Europa unida y desunida: Oriente y Occidente MARÍA RIAZA * onstituye un tema de actualidad el hablar de Europa. “Somos europeos”, se oye decir, incluso se dice “ya” lo somos (como si no hiciera siglos que lo fuéramos). Lo europeo pide que se conteste a una pregunta previa: ¿qué es Europa? C Se han llenado bibliotecas contestándolo. Yo me pregunto —y mis lectores se preguntarán— ¿por qué una más? Yo pretendo que no sea una más, ya que voy a adoptar otro punto de vista. Toda pregunta lleva en su seno la contestación (de ahí la importancia de esta formulación). La pregunta, tal y como suele hacerse, tiene un supuesto: Europa es el Occidente. Quiero sustraer de este subsuelo esa obviedad (la “mayor”, como a muchos les gusta hoy decir, cuando no suelen saber que es eso de la “mayor”): Europa es igual a Occidente. * Profesora de Historia. Yo, en cambio, voy a referirme (así es la formulación mía) a una Europa partida en dos: Oriente y Occidente. Si una realidad histórica o social está partida, quiere decir que no goza de buena salud. ¿Debe llamarse “una” Europa al solo occidente? En esto vamos a centrar nuestra reflexión, y vamos a hacerlo más bien desde ese oriente preterido, sin abandonar completamente el asiento occidental. Y a eso voy. Dejando a un lado —ya no voy a tratar de eso; no por ningún gesto de desdén— las meras sinapsis económicas (admítase la metáfora económica) entre las naciones occidentales, vuelvo a formular la pregunta (y suponiendo otro subsuelo): ¿qué entendemos por Europa? Lo que muchos entienden, tanto con opiniones cultas como populares, o mejor dicho lo que creen, sin reflexión, tal y como Ortega entendía las creencias, es que Europa es una unidad cultural y política de varios países dentro del marco geográfico, levemente confuso de Europa: Francia y Alemania principalmente, después los Países nórdicos e Italia, y con cierta “tolerancia” España, Portugal e Inglaterra. Pero nada más (dejemos a un lado los pequeños estados que no perturban esta visión). Voy a referirme a esta creencia y al peligro potencial que encierra por lo inexacta y productora de empecinamiento fanático. Conviene saber cómo se produce esta patológica fisura que ha llegado hasta hoy. También por qué se ha producido. Y si deseamos una noción de Europa efectiva, verdadera (así como el café-café) habría que descubrir la profundidad de esta rotura, para, en su caso, buscarle remedio. Creo que, sin realizar este esfuerzo, Europa no sería nunca propiamente Europa. Una de las partes de este complejo histórico ha mirado hacia Occidente, y es más, se ha creído la única Europa, y otra Europa de Oriente que se ha constituido frente a ella y, a veces, contra ella siempre con cierta condolencia respecto a la incomprensión del otro pedazo. Incluso el mundo europeo-oriental, el otro lado de la fisura, ha revestido un cierto carácter resentido. Además se trata de describir la hendidura, y buscar su porqué: voy a hacerlo más bien (no exclusivamente) desde el lado oriental. Es quizás la posible novedad de este estudio. El trabajo va a tener dos momentos diferenciables: un primero, centrado en RomaBizancio (Constantinopla), y un segundo que lo sería entre “Occidente” y “Rusia”. Vamos a pasar ahora a tratar del primero de estos centros. Roma y Bizancio. La primera y la segunda Roma geología: la situación dinámica de la corteza terrestre. Esta corteza, aparentemente quiescente, es sin embargo móvil. Cuando nos referimos de modo corriente a la tierra, suponemos que está quieta o, al menos, actuamos como si así fuera, lo ponemos entre paréntesis. Y no es así. Este olvido cuesta, a veces caro. En la tierra hay una capa externa (con su delgada “piel”, la biosfera) que se sostiene en otra móvil: las llamadas placas tectónicas. La tectónica de placas nos habla no sólo de su composición, sino de sus movimientos. Estos elementos van configurando la capa externa y también moldeando sus cambios, los que apercibimos. Los cambios visibles vienen de los no visibles. Si queremos entender un movimiento de tierras, un volcán por ejemplo, tenemos que acudir a la tectónica de placas y a su dinámica. Pasemos ahora a seguir este hilo conductor. a) Tengamos la lengua latina que es vehículo de un estilo de pensamiento. b) Tengamos, además, el griego que lleva aparejado el suyo. Cada una de estas lenguas puede pensar y decir realidades diversas. Lo que puede expresarse en una lengua no se puede expresar en la otra (de ahí lo peligroso de la traducción). Sobre esta diversidad fundamentante, se va a extender un manto de pretensión unificadora: el cristianismo. Trae como proyecto el ecumenismo, un saber y hacer universal. Como este manto esta asentado en placas diversas, que chocan y se encrespan, van a producirse roturas, y aun más una definitoria hendidura: oriente-occidente. Las fracturas vienen de las placas, los intentos de unificación de las superficies: culturas, costumbres, pensamiento político. Así podríamos esquematizar: Como se trata de una fisura, vamos, de intento, a tomar un esquema metafórico tomado de la — Una de las