Entrevista con Marcelino Oreja* El ciudadano como cultura europea Señor Comisario, ¿qué papel le corresponde al ciudadano en Europa? El ciudadano debe ser el centro de la acción política y es origen de toda legitimidad democrática, nacional o internacional. Pienso que una formulación mínima puede ser el reconocer el papel del ciudadano como punto de referencia de toda estructura socio-política y, en particular, en lo que se refiere al ejercicio del control sobre la acción del ejecutivo. En consecuencia es en el ciudadano en quien tenemos que pensar y no dejarnos obsesionar por las instituciones y menos aún por las burocracias, aun cuando sabemos que las estructuras institucionales son esenciales en cualquier democracia moderna y representativa, y que unas determinadas estructuras pueden tener una influencia significativa en el grado de democracia. ¿Existe ciudadanía europea? No existe un ciudadano de la Unión que no sea al mismo tiempo ciudadano de un Estado miembro; el Tratado de Maastricht ha subrayado esta coincidencia y el de Amsterdam lo ha reiterado al afirmar que la ciudadanía de la Unión es “complementaria y no sustitutiva de la nacional”. * Miembro de la Comisión Europea. La consecuencia de ello es la necesidad de reconocer al ciudadano, tanto a nivel europeo como a nivel nacional, el papel central que le corresponde para definir el futuro de la sociedad y responder a los retos que debe afrontar. Naturalmente, el que en una persona coincida la doble ciudadanía, nacional y europea, reclama que la forma de representación de sus intereses se corresponda con esa doble esfera de acción. ¿Cómo se dibuja desde Bruselas el poder regional? El sistema internacional ya no es exclusivamente interestatal, sino cada vez más complejo. Los actores que en él actúan son muy diversos y se ha puesto en cuestión el propio papel central de los Estados, al comprobarse que son incapaces del resolver por sí mismos problemas que exigen un esfuerzo de cooperación, como el que prestan las organizaciones internacionales. Al mismo tiempo, cobran cada vez mayor personalidad otras entidades no estatales, como son las empresas transnacionales y las organizaciones no gubernamentales, que operan con creciente relevancia en la vida internacional. Todo este nuevo panorama tenía que tener unas consecuencias en la función que corresponde a la democracia, tanto en el ámbito nacional, como en el europeo y, por consiguiente, en la acción que se ejerce por los órganos de representación popular para controlar al ejecutivo. Si existe un conflicto próximo en las fronteras de la Unión, ¿es posible pensar que los ciudadanos vayan a hacer una división artificial entre soluciones nacionales y europeas? Pienso que no y, por ello, los políticos y los responsables públicos deberíamos escuchar mucho más atentamente la voz del ciudadano y no escudarnos en “el lenguaje de iniciados” en el que a menudo se convierte todo el debate sobre la política de seguridad en Europa. ¿Cómo se pueden conciliar estas “legitimidades”, la del ciudadano en cuanto miembro de una Comunidad nacional y la del ciudadano en su condición de miembro de la Unión Europea? La cuestión está en cómo distinguir estos ámbitos ¿Será creando enlaces e instituyendo, a escala europea, estructuras que también sean responsables en la protección de intereses nacionales, o bien hay que considerar los dos sistemas como una estructura única, organizada de forma más o menos jerárquica? Y además, ¿cómo deberá estar representada la legitimidad a nivel europeo? Esta última fórmula es muy atractiva teóricamente, pues tendría plenamente en cuenta la unidad de los ciudadanos en el marco de la integración europea. Su principal defecto es que no permitiría distinguir bien las diferentes esferas de legitimidad acordadas por los ciudadanos para defender sus intereses y, a la larga, se correría el riesgo de una desintegración de la Unión. La otra solución es la de la consolidación de una estructura más general en cuyo seno se distingue entre las diferentes legitimidades e intereses. Su primera característica es que no existe jerarquía entre los dos sistemas. La segunda es que, incluso cuando las instituciones de un sistema ejercen competencias en el otro, cada institución únicamente desempeña la plenitud de su poder dentro de su propio sistema. La tercera característica es la necesidad de un elevado grado de coherencia política que aspire a construir un espacio público europeo complementario del nacional, pero sin reemplazarlo. El precio a pagar por esta flexibilidad es, por supuesto, el de la indefinición de un modelo que, a la larga, puede ser también perjudicial para su legitimidad. Ante esta tensión dialéctica, propongo una interacción entre estructuras institucionales europeas y nacionales desde el punto de vista de la eficacia del sistema existente, eficacia, por supuesto, vinculada a una visión política de la construcción europea, profundizando así en las características originarias del método que instituyeron los padres fundadores. ¿Cuál es su modelo de ciudadanía? La cuestión no es sencilla y puede parecer insuficiente e insatisfactoria, e incluso retórica, pero hay que convenir en que, frente a los proyectos políticos de índole más federalista propuestos a principios de los años 80 y que culminaron con el proyecto Spinelli del Parlamento europeo adoptado hace quince años, la evolución desde entonces del sistema ha superado la previsión, y no sólo en términos de eficacia, sino también en términos de democracia. Ello quiere decir que lo que hay que tener en cuenta es que la evolución democrática europea debe prescindir de recetas previas y tener en cuenta la evolución de la realidad internacional y las respuestas que debemos dar frente a ésta. ¿Cómo va afectar al ciudadano la moneda única? Con la creación de la moneda única y en la perspectiva de la rectificación del continente europeo, la Unión Europea no puede conformarse con presentar un brillante balance sobre sus logros económicos, sino que debe configurar y desarrollar su propio modelo político, en el cual sus instituciones deben ser el instrumento estructural idóneo para garantizar la consolidación de la democracia europea, puesto que no podrá existir una Unión Política en Europa si sus ciudadanos no la aceptan —es la affectio societatis a la que se refiere frecuentemente Jacques Delors—; aceptación para la cual es fundamental que la opinión pública europea perciba la Unión y la acción de sus instituciones como un continuum de su espacio democrático de convivencia. Comisario, una recomendación para el ciudadano europeo. Basta con tener confianza en nosotros mismos y en un sistema que nos ha permitido construir, sobre las ruinas de la guerra, la primera potencia comercial del mundo, una zona de libertad y de consolidación del estado de derecho que ha hecho posible la confirmación de los derechos humanos.