Los cursos con don Julián ANTONIO HERNÁNDEZ-SONSECA * Sólo hay una forma de ver las cosas, hasta que alguien nos enseña a verlas con otros ojos. C on esta rúbrica personal podría sintetizarse la crónica de tantos cursos imborrables de este maestro, sin alumnos pero con tantos discípulos, que ha sido y sigue siendo para la vida de muchos don Julián Marías. Entre esos cursos releídos y consultados citaría sin ánimo exhaustivo: “Filosofía y Cristianismo”, “Miguel de Unamuno”, “Las formas de Europa”, “Los estilos de la filosofía”, “Antropología cinematográfica”, “Ortega en doble perspectiva”, “Filosofía para empezar el siglo”, “La perspectiva cristiana”, “Veinticinco siglos de filosofía”, “Veinte siglos de vidas en España”... La biografía de cada persona, como si de una novela se tratara, debe reservar un protagonismo central a la presencia de sus maestros; en ellos re-encuentras el perfil de tu vida y puedes contemplarte como el hijo reconoce a sus padres. Debemos felicitarnos * Canónigo de la Catedral de Toledo. Profesor de Filosofía.* Ingeniero cuantos seguimos contando con la mirada de este maestro y con su testimonio veraz y orientativo. Sus cursos nada han tenido de botella lanzada al mar, sin rumbo ni destino, ni han representado a la vox clamantis in deserto. Con su claro decir y su veracidad intelectual, tu atención se veía sacudida por el asombro; te veías equipado para la vida, escenario donde debemos librar las grandes batallas de cara a la verdad; comprendías que la condición humana, además de poseer una estructura sistemática, vital y razonable, constituye un proyecto irrevocable y sin embargo reversible dado que somos constitutivamente libres frente y ante nosotros mismos; palpabas que con las líneas programáticas de conducta que en vivo te inspiraba el maestro, ibas ganando en altura de miras pudiendo contemplar a la realidad en sus valores irrenunciables con ojos bien abiertos, en busca de su conexión latente y metafórica, recorrido éste el más adecuado para ir fecundando el subsuelo propio de un estilo filosófico. Si la reabsorción de la circunstancia, según la contraseña juvenil de Ortega, es el destino del hombre concreto, somos muchos los que hemos podido equiparnos de tantas jornadas de iluminación, como quien se reviste de un traje bien ajustado a su identidad presente y en proyecto. En alguna conferencia pude escuchar a otro maestro, don Pedro Laín Entralgo, que todo pensamiento original trabaja con dos rotores cardinales: el hallazgo y el desarrollo. Quienes hemos seguido muy de cerca a D. Julián, intuimos sin esfuerzos excesivos la presencia de estas señas de identidad en sus jornadas de estudio. Al final de ellas apreciábamos que, además de haber podido rectificar errores anteriores, nuestros ánimos habían quedado invitados a aspirar a lo mejor y a atenernos a nuestra verdad personal, obrando en consecuencia. Cuando la visión, el acto culminante de la evolución según Chardín, va siendo forjada por un buen maestro, acaba transfigurándose en responsabilidad y en virtud. Al repasar y volver a escuchar la herencia de estos cursos (que agudamente D. Julián calificaba de “improvisaciones bien preparadas”), notas que se despierta en ti más luz para la vida. Razón no les faltaba a algunos poetas del Islam cuando sostenían que los humanos podemos hallar muy cercano el Paraíso oculto entre las líneas de un escrito provechoso. Calicatas sucesivas sigo practicando en ellos y sigo encontrando espesor, roca viva, raíces, nuevos escorzos de la vida, acaso los siete niveles de las palabras auténticas según los cabalistas. Con ellos puedes fomentar ese arte casi sacramental de la lectura y seguir empapándote de un sabor veritativo y sapiencial, sin trampas falsarias ni escaparates vacíos. En su claridad narrativa conectas con las claves de un pensamiento intenso, nada rutinario, tenaz en su trabajo cumplidor del “por mí que no quede”, reviviendo el dicho orteguiano de “no soy nada moderno pero muy siglo XX”. Todo un sentir derivado de una coherencia de vida, nada entusiasta de las medias tintas, porque los movimientos mal hechos a la larga llegan a