placas sería la lengua latina. La lengua del derecho (ius) y la lex que crea una mentalidad histórica incluso en el bajo pueblo. También es vehículo de un cierto pragmatismo técnico. — La otra sería la lengua griega, la lengua de la filosofía y de la ciencia que va a producir una cultura discutidora, y con deseo de ocio (no pragmatismo). La pretensión es la razón; su método al diálogo. Importa sobre manera la retórica (que constituyó un puntal en el mundo bizantino). El cristianismo aparece recubriendo estas placas con pretensión unificadora. ¿Logró su empeño? Veámoslo. a) Placa latina Cuando el imperio romano (con capital en Roma) entra en una decadencia política y económica, parece el fin de la romanidad. No lo fue. Diocleciano (245-313) decide cambiar la política del imperio, política única, por otra, que va a escindir el Imperio —para salvar lo que queda— en dos porciones. Comienza la historia de oriente-occidente. Por lo pronto, él cree poder conservar el latín. El latín es impositivo, es la lengua imperial. Por lo pronto fragmenta el poder: dos augustos, ayudados por dos césares. Además ve posible vivir fuera de la Roma geográfica y se construye una magnífica residencia en Spalatum (Splitt en la antigua Yugoeslavia). Esta residencia imperial se conserva aún hoy muy entera como signo visible de la primera inflexión del nuevo imperio. Es el primer paso de distanciamiento con Roma. Es Constantino el que funda en la antigua colonia griega Bizancio, la ciudad que llevará su nombre hasta la caída de la 2ª Roma. Se trata de un lugar estratégico en el Bósforo, en él va a instaurar Constantino la heredera legítima del imperio: la Nueva Roma. Sus habitantes se llamarán romanos, pero la cultura de sus habitantes, la gente común, sus nuevos súbditos, es griega. El poder se funda en la “auctoritas” romana y sigue siendo único y regido por sus leyes. Pero Constantino va a introducir una novedad esencial, permite, incluso impone después, el cristianismo, perseguido hasta entonces en la primera Roma. El emperador se convierte y también su madre Helena (la que encontró en Jerusalén —según la leyenda— la Cruz de Cristo). La iglesia ortodoxa venera a estos dos personajes como santos. Un icono tradicional los muestra a ambos lados de la Cruz. Los receptores del cristianismo (muchos ya cristianos aunque fuera de la antigua ley romana) son griegos y piensan en griego. Por ello se van a producir pronto discusiones y disensiones. El primer intento de helenización va a serlo del mensaje evangélico. Constantino tendrá que intervenir con todo su poder (romano) para zanjar las controversias, convocando un “Concilium” en Nicea, próxima a Constantinopla, en el año 325. El mundo de pensamiento griego va ganando la partida, y una vez caída la primera Roma en el año 476 se convertirá en la segunda Roma (nombre éste que le fue asignado posteriormente por los historiadores), pero esta segunda Roma será casi griega, y cada vez va a serlo más. No vamos a seguir aquí la historia pormenorizada del latín. No sería posible, ni necesario. Vamos a hacer algunas catas que nos permitirán reconstruir el camino. Nos encontramos así con Justiniano (activo entre 527-565). Se trató de un gran legista que reúne el anterior derecho romano. Este gesto romano-latino pretende unir las dos mentalidades, sobre todo al ser usado. En Justiniano encontramos el aspecto jurídico (Corpus iuris, Pandectas, etc.) y la doctrina cristiana que va helenizándose. Tiene frente a sí una Roma (ya en poder de los ostrogodos). Aunque éstos no hablan latín (son por eso llamados bárbaros), pero sí desean latinizarse. El latín es una lengua estimada y valorada como dadora de civilización. En segundo lugar tenemos a la “Nueva Roma”, Constantinopla, de la que hemos tratado. Y en tercer lugar a Beryto (la actual Beirut), con programas similares a los de la segunda Roma y un ganado prestigio en los temas jurídicos. A Justiniano le interesa la protección del latín (la lengua del ius, y por eso la lengua civilizadora). Pero el griego va ganando la partida, porque en estas cuestiones no se trata de un empeño ideal, sino de un comportamiento de la sociedad. Además, ganada la partida el cristianismo, las discusiones teológicas se dan en griego (pensemos en los Concilios que se han ido realizando) y la enemistad imperial por la Filosofía neoplatónica, sobre todo la que, procedente de Proclo, se imparte en la Universidad de Atenas (en la cual han estudiado las excelsas figuras de la teología cristiana, como los grandes Capadocios). Se la considera demasiado griega, y demasiado paganizante por ello. Este triunfo del griego supone su conversión en lengua culta dentro del dominio de Costantinopla. No por ello se vuelve al griego clásico, sino que se va puliendo el griego de la koiné y se va constituyendo un lenguaje de base griega, pero propio de esta cultura bizantina. b) Placa griega En Constantinopla el griego de la koiné, e incluso el clásico, era manejado no sólo por el pueblo de ese “habla”, sino por las elites intelectuales. Se estudiaba a los grandes