EL OLIVO DE LA ALJAFERÍA Yosef Ardit era un joven judío inteligente y trabajador, hijo de un zapatero que tenía su pequeño negocio. Los Ardit se habían dedicado a ese oficio desde hacía generaciones y el padre de Yosef hubiera querido que su hijo le sucediera un día. Pero a él no le gustaba. Por ello, en vez de eso, Yosef prefería ganarse la vida con trabajos temporales: ayudaba en los arreglos de las casas, hacía toda suerte de recados y desarrollaba pequeñas labores para los talleres artesanos tanto de los judíos, como de los cristianos y musulmanes de Zaragoza. A su anciano padre le hubiera gustado verle con mujer e hijos. Pero Yosef no tenía prisa por casarse y, así, sin grandes pretensiones, ambos vivían felices en su pequeña casa de la Calle Siltán (la actual Calle Santa Catalina), en el centro de la judería nueva, extramuros de Zaragoza. En octubre del año judío 5106, es decir, del año 1345 según el calendario gregoriano, falleció el padre de Yosef. Y éste, que estaba muy unido a él, pasó largo tiempo llorando la muerte del anciano frente a su modesta tumba. Permaneció días enteros sentado allí, añorando a su padre y, entretanto, vivió de lo que tenía ahorrado hasta que se quedó sin nada. En el primer día de Januká, Yosef se dio cuenta de que debía volver a la normalidad. Habían pasado ya dos meses desde la muerte de su padre y él tenía que seguir con su vida. Volvió a la pequeña casa. Esa noche soñó con su padre sonriéndole desde la luz de las velas y, por primera vez desde su muerte, durmió tranquilo. Al despertarse sintió mucha hambre y frío. De repente se dio cuenta de que estaba en diciembre y que en la pequeña casa no había leña para el fuego ni comida en la despensa. Era un martes y la última vez que había comido algo había sido el viernes anterior. Decidió salir a buscar trabajo pero en la judería era fiesta. Así que Yosef abandonó la judería y se encaminó a la plaza del mercado, cerca de La Lonja, donde siempre se podía encontrar alguna ocupación. Se acercó primero a María, una campesina cristiana amiga de sus padres que vendía verduras y frutas de su huerta. — ¡Buen día, María! —le saludó Yosef amigablemente. — ¡Hola! —Respondió María—. ¡Qué sorpresa tan grata! Cuánto siento lo de tu padre. Era un hombre muy bueno y... La mujer, que era un poco parlanchina, continuó hablando un buen rato y cuando por fin se cansó, Yosef le preguntó: —María, ¿no tendrás algún trabajo para mí? ¿Algo que pueda hacer para ganar un poco de dinero o leña para el fuego o comida para pasar la semana? — ¿Trabajo? —Exclamó María—. ¡Ojalá pudiera darte algo de trabajo! No sabes lo mal que van las cosas: la tierra está congelada y no da nada; las gallinas no ponen huevos hace semanas; y hace unos días se nos murió la vieja burra, ¿sabes? Qué desastre... —y así siguió la mujer, lamentándose un buen rato. —Tranquila María —le contestó abrumado Yosef—. Siento oír lo mal que te van las cosas... ¡Ah! Ahí veo a Abdul. Seguro que él me dará algún trabajo. Abdul, amigo de la infancia de Yosef, era un comerciante musulmán que vendía alfombras traídas a Zaragoza desde Medio Oriente. — ¡Buenos días, Abdul! — ¡Hola! —Respondió Abdul—. ¡Qué sorpresa tan grata! Cuánto siento lo de tu padre. Era un buen hombre... —Abdul, ¿no tendrás algo de trabajo para mí? ¿Algo que pueda hacer para ganar un poco de dinero? — ¿Trabajo? —Exclamó Abdul—. ¡Ojalá pudiera darte algo! No sabes lo mal que van las cosas: unos bandidos han robado toda mi nueva mercancía a tres días de viaje de Zaragoza Mi pobre hijo escapó con vida de milagro. Esta mercancía es todo lo que tengo y necesito lo que gane para mandar a mi hijo a comprar más género... — se quejó Abdul. _Tranquilo Abdul —le contestó abrumado Yosef—. Siento oír lo mal que te van