Num129 010

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Inmortalidad
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ *
C
ualquier cosa puede destruirse; el
hombre, en cambio, no. Julián Marías
considera impensable que con la
muerte sobrevenga la aniquilación de la
persona, su eliminación, su radical destrucción,
sobre todo cuando muere alguien a quien
queremos, cuya posible aniquilación resulta
inimaginable, inverosímil. “¿Puede la persona
aceptar su destrucción? ¿No es contradictorio?”.
Si el nacimiento de cualquier persona es una
innovación radical de realidad, una creación
(que es la aparición de una realidad nueva e
irreductible), ¿entonces la muerte es una radical
destrucción, una aniquilación? La radical
destrucción o aniquilación de la persona —
como la innovación radical de realidad o su
creación— no es pensable con el repertorio de
*Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.
conceptos limitados para comprender las cosas.
Parece coherente mostrar la perduración o
inmortalidad de quien “es esencialmente sacro:
la persona humana” (Persona).
Podemos ver que mi vida, la de cada cual, se
encamina no hacia la aniquilación, sino más
bien hacia la perduración. Para Marías, la
suposición de que mi vida se aniquila al morir
sin que sea posible lo eterno se basa no en el
examen de pruebas, sino en la falta de
imaginación, en el encogimiento de hombros
intelectual. Es inconcebible la muerte personal
después de la biológica. La carga de la prueba
recae en quienes niegan la perduración, no en
quienes la admiten. “Ahora bien, la aniquilación
no se admite para realidades físicas,
transformadas en otras o en consecuencias
energéticas; es decir, no parece aceptable para
realidades inferiores; paradójicamente se
reserva y acepta con facilidad para la suprema
realidad conocida. Lo primero que salta a la
vista es la extremada inverosimilitud de esta
suposición [...] La aceptación de esta
concepción, la creencia difundida de que el
onus probandi corresponde al que afirma la
posibilidad de una supervivencia de la persona y
no al que la niega, es una muestra de la falta de
rigor con que suele procederse” (Razón de la
filosofía).
Los que niegan la inmortalidad personal no
parecen excesivamente preocupados por su
escepticismo. Marías sí: “Esto me parece lo
peor, porque además de perder el horizonte
han perdido la conciencia de lo que es vivir,
esto es, necesitar seguir viviendo siempre; y,
lo que es más, necesitar que sigan viviendo
siempre las personas amadas, cuya
aniquilación, si verdaderamente son amadas,
resulta insoportable” (Problemas del
cristianismo). El amor y el anhelo de
inmortalidad aparecen juntos. En la medida
en que uno ama necesita seguir viviendo más
allá de la muerte. El anhelo de tener una vida
perdurable es ante todo el reconocimiento del
amor a otras vidas. Por eso “el afán de
inmortalidad es primariamente necesidad de
la inmortalidad ajena” (La felicidad humana).
Y “la razón más profunda del desinterés de
tantos hombres de nuestra época por la
perduración de la vida tras la muerte es la
pobreza de su amor, el desconocimiento de lo
que es amor en el sentido radical de la
palabra, que no admite la posibilidad de que
se extinga, y por tanto reclama la pervivencia
de las personas que lo realizan” (La
educación sentimental). Desde un punto de
vista religioso afirma Marías que “Dios ha
creado al hombre a su imagen y semejanza,
por amor efusivo. Es inconcebible que lo ame
solamente un rato y consienta su destrucción.
El amor de Dios tiene que ser para siempre”
(Tratado de lo mejor).
Y si el hombre perdura en la otra vida, ¿para
qué ésta? En su Antropología metafísica escribe
Marías: “¿No hubiera podido Dios ponernos
directamente
en la
otra, instalarnos
definitivamente en la vida perdurable? La idea
de que Dios nos prueba en esta vida, nos somete
a una especie de examen moral para ver cómo
nos portamos antes de premiarnos o castigarnos,
es demasiado tosca e insatisfactoria. Lo que
sucede es que si Dios nos pusiera directamente
en el Paraíso, seríamos otra cosa. El hombre es
quien, una vez creado y puesto en la vida, se
hace a sí mismo [...] La vida mortal [...] es el
tiempo en que el hombre se elige a sí mismo, no
lo que es sino quién es, en que inventa y decide
quién quiere ser (y no acaba de ser). Podemos
imaginar esta vida como la elección de la otra,
la otra como la realización de ésta. Siempre me
ha conmovido, más que ningún otro, el terrible
verso del Dies irae que canta: quidquid latet
apparebit, todo lo que está oculto aparecerá.