filósofos, Platón y Aristóteles, muchas veces “colados” a través del neplatonismo de Proclo. Al principio, esta familiarización con el pensamiento griego fue considerada peligrosa para el naciente cristianismo. Por eso Justiniano cerro la Universidad de Atenas. En los países helenísticos de Asia Menor el cristianismo se difundió en griego. Recordemos las cartas de San Juan (llamado “el teólogo” por la iglesia oriental), y que aparecen en una versión figurada que nos orienta sobre los peligros del “nuevo” pensamiento. Aquí —y a propósito de este nuevo griego— hay que introducir otra nueva placa lingüística: el hebreo y el arameo. Es una pequeña, pero de gran peso en esta historia. El griego “religioso” (del que es calco el griego bizantino sin más) va llenándose de semitismos (y no sólo palabras que se insertan, sino giros nuevos que reflejan otro modo de pensar). Es muy importante tener en cuenta este griego deformado, y también reformado, para que puedan entenderlo los judeo-cristianos de la diáspora, que todavía conservaban, como raíz lingüística, sus idiomas de origen. Muchas veces es el arameo (y hasta el hebreo literario, que se conocía por las lecturas en la sinagoga, aunque apenas entendido por ellos). Hay términos judíos que han permanecido en todas las lenguas del cristianismo (incluso en la actualidad). Así amén y aleluya. Otro fenómeno ha sido el de la adquisición de nuevos significados, como agape que se tradujo al latín por caritas y de ahí ha pasado a todas las lenguas romances. Hoy trata de imponerse la traducción “amor”. Todas las traducciones son insuficientes y algunas deformadoras (inconvenientes de la traducción, que a veces abre nuevos caminos). Arrastran estos sucesos, cuando se van produciendo, a las lenguas que vehiculan el pensamiento. También ocurre, en el público más culto, que se tomen términos para cargarlos de nueva significación. Como ejemplo privilegiado tenemos el término “parádosis”, igual a traditio, que tan fundamental ha sido y sigue siendo para el catolicismo. Otros términos conllevan con ellos una nueva antropología, como pneuma y psique como cuerpo (soma) y sarx (traducido por “carne”, pero con una diversidad de sentidos enriquecedores, pero en los que aquí no podemos entrar). Como vemos, el griego que necesita expresar la nueva religión se va haciendo precisa unas veces y polivalente otras, pero se va recreando como un instrumento nuevo. Hay pues una adaptación al helenismo llena de dificultades que luego veremos. Hay también una especie de catalizador de este ensamblaje, las lenguas semíticas. Esto lo acabamos de ver, pero convenía destacarlo a la hora de entender el nervio griego por varias razones. — Porque fuerza a la lengua “primitiva” a aceptar nociones de muy distinto contenido vital. Enriquece por un lado, y deforma por otro. — Porque hará plantearse a la nueva religión temas implanteables en la mera mentalidad semítica. — Porque obliga a un tipo de razonamiento y a una dialéctica desconocida. — Porque, además, obliga a precisar definiciones que se dan por supuestas en otras lenguas (comienzo de un discurrir propiamente racional). Una vez repasados los meandros de estas lenguas, tenemos ya los elementos que van a explicar las roturas (que fue nuestro planteamiento inicial), vamos a pasar a desmenuzar los principales acontecimientos que la produjeron. Y no se olvide que este rompimiento se produce pretendiendo unificar, componer o restaurar. Se rompe el manto que pretende cubrir las resquebrajaduras internas. Segunda parte: los acontecimientos visibles de la rotura Ya hemos tocado este tema (más desde lo lingüístico) en Justiniano. Al mismo tiempo que recoge y revaloriza la lengua latina, para realzar el derecho y la mentalidad a él ligada, se precia de salvaguardar el cristianismo, que se ve amenazado, al insuflarlo la cultura griega. Por eso cerró la Universidad de Atenas, y dificultó la expansión del neoplatonismo. Él ya había recibido un helenismo cristiano (en frase del teólogo ruso Pavel Floresnsky) que venía de las discusiones conciliares desde Nicea en el año 325. Para conocer el papel del pensamiento latino en la cultura bizantina, conviene examinar los planes de estudios forjados por Justiniano, que dan algo así como la temperatura de ambas culturas, unificándose. El programa de estudios de la Universidad constantinopolitana se traza para las dos lenguas. Son estudios de 4 ó 5 años, y se procura dignificar las profesiones intelectuales. También se crean escuelas patriarcales para la formación de clérigos en griego y en latín. Sin embargo, el verdadero fundador de la Universidad de Constantinopla fue Teodosio II en el año 425. Se instauraban en ella 31 cátedras e interesa ver en cuál de las lenguas usadas se impartían. — La Gramática (con un contenido más extenso que el actual). Quizás más cercano a esta disciplina en el Trivium del Medioevo occidental. Esta disciplina adjudicaba 10 horas al latín y otras tantas al griego. — Retórica (saber fundamental para la discusión y la exposición persuasiva). Aquí tenemos 5 horas