ser descubiertos como un fraude. Escuchándole tantas y tantas tardes con su sencillez admirada por todos, me rondaban la memoria aquellos versos de Gerardo Diego: “Me llaman profesor; no enseño nada; / soy hermano mayor que os acompaña / a descubrir en vuestra propia entraña / respuesta a las preguntas necesarias”. Si acertara mi memoria a expresarse, arrojaría una interminable sucesión de sentimientos de admiración y respeto; todos ellos encajarían justamente en esa sencilla palabra que si es auténtica debe emerger de las entrañas del alma: muchas gracias, don Julián. No es casual el linaje familiar etimológico de las voces alemanas: denken y danken: pensar es agradecer. Aprender de un maestro es un don impagable que te arranca la divina ofrenda de la gratitud. Como todo maestro digno de este carisma, cultivaba sin alardes la misión de la claridad y no se cansaba de apuntar hacia la verdad, porque sólo la fuerza de la verdad nos constituye en seres libres y nos proporciona grandeza de alma. El entusiasmo por la luz (la manía entusiástica de Platón) se apoderaba de ti y uno experimentaba haber casi rozado aquella meta que Ortega llamaba “adverar”, palpar al menos el cuerpo de la verdad sin máscaras. La temática particular de sus charlas nada tenían de concluso: generaban una “obra abierta” y quedabas obligado a ejercitar esa tarea irrenunciable de la condición humana que es la memoria. Aquel lamento de una de sus terceras del diario ABC titulada “La divina razón puesta en olvido” quedaba corregido, porque don Julián acierta a equiparte para la vida, dando que pensar cuando apenas se piensa. ¡Qué gran regalo estos cursos!: poder uno sentirse dentro de esa familia de “los amigos del mirar”; ir aprendiendo a ser “espectadores” bajo el imperativo de apostar tu biografía sobre la carta de la lucidez y de la razón, y sentir la necesidad de acotar una parte de ti mismo para la contemplación no enturbiada; cuando uno mira únicamente las huellas que transita y las paredes donde se apoya, la miopía o la extranjería se convierten en los mejores aliados de tu visión de la realidad. Cuando regresaba de estas jornadas a mi ciudad de Toledo (actualizando aquel verso de Kavafis: “Cuando el viaje emprendas a Ítaca, vota por que sea larga la jornada, colmada de aventuras y experiencias”), solía ir repasando y tomando buena nota de tantas pistas de luz y tantos estímulos para seguir forjando una vida sin arcaísmos, no dando pasos hacia atrás y ni hacia abajo. Con su palabra fuerte te iba poniendo en claro lo que se oculta bajo tanta polvareda de palabras; llegabas a intuir la cercanía de un Sócrates viviente sin dar su brazo a torcer, sembrando su rico saber en servicio de muchos, desde la firme creencia de que la verdadera política es la formación de la vida humana. “Non scholae sed vitae discimus”, nos recordaba Séneca en una de sus epístolas. Aprendías que lo cercano en muchas ocasiones se nos vela y acaba siéndonos oscuro. Te despertaban afanes de seguir contemplando la trama de la vida a fondo, con el compromiso y la necesidad de proseguir y desarrollar, con ganas de más. Porque una tendencia sombría nos acompaña silenciosa: no solemos plantearnos con qué realidades sustantivas debemos contar; como si la condición humana no pudiera soportar demasiada realidad. Comprendías que la vida es un hontanar de emergencias innovadoras, nada trivial ni consabida. Cada tarde recogías non nova, sed vera y en su palabra transparente palpabas ese toque de veracidad, que se inclina ante la verdad averiguada que se va apoderando de uno en cuanto la buscas, huyendo de las falsificaciones y de los camuflajes tantas veces orquestados; con esta experiencia vital podías sentirte razonablemente sano, con una sensación de libertad. La condición humana es todo un suceso grave, y llevar en tus manos como mapa de caminos a un guía luminoso es un regalo al que muchos no vamos fácilmente a renunciar. La memoria de estas jornadas madrileñas me han hecho comprender que la vida es una representación creativa en donde cada cual debe descubrirse a sí mismo representando su auténtico papel. Casi podría