Todo lo realmente querido, será. A eso nos
condenamos: a ser de verdad y para siempre lo
que hemos querido”.
“Siempre he pensado —escribe Marías en
Problemas del cristianismo— que uno de los
sentidos más profundos de la vida ultraterrena,
de la vida perdurable, será la realización de los
deseos auténticos, de los proyectos verdaderos.
Dios sabrá cómo hacerlo. Esa estructura
disyuntiva, exclusiva, de la vida terrenal, espero
que no la tenga la vida sobrenatural, y consista,
en una de sus dimensiones, en el cumplimiento
de nuestras auténticas vocaciones, de lo que
hemos querido hacer y ser, y no hemos podido”.
La felicidad plena del hombre exige una
realidad no mutilada, ascendida, perfeccionada,
exaltada, infinitamente dignificada. “El amor a
Dios —dice Marías— intensificará nuestra
realidad de tal manera que se multiplicará el
amor a las criaturas, más amadas y más
interesantes que antes, precisamente porque
estaríamos rebosantes del amor de Dios y de
nuestro amor a él” (La felicidad humana).
Con la muerte llega el hombre renacido. Es el
hombre entero el que renace. Escribe San Pedro
en su primera Carta: “Bendito sea Dios, Padre
de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran
misericordia, por la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos, nos ha hecho nacer de
nuevo para una esperanza viva, para una
herencia incorruptible, pura, imperecedera, que
os está reservada en el Cielo”. San Pablo dice a
los Corintios: “Esto corruptible tiene que
vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que
vestirse de inmortalidad”. Exclama el antiguo
cristiano griego San Atanasio que “estas cosas
no son una ficción, como algunos juzgan: ¡tal
postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue
verdaderamente hombre, y de él ha conseguido
la salvación el hombre entero” (Carta a
Epicteto).
Otro de los Santos Padres, Teófilo de
Antioquía, argumenta así: “Si tú me dices:
‘Muéstrame a tu Dios’, yo te diré a mi vez:
‘Muéstrame tú al hombre que hay en ti’, y yo te
mostraré a mi Dios [...] Cuando te despojes de
lo mortal y te revistas de la inmortalidad,
entonces verás a Dios de manera digna. Dios
hará que tu carne sea inmortal junto con el
alma, y entonces, convertido en inmortal, verás
al que es inmortal” (Libro a Autólico).
Y el antiguo cristiano Hipólito de Roma escribe
que “el Padre de la inmortalidad envió al mundo
a su Hijo, Palabra inmortal, que vino a los
hombres
para
regenerarnos
con
la
incorruptibilidad del alma y del cuerpo, insufló
en nosotros el espíritu de vida y nos vistió con
una armadura incorruptible. Si, pues, el hombre
ha sido hecho inmortal, también será dios”
(Sermón en la Santa Teofanía). Dice asimismo
San Hipólito en su Refutación de todas las
herejías que Jesús, “para que nadie pensara que
era distinto de nosotros”, se fatigó, tuvo hambre
y sed, sufrió, murió, pero al final resucitó,
“ofreciendo en todo esto su humanidad como
primicia, para que tú no te descorazones en
medio de tus sufrimientos, sino que, aun
reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo
mismo que Dios dispuso para él”. Después de
“todos los sufrimientos que has soportado,
cuando contemples ya al verdadero Dios”, una
vez que hayas sido divinizado, “poseerás un
cuerpo inmortal e incorruptible, junto con el
alma, y obtendrás el Reino de los Cielos. Serás
íntimo de Dios”, de su misma familia,
“coheredero de Cristo, y ya no serás más
esclavo [...] de los sufrimientos y de las
enfermedades, porque habrás llegado a ser Dios
[...] Es decir, conócete a ti mismo mediante el
conocimiento de Dios, que te ha creado, porque
conocerlo y ser conocido por él es la suerte de
su elegido”.
Y San León Magno: “Cualquier hombre que
cree —en cualquier parte del mundo—, y se
regenera en Cristo, una vez interrumpido el
camino de su vieja condición original, pasa a ser
un nuevo hombre al renacer”. El Salvador “se
hizo precisamente Hijo del hombre para que
nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios”.
“El nacimiento del Señor es el nacimiento de la
paz” (Sermón 6 en la Natividad del Señor). “En
aquellos días se abolió el temor de la horrible
muerte, y no sólo se declaró la inmortalidad del
alma, sino también la de la carne” (Sermón 1
sobre la Ascensión del Señor).
