España, nación de naciones Cataluña en el contexto español actual s muy probable que la situación de tensión a que hemos llegado en relación con el papel que le corresponde a Cataluña en el conjunto de la política y la sociedad españolas exija remitirse a los principios. En efecto, en los últimos tiempos se ha engendrado un mutuo proceso de desconfianzas que ha convertido en crispada una convivencia que hasta ahora, sin estar libre de problemas, se había desarrollado en unas condiciones que se pueden considerar en términos generales como satisfactorias. El grupo catalanista ha sido presentado no sólo como el apoyo fundamental de un gobierno que habría perdido su base popular, sino también como dispuesto a sostenerlo cuanto tiempo sea preciso por motivos mercenarios al mismo tiempo que de manera solapada practicaría una política de transformación de la realidad social de su región destinada a hacerla heterogénea con respecto al resto de las españolas. Por otra parte se piensa que Cataluña no ha sido nunca comprendida en su integridad y que la concesión de la autonomía ha estado sometida a todo tipo de trabas prácticas; como consecuencia, habría que pensar —como imaginan incluso algunos militantes del partido de Pujol— que es necesario establecer un nuevo contrato político entre Cataluña y el resto de España. Ante el espectáculo de tales diferencias de criterio ha nacido en los últimos tiempos un cierto ensayismo acerca del ser de España que nos remite a los años cincuenta o incluso al cambio de siglo con el regeneracionismo rampante que le caracterizó y que ahora reverdece. En una situación como esa resulta, en efecto, imprescindible remitirse a los principios. Quizá quien mejor ha dado cuenta de lo que es la realidad histórica pasada española y también la presente ha sido Carlos Seco Serrano. Según el España es una "nación de naciones" E JAVIER TUSELL «Ha nacido en los últimos tiempos un cierto ensayismo acerca del ser de España que nos remite a los años cincuenta o incluso al cambio de siglo con el regeneracionismo rampante que le caracterizó y que ahora reverdece.» como en cierta manera lo fue también entre los siglos XVI y XVII. Eso excluye la concepción de España como un mero Estado que cobijaría, con una especie de estructura artificial, a varias naciones o su visión como un agregado plural de naciones como en otro tiempo pudo ser el Imperio Austrohúngaro. La tesis de la "nación de naciones" parte de la consideración de que en España en realidad se dan situaciones muy diversas con respecto a la conciencia nacional. Hay sentimientos regionales, mera voluntad descentralizadora y también un grado superior de aquellos, el cobijado en la denominación, quizá bárbara pero constitucional, de "nacionalidades". Una situación como ésta es rigurosamente original al menos en la Europa actual. La Alemania federal que ha llegado a tener dos Estados hasta hace cinco años es mucho más homogénea que España. Italia, que ha formado una unidad política tardíamente, ahora cuestionada, lo es también. Incluso podría decirse que el caso de Bélgica es muy distinto porque se trata de dos comunidades semejantes en peso, cosa que en cambio no vale para España. Esta, por otro lado, tiene una conciencia de unidad que puede cambiar en intensidad pero que es evidente por su trayectoria pasada y también por su presente actual, revelado por las encuestas. Ahora bien, aceptada esta constatación, podríamos pasar en un segundo lugar a enfrentarnos también con otro punto de partida. En todos los problemas de índole nacional la forma inicial de manifestarse la voluntad de resolverlo juega un papel decisivo. Israel fue posible porque un grupo reducido de personas —los sionistas— decidieron lanzarse a una empresa en apariencia demente, aparte de imposible. Suele haber, en estas materias, sucesos que crean una indudable irreversibilidad: la guerra civil en Yugoslavia ha hecho que en el futuro ésta sea imposible cuando alguna forma de unidad política podía existir en 1989. Pues bien, en el caso de España desde 1977 se partió de un gran acierto inicial que fue acompañado de un error casi inmediato y otro diferido en el tiempo. El acierto consistió en la voluntad de convivencia. Adviértase que fue sobre todo eso, voluntad, porque no resultó posible llegar a más, y de ahí que el título VIH de la constitución remitiera a la concreción que de él se hiciera en el futuro del contenido políticoinstitucional y organizativo de esta "nación de naciones". El error inmediato consistió en considerar que se podía considerar como idéntico el caso de regiones de creación ficticia, el de aquellas que merecerían este nombre y el de aquellas otras en que el sentimiento de pertenencia a una comunidad propia tiene ese carácter reduplicativo. Con la perspectiva del tiempo podemos ya emitir un juicio acerca de las razones que llevaron a esta solución. Fue la propia clase política la que creó una especie