¿Qué veo cuando me miro en el espejo? El sábado pasado, como normalmente hago, tras levantarme, me fui a la ducha. Al terminar de asearme, me puse frente al espejo y comencé a peinarme. En una trillonésima parte de un cuarto de segundo (según mis cálculos), estaba en un campo de trigo. Era muy raro, porque este trigo era oscuro. Bueno, más que oscuro… era negro. Empecé a abrirme paso entre los cereales, corriendo como un gamo. Al cabo de un rato, en el horizonte, se veía algo así como un desierto. Al llegar allí comprobé que efectivamente era eso: un desierto. En mucho rato andando, solo me encontré con unos montículos de color rojo. -¿Dónde estaré?-me pregunté mientras avanzaba por la extraña estepa. Cuando conseguí salir, me encontré en un atípico lugar, en el cual había dos lagos. Eran muy especiales, ya que al tocarlos, en lugar de temblar, expulsaban agua. Continué con la extravagante hazaña y, de repente, vislumbré algo parecido a una montaña. Me encaminé hacia allí. Cada vez era más escarpada. Al otro lado de la cima, había un inmenso precipicio, por el que estuve a punto de caer. Como no me apetecía volver atrás y, además, no tenía nada que hacer (exceptuando los ejercicios de “Mates”, estudiar para el examen de Lengua y hacer el mural y el mapa de conceptos de Religión), decidí seguir explorando este insólito lugar. Inicié un descenso, precipicio abajo. Al llegar a suelo firme, observé, que bajo la cumbre de la montaña, se alojaban dos cuevas. Me introduje en una de ellas. Un garrafal ruido sonaba en el interior. Era… como… el de… ¡un volcán! De repente, un río de lava apareció en la cueva. Cada vez se me acercaba más. Cerré los ojos y pensé: “Que sea lo que Dios quiera”. Al fin, la lava me cubrió. Se ve que Dios me tenía (al menos ese día) una pizca de aprecio, pues no me estaba despellejando, ni fosilizando como “los de Pompeya”. Para colmo estaba fría. Sí. Ese fue el momento en el que abrí los ojos y me encontré envuelto en una especie de lava verde y fría (pegajosa, por cierto), deslizándome cueva abajo a toda velocidad. Ya veía la salida. De pronto, una pared blanca tapó la salida. Tres, dos, uno… ¡¡¡PUM!!! Pero… ¡si está blanda! La pared salió volando y, gracias a Dios, a la Virgen y a unos cuantos de santos (a los que tuve tiempo de rezar), conseguí descolgarme justo a tiempo. Inicié una alocada carrera en dirección contraria al volcán. Cansado, me paré. Otro ruido. Algo sucedía de nuevo. Todo empezó a vibrar y el suelo comenzó a rajarse entre mis pies y se abrió un gran “boquete” en el suelo. De este, empezaron a salir unas grandes bocanadas de aire. Una de ellas me pilló desprevenido y salí por los aires. Al aterrizar de mi improvisada visita turística a las nubes, aparecí en lugar en el que despegué. En el tiempo que estuve volando, el gran “boquete” se había cerrado. Anduve un poco más, y decidí volver atrás, ya que apareció un precipicio que parecía no tener fin. De camino a la montaña-volcán, empezó a hacer muchísimo viento. No podía agarrarme a nada, pues todo había salido volando, incluso yo. Este viento lo producía el volcán que estaba, digamos, “succionando aire”. Entré de cabeza en el volcán e, inmediatamente, me dispuse a buscar la salida. No había dado dos pasos cuando oigo una violenta, pero familiar voz decir: -¡Antonio! ¿Ya estás otra vez con el dedo en la nariz? Como por arte de magia, aparecí en una ridícula escena: despeinado, mirándome al espejo, cayéndoseme la baba y, para colmo, con el dedo en la nariz. Antonio Pablo Benítez Durán 2º ESO –B-……..……