Y San Máximo Confesor: “El Verbo de Dios,
nacido una vez en la carne (lo que nos indica la
querencia de su benignidad y humanidad),
vuelve a nacer siempre gustosamente en el
espíritu para quienes lo desean” (Centuria 1).
Y San Agustín: “Nuestro Señor Jesucristo,
queridos hermanos, que ha creado todas las
cosas desde la eternidad, se ha convertido hoy
en nuestro Salvador, al nacer de una madre.
Quiso nacer hoy en el tiempo para conducirnnos
hasta la eternidad del Padre. Dios se hizo
hombre para que el hombre se hiciera Dios”
(Sermón 13 de Tempore).
Y San Pedro Crisólogo: “Hoy el mago
encuentra llorando en la cuna a aquel que,
resplandeciente, buscaba en las estrellas. Hoy
el mago contempla claramente entre pañales
a
aquel
que,
encubierto,
buscaba
pacientemente en los astros. Hoy el mago
discierne con profundo asombro lo que allí
contempla: el cielo en la tierra, la tierra en el
cielo; el hombre en Dios, y Dios en el
hombre” (Sermón 160).
Y el autor de la Carta a Diogneto exclama:
“¡inmensa humanidad y caridad de Dios!”.
El Credo habla, como verdad de fe, acerca de
la resurrección de la carne (sarkòs anástasin;
carnis resurrectionem). ¿La mayoría de los
católicos tiene presente que el cuerpo
resucita, que resucita la persona entera? ¿No
ocurre que se da la creencia en una especie de
volatilización de la persona tras su muerte?
¿No se piensa que el cuerpo es indigno de la
vida eterna? Hágase la prueba de preguntar a
los católicos. Según la vaga idea de muchos
de ellos, tras la muerte sólo queda de la
persona un alma platónica, deficiente.
¿Cuál es hoy la antropología que tienen presente
los católicos? Pregúntese y se comprobará que
para la mayoría de ellos el hombre es, en última
instancia, su alma; consideran que hay un
antagonismo entre el alma y el cuerpo. Éste es
considerado como cárcel del alma. Pocos son
los que saben que, según la doctrina católica, el
hombre no es sólo su alma ni sólo su cuerpo,
sino la unión de ambos. Ya Tomás de Aquino
tuvo que defender la tesis de que el hombre no
es sólo alma, sino que está compuesto de alma y
cuerpo, frente a quienes se fijaban solamente en
el alma, despreciaban el cuerpo y consideraban
que el alma separada del cuerpo continúa siendo
persona. Sin embargo, para Santo Tomás el
alma separada del cuerpo no puede llamarse
persona, a pesar de que afirmara lo contrario la
enorme autoridad de Pedro Lombardo y otros
seguidores del platonismo que ponían toda la
persona sólo en el alma.
La Constitución Gaudium et Spes del Concilio
Vaticano II recuerda que “no es lícito al hombre
despreciar la vida corporal, sino que, por el
contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno
y digno de honra, ya que ha sido creado por
Dios y que ha de resucitar en el último día”.
Una dificultad añadida es esta del último día. Si
para Tomás de Aquino el anima separata no es
persona, esto quiere decir que, tras la muerte, el
alma separada del cuerpo no es persona. El
hombre muerto, entonces, ¿ha perdido su
condición personal, su persona, por un periodo
de tiempo, hasta que la recupere en el último día
con la resurrección de su cuerpo? ¿No es esto
insostenible?
¿No habría que darse cuenta de que, para la
eternidad divina, el último día se produce con la
muerte de cada hombre, cuya persona —alma y
cuerpo— es resucitada por Dios? ¿Acaso no
ocurre que, tras la muerte, Dios perfecciona la
persona de cada hijo suyo, haciendo que su
alma y su cuerpo sean gloriosos, quedando así
la persona entera glorificada por Dios en ese
momento, sin tener que esperar hasta no se sabe
cuándo, como si fuera un alma en pena?
No cabe duda de que tanto el dualismo
platónico como el hilemorfismo aristotélico han
sido decisivos para la especulación teológica.
Pero la antropología del Evangelio es más
sencilla y unitaria. En el griego del Nuevo
Testamento la palabra alma (psyché) designa la
vida o toda la persona.
Hay que tener en cuenta que el hombre es
designado en la Biblia con diversos vocablos
indistintamente, pero considerándolo como una
unidad vital. Las palabras hebreas basar, nefesh,
rûah y las griegas sárx, sôma, psyché, pneûma
designan, cada una de ellas, a la persona. Su
respectivo significado oscila según los distintos
libros y contextos. Todas esas palabras son
sencillamente medios lingüísticos para expresar
los aspectos diversos de la persona, su realidad
psicosomática, su comportamiento moral, su
estado natural y sobrenatural, su relación con
Dios o su pervivencia tras la muerte.