de carrera de reivindicaciones por el afán de evitar el agravio comparativo; muy a menudo la actitud de los partidos políticos —de todos ellos— fue bastante «La tesis de la "nación de naciones" parte de la consideración de que en España en realidad se dan situaciones muy diversas con respecto a la conciencia nacional.» irresponsable en el más estricto sentido del término, sin prever las consecuencias de lo que vendría a continuación. Lo que ahora interesa de forma especial es renovar esa voluntad de convivencia (o de "conllevancia") y no sustituirla por otras fórmulas, de apariencia radical, pero que acabarían por concluir en empeorar el punto de partida. En un libro reciente, titulado "La amenaza separatista", Miguel Platón ha presentado la fórmula constitucional como producto de una casualidad o una traición, ha ligado nacionalismo periférico y subde-sarrollo y ha recalcado el supuesto papel decisivo que ETA ha jugado en la ampliación de las demandas nacionalistas. En la práctica esta fórmula cuestiona la voluntad inicial de convivencia, como también lo hace la reclamación de independencia, a más largo o más breve plazo. Algo idéntico cabe decir de esa supuesta solución consistente en llegar al federalismo. La verdad es que con este término se alude a realidades tan diversas que es absurdo pretender que sea una solución: por lo menos se trata de tantas soluciones como modelos federales existen en el mundo (que, en no pocas ocasiones, resultan mucho más modestas como fórmula de distribución del poder que la propia Constitución española). Un federalismo radical, como el de la Constitución de 1873, resultaría inviable en España pero sobre todo correspondería muy poco con la realidad del país. No hay que pensar en empezar de nuevo sino en insistir en el rumbo marcado un día. Sucede, sin embargo, que, tras ese error inicial que consistió en pretender la igualdad absoluta, se ha cometido otro consistente en no encontrar el modo adecuado de integrar en la política española la aportación catalana. La afirmación de Alcalá Zamora de que Cambó siempre dudaba entre ser Bolivar de Cataluña o Bismarck en España adquiere de esta manera una resonancia actual de la que conviene recordar que no basta señalar su dependencia del propio catalanismo sino también de la manera en que sea recibida su aportación por el resto de España. El intento de Roca de configurar una alternativa política concluyó en el más estrepitoso fracaso que se ha conocido en la política española y sin duda ha contribuido de manera muy evidente a la situación en que nos encontramos en el momento actual. Por un lado el catalanismo no ha querido intervenir de manera directa en la gobernación de España, como si estuviera escaldado por los anteriores intentos. Por otro, ese tipo de actitud ha contribuido a multiplicar la prevención con respecto de él acusándole, como mínimo, de ambigüedad. Y eso no hace otra cosa que hacer patente la sensación de incomodidad catalanista puesto que da la sensación de que en cada momento se le está exigiendo un plus de definición que, en cambio, no se les pide al resto de los partidos. Llega un momento en que los dirigentes catalanistas se niegan a aceptar responder, una vez más, a la pregunta de si están «Un federalismo radical, como el de la Constitución de 1873, resultaría inviable en España pero sobre todo correspondería muy poco con la realidad del país.» luchando por una España grande, al modo de Cambó, o por tan sólo una Cataluña independiente. Es muy posible que la dirección del catalanismo pensara que el simple apoyo parlamentario al gobierno socialista le iba a permitir una situación más confortable pero ha sido exactamente al contrario. Una razón principal ha consistido en el extremado tacticismo de la oposición que no ha dudado en plantear la política contra el gobierno socialista mediante el procedimiento de utilizar un latente anticatalanismo, ahora incentivado por supuestos casos de obtención de beneficios materiales a cambio del apoyo político. Lo pésimo es que este tipo de acusación de comportamiento "fenicio" no tiene en cuenta el mal que puede causar a medio plazo principalmente porque los catalanes son, ante todo, sentimentales. Día a día se ha ido alejando la posibilidad de que el catalanismo apoyara una solución política de recambio. No debiera ni siquiera ser necesario desmentir esas acusaciones pero han sido tantas las que han aparecido en la prensa que conviene recordar que no se ha podido demostrar ni un solo caso en que las inversiones públicas se hayan sesgado a favor de Cataluña como consecuencia del apoyo político de Pujol. En obras de infraestructura la provincia de Barcelona ha estado siempre por debajo de Madrid mientras que se le acercaba Sevilla. Por cada peseta que el Ministerio de Cultura emplea en Barcelona gasta más de 80 en Madrid. En lo que los críticos del catalanismo tienen toda la razón es en cuanto se refiere a la