más allá del posibilismo de Vidal de la Blache o del determinismo de Ratzel, que proporcionó sus profesionales a la ecología y a las ciencias de la Tierra y que hoy recupera sus perspectivas multidimensionales, complejas y globalizantes, desarrollando sus seudópodos geopolíticos y reasumiendo su vocación generalista originaria”. Además, la polivalencia de la formación inicial recibida y su compenetración con una necesaria formación a lo largo de la vida tienen una clara funcionalidad laboral, en un mundo en el que cada día son más patentes fenómenos como la competencia por un campo como el docente, crecientemente reducido, la rápida diversificación laboral, el impulso de nuevos sectores económicos, relacionados con la planificación, lo ambiental, el ocio, el arte, la cultura, el patrimonio, la educación social o la educación no formal, y, desde luego, la aparición de nuevos marcos geopolíticos para la inserción profesional (Europa y el Mundo en su conjunto). Estos nuevos escenarios requieren profesionales adaptables, creativos, culturalmente inquietos y cívicamente comprometidos, palabras que, de pura insistencia por quienes las escriben en los preámbulos de las normas jurídicas como un brindis al sol, han perdido por desgracia el crédito que merecen. A pesar de ello, incurriríamos en una grave irresponsabilidad como profesores universitarios si no tuviésemos en cuenta tales tendencias en nuestro ejercicio profesional y, naturalmente, en nuestros proyectos docentes. De la complejidad y la unidad múltiple En cuanto a las concepciones pedagógicas que han de fundamentar teóricamente y servir de guía para los modelos formativos en ciencias sociales y humanísticas, tan palmariamente transdisciplinares y polivalentes, sólo cabe ya desdeñar y superar los viejos tics disciplinares – como está sucediendo desde hace tiempo en el campo de las ciencias avanzadas (Prigogine, 1997) -, huir de soluciones exclusivamente técnicas y de cortas miras, y esquivar las visiones corporativas y esquemáticas del conocimiento científico. Estamos asistiendo -como hemos tenido ocasión de mostrar anteriormente de la mano de Bruno Laatour- a una de las etapas más fértiles en la historia de la filosofía de la ciencia, por lo que carece de todo sentido seguir amarrados a lo que Edgar Morin llama “inteligencia ciega, esa visión epistemológica trasnochada que, con más pena que gloria, persiste y se reproduce, con inesperada resistencia, en la Universidad y en el mundo educativo en general: "La inteligencia ciega -escribe- destruye los conjuntos y las totalidades, aísla todos los objetos de sus ambientes. No concibe el lazo inseparable entre el observador y la cosa observada. Las realidades clave son desintegradas. Pasan entre los hiatos que separan a las disciplinas. Las disciplinas de las ciencias humanas se desprenden de la noción de hombre. Y los ciegos pedantes concluyen que la existencia del hombre es sólo ilusoria. Mientras los medios producen la cretinización vulgar, la Universidad produce la cretinización de alto nivel..." (Morin, 1994). En un esfuerzo parecido y convergente con el de B. Latour y desde una preocupación esencialmente pedagógica o educativa, Morin propone tal vez la cuadratura del círculo, el concepto epistemológico de unitas multiplex, superador tanto del reduccionismo que fragmenta como del holismo que sólo concibe la unidad en abstracto. Lo que representa, en cierto sentido, la fusión de dos concepciones –las de Parménides y Heráclito-, que siempre se nos mostraron enfrentadas, aunque realmente están menos distantes de lo que nos contaron: “Dondequiera que se da la pluralidad -decía el primero- se da también la unidad”. “Los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la lira”, sentenciaba el segundo. Edgar Morin ofrece páginas especialmente luminosas sobre la necesidad del aprendizaje de la complejidad, partiendo de la convicción de que una realidad compleja, analizada por una mente simple, se convierte en una realidad complicada. Desde esa premisa, entiende que el papel básico de la Universidad es proporcionar la posibilidad de adquirir una mente bien ordenada y compleja, tarea nada fácil para profesores educados en la simplificación, pero apasionante