Cuando me enteré que mi madre no sólo tenía intenciones, sino que además estaba decidida a publicar un conjunto de cuentos que había escrito en distintas épocas, sentí un leve escalofrío, un temblor interno, un llamado de atención desde el inconsciente culposo. Al constatar estas intenciones recordé uno de los cuentos de Richard Ford en el que el ex esposo de la protagonista se venga de su antigua mujer publicando un novela autobiográfica en que devela, sin molestarte por encubrir los hechos ni los nombres, un sinnúmero de intimidades familiares, de salón, de antesala, de pasillo y alcoba. Intimidades de todo tipo. Del modo exacto en que ocurre también en una película de Woody Allen, no recuerdo cuál: su protagonista, el mismo Allen, no entiende por qué su mujer está tan enojada tras leer el libro autobiográfico en el que el personaje encarnado por Allen revela los más inconfesables secretos de él y su pareja. Bueno, frente a los casos expuestos, cabía la posibilidad de que Verónica, que es como se llama mi madre, aunque para estos efectos la llamaremos la señora Fletcher, procediera a tomar la escritura como un ejercicio terapéutico y liberador, generando con ello un acto de sinceramiento, tal vez un desquite personal, una vuelta de mano, quién sabe, en una de esas hasta una salida del closet, algo en definitiva que develara o pusiera al descubierto secretos familiares, capítulos velados, oscuros, fangosos. No lo hizo, al menos no directamente, pero estuvo cerca: estoy en condiciones de adelantar que uno de los cuentos que quedó fuera de esta edición versa acerca de la fiesta de matrimonio de uno de sus hijos, más bien de la trastienda del matrimonio de uno de sus hijos, con lujo de detalles, sin censuras, aunque con los debidos resguardos de identidad. El hecho, en definitiva, es que no ocurrió nada de lo que yo temí, un escenario catastrófico, pero lo anterior no significa necesariamente que los cuentos que nos reúnen en esta oportunidad no tengan base en la realidad, en la experiencia. Eso tiene que evaluarlo e imaginarlo cada lector. En lo que respecta a mi función de presentador, en tanto lector que hace un esfuerzo inútil por desdoblarse de su calidad de hijo, puedo decir en primer término que este conjunto de cuentos me han sorprendido por causas diversas. Sorprendido gratamente, me adelanto a aclarar. Me sorprende -aunque tampoco tanto- que varios de ellos versen sobre aspectos descarnados de la existencia humana, sobre familias desconstituidas, sobre vidas solitarias y miserables, sobre parejas disparejas, sobre matrimonios en crisis, sobre almas que andan con su soledad a cuestas. Sin entrar a interpretar motivaciones y significados, creo que lo más valeroso de estas temáticas dicen relación no con la resolución que presentan los cuentos de esta naturaleza, tampoco con la enseñanza o corolario que dejan, sino con el ambiente y las sensaciones que logran transmitir. Hay al respecto una escena que me resulta particularmente conmovedora. Al comienzo del libro, en el cuento titulado “Por Esas Circunstancias”, se retrata la vida rutinaria, seca y acabada de un matrimonio relativamente joven, o eso parece. Un matrimonio que marca el paso, que tiene sus días contados, un matrimonio que es retratado en la intimidad de su alcoba, entre largos silencios, gestos distantes y ritos tediosos. Más allá del modo en que termina esta historia en particular, que a mi juicio es lo menos importante, el gran mérito de esa situación es que en ella realmente no pasa nada, una escena donde no se dice gran cosa, donde lo único que rompe el silencio desgarrador, señal de crisis profunda, son el televisor encendido y algunas pocas frases vagas. Ese es el primer cuento y marca la pauta de los venideros. La cosa es entre mujeres y hombres, ya lo anuncia el titulo. La señora Fletcher les da a los dos, con crueldad y sangre fría, aunque me da la impresión, y si no es así que me corrija una dama, que ellos, los hombres, se llevan la peor parte. A ellos la señora Fletcher no los trata nada de bien, les da duro, los golpea, les da en el mentón, en el abdomen y hasta entre las piernas, lo que viene a ser un golpe bajo. Les da con todo: total, escribir es gratis. Está el caso ya descrito, el de una pareja en crisis donde ella hace como que todo está perfecto y él no se atreve a decir lo que piensa ni menos lo que siente. Una tonta y un cobarde. Ya sabemos qué es peor. Está ese caso y también el de un hombre abandonado que se resiste, a punta de alcohol, al abandono. Y está, por último, el caso de un hombre que en su juventud fue sano y atractivo y que no mucho después, no se sabe bien por qué, está hecho un estropajo. La señora Fletcher lo describe así: “Mi primera impresión fue de incredulidad. Juan, mi amado, mi valiente Juan se había convertido en un esperpento. De su contextura musculosa y atlética no quedaba nada, frente a mí tenía a un hombre flaco y encorvado, con unos pantalones bolsudos color café y un chaleco gris tejido a mano y agrandado por años de lavado. No se había puesto zapatos, aún permanecía con zapatillas de levantarse. Fue tanto mi espanto al verlo que en vez de entrar empecé a retroceder”. Todo esto alimenta mi sorpresa y me lleva a preguntarme qué pasa con los hombres. La sorpresa también es motivada por ciertas situaciones que son protagonizadas por seres deformes, defectuosos y macabros, personajes propios del mundo de David Lynch, de circo de variedades, que son capaces de cosas horrorosas, vergonzantes, perversas. Yo realmente no sé cómo interpretar aquello, me declaro incompetente. Como se va viendo, no es un mundo fácil, amable, carente de conflictos. Al respecto, dos cuentos marcan la excepción. Uno de ellos se titula Asalto en el Bario Alto y trata acera de un matrimonio (uf!, otra vez de vuelta con el mismo tema), un matrimonio, digo, que es víctima de un atraco en su propia casa. El problema no son los asaltantes, que son un encanto de persona, sino la pareja, él y ella, que presos de la presión y la violencia, sacan a relucir frente a los asaltantes sus profundas desavenencias, además de sus mezquindades. Ese es un cuento para la risa. El otro es un cuento breve y de una profunda ternura, así al menos me parece a mí. Se titula Vivaracha y está dedicado a María, mi sobrina. Es uno de mis preferidos y me permito leerlo: Más allá de los méritos estrictamente literarios, más allá incluso de los temores iniciales, lo que más me pone contento de todo esto no es que Verónica no haya ventilado aspectos familiares en su opera prima, su debut literario, sino que se haya dado el tiempo para terminar su libro, que haya trabajado en ellos, que haya discutido, peleado y rabiado, y finalmente que se haya animado a publicarlo sin complejos ni pretensiones. Por eso vaya mi reconocimiento, admiración y felicitaciones. Salud por eso.