La Teología de los primeros siglos del
Cristianismo puso en relación el texto bíblico
—que es ajeno a cualquier dualismo— con la
antropología helenística, generalmente dualista
y que suele concebir el cuerpo como principio
del mal. Esa Teología defiende la unidad
psicofísica del hombre, idea poco familiar para
los griegos. A pesar de ello, en los primeros
siglos del Cristianismo, muy influido por la
poderosa filosofía neoplatónica, se concibe al
hombre como compuesto de dos sustancias,
alma y cuerpo. La teoría cristiana sobre el
hombre va elaborándose con vacilaciones hasta
el siglo XIII, con Santo Tomás de Aquino, que
utiliza el hilemorfismo aristotélico (cuerpo o
materia; alma o forma), modificado
principalmente para explicar la resurrección.
La concepción del hombre como sustancia
compuesta de materia y forma quedaba dentro
de una teoría hilemórfica general con la que,
desde Aquino, los científicos comprendían todo
el Universo. Esta arcaica teoría ha quedado
obsoleta, desfasada y se ha abandonado, pero en
el caso particular del hombre se sigue utilizando
por el tomismo. Aunque el magisterio
eclesiástico se haya servido de categorías
tomistas, parece que sólo ha tenido con ello la
intención de explicar satisfactoriamente así,
según los distintos contextos históricoculturales, la unidad del hombre en sus dos
dimensiones. Es incompleta la definición del
hombre como animal racional (peor todavía
sería decir que tiene un alma racional, y que
otros seres la tienen sólo sensitiva o vegetativa).
Si Dios es amor, entonces las definiciones del
hombre como animal racional o sus
equivalentes, según Marías, “no recogen lo
esencial desde la perspectiva cristiana [...] La
inteligencia o racionalidad son menos relevantes
desde el cristianismo que el amor. Por eso el
hombre aparece como criatura amorosa,
subrayando con igual energía ambos términos”
(La perspectiva cristiana). El dualismo
religioso actual viene principalmente motivado
porque, en lenguaje escatológico, suele hacerse
hincapié en las almas de los difuntos,
entendidas como separadas de sus cuerpos. Esto
es platonismo. En lugar de decir “por el alma
de...”, habría que hablar de las personas mismas
(el alma sin el cuerpo no es persona). El amor es
psicosomático; la criatura amorosa es alma y
cuerpo, imagen y semejanza de su Creador.
Cuando Cristo crucificado se dirige al buen
ladrón no le dice “hoy tu alma estará conmigo
en el Paraíso”, sino que hace referencia a su
persona: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Los griegos podían admitir la inmortalidad del
alma, pero no la resurrección de la carne. Por
eso cuando San Pablo, en el Areópago, habla de
resurreción de los muertos, los atenienses se
burlaron y no quisieron seguir escuchando. Si
Dios crea cada persona, cuerpo y alma, entonces
también la recreará, la resucitará entera. Para
más detalles puede verse el capítulo titulado “La
Religión del Cuerpo” de mi libro La belleza de
Cristo. Una comprensión filosófica del
Evangelio.
El propio San Pablo escribe enérgicamente a los
Corintios subrayando la resurrección de los
muertos, no sólo de sus almas, sino de sus
enteras personas, como la de Cristo: “Ahora
bien, si se predica que Cristo ha resucitado de
entre los muertos, ¿cómo andan diciendo
algunos de entre vosotros que no hay
resurrección de muertos?”.
Quizá una de las causas principales de la actual
deshumanización del hombre, de su
cosificación, sea la falta de pensamiento, de
imaginación y de expresión acerca de la
inmortalidad humana, de la vida perdurable
personal, de la inmortalidad de la persona entera
(y no sólo de algo restringido, visto con
mentalidad platónica, como pueda ser el alma).
Pero Julián Marías es el filósofo que mejor
ha pensado sobre la realidad de la persona —
cuya visión constituye una absoluta
innovación frente a la secular idea inercial
cosificadora— y, por tanto, sobre su
inmortalidad. El capítulo titulado “La
imaginación de la vida perdurable” de su
libro La felicidad humana es lo más
inteligente que se ha dicho sobre esa
cuestión. Como enseña Marías, esa vida hay
que imaginarla para poder desearla.
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