ambigüedad con la que se expresa en temas que parecen esenciales. Esta ambigüedad resulta mayor que la del nacionalismo vasco por fragmentación de éste, por la existencia de la violencia que crea una frontera mucho más divisoria y, sobre todo, por la concesión a este caso de la condición de excepcionalidad que en cambio se admite menos para el caso catalán por la "moderación" que se suele atribuir a sus dirigentes. La verdad es que éstos no se han embarcado en polémicas acerca de cuestiones como la "autodeterminación", un debate estéril donde los haya porque cada vez que hay unas elecciones se está autodeterminando toda una nación y sus regiones. Cuando ha podido parecer que Pujol hacía declaraciones muy estridentes (por ejemplo sobre la independencia de Lituania) muy pronto las ha contrapesado con otras (por ejemplo, al decir que España no es Yugoslavia o la antigua URSS). El problema consiste en que el catalanismo parte de unos supuestos que hacen inevitable la ambigüedad. En primer lugar es un movimiento político que cubre un ancho espectro ideológico e incluso de grados de catalanidad, y eso mismo le condena a tratar de satisfacer una amplia pluralidad de actitudes. La diferencia de votos que obtiene de unas elecciones generales a otras de carácter regional testimonia una situación como la descrita. Pero más que nada, la ambigüedad del catalanismo deriva de la idea de nación en que se «En obras de infraestructura la provincia de Barcelona ha estado siempre por debajo de Madrid mientras que se le acercaba Sevilla.» fundamenta. Se trata de una idea esencialista y romántica, fundamentada en una visión de la Historia de acuerdo con la cual Cataluña se habría formado en tiempos medievales y luego habría sufrido durante toda la modernidad una opresión exterior. Partiendo de esa base es muy difícil no acabar practicando la reivindicación permanente, en especial cuando se parte de un marco tan flexible como el que proporciona el título VIII de la Constitución. A la hora de tratar de imaginar un futuro menos conflictivo bueno será empezar por advertir la necesidad de concluir el edificio constitucional de manera definitiva. De cuanto antecede se podrá deducir que el autor de este artículo considera que sería bueno dar tratamiento diferente, no privilegiado, a lo que es objetivamente diferente. Concluir de definir los límites del "Estado de las autonomías" es ya imprescindible. Pero a ello habría que añadir la constatación de dos realidades más. En primer lugar no cabe la menor duda de que en el rumbo que se ha seguido ha habido muchos éxitos y, en general, puede decirse que si el problema más grave que tiene la democracia española es éste bien nos podemos dar por satisfechos porque nadie parece dispuesto a tensar la cuerda hasta que se rompa. Pero, además, es mucho lo que se ha hecho en un plazo reducido de tiempo y de manera satisfactoria para todos. Hacer esta afirmación es una condición necesaria para resolver los problemas que, sin duda, existen. A estas alturas nadie tratará de ponerlo en duda pero conviene advertir que la entidad de los mismos no es tan grande para el abismo que parece existir entre quienes se enfrentan acerca de ellos. Llama la atención, por ejemplo, que el contenido de la carta de la Real Academia al Presidente del Gobierno señala motivos de rectificación de una importancia muy relativa. Lo cierto es, sin embargo, que ni siquiera los académicos catalanoparlantes están de acuerdo en ella y menos aún la Generalitat para quien la discriminación afecta en forma negativa al catalán. En cierta manera el problema es insoluble: dándose en Cataluña unas condiciones buenas para el bilingüismo lo cierto es que la radical identidad de situaciones para ambas lenguas es imposible. Cabe, por tanto, pedir que el debate prosiga acotado por el respeto al marco constitucional y estatutario y por el fundamental acuerdo en tratar de resolverlo mediante una solución satisfactoria para todos. Es esencial la tolerancia y para practicarla empieza por ser imprescindible descubrir que no se da de forma espontánea. Hay que preguntarse hasta qué punto la totalidad de los españoles se han dado cuenta de que el catalán merece idéntico tratamiento que la lengua que habla el resto de los españoles. Hace falta preguntarse también si el catalanismo es consciente de que para ese fin no son buenos todos los medios. Cabría añadir, en efecto, una conveniencia más, la relativa a la desconfianza que hay que tener en el papel del «A la hora de tratar de imaginar un futuro menos conflictivo bueno será empezar por advertir la necesidad de concluir el edificio constitucional de manera definitiva.» Estado. En el fondo la Generalitat al practicar la "inmersión" le atribuye un papel de compensación que es idéntico al que la Real Academia pide al Presidente. Sería mucho mejor pactar que esperar a compensar cada uno por su cuenta los supuestos entuertos producidos por el otro.