Juan Damián Traverso La disfuncionalidad del Estado de las Autonomías (Consideraciones en torno a un ensayo del colectivo “Javier de Burgos") La mayoría de los análisis jurídico-políticos del Estado de las Autonomías han tenido estas dos finalidades: o se pretendía delimitar el sistema de competencias Estado-Comunidades Autónomas (y con este objeto se han realizado multitud de estudios publicados y dictámenes solicitados), o se pretendía definir la naturaleza de la nueva criatura política. Ambas finalidades de carácter jurídico-formal son importantes, singularmente a la hora de dirimir los conflictos Estado-Comunidad Autónoma, que constituyen una enfermedad endémica de nuestra solución constitucional. Esta es la fecha en que han aflorado al Tribunal Constitucional cerca de un centenar de problemas relacionados con el reparto de competencias de los poderes públicos. No se dice cuántos y cuántos se vienen solucionando por la vía de la transacción o del allanamiento de las partes. Sin embargo, creemos que de momento son pocos los estudios que se han publicado, si hay alguno, que aborden una pregunta esencial en toda constitución política, a saber: en qué medida el orden jurídico-polííico instaurado resulta más eficaz en su constitutiva función de atender más adeCuenta y Razón, n.° 12 Julio-Agosto 1983 cuadamente las finalidades sociales que tiene que perseguir. No se trata de resucitar solapadamente la teoría política del «Estado de obras», ya que la eficacia no contiene fuerza legitimadora del orden jurídico-político fundamental. Ahora bien, salvando todo el sistema ético-político que constituyen los derechos fundamentales de los ciudadanos y el orden democrático de la ciudad política, la pregunta que interroga por la funcionalidad de la herramienta jurídi-co-política es inevitable, a no ser que convirtamos la ciencia de la política y de la Administración pública en una pura teoría estética. El Estado es un medio, y los medios se valoran por su mejor o menor adecuación teleológica. He aquí por qué demandamos de la tecnología jurídico-política los estudios necesarios sobre la funcionalidad del sistema autonómico, a la vez que elevamos un ruego a nuestros politicólogos y administrativistas para que contengan sus afanes formalistas y su pasión eidética. La Asociación Española de Administración Pública, formada por un colectivo selecto (palabra que va siendo cada vez más peligrosa) de miembros de cuerpos superiores (concepto ya decididamente reaccionario) dice haber programado tamaña tarea bajo la forma literaria del ensayo1. Este es un camino a seguir y que debería orientar la avalancha de tesis doctorales que por problemas de empleo, que no científicos, van a tener que hacerse en los próximos años. Sea lo que fuere, lo cierto es que ya existen indicios racionales y aun pruebas plenas de que el Estado de las Autonomías está resultando disfuncional en la mayoría de las materias. Por de pronto, lo que se sabe ya es que el nuevo Estado ni «resulta más económico» ni es seguro que, en la mayoría de los casos, «acerque el poder al pueblo». Como se sabe, la falacia de la economicidad y la falacia del acercamiento popular han sido las dos más utilizadas para defender ante la opinión pública la transformación estructural del Estado, ya que el derecho preexistente a la Autonomía de Extremadura o Castilla-León (dicho sea con todo respeto y ad exemplum) es difícilmente asimilable tanto para el teórico jurídico-político como para el ciudadano corriente, pese a que se conforme como derecho con tal carácter en el artículo 2.° de nuestra Constitución, que no se limita a instituirlo, sino que lo «reconoce y garantiza», según la expresión de nuestros constituyentes. En la falacia de la economicidad ya nadie cae, e incluso ya ha sido eliminada de los discursos políticos porque resulta grotesco alegarla. Si la autonomía municipal (y bien venida sea) ha comportado ya un incremento espectacular en el gasto público municipal, y aun así en el Presupuesto de 1983 origina un agujero de cerca de 250.000 miñones de pesetas, cátese lo que va a 1 España: Por un Estado Federal, Argos-Vergara, 1983. comportar la autonomía regional o de nacionalidades cuando estén en funcionamiento diecisiete Comunidades cuyos gobiernos son juzgados periódicamente por los ciudadanos no por cuánto han gastado, sino por las realizaciones que han llevado a efecto, cualquiera que haya sido su coste. Pero si hubiera duda sobre el incremento de gasto que comporta el nuevo esquema, basta considerar no sólo la multitud de nuevos cargos públicos remunerados, lo cual ya es una evidencia popular, sino los nuevos organigramas que se vienen publicando en los boletines oficiales de las regiones y/o nacionalidades y, si se profundiza más, el análisis de los efectivos