Num063 005

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La educación, tema pendiente y
llaga abierta en nuestra cultura
JAVIER
MARTÍNEZ
'o hay muchas realidades más permanentes y estables que
ciertos nombres, ciertas palabras. Como los toponímicos,
esas palabras permanecen a través de los cambios políticos y
culturales casi intactas. Igual que seguimos diciendo Alcalá y
Guadalquivir, seguimos hablando de universidad y de escuela,
de pedagogía y educación. Con una diferencia acaso: el
Guadalquivir puede no tener los mismos cultivos alrededor, ni los mismos
puentes, y sin duda nadie le llamaría hoy «el Río Grande», pero es sin duda
el mismo río de antaño, como Alcalá designa el mismo asentamiento humano, aunque los hombres vivan de otro modo y no sea precisamente una
fortaleza. En cambio, las instituciones humanas, y particularmente las educativas, son absolutamente sensibles a los cambios culturales y siempre
acaban reflejando la experiencia humana de una sociedad, sus certezas y
sus perplejidades, a veces también sus dramas. No así los nombres que
designan esas instituciones. Esos nombres también tienen una historia,
pero esa historia puede no corresponderse apenas con la de la institución.
Dicho de otro modo, esos nombres pueden permanecer cuando nada o
apenas nada en la vida de esa institución corresponde a lo
«Las universidades de verano
que designaba en otro momento cultural. Por no poner más
que un ejemplo, se da el nombre prestigioso, casi sagrado, de reflejan la cultura actual, tan
«universidad» a esa institución que ha proliferado entre
fragmentada, tan vinculada a la
nosotros en los últimos años, y que se llaman «universidades
de verano». Esta institución, cuyo valor e interés no quiero imagen, y tan efímera. Pero,
poner en duda, refleja bastante bien la cultura actual, tan aparte del nombre, tienen muy
fragmentada, tan vinculada a la imagen, a la propaganda, y poco que ver con lo que expresa el
tan efímera. Pero ciertamente, aparte del nombre, tiene
concepto de universidad, ni con el
muy poco que ver con lo que expresa el concepto de
tipo de trabajo intelectual que ese
universidad, ni con el tipo de trabajo intelectual que ese
concepto representa. Un universita-^io, no digo de París o de concepto representa.»
Oxford en el siglo XIII, sino del siglo pasado, se sentiría en
una «universidad de verano» absolutamente perdido. Y no ya por la
novedad o la variedad de los conocimientos y las áreas de reflexión, sino
fundamentalmente por la renuncia casi sistemática a toda referencia
«universal», que es lo que ha constituido durante siglos el fundamento
mismo del trabajo universitario. Las «universidades de verano» tienen
más de escaparate que de universidad, y tienen una relación más estrecha
con el poder, y con la imagen que tan necesaria le es al poder, que con la
búsqueda desinteresada de la verdad, y con las disciplinas del espíritu
necesarias para acceder a ella.
Lo que precede es sólo un ejemplo. Algo muy parecido sucede con el
concepto de escuela, y con el concepto de educación. Y algo muy parecido
podría decirse de otras instituciones y otros conceptos básicos de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en la ética o en el derecho. También son
términos prestigiosos, con un pedigrí cultural impecable. Su prestigio es lo
que les hace permanecer, al menos como nombres. Pero su función real en
nuestra sociedad, el modo como se utilizan, la realidad que designan, tiene
a veces poco que ver con lo que han representado en la historia. Si la ética,
por ejemplo, ha sido en la tradición europea (y en otras tradiciones) el
ámbito de reflexión sobre los modos de conducta necesarios para que el
hombre, en su obrar, se aproxime lo más posible a su telos, no parece
honesto con la verdad de las cosas seguir hablando de ética cuando se
piensa que el hombre y la vida no tiene telos alguno, cuando ni siquiera se
cree ya en la idea de una naturaleza humana con un contenido obvio para
todos, del que pudieran derivarse los imperativos éticos como algo evidente.
Esta última idea, que ha servido de fundamento a las éticas de la
modernidad, es sin duda frágil, pero aún tenía cierto parecido con lo que la
ética ha sido en su historia. Hoy, en cambio, la ética es poco más que el
deseado (y ausente) muro de contención a una degradación permanente de
la persona y de la vida social, y al nihilismo práctico que domina nuestra
cultura. Se le pide a la ética la tarea imposible de sostener el entramado
social vigente sin adentrarse en reflexión alguna significativa sobre la verdad del hombre o el sentido de la vida, y esto sitúa también a la ética más
en el ámbito de la voluntad de poder, y de los problemas inherentes al
ejercicio del poder en una sociedad como la nuestra, que en el ámbito de la
razón. Sencillamente, porque sin la referencia a una verdad, y sin la afirmación de una conexión entre el bien de la vida humana y la relación honesta
con la verdad, los valores se crean y se descrean con absoluta facilidad,
igual que los consensos; los supuestos valores reconocidos por todos fácilmente pasan a ser instrumentos de estrategias o de intereses no siempre
éticos en su origen ni en su finalidad. A la larga, este proceso contribuye no
poco a incrementar una actitud nihilista y cínica ante la vida social.
