La educación, tema pendiente y llaga abierta en nuestra cultura JAVIER MARTÍNEZ 'o hay muchas realidades más permanentes y estables que ciertos nombres, ciertas palabras. Como los toponímicos, esas palabras permanecen a través de los cambios políticos y culturales casi intactas. Igual que seguimos diciendo Alcalá y Guadalquivir, seguimos hablando de universidad y de escuela, de pedagogía y educación. Con una diferencia acaso: el Guadalquivir puede no tener los mismos cultivos alrededor, ni los mismos puentes, y sin duda nadie le llamaría hoy «el Río Grande», pero es sin duda el mismo río de antaño, como Alcalá designa el mismo asentamiento humano, aunque los hombres vivan de otro modo y no sea precisamente una fortaleza. En cambio, las instituciones humanas, y particularmente las educativas, son absolutamente sensibles a los cambios culturales y siempre acaban reflejando la experiencia humana de una sociedad, sus certezas y sus perplejidades, a veces también sus dramas. No así los nombres que designan esas instituciones. Esos nombres también tienen una historia, pero esa historia puede no corresponderse apenas con la de la institución. Dicho de otro modo, esos nombres pueden permanecer cuando nada o apenas nada en la vida de esa institución corresponde a lo «Las universidades de verano que designaba en otro momento cultural. Por no poner más que un ejemplo, se da el nombre prestigioso, casi sagrado, de reflejan la cultura actual, tan «universidad» a esa institución que ha proliferado entre fragmentada, tan vinculada a la nosotros en los últimos años, y que se llaman «universidades de verano». Esta institución, cuyo valor e interés no quiero imagen, y tan efímera. Pero, poner en duda, refleja bastante bien la cultura actual, tan aparte del nombre, tienen muy fragmentada, tan vinculada a la imagen, a la propaganda, y poco que ver con lo que expresa el tan efímera. Pero ciertamente, aparte del nombre, tiene concepto de universidad, ni con el muy poco que ver con lo que expresa el concepto de tipo de trabajo intelectual que ese universidad, ni con el tipo de trabajo intelectual que ese concepto representa. Un universita-^io, no digo de París o de concepto representa.» Oxford en el siglo XIII, sino del siglo pasado, se sentiría en una «universidad de verano» absolutamente perdido. Y no ya por la novedad o la variedad de los conocimientos y las áreas de reflexión, sino fundamentalmente por la renuncia casi sistemática a toda referencia «universal», que es lo que ha constituido durante siglos el fundamento mismo del trabajo universitario. Las «universidades de verano» tienen más de escaparate que de universidad, y tienen una relación más estrecha con el poder, y con la imagen que tan necesaria le es al poder, que con la búsqueda desinteresada de la verdad, y con las disciplinas del espíritu necesarias para acceder a ella. Lo que precede es sólo un ejemplo. Algo muy parecido sucede con el concepto de escuela, y con el concepto de educación. Y algo muy parecido podría decirse de otras instituciones y otros conceptos básicos de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en la ética o en el derecho. También son términos prestigiosos, con un pedigrí cultural impecable. Su prestigio es lo que les hace permanecer, al menos como nombres. Pero su función real en nuestra sociedad, el modo como se utilizan, la realidad que designan, tiene a veces poco que ver con lo que han representado en la historia. Si la ética, por ejemplo, ha sido en la tradición europea (y en otras tradiciones) el ámbito de reflexión sobre los modos de conducta necesarios para que el hombre, en su obrar, se aproxime lo más posible a su telos, no parece honesto con la verdad de las cosas seguir hablando de ética cuando se piensa que el hombre y la vida no tiene telos alguno, cuando ni siquiera se cree ya en la idea de una naturaleza humana con un contenido obvio para todos, del que pudieran derivarse los imperativos éticos como algo evidente. Esta última idea, que ha servido de fundamento a las éticas de la modernidad, es sin duda frágil, pero aún tenía cierto parecido con lo que la ética ha sido en su historia. Hoy, en cambio, la ética es poco más que el deseado (y ausente) muro de contención a una degradación permanente de la persona y de la vida social, y al nihilismo práctico que domina nuestra cultura. Se le pide a la ética la tarea imposible de sostener el entramado social vigente sin adentrarse en reflexión alguna significativa sobre la verdad del hombre o el sentido de la vida, y esto sitúa también a la ética más en el ámbito de la voluntad de poder, y de los problemas inherentes al ejercicio del poder en una sociedad como la nuestra, que en el ámbito de la razón. Sencillamente, porque sin la referencia a una verdad, y sin la afirmación de una conexión entre el bien de la vida humana y la relación honesta con la verdad, los