para el griego y 3 para el latín. — La Filosofía se impartía siempre en griego y el Derecho en latín. No se necesita más comentario. Los profesores llamados “helenos” eran simplemente los filósofos, y eran, a veces, paganos. Notamos aquí cierta avenencia de las dos culturas, con una preponderancia del griego, más afín al alumnado esperado. También se crearon centros de enseñanza en las provincias más bien en griego. Así en Alejandría el Museia Academica, y de nuevo en Atenas. A la antigua universidad asistieron los grandes Capadocios (San Basilio, San Gregorio Nacianceno y el de Nisa) que asimilaron a la cultura cristiana el neoplatonismo de Proclo, que no sólo era pagano sino anticristiano. Se va produciendo así un “helenismo cristiano”, ya en los siglos III y IV, que se va consolidando en los siglos posteriores. Al producirse la helenización se dan dos actitudes extremas: el total rechazo (Taciano, Atenágoras) y una moderada aceptación (por ejemplo, Marco Aurelio es admirado como preludiando el cristianismo con su interiorismo). En el otro extremo de helenización tenemos la controvertida figura de Orígenes (253). Había seguido con entusiasmo las lecciones de Amonio Saccas en Alejandría, como nos lo da a conocer Eusebio de Cesarea. La filosofía griega llega a parecer indispensable para entender la revelación (su antecedente había sido el judío Filón, que creía algo semejante para la comprensión del Antiguo Testamento). Vemos, pues, que el griego va imponiéndose al pensamiento. Y ahora nos preguntamos: ¿sirve esta unificación helenizante de cobertor de las “placas” lingüísticas diferentes? Podríamos decir que no. Este “helenismo cristianizado” (mejor que cristianismo helenizado), propuesto, como ya dijimos, y razonado por el gran filósofo y teólogo ruso contemporáneo P. Florensky, va a representarse en distintos episodios. a) El rompimiento desde la frontera griega — Uno de ellos el de Flavio Claudio Juliano, cuyo breve reinado (361—363) fue muy llamativo. Pensó restaurar la cultura antigua, ligada a su religión. Impidió la destrucción de los templos paganos e incluso hizo erigir alguno. Supone un extremo helenizante no cristiano y una mirada nostálgica hacia el pasado que ya se ha ido. Otro de los momentos decisivos en esta helenización se centra en la labor del emperador Constantino Monomacos que trae a la Universidad al gran humanista Miguel Psellos. Este humanismo griego va alejándose cada vez más de lo latino, pero aún sin violento rompimiento. — Otro episodio, muchos y variados episodios, los que se producen al aplicar el pensamiento griego al cristianismo se desvían de la tradición apostólica, provocan las reuniones conciliares que tratarán (en griego) con el instrumento de la Filosofía, de hacer inteligible, con rectitud, los datos revelados. Son las herejías y su refutación de lo que luego vamos a tratar. — Hay que decir aquí que los emperadores romanos (así se consideraban los de Constantinopla) convocaban los Concilios y asistían a ellos, con la autoridad que les confería el poder. Ahora entramos a tratar brevemente, del rompimiento de las dos Europas. Como no podemos seguir esta historia en la totalidad de su trayectoria, vamos a tomar algunos hitos representativos de ella. La filosofía de los Padres griegos pierde vigencia con la crisis iconoclasta. Es un fenómeno significativo porque repiensa la posibilidad de representación de Cristo — Verbo divino— a los hombres. Esta manifestación no puede hacerse a través de la mano del hombre. Por eso los iconos no sólo son inútiles sino contrarios a esta comunicación. En consecuencia deben ser destruidos. Esta crisis no terminará hasta San Juan Damasceno (muerto en 754), el último de los grandes teólogos dependientes de los antiguos Padres griegos. La violencia, propiamente, no vendrá tanto de lo ideológico como de lo militar (aunque con tinte religioso). Se trata de la toma, saqueo y destrucción parcial de la ciudad de Constantinopla por los Cruzados en 1204. Esto va a producir una grave enemistad coloreada de miedo y desprecio. Aun en este estado de decadencia, hay un brote intelectual de carácter netamente griego-bizantino en tiempo de los Paleólogos. Recordemos aquí al emperador Manuel II, Paleólogo gran conocedor del mundo clásico. Tiene además el significado — interesante para nuestro tema— de intentar un acercamiento con occidente. Propuso claramente la reconciliación, lográndola de derecho aunque no de hecho. La cultura bizantina había ya endurecido sus fronteras ideológicas, impidiendo cualquier posibilidad de ósmosis. En tiempo de los Paleólogos, las grandes figuras de Besarión y Gemisto Pletón (principios del XV) que hicieron brillar, con brillo decadente, la bellísima ciudad de Mistra (es preciso recorrerla despacio, aun hoy). En su escuela se dieron clases dialogadas (según los principios retóricos y dialécticos griegos). Vamos a dejar ahora la historia intelectual propia, para tocar otro punto fundamental en el conocimiento de esta rasgadura. Las herejías El humanismo greco-cristiano va a intentar repensar