reales disponibles. Podría contar casos impresionantes en el que un servicio regional dispone de más efectivos que los que ostentaba la Administración Central del Estado. La falacia del «acercamiento del poder al pueblo» debería ser objeto de análisis psicológicos profundos, porque sorprende cómo en el umbral del siglo xxi tiene efectividad esta falacia geográfica propia del siglo xix, máxime en un Estado organizado radial-mente. Parece como si el administrado de Lérida o Almería no tuviese derecho a que bien el Estado, bien la Comunidad Autónoma le organicen unos servicios provinciales, comarcales o locales que atiendan sus problemas sin tener que desplazarse y todo se tuviera que resolver en la capital política, ello sin perjuicio de que la capital regional no siempre es más accesible que la capital del Estado. La falacia del «acercamiento del poder al pueblo» asimila descentralización administrativa con descentralización política, y juega con esa confusión. Como se sabe, la falacia del acercamiento se sigue aún utilizando en el discurso político. Pero dejando aparte que no se alcanza la ganancia que los constructores del nuevo Estado prometieron, y ello ya constituye un dato irrefutable, el problema principal es, como se dice, la funcionalidad del Estado, con independencia de su costo. En la actualidad ya no constituye ninguna aventura afirmar que la organización político-administrativa va a estar conformada sobre el esquema vasco-catalán. Es evidente que no se quiso así, pero la lucha por el poder político de los partidos ha originado una imparable dinámica en tal sentido, que no entraba en la intencionalidad de la mayoría de aquéllos, fueran nacionales o regionales, por paradójico que ello sea. La lucha poder-oposición y PSOE-PSA llevó a la concepción de la autonomía andaluza como una «nacionalidad» más. La lucha interna UCD-PSOE nacional UCD-PSOE regional, en la que terció AP, llevó a la supresión de la disposición adicional 3.a del proyecto de Estatuto gallego. Rotos los límites de la autonomía vasca y catalana, la riada autonómica fue imparable. Pero es que, además, como quiera que el apetito autonómico del nacionalismo vasco y catalán fue ensanchando los poderes autonómicos hasta límites insospechados y, en muchos casos, inconstitucionales, y se pensó que una manera de aguar las ínfulas nacionalistas era generalizar su esquema a las diecisiete Comunidades Autónomas; auténtica «locura» (es expresión de Ariño) 2, no ya porque no sólo hace ingobernable el Estado, sino porque agudiza el tropismo que trataba de corregirse, como se ha demostrado. Los nacionalistas vascos y catalanes quieren «distinguirse», al alza en la autonomía, de los murcianos o 2 Gaspar Ariño: «Las Autonomías. Tres cuestiones cardinales», en Cuenta y Razón, núm. 3, pág. 41. manchegos (dicho sea de nuevo con todo respeto), y en cierto modo diríase que no les falta enteramente justificación para ello. El problema más grave no está, según nuestro entender, en la amplitud de las competencias de las Comunidades Autónomas, que son exorbitantes a nivel legislativo y prácticamente totales a nivel de gobierno y administración, nivel que es decisivo en el Estado del siglo xxi (no olviden esta realidad nuestros arquitectos políticos), sino en la ausencia de mecanismos de integración y coordinación de dichos poderes. En efecto, el esquema autonómico es producto de un reparto del poder público: esto para ti (Comunidad Autónoma) y esto para mí (Estado). El Estado de las Autonomías no es más que un orden jurídico-político atribuido. Pero un orden jurídico-político es un orden atributivo y cooperativo. Esto es, atribuye competencias y establece mecanismos para su funcionamiento armónico. El Estado de las Autonomías nos dice qué hace cada parte, pero no cómo ha de funcionar el todo. El Estado de las Autonomías es como la orquesta de Fellini, pero en la que, además, cada parte toca los mismos instrumentos. Se dirá que la Constitución atribuye a una parte, el Estado, determinadas funciones básicas o «superiores». Ello es muy cierto, aunque tales funciones sean cortas y estén tasadas. Lo que ocurre es que las funciones que se reserva el Estado, sean o no básicas, las ejerce «por su cuenta», y han de ser desarrolladas o completadas con las que ejercen las Comunidades Autónomas «por su cuenta», sin que haya una coordinación funcional entre ambas ni mucho menos un control de ejecución de las funciones supuestamente inferiores. El único control, como se sabe, es de índole jurídico-formal, atributivo («esto es verdaderamente del Estado» y «esto es verdaderamente de. la Comunidad Autónoma»). Este control lo ejerce el Tribunal Constitucional, que no puede, como es lógico, articular mecanismos de integración y coordinación. El Tribunal Constitucional