valores se crean y se descrean con absoluta facilidad, igual que los consensos; los supuestos valores reconocidos por todos fácilmente pasan a ser instrumentos de estrategias o de intereses no siempre éticos en su origen ni en su finalidad. A la larga, este proceso contribuye no poco a incrementar una actitud nihilista y cínica ante la vida social. Algo bastante parecido sucede con el concepto de «educación», que por otra parte está estrechamente relacionado con la ética. Basta una mirada atenta al uso de la palabra «educación» o al contenido que con ella se quiere expresar para percibir que la educación es concebida hoy predominantemente como pura instrucción, como transmisión de técnicas o habilidades para lograr una determinada profesión en la vida, a lo que últimamente se añade a lo sumo una cierta preocupación ética, en el sentido expuesto hace un momento. Es más, se arguye que no puede ser de otra «La educación -se dice- debe ser forma, dado el «pluralismo» cultural en el que estamos inmersos. La educación -se dice- debe ser neutral frente a las neutral frente a las diversas diversas opciones culturales que impliquen una visión total de opciones culturales que la realidad. Como el Estado, garante de la educación, no impliquen una visión total de la puede imponer ninguna visión de la totalidad, puesto que eso realidad. Pero como es falso que sería considerado como totalitarismo ideológico, la única salida que se vislumbra es reducir la educación a una tal transmisión se pueda transmisión «neutra» de habilidades y técnicas de calificar de «neutra», el aprendizaje. Pero como es falso que tal transmisión se pueda resultado final es que el Estado calificar de «neutra», dado que todo gesto humano implica una relación con el todo, el resultado práctico final es que, termina «imponiendo» de este modo, el Estado termina «imponiendo» sutilmente sutilmente una censura alas una censura a las preguntas más específicamente humanas, preguntas más específicamente que son las preguntas por el sentido y el significado; igualmente quedan censuradas, como es lógico, las preguntas humanas.» por la relación entre los saberes y ese significado, o entre los saberes y el obrar humano, o de los saberes entre sí. Esta posición «educativa» es conveniente al poder (a cualquier poder), porque genera un tipo de hombres a primera vista dóciles, carentes de libertad de pensamiento, y hasta de pensamiento. Es el triunfo del homofaber frente al homo sapiens. El pensamiento y el juicio sobre la realidad ya se lo suministra el mismo poder a través de los medios de comunicación. He escrito «a primera vista dóciles» con toda conciencia, porque el tipo humano que surge de esta educación es en el fondo un hombre violento, lleno del característico odio a sí mismo y a todo que surge de una frustración espiritual profunda y del resentimiento. En este caso, la frustración es la más profunda de todas: el no saber para qué es la vida, ni cómo llenarla. Reducir la educación a la transmisión de habilidades es una confesión de impotencia, es renunciar a educar. Educar es introducir a la persona en la totalidad de la realidad, ayudar a la persona a que conozca el funcionamiento de las cosas, profundizando al mismo tiempo en su significado y en el sentido de la propia vida. Esta es la razón por la que instrucción y educación han ido siempre juntas; separarlas es inhumano, porque supondría dar a conocer los mecanismos de la vida sin ayudar a captar su auténtico significado, algo por lo que el ser humano inevitablemente se pregunta. La escuela nació históricamente como un ámbito donde la tradición cultural de un pueblo se ofrecía de forma unificada a los jóvenes. La tradición cultural era bastante más amplia que las técnicas o habilidades aprendidas por las generaciones pasadas en el curso de su experiencia histórica: contenía todo aquello que era necesario para vivir como hombres, y por tanto también el significado de la vida y de la realidad. Esta hipótesis de significado era ofrecida a las nuevas generaciones como bagaje para ponerse en contacto con la realidad y no tener que empezar siempre partiendo de cero. Era una riqueza que se proponía a la razón y a la libertad del alumno para que fuera verificada en la vida y, a la vez, para que fuera enriquecida con las nuevas experiencias y conocimientos en el curso de la siguiente generación. Es un hecho cada vez más patente la dificultad que encuentra nuestra sociedad de transmitir a las nuevas generaciones su patrimonio cultural de una forma persuasiva y atrayente. Los padres se encuentran con demasiada frecuencia impotentes para transmitir a los hijos las razones que a ellos les han servido para vivir. Esto que sucede en la familia, lugar primario de esta transmisión, se va extendiendo cada vez más a los ámbitos educativos medios y superiores. Siempre es más fácil transmitir a unos alumnos