las cosas. ¡Ah! Ahí veo a Mateo. Igual él me puede dar algo de trabajo. Y así pasó Yosef de amigo a amigo, de conocido a conocido y de puesto a puesto. Pero nadie podía darle trabajo. Parecía que esos meses habían sido muy malos en Zaragoza para todo el mundo. A mediodía, tras haber recorrido todo el mercado sin conseguir trabajo, Yosef estaba cansado, apesadumbrado y hambriento. Se metió en una estrecha calle detrás de la catedral de La Seo y se sentó en un rincón. De una tahona cercana salió un panadero con una bandeja llena de empanadillas recién hechas, la dejó en un poyo junto a la puerta y volvió a entrar a la casa. El olor de las empanadillas era maravilloso y Yosef, que tenía mucha hambre, pensó: “¡Qué buena pinta tienen estas empanadillas! Y las de la derecha son de verduras. Estas sí que las puede comer un judío... Yosef buscó en sus bolsillos a ver si, por casualidad, aún le quedaba alguna moneda para comprar una empanadilla. Pero no encontró ninguna. Miró alrededor y se dio cuenta de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie y pensó: “¿si cojo una empanadilla y la pago mañana o cuando tenga dinero? Esto no es exactamente robar ya que tengo intención de pagar. Es más bien un préstamo... Además, si no como algo, me desmayaré o me enfermaré; si estoy enfermo, no podré trabajar; si no trabajo, no ganaré dinero para comprar comida; si no tengo dinero ni comida, me quedaré cada vez más débil y al final me moriré...” Volvió a mirar o su alrededor para ver si venía alguien: Nadie a la derecha, nadie a la izquierda... Se acercó a la bandeja, se asomó a la puerta abierta de la tahona y vio al panadero ocupado metiendo unas tortas al horno, Echó un último vistazo a su alrededor y, casi sin realmente quererlo cogió una empanadilla de verdura y se la metió a la boca. La empanadilla estaba... ¡ooooooh! ¡Cómo estaba de buena, crujiente y jugosa a la vez! Calentita y sabrosa, salada y dulzona. Yosef disfrutaba de cada segundo, de cada minuto, notando cómo la empanadilla se deshacía en su boca poco a poco y bajaba por su garganta con un leve cosquilleo. Se olvidó del frío, del cansancio, del hambre y una feliz sonrisa brotó de lo más profundo de su corazón. Pero justo entonces, cuando a punto estaba de coger otra empanadilla, desde uno de los extremos de la calle se oyó una voz gritando: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!”. Al momento, desde la plaza de La Seo se oyeron los gritos repetidos: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” Y al pobre Yosef lo llevaron a la Aljafería y lo metieron en una pequeña, oscura y húmeda celda. Esa misma tarde le juzgaron y le condenaron a muerte. Y al día siguiente, al atardecer, se cumpliría la sentencia. ¡Pobre Yosef! Mañana lo van a matar y todo por una empanadilla que tenía intención de pagar. Estaba Yosef paseando en un pequeño y sucio calabozo, de lado a lado, de pared a pared, mirando la pequeña ventana, mirando los barrotes y pensando: “¿Quién me mandó a mí coger esa empanadilla? ¿Quién me mandó a mí no tener una buena profesión, como zapatero, tal como quería mi padre, para haber continuado con el negocio familiar? ¿Quién me mandó a mí...?” Y así seguía lamentándose, paseando de lado a lado de la celda como un león enjaulado. Pero entonces… — ¡Aauuuuh! —Gritó Yosef al pisar algo duro en el sucio suelo—. Lo que me faltaba —murmuró mientras se masajeaba la planta del pie izquierdo. Tanteó el suelo con las manos en la oscuridad de la celda buscando la causa de su daño hasta que sus dedos encontraron un hueso de aceituna, la semilla de un olivo. En ese momento, la semilla de una idea brotó en la mente de Yosef y, poco a poco, fue tomando forma: _ ¿Y por qué no? —pensó—. Según cuentan por ahí el Rey Pedro IV