si se parte de la convicción de que el aprendizaje es un proceso reflejo, conversacional (Gadamer, 2000): aprendemos enseñando y enseñamos aprendiendo. Morin lo explica mucho mejor en este texto que, aunque largo, merece la pena transcribirlo en su totalidad: “Existe una falta de adecuación cada vez más grande, profunda y grave entre nuestros saberes discordes, troceados, encasillados en disciplinas, y por otra parte, unas realidades o problemas cada vez más multidisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales y planetarios… De hecho, la hiperespecialización impide ver lo global (que fragmenta en parcela) así como lo esencial (que disuelve). Ahora bien, los problemas globales son cada vez más esenciales. Además, los problemas particulares sólo pueden ser planteados y pensados correctamente dentro de su contexto, y el contexto mismo de estos problemas debe ser planteado cada vez más dentro del contexto planetario. Al mismo tiempo la partición de las disciplinas hace imposible captar “lo que está tejido junto”, es decir lo complejo, según el sentido original del término. El desafío de la globalidad es pues al mismo tiempo un desafío de la complejidad…Efectivamente, la inteligencia que no sepa otra cosa que separar rompe la complejidad del mundo en fragmentos desunidos, fracciona los problemas, unidimensionaliza lo multidimensional, atrofia las posibilidades de comprensión y de reflexión, eliminando también las oportunidades de un juicio correctivo o de una visión a largo plazo. Una inteligencia incapaz de considerar el contexto y el complejo planetarios nos hace ciegos, inconscientes e irresponsables…Debemos pues pensar el problema de la enseñanza por una parte a partir de la consideración de los efectos cada vez más graves del encasillamiento de los saberes y de la incapacidad de articularlos unos con otros, y por otra parte a partir de la consideración de que la aptitud de contextualizar e integrar es una cualidad fundamental del espíritu humano que conviene desarrollar más que atrofiar. Detrás del desafío de lo global y lo complejo se esconde otro desafío, el de la expansión incontrolada del saber…T .S. Eliot decía “¿Dónde está el conocimiento que perdemos con la información?” El conocimiento no es tal si no es organización, puesta en relación y en contexto de las informaciones…Pero, además, los conocimientos divididos no sirven más que para utilizaciones técnicas. No llegan a conjugarse para alimentar un pensamiento que pueda considerar la situación humana, en el seno de la vida, sobre la tierra, en el mundo y que pueda hacer frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo. No llegamos a integrar nuestros conocimientos en orden a conducir nuestras vidas (sabiduría). De ahí el sentido de la segunda frase de Eliot: “¿Dónde está la sabiduría que perdemos con el conocimiento?”.(Morin, 2000, 13-18). El mismo pensador francés, considerando como Montaigne que es mejor una mente bien ordenada que una cabeza muy llena, contribuye aldebate internacional promovido por la UNESCO sobre la forma de reorientar la educación hacia un futuro sostenible, con un breve pero sustancioso informe en el que presenta los siguientes siete saberes necesarios y claves para la educación del futuro (Morin, 1999 –ed. francesa- y 2001 –ed. española-): 1.- El conocimiento del conocimiento, que sirva de preparación para hacer frente a los riesgos permanentes de error y de ilusión que no cesan de parasitar a la mente humana. 2.- Los principios de un conocimiento pertinente, que desarrollen la aptitud natural de la inteligencia humana para ubicar sus informaciones en un contexto y en un conjunto, y los métodos que permitan aprehender las relaciones mutuas y las influencias recíprocas entre las partes y el todo en un mundo complejo. 3.- El conocimiento de la unidad compleja del ser humano, que es, a la vez físico, biológico, psíquico, cultural, social e histórico, reuniendo y organizando conocimientos dispersos en las ciencias de la naturaleza, las ciencias humanas, la literatura o la filosofía. 4.- La comprensión de la identidad terrenal, mostrando y desarrollando la intersolidaridad de todos los seres humanos, enfrentados a los mismos problemas de vida y muerte, pero sin ocultar la opresión y el sometimiento que han causado estragos en la humanidad y que aún no han desaparecido. 