una serie de conocimientos de los que después deben dar cuenta en un examen, que persuadirlos y entusiasmarlos con la tarea global de la vida: conocer la realidad y su significado y, a través de ese conocimiento, el sentido de la propia vida, en orden a saber orientarla y vivirla, en cualquier circunstancia. No es extraño que cada vez sea más frecuente encontrar en nuestra sociedad personas sin unos puntos de referencia mínimos para vivir. Las consecuencias ya se están haciendo «Educar es introducir a la sentir: fracaso escolar, violencia, falta de gusto por aprender, inadaptación, ausencia de valores, absentismo laboral, etc. persona en la totalidad de la Pretender que la respuesta a esta situación sea simplemente realidad, ayudar a la persona a una mejora en la transmisión de los conocimientos, que conozca el funcionamiento mediante el recurso a expertos más cualificados, es no de las cosas, profundizando en su haber tomado conciencia de la gravedad del problema educativo en que estamos inmersos. Sólo una educación que significado y en el sentido de la despierte la energía que hay en la persona del alumno, y propia vida. Foresta razón, ponga en movimiento toda su razón y libertad puede hacer instrucción y educación han ido posible lo que ninguna técnica puede conseguir: que el alumno asuma en primera persona su parte en la tarea siempre juntas; separarlas es educativa. Ahora se pone de manifiesto que esto no puede inhumano.» ser encomendado a un experto con unas especiales habilidades, sino a una persona que, porque ella vive en primera perso- «Siempre es más fácil transmitir a unos alumnos conocimientos de los que después deben dar cuenta en un examen que entusiasmarlos con la tarea global de la vida: conocer la realidad y su significado. Las consecuencias ya se están haciendo sentir: fracaso escolar, violencia, falta de gusto por aprender, ausencia de valores.» na la aventura de su propia vida en todas sus dimensiones, es capaz de despertar en el alumno la totalidad de su personalidad, su razón y su libertad, y de implicarla en esa aventura que nadie puede hacer por él: descubrir el significado de la vida mientras aprende a conocer la realidad. Esa persona es el educador. Si educar consiste en lo que hemos dicho, la relación educativa sólo puede ser la relación entre urta persona que vive y propone su vida, y una persona que quiere aprender a vivir. En un sistema educativo es susti-tuible todo menos esa relación. Una educación concebida como mera transmisión de conocimientos, que el alumno debe aprender y de los que debe dar cuenta en un examen, es incapaz de movilizar la energía de la persona. Y prueba de ello es la apatía y la pasividad que encontramos cotidianamente en las aulas. Por eso, acaso la cuestión educativa ante la que nos encontramos debiera plantearse en otros términos, más hondos que aquellos en los que a veces se plantea. Por ejemplo, la discusión entre escuela pública o privada, escuela confesional o neutra, escuela católica o laica es conducida con frecuencia como si se tratara de un puro conflicto de intereses, es decir, de una lucha de poder. Es preciso decir, sin embargo, que una escuela «católica» que se conciba a sí misma como prácticamente igual a la escuela laica, con la única diferencia de que se le añaden después la «ideología» católica en forma de clase de religión, y algunas prácticas católicas, es tan incapaz de responder al reto educativo como la escuela laica. No es éste un problema en el que me puedo detener aquí, aunque es decisivo para el futuro de la escuela católica. Sólo diré que este problema tiene mucho que ver con el modo de comprender el cristianismo y, en consecuencia, cuál es la relación entre el hecho cristiano y la tarea educativa El cristianismo no es una ideología superpuesta a una enseñanza supuestamente neutra. Este ha sido el error de una parte no desdeñable de la escuela católica. Basta mirar a la historia de tantas personas formadas en la escuela católica durante los últimos decenios para percibir que ese modelo de enseñanza, infiel tanto a la naturaleza del cristianismo como a la del hombre, no ha sabido generar un sujeto capaz de afrontar el conjunto de la vida desde su fe cristiana. Así lo pone de manifiesto la escasísima incidencia cultural de un cristianismo reducido a la «práctica religiosa» y a unos principios morales restringidos casi exclusivamente al ámbito de la vida privada. Así lo pone de manifiesto también la dificultad que tantos padres tienen para transmitir de modo convincente e ilusionado a sus hijos las razones por las que merece la pena vivir de una determinada manera. Muchos padres, en estas circunstancias, sólo saben sufrir resignadamente su impotencia. Otros renuncian de antemano a toda responsabilidad propiamente educativa. En cuanto a los hijos, un contexto familiar y educativo así les deja indefensos para ser