es curioso y valiente, de ideas caballerescas, muy dado a las letras, gran astrólogo y alquimista, y un gran trovador. Aunque dicen también que es de genio violento... Pero, aprovechando que estos días está en Zaragoza, debería arriesgarme. Total, ¿qué puedo perder? Con aire decidido, limpió la pequeña semilla y, acercándose a los barrotes, gritó lo más alto que pudo: — ¡Señor guardián, señor guardián! Al guardia, que estaba medio dormido, no le apetecía lo más mínimo desplazarse a donde se encontraban las celdas. Pero al ver que el prisionero no dejaba de gritar, decidió de mala gana ir a ver qué pasaba. Se acercó con irritación al calabozo y preguntó: — ¿Qué pasa? ¿Por qué armas tanto jaleo? ¡Deberías rezar y prepararte para la muerte en vez de dedicarte o molestar así! —Mil perdones, buen señor —contestó Yosef con voz amable—. Es que estaba yo aquí, rezando a mi Dios, y de repente encontré en mi bolsillo esta semilla de olivo y recordé que mi padre, en su lecho de muerte, me contó un gran y mágico secreto. Resulta que mi padre fue un gran cabalista y descubrió cómo hacer que de esta semilla de olivo creciera un árbol en un día y diera frutos en una semana. Como ya sabes, me han condenado a muerte. Mañana, al atardecer, ejecutarán la sentencia y este secreto se irá conmigo a la tumba. Así que he pensado que lo mejor era contar este secreto a su majestad el Rey Pedro IV el Ceremonioso que esta aquí estos días. ¡Quién mejor que él para hacer buen uso de ese conocimiento! El carcelero pensó para sí: “Todo el mundo sabe que los judíos son diferentes. Así que, ¿por qué no creer esta maravillosa historia? Si es verdad, el Rey me recompensará por contárselo. Y si no es verdad, se enfadará con este judío y no conmigo”. El guardián salió de la cárcel, fue a ver a su capitán y le dijo: —En los calabozos hay un mago judío condenado a muerte que dice que puede hacer crecer un olivo en un día y que, antes de morir, quiere contarle al Rey el secreto de cómo hacerlo. El Capitán de la Guardia fue rápidamente a ver al Consejero Menor y le dijo: —En los calabozos hay un gran mago judío condenado a muerte que dice que puede hacer crecer un olivo en un día y que, antes de morir, quiere contarle al Rey el secreto de cómo hacerlo. El Consejero Menor pidió hablar con el Consejero Mayor y le dijo: —En los calabozos hay un magnífico y conocidísimo mago judío condenado a muerte que dice que puede hacer crecer un olivo en un día y que, antes de morir, quiere contarle al Rey el secreto de cómo hacerlo. El Consejero Mayor pidió audiencia con el Rey Pedro IV el Ceremonioso y le dijo: —Majestad, siento importunaros con rumores, pero me han informado de que en nuestra prisión hay un magnífico, famoso y conocidísimo mago judío condenado a muerte que dice que puede hacer crecer un olivo en un día y que, antes de morir, quiere contarle a Su Majestad el secreto de cómo hacerlo. Al Rey la idea le gustó mucho: curioso por naturaleza, la vida cortesana le parecía bastante aburrida. Así que la posibilidad de asistir a semejante milagro le resultaba muy atractiva. Además, como astrólogo y alquimista había oído hablar de la Cábala, pero nunca había podido acceder a ese conocimiento mágico. Y, por si fuera poco, para un trovador como él, tal experiencia sería una inspiración inmejorable. Todo ello sin olvidar el detalle de que el mero hecho de conocer el secreto para hacer crecer las plantas tan rápido le proporcionaría más riquezas y poder. — ¡Qué interesante! —Dijo el Rey a su Consejero Mayor—. Manda cavar un agujero en la tierra, a las puertas del palacio de la Aljafería, y convoca a toda la Corte mañana al mediodía, para ver el milagro. Si es verdad lo que dice el prisionero, mi nueva sabiduría se divulgará rápidamente. Y si