5.- La capacidad de afrontar las incertidumbres, mediante la enseñanza de principios de estrategia que permitan hacer frente a los riesgos, lo inesperado, lo incierto y modificar su evolución en virtud de la información adquirida en el camino. Es necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza. 6.- La reforma de las mentalidades para el desarrollo de la comprensión entre los humanos, centrándose en el análisis de las causas y raíces del racismo, la xenofobia y el rechazo. 7.- La conducción hacia una conciencia “antropo-ética”, con dos grandes finalidades: el establecimiento de una relación de control mutuo entre sociedad e individuos por medio de la democracia y la concepción de la Humanidad como comunidad planetaria que permita caminar hacia una ciudadanía terrenal. En España, el filósofo José Antonio Marina está poniendo hoy el dedo en esta llaga, empeñándose en construir un nuevo paradigma o teoría de la inteligencia, que él llama “ultramoderno”. La modernidad se ha definido, dice Marina (2000) en uno de sus ensayos,por el culto a la razón y a la ciencia, por la confianza en la técnica para resolver los problemas, por ser defensora de una verdad, una ética y una historia universales, compartidas y desarrolladas en grandes relatos y por sendas de progreso. Frente a nociones tan duras y totales, el posmodernismo ha reivindicado el derecho a la diferencia, la devolución de su autonomía a cada cultura, la invención de un nuevo modelo amoroso, adquiriendo un atractivo y refrigerante aire de ligereza y de juego y produciendo un sentimiento de provisionalidad, indeterminación y agradable superficialidad. Todo aconseja un necesario paso a la ultramodernidad como nuevo paradigma o teoría de la inteligencia que no la identifica –como los modernos- con la razón universal, que olvida lo concreto y no sabe qué hacer con los sentimientos, ni -como los posmodernos- con la creación estética, que se entusiasma con las diferencias y no sabe cómo llegar a lo universal, sino que entiende que la función del intelecto es ética y consiste en dirigir el comportamiento para salir bien parados de la situación en que estamos. Si la inteligencia se caracteriza por inventar soluciones a problemas nuevos, no hay problema más complejo, urgente, necesario y profundo que la búsqueda de la felicidad humana. En función de ello, Marina se atreve a decir que todo aquel que piense que resolver ecuaciones diferenciales es una demostración más clara de inteligencia que mantener el equilibrio afectivo u organizar una familia feliz, es un insensato peligroso. Los profesionales de la enseñanza solemos dar cotidiana fe de esta profunda y lamentable verdad, mostrando una gran capacidad cognoscitiva pero también, en demasiadas ocasiones, una enfermiza incapacidad para mantener unas relaciones profesionales, sociales o familiares positivas, y una llamativa falta de recursos para remontar situaciones personales adversas. Lo que define a la inteligencia, como arguye Marina, es saber salir bien parado de los conflictos, pero ni las buenas salidas tienen que ser las mismas para todos –como dirían los modernos-, ni hemos llegado inexorablemente a una situación de “sálvese quien pueda” –como argumentarían los posmodernos -, sino que debemos inventar nuestros humildes protagonismos cotidianos en el titubeante esfuerzo por constituirnos como una especie dotada de dignidad, que se confiere a sí misma derechos. Ello nos permitirá leer nuestra historia como un lento alejamiento de la selva, bebiendo en los manantiales de la modernidad, pero superándolos. Porque el nuevo modelo de inteligencia es emocional, incorporándole la afectividad, es cultural, porque no puede desvincularse del contexto en que germina y se desarrolla, y es autocontroladora, retomando la vieja noción de voluntad, que la psicología científica relegó en favor de la idea de motivación. A modo de epílogo La recuperación y el desarrollo de las humanidades, así como la creación e inmediata explosión de nuevas titulaciones universitarias caracterizadas por la síntesis y la interdisplinariedad –caso, por