De Mérida al Grec: festivales para un verano TEATRO MAURO ARMIÑO ue los festivales culturales tienen que cambiar es un hecho que ya apreciaba el prestigioso George Steiner en su discurso inaugural del Festival de Edimburgo del año pasado. El crítico literario inglés iba más allá y razonaba la necesidad de su supresión analizando los resultados: en muchos casos, la utopía que los dio a luz — convertirse en punto de encuentro y concordia de culturas en una Europa devastada por la guerra— había terminado en fenómeno turístico. Y si los de Edimburgo y Aviñón, por ejemplo, lo son en parte, y en parte son escaparates de la cultura europea, los más conocidos que se celebran en España tienen más de lo primero —aunque un turismo restringido y nada internacional— y menos de lo segundo. Q El tiempo ha ido mellando las buenas intenciones con que fueron creados, mientras la mengua de los presupuestos públicos destinados a esos fines reducía la incorporación de compañías y espectáculos que han incrementado de forma muy cuantiosa sus cachés en los últimos quince años. Además, la voluntad política que los mueve tiene que conciliar demasiados intereses de todo tipo en un país donde la profesionalidad de las gentes de teatro no posee baremos claros y se rige por valores muy distintos a los que rigen el nombramiento de otros directores de Festivales europeos. La decadencia de Almagro No resulta significativo desde el punto de vista cultural el porcentaje de ocupación del festival que arropa al Corral de comedias de Almagro, que el próximo año, con la apertura del remodelado de Alcalá de Henares, perderá su título de “más antiguo” de España. Debe medirse por la calidad de sus estrenos y la participación internacional, restringida en esta ocasión a la aportación italiana de La hija del aire. Dos estrenos absolutos de calidad no dan un rango excesivo al festival manchego: La venganza de Tamar, de Tirso, trabajo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, dirigido por José Carlos Plaza, y Las gracias mohosas, pieza que por su novedad y el rescate de una dramaturga sevillana del XVII, Feliciana Enríquez de Guzmán, debe figurar, con independencia del resultado actual, entre los mejores logros de esta edición. Además de una reposición de Lope, (El anzuelo de Fenisa), han participado elencos autonómicos, universitarios o escolares del arte de Talía con obras tópicas y varias veces vistas, como La dama boba, de Lope; El gran teatro del mundo, de Calderón, y El examen de maridos, de Ruiz de Alarcón, título éste que sí resulta novedoso. Y los clásicos extranjeros, los inevitables Shakespeare y Molière, requieren para un montaje que dé la dimensión de su genialidad, planteamientos más rigurosos y unos intérpretes que puedan compararse con los actores ingleses que, en el pasado, nos han frecuentado con sus “shakespeares”. Mérida y sus grecolatinos Sobre la escena emeritense del Teatro Romano, esta edición ha cumplido con una peculiaridad que debe ser inherente a cualquier festival que se precie: el carácter de estreno de las piezas presentadas. Pero en el fondo se ha burlado aquello que convierte a Mérida en un acontecimiento teatral peculiar: sólo uno de los estrenos ha representado este año en puridad al teatro griego: Los bacantes, de Eurípides, que, por desgracia, ha incorporado textos, ritos y ceremonias de otras culturas al mito dionisiaco. El resto de las piezas estaba en el entorno del mundo clásico: desde la Salomé de Oscar Wilde —el pasaje de la cabeza del Bautista cortada por Herodes obsesionó al siglo XIX: desde Flaubert a Mallarmée, de quien recibe Wilde la idea— a la Electra, de Giraudoux, una pieza, no de las mejores, de ese dramaturgo francés que practicó el maurivaudage intelectual con los mitos griegos. Les han acompañado una versión burlesca de Quo Vadis, con Javier Jaime Chávarri en la dirección, y Calígula, la pieza más vista de Camus en España. número de empresas e instituciones que se suman al proyecto y aumentan sus aportaciones de servicios y de producción económica, mientras Álvarez del Manzano se refugia en la escasez del presupuesto y la falta