helenísticamente la revelación. Y así se van a producir las herejías. Las herejías —sea donde sea que se den— son manifestaciones de pujanza ideológica. Esta pujanza invade aquí hasta el mundo no intelectual, hasta el pueblo llano, que discute en plazas y mercados sobre la Trinidad, por supuesto en su lengua materna. El helenismo cristiano va a intentar recubrir los rompimientos que se producen en la misma capa unificadora del ecumenismo cristiano. Este cristianismo, en expansión por las provincias griegas de Asia, constituye el primer proyecto de Europa, algo así como su embrión. Los nacientes enemigos del cristianismo son los griegos, y las posibles desviaciones de los cristianos también, por eso su defensa tendrá que hacerse en griego y buscando apoyos en su filosofía. Hay, por lo pronto, que clasificar los términos griegos que ya no pueden llenarse con el significado antiguo. Ejemplo privilegiado lo constituye la reflexión sobre la persona. Los antiguos entendieron al hombre como naturaleza humana. Esta naturaleza “revestida” de una máscara conseguía la individualidad (recuérdese a este propósito el largo proceso en la filosofía occidental de la “individuación”). Pero aquí se pretende llegar a otra cosa: a la noción de persona: alguien individual de suyo, que incluye esencialmente la inteligencia y la voluntad libre, y todo ello descubrible por el proceso de interiorización. Al aplicar esta noción a Cristo hay vacilaciones y malos entendidos. Principalmente dos: Cristo es una persona, la más digna entre las existentes pero una persona creada. Dios es uno, y esta es la única manera que se encuentra para salvaguardar la unidad. Otra se va al extremo: Cristo es Dios, pero su humanidad es mera apariencia, algo así como un disfraz (sería el modo más cercano al antiguo modo de pensar, al prosopon). Esto como ejemplo de racionalización; aquí no podemos desmenuzar todas las herejías, cristológicas y trinitarias. Estos intentos de racionalizar lo que, de suyo, no puede ser lo constituye un esfuerzo gigantesco, que es como indicador de la fuerza de la nueva religión. Incluso podría decirse que cualquier doctrina (incluso filosófica o política) que no diera lugar a “herejías” denotaría su falta de vitalidad. Es una vida que surge como un manantial indómito al que se pretende domar, es decir aquí, reducir a la inteligencia humana. Las herejías que nacen en el mundo oriental y que se refutan en los 7 primeros Concilios hacen estirarse, por así decirlo, a esta filosofía, que se convierte en otra distinta. La Teología de los primeros Concilios (En Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia) será la depuradora —y en cierta medida la creadora— del dogma cristiano. Los principales herejes, Arrio y Nestorio. Toda esta elaboración se interrumpió con la crisis iconoclasta, de León y Constantino. A esta crisis no debe llamársele herejía, sino mera secesión. No llega a ser un rompimiento; más una interrupción del curso del pensamiento. Se trata más bien, del trato popular con lo divino y los santos. Tiene que ver con nociones griegas, aunque hay quien las aproxima al pensamiento árabe o judío. No es imposible, puesto que los árabes conocieron muy pronto la filosofía griega (Avicena). Es más, intentaron una platonización de Alá, en época posterior. Y aun más tarde, con su conocimiento temprano de Aristóteles (Averroes), tiñeron de helenismo su Teología antes de que eso se hiciera con Santo Tomás. Lo que aquí importa es que la “solución” al conflicto (y las comillas obedecen a que la solución no fue definitiva, y este pensamiento apareció también en Occidente entre los cátaros), la solución iconódula se dio en griego —lo mismo que la escisión— y tiene que ver con San Juan Damasceno (el que se considera el último de los Padres griegos. Por cierto que la cabeza de San Juan Bautista se venera en Damasco en la gran mezquita de los Omeyas). Pero la Teología oriental propiamente dicha tiene su comienzo antes de San Juan y después de Nicea-Constantinopla, en el Concilio de Calcedonia del año 451. Aunque, como decimos, los conceptos filosóficos empiezan a perfilarse antes (Constantinopla I, en 381), donde intervinieron los grandes Capadocios es en Calcedonia, con S. Cirilo, donde van a producirse numerosas subdoctrinas que dibujan una original antropología. Se celebró este Concilio en la iglesia de Santa Eufemia, convocado por el emperador Marciano (recordemos lo ya dicho sobre el poder del emperador de herencia latina). A este Concilio asisten latinos, pero muy pocos, y en él se va a replantear la cuestión monofisita (que afectó, y mucho, al mundo griego): sólo hay una naturaleza en Cristo, la divina. Se vuelve de nuevo a la doble naturaleza que subsiste en una persona (homoousion y no homoiusion). No se resolvió del todo la unificación. Hubo intentos de compromiso por parte de Acacio, pero sin resultado. El cisma interno se produjo y duró unos 35 años. Surge aquí una pregunta que ya se habrán formulado los que hayan llegado hasta aquí en la lectura. ¿Existió una verdadera Filosofía en