es mentira, nos reiremos un rato de los judíos. Al día siguiente sacaron a Yosef de la cárcel y lo llevaron ante el Rey. En la explanada de la Aljafería, delante del castillo, se habían dado cita todos los nobles y cortesanos de Zaragoza, además de una gran multitud de curiosos. El Jardinero Real había cavado un pequeño hoyo en el sitio elegido y los pajes habían colocado el trono real a muy poca distancia. Yosef estaba muy nervioso cuando lo llevaron ante el Rey. Rodeado de tanta riqueza y esplendor se sentía muy pequeño y algo miserable, con su ropa sucia y su aspecto poco aseado. Pero se acordó de los consejos de su padre, respiró hondo y relajó sus músculos. Se acercó al trono y se arrodilló dirigiéndose respetuosamente al Rey: —Majestad —miró entonces hacia los nobles y curiosos allí reunidos- honorable Corte y ciudadanos de Zaragoza —respiró hondo y continuó—, aquí me tenéis ante vosotros, condenado a muerte por haber robado una empanadilla llevado por el hambre y el cansancio. Una empanadilla que tenía intención de pagar cuando hubiera encontrado trabajo. Pero en cualquier caso., — Yosef se detuvo un momento dejando que sus palabras llegaran a todos los corazones—... como estoy condenado a muerte y al no tener a nadie a quienes dejar esta importante herencia, después de mucha reflexión he decidido que el gran secreto de nuestra familia, el secreto cabalístico de cómo hacer que una semilla crezca y se convierta en una planta adulta en un día y dé frutos en una semana, no debería perderse para siempre. Consciente de la gran sabiduría, sentido de la justicia y generosidad de nuestro Rey Pedro IV el Ceremonioso, he decidido desvelártelo. Veo que ya está preparado el agujero y sólo falta la persona adecuada para plantar la semilla y recitar la secreta bendición cabalística. Yosef se acercó al hoyo y continuó. —Para que la bendición funcione y crezca el árbol en un día dando frutos en una semana, la persona que lo plante tiene que ser alguien que nunca, pero nunca, nunca, haya robado nada. Como ya os dije, ayer robé una empanadilla y, aunque tenía intención de pagarla cuando hubiera encontrado trabajo, yo ya no puedo obrar este milagro. Así que, honorable Majestad, aquí tenéis la semilla —dijo tendiéndole el hueso de oliva— y una vez plantada os indicaré las palabras mágicas. El Rey cogió la semilla. Su mano tembló ligeramente y se puso algo pálido. Carraspeó incómodo mirando a su alrededor en busca de ayuda hasta dar con un hombre muy apreciado en la Corte: . Una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro. —Mi fiel y sabio consejero, no esperarás que yo, tu Rey, manche mis manos plantando una semilla, ¿verdad? Hazlo tú por mí —dijo, y le entregó la semilla. El Consejero cogió la semilla. Su mano tembló ligeramente y se puso algo pálido. Carraspeó incómodo mirando a su alrededor en busca de ayuda hasta que, finalmente, dijo: —Majestad, honorable Corte y ciudadanos de Zaragoza, ¿os acordáis de la gran fiesta del verano pasado? ¡Qué fiesta! Una semana de celebraciones y festejos, comida, actuaciones, música.., ¡Una fiesta por todo lo alto! Y es que ya sabe, Su Majestad, que tenía que hacerles ropa nueva y adecuada a mi mujer y a mis hijos para tal ocasión. Eso fue mucho dinero hasta para mí y resulta que hasta el día de hoy, un año y poco más, aún no he pagado las telas ni el trabajo de confección. No es que sea robar, no. Tengo intención de pagarlo, claro. Pero con tanto trabajo y ajetreo se me olvida y el dinero nunca llega... ¡Así que quizá yo no pueda plantar la semilla! —y con una gran reverencia, devolvió la semilla al Rey. El Rey volvió a tomar el hueso de olivo y dijo: —Entonces tú, Jaime, mi más honrado tesorero, plántala tú. ¡En quién confiar más que un tesorero!