Algo bastante parecido sucede con el concepto de «educación», que por
otra parte está estrechamente relacionado con la ética. Basta una mirada
atenta al uso de la palabra «educación» o al contenido que con ella se quiere
expresar para percibir que la educación es concebida hoy predominantemente como pura instrucción, como transmisión de técnicas o habilidades
para lograr una determinada profesión en la vida, a lo que últimamente se
añade a lo sumo una cierta preocupación ética, en el sentido expuesto hace
un momento. Es más, se arguye que no puede ser de otra
«La educación -se dice- debe ser forma, dado el «pluralismo» cultural en el que estamos
inmersos. La educación -se dice- debe ser neutral frente a las
neutral frente a las diversas
diversas opciones culturales que impliquen una visión total de
opciones culturales que
la realidad. Como el Estado, garante de la educación, no
impliquen una visión total de la puede imponer ninguna visión de la totalidad, puesto que eso
realidad. Pero como es falso que sería considerado como totalitarismo ideológico, la única
salida que se vislumbra es reducir la educación a una
tal transmisión se pueda
transmisión «neutra» de habilidades y técnicas de
calificar de «neutra», el
aprendizaje. Pero como es falso que tal transmisión se pueda
resultado final es que el Estado calificar de «neutra», dado que todo gesto humano implica
una relación con el todo, el resultado práctico final es que,
termina «imponiendo»
de este modo, el Estado termina «imponiendo» sutilmente
sutilmente una censura alas
una censura a las preguntas más específicamente humanas,
preguntas más específicamente que son las preguntas por el sentido y el significado;
igualmente quedan censuradas, como es lógico, las preguntas
humanas.»
por la relación entre los saberes y ese significado, o entre los
saberes y el obrar humano, o de los saberes entre sí. Esta posición
«educativa» es conveniente al poder (a cualquier poder), porque genera un
tipo de hombres a primera vista dóciles, carentes de libertad de
pensamiento, y hasta de pensamiento. Es el triunfo del homofaber frente al
homo sapiens. El pensamiento y el juicio sobre la realidad ya se lo
suministra el mismo poder a través de los medios de comunicación. He
escrito «a primera vista dóciles» con toda conciencia, porque el tipo
humano que surge de esta educación es en el fondo un hombre violento,
lleno del característico odio a sí mismo y a todo que surge de una frustración
espiritual profunda y del resentimiento. En este caso, la frustración es la más
profunda de todas: el no saber para qué es la vida, ni cómo llenarla. Reducir
la educación a la transmisión de habilidades es una confesión de
impotencia, es renunciar a educar.
Educar es introducir a la persona en la totalidad de la realidad, ayudar a la
persona a que conozca el funcionamiento de las cosas, profundizando al
mismo tiempo en su significado y en el sentido de la propia vida. Esta es la
razón por la que instrucción y educación han ido siempre juntas; separarlas
es inhumano, porque supondría dar a conocer los mecanismos de la vida
sin ayudar a captar su auténtico significado, algo por lo que el ser humano
inevitablemente se pregunta.
La escuela nació históricamente como un ámbito donde la tradición cultural de un pueblo se ofrecía de forma unificada a los jóvenes. La tradición
cultural era bastante más amplia que las técnicas o habilidades aprendidas
por las generaciones pasadas en el curso de su experiencia histórica: contenía todo aquello que era necesario para vivir como hombres, y por tanto
también el significado de la vida y de la realidad. Esta hipótesis de significado era ofrecida a las nuevas generaciones como bagaje para ponerse en
contacto con la realidad y no tener que empezar siempre partiendo de cero.
Era una riqueza que se proponía a la razón y a la libertad del alumno para
que fuera verificada en la vida y, a la vez, para que fuera enriquecida con
las nuevas experiencias y conocimientos en el curso de la siguiente generación.