delimita competencias Estado-Comunidades Autónomas, las pule, las afina y además lo hace salomónicamente (esto para ti, hasta aquí, pero esto para ti, con este límite), lo que incrementa aún más el esquema de «separatismo funcional» con el que está construido el Estado. Es más, en la mayoría de los conflictos de competencias el Tribunal no deja de aportar un granito de cal o de arena a cada uno de los contendientes, pero no puede, por definición, ni tan siquiera sugerir la cooperación de su respectivo ejercicio. Se dice y repite hasta la saciedad que la mayoría de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas son «compartidas», y ello es cierto, pero con este concepto se suele crear una ilusión cooperativa. Las competencias son «compartidas» en el sentido en que están repartidas en compartimientos estancos, no en el sentido de que se ejerzan cooperativamente por los partícipes. Las Comunidades Autónomas y el propio Estado no tienen ventanas como las «mónadas» de Leibniz; cada parte ve sólo la espalda de la otra parte, y en manera alguna existe un acercamiento institucional para que puedan caminar brazo con brazo. Las únicas facultades de coordinación que la Constitución articula se refieren a la sanidad, a la planificación económica y a la investigación científica, pero atribuyéndolas al Estado como «competencia exclusiva», no organizando fórmulas de cooperación. Se dirá que la Constitución ha arbitrado una fórmula armonizadora: las leyes de armonía previstas en el artículo 150.3. Amén del quorum reforzado que requieren y de la pésima fortuna con que han sido utilizadas en sus dos primeras apariciones (una, para impedir que se hable de «nación» en vez de «nacionalidad», intento grotesco, pero esclarecedor, y otra, la famosa LO APA), las leyes de armonía son leyes de principios, pero no instrumentos de coordinación, leyes que sientan bases que luego han de desarrollarse normativamente por poderes públicos respecto de los cuales no se ejerce ningún tipo de control o superioridad política. Lo único que puede hacer el Estado es lo que viene haciendo reiteradamente: acudir al Tribunal Constitucional para anular tal aspecto o tal precepto de la norma que no se ajusta a los principios básicos. Esto es, velar por la pureza del esquema jurídico-formal. Añádase a este esquema el hecho de que nuestro sistema electoral hace que cada ente autónomo pueda estar gobernado por grupos políticos con ideas diversas sobre las opciones sociales perseguibles y aun del propio modelo de sociedad. El irrepetible triunfo del partido socialista en las elecciones de 1982 puede enmascarar esta verdad que ha estado ahí patente durante los gobiernos centristas, en los que, por un voto en el Parlamento, todos lo sabemos, se han transferido carreteras nacionales, puestos de interés general o se han supervalorado los servicios transferidos a tal o cual Comunidad. Por último, no debe dejarse en el tintero la simple mención de que, aun ca-pitidisminuidas e infravaloradas, ahí siguen las Diputaciones Provinciales con una función institucional que se desconoce, pero con su corazoncito autonómico como cada quisque orgánico del nuevo Estado. La mera consideración de este esquema es ya un indicio de que con este planteo orgánico mal vamos a salir de la crisis, aunque es bastante probable que la ineficacia funcional y su coste económico se lo endosemos a los sucesivos gobiernos, que pagarán con su impotencia administrativa sus pecados constituyentes. Tiene gracia que a la vez que vamos creando más y más Administraciones públicas autónomas y más y más tejido burocrático, todas las nuevas autoridades anuncien que «su mayor preocupación es el problema del paro», paro que se genera, en gran medida, por el fabuloso incremento del gasto público corriente que originan. Claro que nos puede dar el arrebato patriótico y afirmar —en una inversión del «que inventen ellos»— que «España, que fue pionera de la formación del Estado moderno, puede ser precursora en la salida del período crítico de los Estados nacionales de Europa» 3. Viva España siempre, desde luego; pero no parece razonable que haya deseos en Europa de importar nuestra solución autonómica juntamente con nuestra inflación y nuestros parados. Como técnicos en organización, no estimamos razonable pensar que el esquema vaya a ser funcional. Pero es que ya empieza a notarse corno chirría la máquina colosal de cuatro cabezas autónomas, en transportes, sanidad, consumo, educación, obras públicas, etcétera. Preguntad a los entendidos de cada sector y oídles. Hace años la crítica estaba apagada porque no era prudente sumarse al carro reaccionario, que pretendía, en suma, desprestigiar el sistema democrático. Ahora, feliz3 Santiago Várela, «La fórmula española de nacionalidades y