—y entregó la semilla a Jaime. Jaime cogió la semilla. Su mano tembló ligeramente y se puso algo pálido. Carraspeó incómodo mirando a su alrededor en busca de ayuda hasta que, finalmente, dijo: —Majestad, honorable Corte y ciudadanos de Zaragoza, resulta que hacer de tesorero no es tan fácil. A veces, algún amigo o familiar te pide un préstamo y te suplica que no lo apuntes para que nadie se entere de esa mala época que pasa. Y después uno no siempre lo paga. Además, cuando recaudo los impuestos, muchas veces la gente me los trae a última hora o de camino a casa. Y yo no voy a dejar el dinero tirado por ahí ¿verdad? Así que me lo llevo a casa. Y ya sabéis lo que pasa: lo dejo en la entrada y a lo mejor mi mujer o alguno de mis hijos, pensando que es nuestro, coge algo para pagar la compra. Y al día siguiente lo que llevo a las arcas quizá sea un poco menos... No es que esto sea robar: es que cuando uno maneja tanto dinero, algo se “pierde” en el camino... ¡Así que quizá en este caso yo no pueda plantar la semilla! —y con una gran reverencia, devolvió la semilla al Rey. El Rey pasó la semilla de cortesano en cortesano, de noble en noble, de burgués en burgués... pero todos tenían alguna razón para no poder plantarla. Algo, que aunque según ellos no era realmente robar, podía hacer que la bendición no funcionase. Y así transcurrió una hora. Y dos. Y tres. Y nadie era apto para plantar la semilla. Así que Yosef hizo una profunda reverencia y dijo: —Parece ser que nadie en esta Corte puede plantar la semilla. Y ya sabemos que no es muy digno que un Rey lo haga personalmente pero, en este caso, creo que es el momento para que la plante Su Majestad. El Rey se puso muy, muy pálido y dijo con voz temblorosa: —Resulta que cuando era joven conocí a una muchacha muy, muy guapa, con el pelo largo, los ojos grandes, la piel aterciopelada... Bueno, era todo lo que un príncipe puede desear. Ella quería que yo le regalase un anillo con rubíes y zafiros que llevaba mi madre en algunas recepciones. A mí esa muchacha me tenía loco, es decir, me gustaba mucho, Y yo quería gustarle a ella... Así que acudí a mi padre y le pedí permiso para regalarle el anillo a la muchacha. Pero mi padre denegó mi petición diciéndome que as joyas familiares no se regalan a la ligera. A pesar de todo, como a mí esa chica me gustaba tanto, decidí regalarle el anillo aun sin permiso: al fin y al cabo, yo era el príncipe heredero y al morir mi padre, todo lo suyo pasaría a ser mío. Así que no era exactamente robar, sólo adelantarse en el tiempo. Así que quizá en este caso yo tampoco pueda plantar la semilla. Yosef dijo entonces: —Majestad, honorable Corte y ciudadanos de Zaragoza, ¿os dais cuenta de que entre todo la Corte y los nobles de Zaragoza no hay nadie que no haya cogido algo sin pagar? Vosotros, que tenéis de todo, habéis olvidado pagar habéis olvidado devolver, habéis cogido sin permiso... Y todo ello, según vosotros, no es exactamente robar. Por contra, a mí me condenáis a muerte por haber robado una empanadilla llevado por el hambre y el cansancio. ¡Una empanadilla que tenía intención de pagar una vez encontrara trabajo! ¿Os parece justo? El rey se quedó pensativo un rato y al final dijo: —Tienes razón: no es justo. De hoy en adelante intentaré ser más justo y considerado en mis juicios. Te perdono la vida con la condición de que prometas pagar la empanadilla robada con tu primer sueldo como consejero del Rey, un puesto que te ofrezco por tu gran corazón y sabiduría. Planta aquí esa semilla de olivo y cuídalo: que sea recuerdo de esta lección. Y aún hoy en día a las puertas del castillo de la Aljafería, puede verse ese gran olivo recordándonos que no debemos ser ligeros al juzgar y condenar a nuestros semejantes Maor Luz