Es un hecho cada vez más patente la dificultad que encuentra nuestra
sociedad de transmitir a las nuevas generaciones su patrimonio cultural de
una forma persuasiva y atrayente. Los padres se encuentran con demasiada
frecuencia impotentes para transmitir a los hijos las razones que a ellos les
han servido para vivir. Esto que sucede en la familia, lugar primario de esta
transmisión, se va extendiendo cada vez más a los ámbitos educativos
medios y superiores. Siempre es más fácil transmitir a unos alumnos una
serie de conocimientos de los que después deben dar cuenta en un examen,
que persuadirlos y entusiasmarlos con la tarea global de la vida: conocer la
realidad y su significado y, a través de ese conocimiento, el sentido de la
propia vida, en orden a saber orientarla y vivirla, en cualquier
circunstancia. No es extraño que cada vez sea más frecuente encontrar
en nuestra sociedad personas sin unos puntos de referencia
mínimos para vivir. Las consecuencias ya se están haciendo
«Educar es introducir a la
sentir: fracaso escolar, violencia, falta de gusto por aprender,
inadaptación, ausencia de valores, absentismo laboral, etc. persona en la totalidad de la
Pretender que la respuesta a esta situación sea simplemente realidad, ayudar a la persona a
una mejora en la transmisión de los conocimientos,
que conozca el funcionamiento
mediante el recurso a expertos más cualificados, es no
de las cosas, profundizando en su
haber tomado conciencia de la gravedad del problema
educativo en que estamos inmersos. Sólo una educación que significado y en el sentido de la
despierte la energía que hay en la persona del alumno, y
propia vida. Foresta razón,
ponga en movimiento toda su razón y libertad puede hacer
instrucción y educación han ido
posible lo que ninguna técnica puede conseguir: que el
alumno asuma en primera persona su parte en la tarea
siempre juntas; separarlas es
educativa. Ahora se pone de manifiesto que esto no puede
inhumano.»
ser encomendado a un experto con unas especiales
habilidades, sino a una persona que, porque ella vive en primera perso-
«Siempre es más fácil transmitir
a unos alumnos conocimientos
de los que después deben dar
cuenta en un examen que
entusiasmarlos con la tarea
global de la vida: conocer la
realidad y su significado. Las
consecuencias ya se están
haciendo sentir: fracaso escolar,
violencia, falta de gusto por
aprender, ausencia de valores.»
na la aventura de su propia vida en todas sus dimensiones, es
capaz de despertar en el alumno la totalidad de su personalidad, su razón y su libertad, y de implicarla en esa
aventura que nadie puede hacer por él: descubrir el significado
de la vida mientras aprende a conocer la realidad. Esa persona
es el educador. Si educar consiste en lo que hemos dicho, la
relación educativa sólo puede ser la relación entre urta persona
que vive y propone su vida, y una persona que quiere aprender
a vivir. En un sistema educativo es susti-tuible todo menos
esa relación. Una educación concebida como mera
transmisión de conocimientos, que el alumno debe aprender y
de los que debe dar cuenta en un examen, es incapaz de
movilizar la energía de la persona. Y prueba de ello es la apatía
y la pasividad que encontramos cotidianamente en las aulas.
Por eso, acaso la cuestión educativa ante la que nos encontramos debiera plantearse en otros términos, más hondos que aquellos en
los que a veces se plantea. Por ejemplo, la discusión entre escuela pública
o privada, escuela confesional o neutra, escuela católica o laica es
conducida con frecuencia como si se tratara de un puro conflicto de
intereses, es decir, de una lucha de poder. Es preciso decir, sin embargo,
que una escuela «católica» que se conciba a sí misma como prácticamente
igual a la escuela laica, con la única diferencia de que se le añaden después
la «ideología» católica en forma de clase de religión, y algunas prácticas
católicas, es tan incapaz de responder al reto educativo como la escuela
laica. No es éste un problema en el que me puedo detener aquí, aunque es
decisivo para el futuro de la escuela católica. Sólo diré que este problema
tiene mucho que ver con el modo de comprender el cristianismo y, en
consecuencia, cuál es la relación entre el hecho cristiano y la tarea
educativa
El cristianismo no es una ideología superpuesta a una enseñanza supuestamente neutra. Este ha sido el error de una parte no desdeñable de la escuela
católica. Basta mirar a la historia de tantas personas formadas en la escuela
católica durante los últimos decenios para percibir que ese modelo de
enseñanza, infiel tanto a la naturaleza del cristianismo como a la del hombre, no ha sabido generar un sujeto capaz de afrontar el conjunto de la vida
desde su fe cristiana. Así lo pone de manifiesto la escasísima incidencia
cultural de un cristianismo reducido a la «práctica religiosa» y a unos
principios morales restringidos casi exclusivamente al ámbito de la vida
privada. Así lo pone de manifiesto también la dificultad que tantos padres
tienen para transmitir de modo convincente e ilusionado a sus hijos las
razones por las que merece la pena vivir de una determinada manera.
Muchos padres, en estas circunstancias, sólo saben sufrir resignadamente
su impotencia. Otros renuncian de antemano a toda responsabilidad propiamente educativa. En cuanto a los hijos, un contexto familiar y educativo
así les deja indefensos para ser manipulados por cualquiera que aparezca en
el horizonte de su vida.