manipulados por cualquiera que aparezca en el horizonte de su vida. El cristianismo es un hecho que, como cualquier hecho significativo que ocurre en la vida, afecta a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Por tanto, también a la relación con toda la realidad. Reducirlo a una serie de valores y conocimientos teóricos es convertirlo en una ideología, que sería añadida a los demás conocimientos. El cristianismo es concebido como ideología cuando todo el problema de la relación entre cristianismo y educación es circunscrito a la clase de religión, que vendría a ser como un añadido extrínseco a la tarea educativa misma. Una escuela católica con más horas de religión, que enseñara mejor los valores cristianos, pero que no llevase a una experiencia real de introducción del joven en la totalidad de la realidad, reduciría la educación igualmente a instrucción, aunque sea católica, y sería estéril desde el punto de vista propiamente educativo. Aquí aflora de nuevo lo que es tal vez la cuestión educativa fundamental en nuestra sociedad: la alternativa entre una educación entendida como introducción a la realidad, en todas sus dimensiones, y la educación reducida a instrucción, entendida como adquisición de unas normas de comportamiento y una profesionalidad. La primera tiene como objetivo al hombre en su totalidad; la segunda, su éxito social. La primera ayuda al hombre a reconocer el problema de su propio destino; la segunda, le empuja a creer que su felicidad depende de llegar a tener un puesto de trabajo importante. Este es el reto más importante que tiene ante sí la escuela católica, y en el que, acaso por otras dificultades que provienen del exterior, no hemos reflexionado suficientemente. Iste es también el reto del Estado. Aquí es donde se pone de manifiesto si realmente quiere el bien del hombre a quien debe servir. Sería impecablemente democrático -y más respetuoso con la sociedad- que el Estado estimulase sinceramente la educación de iniciativa social, de forma que todo grupo social que tenga algo que decir sobre el significado de la vida pueda libremente desarrollar sus instituciones educativas, sin más exigencias que unos «standars de calidad», y sin que esto suponga discriminación por su coste económico. Aquí reside el núcleo de la libertad de enseñanza. El Estado debería señalar los «El cristianismo no es una objetivos generales de cada ciclo educativo, iguales para ideología, superpuesta a una todos, dejando después autonomía a cada realidad escolar para alcanzarlos. Unidad de objetivos y pluralidad de enseñanza supuestamente recorridos. Eso sería promover la libertad de educación. Hoy, neutra. Este ha sido el error de en cambio, se tiende a una uniformidad de recorridos de tal modo que en la práctica se atenta contra la libertad. Esta una parte no desdeñable de la falta de libertad en nuestra legislación educativa vigente no escuela católica. Así lo pone de afecta sólo a quienes eligen la escuela de iniciativa social, y manifiesto la escasísima que han de afrontar un costo añadido importante para escapar de la uniformidad, sino también a los alumnos de la escuela incidencia cultural de un estatal, pues, a cambio de la gratuidad, deben soportar la cristianismo reducido a la ' uniformidad y un recorte sustantivo en sus ámbitos de 'práctica religiosa''.» conocimiento. Es decir, en su educación. Defender una libertad de este tipo no es pedir un privilegio «Sería impecablemente democrático que el Estado estimulase la educación de iniciativa social, deforma que todo grupo social que tengo algo que decir sobre el significado de la vida pueda libremente desarrollar sus instituciones educativas, sin más exigencias que unos «standars de calidad» y sin que esto suponga discriminación por su coste económico.» para un determinado proyecto educativo, sino libertad para todos los proyectos educativos. De este modo, los jóvenes y las familias estarán en condiciones de elegir aquello que crean más adecuado. Pidiendo libertad para uno se pide libertad para todos: éste es el ejercicio de la democracia. Es fácil deducir lo que una experiencia educativa de este tipo supondría para quienes se dedican a la enseñanza. El espacio de libertad creado permitiría la creatividad educativa de tantos profesionales de la enseñanza que ven coartadas por tal uniformidad sus propias iniciativas, reduciéndolos a meros transmisores de conocimientos en los que su propia persona queda fuera. De esta forma dejarían de ser simples profesores de conocimientos para convertirse en maestros. No es difícil imaginar la repercusión que un profesorado ilusionado por su propia tarea educativa ejercería despertando la creatividad de los alumnos y su implicación en la tarea educativa. Ni es difícil imaginar lo que unos alumnos así educados, así introducidos a la vida, apasionados por ella, significarían en nuestra sociedad.