Bizancio? La contestación parecerá una evasión: depende de lo que se entienda por Filosofía. La Filosofía griega clásica es entendida, a veces, como un intento de separarse de lo religioso, pero este intento no es tan claro y tajante como aquí se expresa. No hay más que releer a Jaeger para sospechar lo contrario. Ni siquiera en Aristóteles hay esta separación tajante. ¿Nos atreveríamos a dudar de su carácter filosófico? Lo mismo ocurre aquí, quizás con una pendiente menos acentuada en el intento racional, y con el forzado límite de la ortodoxia. Este esfuerzo por cristianizarse que hizo el helenismo, el llamado “helenismo cristiano” entrará en conflicto con un “latinismo cristiano” (ya lo veremos). Entonces, ¿dónde está la Filosofía? En la necesidad de formar nociones precisas que no provengan de la revelación sino del pensamiento humano, pero que permitan “entender” (y esto ya se considera necesario) aquélla. Como ya hemos indicado, hay una Filosofía (poco cercana a la Teología) en la Mistra de los Paleólogos. Es como una isla cultural en un mundo que ya toca a su término. Aparece la gran figura de Pletón. No podemos exponer su pensamiento, sólo consignar su importancia. Esta Filosofía fue muy poco conocida en Occidente, y aún hoy lo es. Pero lo que sí se conoce es la importancia que tuvieron Besarión y Pletón. Fue el gusto por la Filosofía griega en su versión directa (no reformada por el pensamiento medieval latino). La nueva Academia Platónica de Florencia, pórtico del Renacimiento italiano que permitió estudiar a los griegos. Cosme de Nédecis la fundó, y tiene en esta nueva mentalidad su apoyo. Por eso gozó de la protección ideológica de Marsilio Ficino. Esta Academia se fundó en 1479. Tenemos ahora, por fin, que hacer alguna referencia a lo que fue la rotura “oficial” con la iglesia latina: Focio. En el siglo IX (820-891) se nos presenta el patriarca Focio, “gran humanista bizantino”. Se trata de un docto profesor universitario que sigue la línea del pensamiento griego, en este caso por el camino de Orígenes. Sigue siendo fiel a Cirilo (Calcedonia), aunque se aparta del otro gran sendero de la Teología bizantina: la Teología negativa, tan cara a Gregorio de Nisa, y que tanta importancia tuvo incluso en Occidente, como veremos después. Focio es nombrado cardenal y a este nombramiento se opone Roma. Esto producirá la escisión con Roma porque: b) El occidente latino: otro modo de rompimiento — Roma considera que no se han tenido suficientemente en cuenta sus advertencias (cuestiones de competencia) La época de los primeros concilios griegos, a pesar de la mentalidad subyacente, discurre con tolerancia entre ambos. — Y esta escisión se completa con un tema teológico, que siendo en sí de poca envergadura, termina consolidando una verdadera separación: el cisma de Oriente. Se trata de la introducción en el credo de NiceaConstantinopla de la expresión filioque añadida en tiempos muy posteriores. Los primeros pensadores latino-cristianos se formaron en la filosofía griega. Pensemos, como ejemplo, en San Jerónimo, que manejó las tres lenguas del cristianismo, y nos legó una magnífica obra comparativa de sus textos. Pensemos en otro ejemplo nuclear: San Agustín. En sus comienzos se forma en el platonismo y neoplatonismo (léase despacio la Introducción a los Soliloquios). Conviene aquí traer a colación la influencia que pudo ejercer Marco Aurelio (en esto de entender hablando consigo mismo). San Agustín es el gran paladín de la interioridad; en ella se descubre el sujeto como habitación del Espíritu Santo, y como espíritu simplemente. Así se produce una nueva visión antropológica en la cual tiene un papel adecuado la biografía como modo privilegiado del conocimiento de la persona (así las Confesiones). La dificultad es de carácter teológico y viene del mundo latino, y roza los modos filosóficos de entender, en cada uno de los bloques, naturaleza y persona. Para los griegos el fundamento filosófico de la Trinidad es su noción de persona para desde él conquistar la unidad, para los latinos hay que partir de la unidad divina para hacerla compatible con las personas. Justo la inversión del planteamiento. Este tema ha sido magníficamente tratado por X. Zubiri en el estudio El ser sobrenatural: Dios y la deificación en la Teología paulina. De todos modos, la ruptura más o menos enmascarada viene de antiguo. Hay que decir, para terminar con este apartado, que aunque la discrepancia tiene su aspecto filosófico definido, el efectivo rompimiento tiene mucho de político. Se trata de poder y de competencia, entendidos al modo romano, sobre todo del poder papal y su rival el del emperador. También de usos y costumbres y sus cimientos éticos entendidos de distintos modos. Por otro lado, la iglesia oriental llegó a aceptar una gran parte de las propuestas romanas en el Concilio de Florencia-Ferrara. Ya era tarde y no sirvió a la unificación. Tanto más cuanto la ayuda que venía a suplicarse (por la inminencia de la caída de la segunda Roma) no se consiguió. Las potencias latinas, incluyendo al Papa, no