El cristianismo es un hecho que, como cualquier hecho significativo que
ocurre en la vida, afecta a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Por tanto, también a la relación con toda la realidad. Reducirlo a una
serie de valores y conocimientos teóricos es convertirlo en una ideología,
que sería añadida a los demás conocimientos. El cristianismo es concebido
como ideología cuando todo el problema de la relación entre cristianismo y
educación es circunscrito a la clase de religión, que vendría a ser como un
añadido extrínseco a la tarea educativa misma. Una escuela católica con
más horas de religión, que enseñara mejor los valores cristianos, pero que
no llevase a una experiencia real de introducción del joven en la totalidad
de la realidad, reduciría la educación igualmente a instrucción, aunque sea
católica, y sería estéril desde el punto de vista propiamente educativo. Aquí
aflora de nuevo lo que es tal vez la cuestión educativa fundamental en
nuestra sociedad: la alternativa entre una educación entendida como introducción a la realidad, en todas sus dimensiones, y la educación reducida a
instrucción, entendida como adquisición de unas normas de comportamiento y una profesionalidad. La primera tiene como objetivo al hombre
en su totalidad; la segunda, su éxito social. La primera ayuda al hombre a
reconocer el problema de su propio destino; la segunda, le empuja a creer
que su felicidad depende de llegar a tener un puesto de trabajo importante.
Este es el reto más importante que tiene ante sí la escuela católica, y en el
que, acaso por otras dificultades que provienen del exterior, no hemos
reflexionado suficientemente.
Iste es también el reto del Estado. Aquí es donde se pone de manifiesto si
realmente quiere el bien del hombre a quien debe servir. Sería impecablemente democrático -y más respetuoso con la sociedad- que el Estado
estimulase sinceramente la educación de iniciativa social, de forma que
todo grupo social que tenga algo que decir sobre el significado de la vida
pueda libremente desarrollar sus instituciones educativas, sin más
exigencias que unos «standars de calidad», y sin que esto suponga
discriminación por su coste económico. Aquí reside el núcleo
de la libertad de enseñanza. El Estado debería señalar los «El cristianismo no es una
objetivos generales de cada ciclo educativo, iguales para
ideología, superpuesta a una
todos, dejando después autonomía a cada realidad escolar
para alcanzarlos. Unidad de objetivos y pluralidad de
enseñanza supuestamente
recorridos. Eso sería promover la libertad de educación. Hoy, neutra. Este ha sido el error de
en cambio, se tiende a una uniformidad de recorridos de tal
modo que en la práctica se atenta contra la libertad. Esta una parte no desdeñable de la
falta de libertad en nuestra legislación educativa vigente no escuela católica. Así lo pone de
afecta sólo a quienes eligen la escuela de iniciativa social, y manifiesto la escasísima
que han de afrontar un costo añadido importante para escapar
de la uniformidad, sino también a los alumnos de la escuela incidencia cultural de un
estatal, pues, a cambio de la gratuidad, deben soportar la cristianismo reducido a la '
uniformidad y un recorte sustantivo en sus ámbitos de
'práctica religiosa''.»
conocimiento. Es decir, en su educación. Defender una
libertad de este tipo no es pedir un privilegio
«Sería impecablemente
democrático que el Estado
estimulase la educación de
iniciativa social, deforma que
todo grupo social que tengo algo
que decir sobre el significado de
la vida pueda libremente
desarrollar sus instituciones
educativas, sin más exigencias
que unos «standars de calidad» y
sin que esto suponga
discriminación por su coste
económico.»
para un determinado proyecto educativo, sino libertad para
todos los proyectos educativos. De este modo, los jóvenes
y las familias estarán en condiciones de elegir aquello que
crean más adecuado. Pidiendo libertad para uno se pide
libertad para todos: éste es el ejercicio de la democracia.
Es fácil deducir lo que una experiencia educativa de este
tipo supondría para quienes se dedican a la enseñanza. El
espacio de libertad creado permitiría la creatividad educativa de tantos profesionales de la enseñanza que ven coartadas por tal uniformidad sus propias iniciativas, reduciéndolos a meros transmisores de conocimientos en los
que su propia persona queda fuera. De esta forma dejarían
de ser simples profesores de conocimientos para convertirse
en maestros. No es difícil imaginar la repercusión que un
profesorado ilusionado por su propia tarea educativa
ejercería despertando la creatividad de los alumnos y su
implicación en la tarea educativa. Ni es difícil imaginar lo
que unos alumnos así educados, así introducidos a la vida,
apasionados por ella, significarían en nuestra sociedad.
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