sonar exagerado calificar la crónica de estos encuentros forjadores de libertad y de horizontes despejados, abriendo sendas y bordeando fronteras, como una apoteosis según la usanza griega; seguro que Francisco de Asís a este maestro le habría atribuido el título de “ministro” porque según el poverello tales personas saben y pueden “administrar” un estilo de vida y de valores para el beneficio de otras miradas, tan pobres de luz. Poder escuchar una lectura, sensible ante lo nuevo y lo perenne sin podas ni rebajas, con derroche de claridad, y con la pasión de no pasar por mentiras, es toda una gran suerte. Como pensaba Nietzsche: “Desconfía de las ideas que no broten a pleno día, como fruto de la salud y de la libertad”. Abrigo la firme creencia de que las señas inherentes a todo buen maestro que fueron señaladas por Santo Tomás de Aquino encuentran una versión cualificada en el magisterio de don Julián. El Aquinate señaló tres tareas ineludibles a todo magisterio: 1) Nutritio: Sus palabras nos proporcionan un pensamiento de contenidos y sugerencias de fuerte consistencia, con un coeficiente de veracidad y de seriedad indiscutibles; pronto intuías que el afán de saber acompaña como una exigencia irrenunciable a la condición humana que por naturaleza desea conocer. 2) Instructio: La transparencia y amenidad de sus palabras prendían en tu interior una llamada a una disciplina personal que te impide andar a la deriva y te animaba a tomar el bastón de hacer camino con un equipaje donde no deben faltar nunca ni la ilusión ni un proyecto veraz de ruta, porque la vida es futuriza. 3) Auctoritas: Todos sus discípulos nos hemos sentido vulnerables ante la mejor de las tentaciones, la que nos incita a vivir a fondo nuestra propia existencia personal, aupados en nuestra intransferible vocación. El que más ve, además de tener razón, sabe dilatar la mirada de otros para que lleguen a ser ellos mismos y por sí mismos puedan desvelar las posibles claves de cuanto acontece en las circunstancias de la vida. En vez de regalar pan nos ofrecía levadura. ¿Cómo no íbamos a sentirnos dichosos contando con la cercanía de un humanista integral que nos permitía sentirnos en forma, en horas de desconcierto cuando al parecer nada importa demasiado? Poder mirar con otros ojos, yendo más allá de las ideas y de los fríos datos, esquivando la distracción o la mirada oblicua, respetando la jerarquía de planos, y fijando el mecanismo de la atención en el ad intra y en la conexión de las cosas... eran las directrices recurrentes de estas jornadas. En todo momento me llamó la atención su respetuosa consideración de los sucesos actuales o pasados y de las personas estelares en ese campo tan maleable de la historia en el que con tanta precipitación se practican vaciados inverosímiles y desfiguraciones, nacidas de afanes vengativos o de una memoria descompuesta. Muchas cosas le quedan todavía por decirnos a este maestro de intensa vida, tocada por una sensibilidad cristiana nunca disimulada. Renunciar a esta herencia o malgastarla, habiendo en el entorno tantos estados carenciales o de clara confusión, significaría una herejía en contra de la verdad o lo que es igual, un error y una mentira consentidos. Muchas cosas le quedan todavía por decirnos. Y a nosotros, casi todo nos resta por seguir aprendiendo de él. Poco a poco con estos cursos he ido forjándome un estilo de vida comprometido y proyectivo. Con oír y recoger buenas ideas no nos basta: es preciso sumergirse en ellas. En muchas horas su consejo me ha sostenido y me sigue ayudando a jerarquizar y a no descuidar lo que de veras importa. Tengo muy presente aquel diagnóstico preciso de una tercera de ABC: “No interesa la razón; no se busca la lucidez; no se pretende ver claro y entender; y como consecuencia ya apenas importa tener o no tener razón. Así se explican muchos fenómenos de nuestro tiempo”. Creo que modestamente he visto cumplido aquel sueño de Ortega que necesitaba contar con lectores de intimidad. Y sobre todo he comprendido aquel dicho de Zubiri: “Ser alumno pertenece a lo que pasa; ser discípulo corresponde a lo que no pasa”.