regiones», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, núm. 4, pág. 9, 1982. mente, no es asimilable al involucionis-mo político la crítica técnica al «Estado resultante». Antes, al contrario, de lo que se trata es de que funcione el Estado democrático. ¿Qué se puede hacer? Desde luego cosas muy distintas de la LOAPA. A la hora en que se publiquen estas páginas ya habrá dictado su sentencia el Tribunal Constitucional. Sería ilusorio pensar que el Tribunal abandonará su «tic» institucional de «grano de arena aquí», «grano de cal allá»; «tic» inevitable, porque le hacen torear astados que en otros países lancean los soberanos políticos. Pero cualquiera que sea la sentencia, lo cierto es que es inservible para «racionalizar» el Estado de las Autonomías, que era la intención confesada de los pactos UCD-PSOE. Es razonable la ilusoria aspiración del colectivo «Javier de Burgos» de que se declare inconstitucional por la forma (ni es materia de ley orgánica ni de ley de armonización) porque, cuando menos, quedaba pendiente la ansiada «racionalización». Todo lo que dice la LOAPA lo ha dicho ya el Tribunal Constitucional, y lo que no ha dicho se puede decir en las leyes aprobatorias de bases a que se refiere el artículo 149.1.18 de la Constitución con el mismo valor vinculante que la LOAPA. Esto es de clavo pasado en la doctrina. Todo ello «sin perjuicio» (latiguillo famoso del nuevo Estado) de que la LOAPA no recoge ni mucho menos el conjunto de propuestas del Informe Enterría. El Informe Ente-rría, presionado políticamente en su origen, se fue aguando progresivamente en borrador, anteproyecto y proyecto para quedar en un puro objeto de disputa electorera. Se podía hacer una encuesta ciudadana sobre quién es favorable a la LOAPA y quién no, sin que nadie la haya leído y mucho menos estudiado. Supuesto lo anterior, el colectivo «Javier de Burgos» sugiere: a) Ante todo, no dar una «mar cha atrás» de carácter centralista. Es to es, mantener el esquema autonómi co con sus mónadas infladas al nivel vasco-catalán, pues una vuelta atrás se ría peligrosa para la democracia. b) Aprovechar toda la legislación básica del Estado para introducir me canismos de coparticipación de carác ter decisorio. Entiende «Javier de Bur gos» que el concepto de «bases» no sólo ampara una determinación norma tiva, esto es, una «regla de conducta» o una «regla de competencia», sino también un mecanismo de toma de de cisiones coordinadoras vinculantes, me diante el cual los partícipes adoptan medidas en una materia determinada. Por ejemplo, el Estado puede crear un Consejo participativo de función pú blica, sanidad y consumo, etc., como «norma organizativa» básica, siempre que tenga atribuciones integradoras y coordinadoras del conjunto comuni tario. c) Aprovechar la Ley del Senado para introducir tales mecanismos en una Cámara que se dice territorial, aunque, tal y como está conformado en la Constitución, no tiene carácter plenamente territorial. d) Por último, no desperdiciar el artículo 131 de la Constitución inten tando hacer una «tercera Cámara», si no articular unos instrumentos organitivos para canalizar, a través de los mismos, auténticos mecanismos de ca rácter federativo, como los anteriores. He aquí la razón de su titulación epónima («por un Estado federal»), que no menciona una Constitución confi- * Técnico de Administración Civil. guradora de un pacto de entidades soberanas preexistentes, sino la articulación de las herramientas integradoras de este tipo de entes. En definitiva, todo organismo pluricelular como el «Estado de las Autonomías» está abocado al estancamiento, la parálisis y la pobreza vital si no tiene un sistema de coordinación central. Tal es el caso de la esponja, organismo muy rico en células y de ínfima categoría vital cabalmente por carecer de posibilidades integradoras. La esponja autonómica española, que sin quererlo hemos creado, está esperando, en suma, a empezar su vida coordinadora a través de estos modestos aparatos. Sin embargo, todo ello es pura ortopedia «en attendant cette deja previsible revisión constitutionnelle», como dice Eduardo García de Enterría en el prólogo del libro de los profesores Moderne y Bon. En todo caso, tanto para la operación revisora como incluso para la meramente correctora, «Javier de Burgos» recomienda buscar fórmulas excepcionales (el pactismo foral es un buen pretexto constitucional para excluir al nacionalismo más radical de la regla general) allá donde la situación es excepcional: País Vasco. Porque la construcción del Estado de las Autonomías no puede seguir siendo la generalización de las «soluciones políticas» que por todo tipo de procedimiento vienen obteniendo los nacionalistas vascos. Sepamos, pues, distinguir entre lo que es verdaderamente distinto. J. D. T. *