de proyecto cultural, que contrarresta con declaraciones grandilocuentes, según las cuales “Madrid es una gran capital cultural” y “Hemos superado a Verano en dos ciudades Barcelona y Madrid tienen dos festivales veraniegos opuestos totalmente en concepción, proyecto y resultado: mientras el de la primera sube y mejora cada año, el de Madrid va agotándose hasta rayar en la inexistencia. Pascual Maragall ha conseguido reunir fuerzas e incrementar el Parías y Londres, y ahora vamos a por Berlín”. Tales frases resultan esperpénticas si atendemos a la programación de los “Veranos de la villa”, basada en La venganza de don Mendo, una obra muy menor, dirigida por un mediocre Pérez Puig que regenta el Teatro Español; en una Carlota, de Miguel Mihura, al aire libre, en cuyo programa de mano no aparece siquiera el nombre del director escénico, y donde lo más elogiado ha sido el fresco del aire madrileño y las tortillas y demás viandas que se consumen; y en la zarzuela, mucha zarzuela de diario, interpretada por esas compañías familiares que son las únicas que mantienen ese género musical vivo, aunque en estado agónico. El resto se rellena con la programación de las salas alternativas, costumbre a la que han recurrido los “Veranos de la villa” en los últimos años y que supone la política contraria a la que Gustavo Villapalos busca para la Comunidad. En la presentación del Festival de Otoño, Villapalos ha roto con la decadencia de los últimos años de ese evento y, para bien o para mal, ha tratado de hacer una reflexión sobre lo que es y debe ser un festival, y lo que el Consejero de Cultura de la Comunidad quiere. Cree Villapalos que los grandes festivales de carácter general están llamados a desaparecer y que el futuro está en las citas temáticas. Por eso, para otoño ha reforzado la presencia internacional, frente al cultivo de “lo nuestro” de la política municipal, y ha rechazado la TEATRO incorporación de los autores jóvenes, que no le parece misión de un festival. Con poco dinero —poco más de 400 millones de pesetas, de los que 320 pone la Fundación Caja de Madrid— ha preparado un festival apañadito que cumple una función mínima de estos eventos: tres o cuatro piezas —dos de ellas de Shakespeare— montadas por compañías extranjeras. La idea que Villapalos aplica al próximo Festival de Otoño se acerca más a la de Pascual Maragall que a la de Álvarez del Manzano, aunque todavía haya notorias diferencias: el alcalde barcelonés, gracias a esa política de coparticipación, ha conseguido hacer el mejor festival veraniego de los últimos años, con 177 espectáculos en 43 escenarios distintos. Hay de todo, desde zarzuelas de “marca” hasta vanguardia, desde flamenco hasta el último grito juvenil de las salas alternativas, con homenajes, acciones parateatrales, recitales poéticos, conciertos que van de la música mudéjar de los siglos XVI y XVII a la bizantina o griega, el lied catalán o Monteverdi. En teatro, además de La tempestad, dirigida por Calixto Bieito —que ha pasado por Almagro y que pasará por el Festival de Otoño de Madrid—, se han programado un homenaje a Josep Pla (un oratorio escrito por Narcís Comadira, “El día dels morts”), varias obras de Benet y Jornet que permitirán la presencia de Pierre Chabert y Sergi Belbel en la dirección, una obra de Bernhardt, un ciclo de teatro joven (Luisa Cunillé, Paloma Pedrero), etc. Sin verano de las grandes ciudades poseen contenidos distintos de lo que puede predicarse de Aviñón o Edimburgo; pe- ro, a falta de calados más hondos, produce obras y mantiene en jaque a la población con una oferta escénica de dos meses impensable en latitudes como la madrileña. olvidar obras de teatro comercial; desde Jean Anouilh hasta Caníbales de Nicky Silver o El florido pensil, de Andrés Sopeña. La mezcla de juventud y vanguardia, de comercialidad y teatro infantil, de teatro de cultura y teatro de consumo, logra hacer que el Festival de verano barcelonés abra un abanico para distintos públicos y diferentes grados de integración cultural. No es esa, desde luego, la misión de los festivales, aunque en su descargo debe decirse que los de