atendieron a esta trágica petición, o lo hicieron en medida muy escasa. Constantinopla cayó en poder de los turcos en 1453. Les hizo falta, a unos y otros, pasar de la noción clásica de ser humano como naturaleza racional a la de persona. Esta noción supone un distanciamiento de la noción de prosopon griego (más que persona, personaje que se representa, como en el teatro) en el modo intelectivo de nous y pneuma junto con la libertad (que ya se apunta en San Pablo). Hay otro aspecto en San Agustín, más netamente latino que se muestra en la Ciudad de Dios, obra ya de madurez. Esta obra tiene por lo pronto una clave histórica real (aunque se ha discutido a qué realidad histórica se refiera). Obra que atiende a lo social, más que a lo político, en el sentido de tratar de averiguar cual es el núcleo significativo de esta ciudad. La ciudad de Dios no es ninguna ciudad concreta sino que está repartida por todo el mundo, aunque sus partes estén cohesionadas. Se construye con los hombres que aspiran al Bien (a Cristo para los cristianos). El hombre es pues ciudadano de cualquier ciudad y no de una polis; es cosmopolita. Aquí aparece manifiesta la influencia del último estoicismo (Séneca). Y esta sociedad no es quiescente sino dinámica; se va logrando. Ello no implica un logro siempre progresivo. Lo impide otra “ciudad”, la de Satán cuyo vínculo de unión es el Mal, y su regente el Maligno. Aquí se manifiesta el poso de maniqueísmo, San Agustín estuvo adscrito a esta “religión” durante muchos años. Notemos aquí dos cosas que el maniqueísmo no es una herejía sino otro modo religioso. Notemos también que a San Agustín le preocupó el problema del mal. Tema de poco relieve en el mundo bizantino. De este modo camina la historia humana dirigiéndose a la parusia con triunfos parciales de cada una de las dos ciudades, y también con interferencias. Antes hemos hablado de las herejías como termómetro para entender estas culturas. Ahora nos toca preguntar: ¿hubo herejías latinas? Y contestamos: habría que decir “sí” pero en un sentido distinto. Como desviaciones de la ortodoxia y como doctrinas condenadas en un concilio, sí. Pero el discurrir filosófico que las apoya tiene poco que ver con lo anterior en el mundo griego. Vamos a tomar aquí un ejemplo representativo: el donatismo. Se trata más bien de un grupo de intransigentes extremos (hoy se los llamaría fundamentalistas) y se refiere a la postura que hay que tomar respecto a los lapsi (aquellos que cedieron ante la presión romana y sacrificaron los dioses paganos). Estos débiles deberían ser apartados de la iglesia, incluso si se arrepentían. Los sacramentos administrados por ellos —los clérigos— no eran considerados válidos. Como vemos lo que de “herejía” tenía esto es mínimo. Sin embargo produjo una situación de violencia exagerada que perturbó a la primitiva iglesia y que San Agustín tuvo que sufrir en sí mismo. Si ahora pasamos a analizar los Concilios propiamente latinos (los 5 lateranenses), nos encontramos que trataron principalmente de cuestiones referentes al poder (de los monarcas y los papas), de las costumbres de los clérigos y laicos. El dogma, la interpretación correcta de la revelación, se consideraba ya hecho y aceptado. Hay otra “perturbación grave” de la iglesia latina, muy posterior, me refiero a la de los cátaros (que también se llamaron restrictivamente allbigenses). ¿Constituye otro “modelo” de herejía? No, propiamente hablando, sino de otra “religión” que se sitúa en lucha con el cristianismo (y que toma inspiración de él). Esta lucha estuvo también mezclada con cuestiones políticas, referentes a la legalidad del poder; de ahí la intervención del rey Pedro II de Aragón. Los cátaros son un brote del antiguo maniqueísmo, que a su vez lo es del zoroastrismo. Supuso, eso sí, un gran peligro para la iglesia romana y por ello durísimamente reprimido, además de condenado en uno de los concilios de Letrán. Comienzan entonces unas críticas sociales a la vía opulenta y disipada de muchos de los clérigos latinos, de los obispos y cardenales. Es, como es fácil observar, el antecedente del luteranismo (aún cuando éste sí tuvo un cargamento decisivo de doctrina que pretendía sustituir a la ortodoxia romana). Hemos mencionado muchas veces las implicaciones políticas de todos estos problemas religiosos. Vamos a introducir, a este respecto, el tema de Carlomagno, coronado en Roma en la Navidad del año 800, y así convertido por derecho en el jefe político de la cristiandad una (el imperio que se llamó “romano germánico). Tanto los griegos como los latinos tenían por indiscutible que el imperio político cristiano tenía que ser uno. Lo discutible era el quién: el basileus de Constantinopla o el emperador romano-germánico. Esta aceptación por el Papa del imperio franco como el heredero legal de Roma, consolida la escisión con Bizancio. A ello se da un contenido teológico en la doctrina de Focio. El Papa excomulga a éste mientras sigue preocupado por las cuestiones de poder (el tema de las investiduras y su correspondencia al poder imperial