ejemplo, de las ciencias ambientales-, responden sin duda a las necesidades de una sociedad en la que aparecen cada día más problemas difícilmente encuadrables en el marco de una ciencia tradicional específica. Problemas en los que confluyen parámetros cuantificables y valores cualitativos, previsibles y azarosos, mecánicos y dialécticos, técnicos y analíticos, para los que se necesitan métodos y herramientas híbridos, en los que la mezcla sea el componente principal y no la mera yuxtaposición de purismos. En universidades de vieja trayectoria, con equipos consagrados en las clásicas disciplinas científicas modernas e instalados en sus tareas y escalafones, puede resultar especialmente espinosa la implantación de estas titulaciones de identidad sintética. Pocos estarán dispuestos a ceder competencias, y cada área de conocimiento –molécula del poder académico- pretenderá manejar sus hilos para obtener el máximo de créditos posible. En las universidades nuevas quizás se cuente con el ímpetu ilusionante de la juventud, que no le debe nada a la historia y tiene la posibilidad de inventar la propia con criterios de pura racionalidad, abierta a nuevas experiencias y valorando la mezcla como una fuerza positiva. Estudios, como los de humanidades, ciencias ambientales y otros similares, no han de ser, en ningún caso, unos cajones de sastre, simples sumatorios de disciplinas sordas e insulares, sino opciones científicas rigurosas, libremente aceptadas, con una identidad sustentada en un hibridismo fecundo y creativo. Sin ánimo de caer en el consejo, de lo que estamos hablando es de una concepción unitaria, pero plural, de las ciencias sociales, superadora de los encorsetamientos y mezquindades territoriales de la Academia. En esta concepción se deben acentuar los planteamientos teóricos, la visión histórico-cultural, el análisis crítico y la inteligencia emocional. En su enseñanza se habrá de promover, y no esquivar, la duda, incluso el conflicto, y las interacciones ordenadas. En nuestras clases, deben reinar el interés por el aprendizaje activo, el disfrute personal del descubrimiento continuo. De ningún modo estamos obligados a promocionar profesionales planificadores o tecnólogos sociales, sino a ofrecer a nuestros estudiantes (futuros humanistas, investigadores, docentes, profesionales de uno u otro tipo,…) una sólida formación teórica y crítica, de amplio espectro, flexible, constructiva y motivadora, sea cual sea la ciencia social en la que aspiren a especializarse. Una formación que les permita adquirir unas categorías de pensamiento con las que puedan, aprendiendo a aprender, llegar a dotarse tanto de un conocimiento científicamente homologado como de una lúcida madurez emocional. Necesitamos superar, en fin, todos esos tópicos de los que se nutre la docencia universitaria actual: latecnocrática conversión de los “procedimientos” y “recursos” en fines, la sospechosa identificación entre estrategia y táctica, la devaluación del sentido crítico y la burda mímesis de lo valioso con lo útil y medible, perversiones tan comúnmente aceptadas en la Universidad que la han desplazado a las antípodas de aquel sabio proverbio machadiano que dice“todo necio confunde valor con precio”. Bibliografía BECK, U. La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidos, 1998. BOURDIEU, P. Sobre la televisión. Madrid: Anagrama, 2000.3ª ed. CANETTI, E. Masa y poder. Madrid: Alianza Editorial y Muchnick, 1987. (Ed. original de 1960). CIORAN, E. M. La chute dans le temps. Paris: Gallimard, 1966. (Edición en español: Caracas, Monte Ávila, 1976). DAVINI, C. M. La formación docente en cuestión: política y pedagogía. Buenos Aires: Paidós, 1995. FEYERABEND, P. 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Reflexiones previas a la redacción de un proyecto docente universitario en Ciencias Sociales. Biblio 3W, Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. X, nº 618, 5 de diciembre de 2005. [http://www.ub.es/geocrit/b3w-618.htm]. [ISSN 1138-9796]. Biblio 3W REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES (Serie documental de Geo Crítica) Universidad de Barcelona ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 Vol. X, nº 618, 5 de diciembre de 2005