o al papal). También consolida la separación la cuestión de las Cruzadas. Lo visible es la reconquista de los Santos lugares, en los cuales había transcurrido la vida de Cristo. Pero detrás hay algo más (como ahora la cuestión del petróleo tras multitud de enfrentamientos): la aspiración a las riquezas de Constantinopla, y la posibilidad de establecer en Oriente próximo una marca latina, lo que se consiguió por “derecho” de conquista. El debilitamiento de la zona periférica, de dominio bizantino, va a servir para crear el imperio romano de Oriente. Hemos repasado los puntos de rompimiento, pero también hay en esta dinámica puntos de unificación. Veamos éstos: 1. Escoto Eriugena es el siglo IX que da a conocer a Occidente la teología negativa del Pseudo-Dionisio. Se le creyó mucho tiempo aquel Dionisio que escuchó a San Pablo en el Areópago de Atenas. El discurso de San Pablo en Atenas es ya “teológico” en el sentido griego (ver de nuevo el citado trabajo de Zubiri). La frase “en él nos movemos, existimos y somos”, que tanta repercusión va a tener en la religiosidad latina, está tomada del poeta griego profano Epiménides. 2. En segundo lugar, y dicho muy de pasada, aludir a la cúspide del pensamiento occidental: Santo Tomás de Aquino. Introdujo para la comprensión del cristianismo latino la Metafísica de Aristóteles. Y ya habían existido intentos. Al principio esta empresa fue considerada casi herética, pero luego, consolidada, se la consideró el puntal de la teología católica. Intenta aclarar hasta dónde puede llegar el pensamiento racional, y también con la inteligencia, dónde empieza el misterio. Incluso se atreve a entrar aquí mostrando que no se trata de algo irracional. 3. Hay otro pensador occidental que extrema, aun más, el poder de la inteligencia humana constructora de una sutil filosofía, y pretende demostrar no sólo la existencia de Dios (también lo pretendió Santo Tomás, aunque con menor acuidad), sino “tocar” —sólo eso— la orla de su esencia. Avanza también en la antropología, intentando una definición “esencial” de la persona humana y también de la divina. Y nosotros tenemos que dejarlo aquí, contándolo entre las zonas de contacto con lo griego. Se trata de Duns Escoto. ¿Qué decir de todo esto? ¿A qué hemos llegado? Por un lado la fisura procede del subsuelo cultural, y que los intentos ecuménicos visibles no logran remediar. Incluso, al razonarse la fisura, se descubre la hondura de la misma. Tampoco la cuestión de la noción de poder, que ideológicamente parece la misma, va a servir de unificación; importa sobre esto la gestión de quién detenta este poder. Se trata de arreglar esto de hecho. Así la propuesta de un doble matrimonio de Carlomagno y Constantino IV, con Gertrudis este último e Irene el anterior. Esto no se realizó, pero denota la falta de visión del problema, ante tan precaria solución. A esto se añadió, como ya hemos visto, el saqueo de Constantinopla por los Cruzados en 1204. Hay, por fin, un último intento de acercamiento en el Concilio de Florencia-Ferrara, concilio de cuño latino que convoca el papa Eugenio IV y que sí se hace cargo de la importancia, religiosa y política, para Europa. Ideológicamente se resolvieron las cuestiones disputadas (ya lo hemos dicho) pero nunca se convirtieron en “creencia” (en el sentido de Ortega) para la sociedad griega. La enemistad subsistió. Por un lado, la ortodoxia oriental tenía sus propios problemas internos, de manera que los legados orientales no representaban a toda su sociedad. Por otro, Constantinopla era ya una ciudad moribunda, de apenas 50.000 habitantes, que con terror presentía su final. En 1439 se publica el edicto Laetentur caeli donde se logra una avenencia, incluso en la cuestión del Filioque, que solo constituía la punta del iceberg de la ortodoxia griega. Pero este jubiloso documento no modificó la postura intransigente del pueblo y del bajo clero. La unificación fue más el deseo razonado de unos cuantos pensadores: el cardenal Besarion, y los laicos Gemisto Pleton y Jorge Escolarios. La poca disposición de la iglesia romana para ayudar a la asediada Constantinopla endureció el rompimiento. El emperador Manuel II, culto en ambas culturas y de talante negociador, intentó la unidad; no la logró. Resulta esta figura, sabia y dialogante, algo patética. La tragedia se consumará el 29 de mayo de 1453. En esta última batalla muere, combatiendo vale- rosamente, Constantino XI. La caída de Constantinopla tiene dos consecuencias de enorme interés (y con esto estamos abriendo la puerta a otros problemas). — Los huidos de Constantinopla traen la cultura griega a Occidente. Es la voz que anunciará (sobre todo en Italia) el Renacimiento. — La cultura griega —a través de la ortodoxia— y la denominación de Roma (la tercera, y definitiva, Roma) pasará a Moscú y desde allí da nuevas formas a la fisura, y complica la relación oriente-occidente. Pero esto pide ya una reflexión propia, que espero hacer después. Es como en las antiguas novelas por entregas, donde se dice, con expresión consagrada: “continuará”.